Sección: 5.Historicidad (página 2 de 6)

Las ideologías en la cultura

Michelangelo Merisi de Caravaggio (1571-1610). Cabeza de Medusa, de 1597, muestra la cabeza del animal mitológico con sangre brotando del cuello.

Michelangelo Merisi de Caravaggio (1571-1610). Cabeza de Medusa, de 1597, muestra la cabeza del ser mitológico con sangre brotando del cuello. Las serpientes vendrían a ser las ideologías que  acaparan el pensamiento y ahogan la verdad de las cosas.

Ideología y cultura

1. En la medida en que todas  las aspiraciones del mundo de la praxis conquistan el ámbito de la cul­tura[1] y desalientan el auténtico saber, se pierde también la libertad cultural. Esa es la vía de la autodes­trucción de la cultura: que venga a ser un saber al servicio de un determinado sistema de poder ajeno a ella misma, a su va­lor teo­rético, renunciando a su tarea de trascender el mundo de la praxis. A esta reducción hay que llamar ideología y por ella se desvir­túa la relación que se establece entre sociedad y cultura[2].

El marxismo ha sabido ver agudamente la estructura de la ideo­logía, como expresión de los intereses o las necesidades de un grupo social. Marx no usó el término “ideología” para designar su posición, sino la de sus adversarios burgueses. Para Marx y Engels la ideología encierra por lo menos tres notas fundamentales.

La ideología es, en primer lugar, una supraestructura. Para Marx las ideas no se despliegan según la lógica postulada por un vago idealismo, sino que están determinadas por la base de los fac­tores externos del orden social. La ideología es así un sistema de determinadas concepciones, ideas o representaciones sobre las que se apoya una clase o un partido político. Continuar leyendo

Sobre la utopía

Paul Signac : “Au temps de l’armonie” (1895): La edad de Oro no está en el pasado, sin en el futuro.

Paul Signac : “Au temps de l’armonie” (1895): La Edad de Oro no está en el pasado, sin en el futuro.

 

Ideología y utopía

La reacción antiidealista del siglo XIX no fue, en modo alguno, un rompimiento con el principio de absoluta afirmación antro­pocéntrica. El método de las ciencias modernas ofrecía un estí­mulo para refugiarse en una fluctuante actitud antimetafísica, có­moda en muchos aspectos. Por otra parte, los fenómenos de masas unidos a la creciente industrialización originaban problemas socia­les, económicos y políticos de gran magnitud. A la actitud filosó­fica, oscilantemente antimetafísica, volcada a la solución de estos problemas socio-económicos, se le llamó positivismo social o so­cialismo positivista, cuyos inspiradores fueron Saint-Simon, Fou­rier y Proudhon; su máximo exponente fue Comte. Para todos ellos, los fenómenos sociales debían de ser tratados como los acontecimientos físicos: hasta ese punto primaba el poder del método científico-positivo.

La doctrina social de estos autores ofrece contenidos que ya fueron conocidos por pensadores antiguos incluso, como la comu­nidad de bienes y la supresión de la propiedad privada. Pero se presentan ahora bajo el apremio de la sociedad industrial, de las grandes masas obreras, sometidas a una larga e insegura jornada laboral. El liberalismo económico, enfundado en la gran revolu­ción industrial de finales del s. XVIII, llevó a la proletarización o empobrecimiento de muchedumbres ciudadanas. La moral que mantiene y empuja la empresa de justicia está regida por la ley del progreso, en virtud del cual la sociedad entera marcha hacia una futura felicidad perfecta y justa. Pues bien, a una sociedad ideal sin taras y sin clases, similar a la preconizada por los filántropos de­cimonónicos, ciudad realizada en la comunidad de bienes, llamó Tomás Moro, en el siglo XVI, «utopía». Continuar leyendo

Historia y Metahistoria

El problema del “sentido de la historia” recibió en la «Ciudad de Dios» de San Agustín una solución teológica, bajo las categorías de creación y predestinación.
Dicha tesis tuvo una contestación filosófica resonante a lo largo de los siglos XVIII y XIX en las figuras de Rousseau, Lessing, Fichte, Hegel y Marx, entre otros pensadores que culminaron la historiología dialéctica, no sin antes realizar un proceso de secularización de aquella teología.

Pero al señalar un fin universal al curso histórico, estas filosofías dan un nuevo significado histórico y ético-político no sólo a las expresiones objetivas de la familia (Aristóteles, Herder), de la sociedad (Rousseau, Kant, Fichte) y del estado (Hegel), sino también a las dimensiones antropológicas profundas del trabajo humano (Marx).

Quevedo, poeta de la temporalidad humana

Dali-Tiempo

Salvador Dalí (1904-1989): “Reloj evanescente”. El reloj parece derretirse con el paso del tiempo. No marca un tiempo lineal que avanza paulatinamente, sino un tiempo que por ser tal, pasa derritiéndose en su ser. El tiempo lineal que avanza carece de importancia.

Ser y tiempo

La vida del hombre que se teje en el tiempo va de un pasado hacia un futuro. El presente es evanescente y se diluye al pasar. El futuro del presente es el pasado. Pues bien, aunque la existencia humana no coincidiera con el tiempo mismo, su discurrir mundano existe en el tiempo. Y pasa con el tiempo. Este hecho, subrayado por los pensadores de todos los tiempos, hizo que modernamente Heidegger (en Sein und Zeit) afirmara que el existente humano es un ser-para-la-muerte (Sein zum Tode). Para este pensador alemán, la muerte no sólo es el «final» externo de ese ser, sino también su «fin» interno: la interior vida del hombre es un correr anticipado hacia la muerte. Y no caben más esperanzas que las del morir. O sea, no hay esperanza, sino «angustia» producida por el estrechamiento que el «fin» mortal provoca día a día en el hombre.

El moderno existencialismo (Heidegger, Sartre) ha insistido en esta situación angustiosa del ser humano. Y desde ella interpreta Heidegger todas las tradicionales categorías filosóficas.

Mucho antes, don Francisco de Quevedo (1580-1625)  interpretó también la vida humana con unos tintes tan sombríos que parecen arrancados de una obra existencialista contemporáea.

Ahora bien, esta poesía de la temporalidad humana es, a su vez, sólo una cara del ámbito poético de Quevedo, quien abre en otros poemas jirones de trascendencia y esperanza. Aquí sólo hablaré de los primeros, entresacados de su  Parnaso Español. Luego, al final, haré una reflexión más filosófica o metafísica sobre el instante, realidad del tiempo quevediano.

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Metahistoria de América: lo fáctico y lo providencial

 

Los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, reciben a Cristóbal Colón tras su viaje a las Indias. Hecho inmortalizado en los azulejos de la plaza de España de Sevilla.

Los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, reciben a Cristóbal Colón tras su viaje a las Indias. Hecho inmortalizado en los azulejos de la plaza de España de Sevilla.

La explicación “científica”

¿Cómo ha interpretado la historiografía el Descubrimiento de América por Colón?

Para responder a esta pregunta es preciso indicar que para muchos autores modernos fue el fruto de una deducción lógica que el navegante hizo, basado, de un lado, en el espejismo de la cosmografía medieval y, de otro lado, en testimonios que ciertos pilotos ya habrían hecho y que corrían por círculos marineros y académicos[1]. De hecho el fiscal de Su Majestad habría tenido una incierta noticia de que Colón, cuando llegó a Palos de Moguer, recibió la oferta de los servicios de Martín Pinzón, quien a su vez “había oído decir cómo navegando tras el sol por vía templada se ha­llarían grandes y ricas tierras”[2]. Nunca se supo quién podría ser ese “piloto anónimo”[3] que entró en la leyenda del Descubrimiento[4]. Se dijo, a partir de ahí, que Colón sólo habría vuelto a encontrar una ruta ya trazada[5]. En el siglo XVIII apareció la tesis, por ejemplo, con Humboldt, de que el mismo progreso humano, la fuerza teleológica de la razón, acabó tomando posesión del universo al descubrir América, sin necesidad de recurrir a poderes supraterrenales[6].

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Decadencia y apogeo: sobre el corso y el ricorso de Vico

Pieter Brueghel el Viejo: “La torre de Babel” (1563). Es el símbolo del orgullo y la desmesura humana que quiere alcanzar lo más alto., una imagen que advierte del fracaso de la pura racionalidad que alienta a banqueros, ministros, clérigos, soldados y pensadores. Al final quedaron confundidos, sin poder entenderse entre sí,  y excluidos de un proyecto común.

Pieter Brueghel el Viejo: “La torre de Babel” (1563). Es el símbolo del orgullo y la desmesura humana que quiere alcanzar lo más alto: una imagen que advierte del fracaso de la pura racionalidad que alienta a  ministros, banqueros, clérigos, soldados y pensadores. Al final todos quedaron confundidos, sin poder entenderse entre sí, y excluidos de un proyecto común.

Perder el camino

Vico llama “corso” al camino que, partiendo de la inmediatez pura o prerreflexiva que el hombre guarda inicialmente con la realidad, en la forma poética o mítica, desemboca en el proceso racional y reflexivo que las sociedades avanzadas desarrollan en la filosofía, en la política, en la economía, etc.[1]

La conciencia mítica y poética es, para Vico, una estructura original del ser humano. Genéticamente, en la proyección histórica de la humanidad, expresa el primer sentido de la existencia comunitaria. Vico expulsa los prejuicios racionalistas de su tiempo y admite la conciencia mítica como un elemento de la existencia. Pero indudablemente no puede hacerlo renunciando a la razón, sino integrando razón e imaginación mítica en la trayectoria del hombre ha­cia la realidad y la verdad. Excluir la razón en be­neficio del mito, rechazar el mito en beneficio de la razón: he ahí dos extremos que evita. La alienación en el mito implica el regreso al primitivismo o primera barbarie; la alienación en la razón conlleva la esterilización y neutralización de los valores (la inhumanidad de una segunda barbarie, dice Vico). Continuar leyendo

La historia como ciencia, según Vico

La portada que adorna las ediciones "Principj di Scienza Nuova" (1730 y 1744) de Giambattista Vico, muestra un haz de luz cuyos rayos de colores se comparan con las diversas ciencias.

La portada que adorna las ediciones «Principj di Scienza Nuova» (1730 y 1744) de Giambattista Vico, muestra un haz de luz cuyos rayos se comparan con las diversas ciencias.

 Carácter científico de la historia

Para Vico, el hombre tiene perfecto conocimiento de algo cuando construye mentalmente el sistema de sus no­tas y relaciones: hacer una cosa es el criterio más claro de la verdad de esa cosa. El relojero que cons­truye un reloj hace la verdad íntegra de ese reloj. En tal sentido dice Vico que “lo verdadero es lo hecho”: verum ipsum factum. Pero, ¿puede el hombre cono­cer constructivamente todas las cosas? Sólo aquellas cuyos elementos se encuentren en su mente[1]. Aun­que sea restrictivamente, la clave que nos permite descubrir el carácter científico de una disciplina es el principio verumfactum, el cual responde a la capa­cidad de poseer críticamente la verdad del objeto.

Siguiendo este criterio, aparecen tres planos de objetos: uno matemático o geométrico, que es ideal, donde el espíritu humano es plenamente sabedor, pues puede producir creadoramente; otro, físico, el de la naturaleza real, en el que no puede construir plenamente y del que, por lo tanto, no hay ciencia estricta; otro, en fin, cultural, el de las producciones históricas, que son también reales, pero que, por su carácter social y por estar hechas creadoramente por el hombre, no están tan alejadas del conocimiento pleno como las naturalezas físicas.

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Lo verdadero es lo hecho, según Vico

Juan Bautista Vico (1668-1744). Escribió: Principi d'una scienza nuova intorno alla natura delle nazioni (1725); De nostri temporis studiorum ratione (1708); De antiquissima Italorum sapientia (1710); De universi iuris uno principio et fine uno, (1720).

Juan Bautista Vico (1668-1744). Escribió: Principi d’una scienza nuova intorno alla natura delle nazioni (1725); De nostri temporis studiorum ratione (1708); De antiquissima Italorum sapientia (1710); De universi iuris uno principio et fine uno, (1720).

El ingenio y la verdad

Según Vico, el ingenio es la capacidad que el hombre tiene de interpretar el mundo y su relación con él en un sistema de unida­des significativas, para determinar el puesto que las cosas tienen. Por ello, cada nivel sapiencial exige in­genio, facultad inventiva de conocer lo nuevo, de buscar y reconstruir la verdad. Se trata del aspecto creador de la mente: su acto es un hacer (facere). Su función consiste en recoger elementos diversos y heterogé­neos para reunirlos y construir un todo. De ahí que sea la capacidad sintética y constructiva de la mente. Y se despliega en dos órdenes: precientífico y cientí­fico. En el primero, imaginativo y espontáneo, es la capacidad de buscar y reconstruir la verdad que existe en la forma singular aprehendida por los sen­tidos; o sea, conoce lo verdadero (verum) espontáneamente, antes de todo raciocinio, adscribiéndose a los momentos en que preponderan la memoria y la fantasía; es, pues, aquí una facultad operadora de las artes y de los ex­perimentos en su fase espontánea. En el segundo, ra­cional y reflexivo, es la capacidad de buscar y re­construir la verdad que existe en forma general aprehendida por la razón; o sea, conoce lo verdadero críticamente; es el momento energético del racioci­nio y da lugar a las ciencias y los experimentos en su fase refleja. El ingenio es la función que el espíritu tiene de hallar y ordenar estructuralmente las co­nexiones entre las cosas, comenzando en el nivel sensible de la fantasía y culminando en el nivel in­teligible de la razón. Pero genéticamente el ingenio es antes sensible que inteligible; aunque en sí misma sea una facultad trascendida por el espíritu. (Véase:  Juan Cruz Cruz, Hombre e historia en Vico, Pamplona, Eunsa, 1982, 144-150).

Veamos a continuación el aspecto energético o constructivo del ingenio en su nivel reflexivo. Continuar leyendo

Tradición efímera y tradición eterna, según Unamuno

 

Phip Jacques Loutherbourg: "El grorioso primero de junio"

Phip Jacques Loutherbourg: «El glorioso primero de junio». Esta pintura romántica expresa con fuerza una batalla naval, en la que se agita la superficie del mar con el estruendo de los cañones y el griterío de los náufragos. La imagen de la relación entre superficie alborotada y profundidad sosegada fue utilizada por Unamuno (1864-1936) para explicar el sentido de la historia

1.     Dimensiones de la historia

En su juventud pensaba Unamuno[1] que la Historia al uso «nos enseña a conocer más bien a los hombres que no al hombre; nos da noticias empíricas respecto a la conducta de los unos para con los otros, más bien que una visión de su esencia […] La Historia nos muestra más bien sucesos que no hechos»[2]. Sin embargo, a pesar de que este tipo de Historia lo hastiaba, leía «a historiadores artistas, y sobre todo a los que nos presentan re­tratos de personajes. Me han interesado siempre las almas hu­manas individuales mucho más que las instituciones»[3]. Y en su madurez confiesa que sorbía muchos libros de historia[4], justo aquellos que, como decía Nietzsche, no nos desvían negli­gen­te­mente de la vida y de la acción. Una cosa es el libro de historia cuyo contenido se resuelve en su cáscara de citas; y otra cosa es el libro que cala el fondo y la forma de los hechos históricos, aunque la corteza de erudición esté resquebrajada en algunos puntos.

Lo que de verdad considera Unamuno insuficiente es el mero «erudito de historia». «Los eruditos se limitan a publicar textos, ateniéndose a la letra y fingiendo desdeñar la imaginación, ya que no les ha sido concedida»[5]. Pero, ¿de qué tipo es la ima­gi­nación en historia? «Imaginación es la facultad de crear imá­ge­nes, de crearlas, no de imitarlas o repetirlas, e imaginación  es, en general, la facultad de representarse vivamente, y como si fuese real, lo que no lo es, y de ponerse en el caso de otro y ver las cosas como él las vería»[6]. Continuar leyendo

La verdad en el juicio histórico

Ferdinand-Victor-Eugène Delacroix (1798-1863): “La libertad guiando al pueblo”. Representa una escena del 28 de julio de 1830 en la que el pueblo de París levantó barricadas, oponiéndose a los decretos que el rey francés había dado para suprimir el parlamento y restringir la libertad de prensa. La libertad es una figura alegórica, pero real. A sus pies un moribundo la mira fijamente, convencido de que ha luchado por ella. La revolución, en cualquier caso, deja tras de sí un reguero de muertos, como ocurrió en 1792.

Ferdinand-Victor-Eugène Delacroix (1798-1863): “La libertad guiando al pueblo”. Representa una escena del 28 de julio de 1830 en la que el pueblo de París levantó barricadas, oponiéndose a los decretos que el rey francés había dado para suprimir el parlamento y restringir la libertad de prensa. La libertad es una figura alegórica, pero real. A sus pies un moribundo la mira fijamente, convencido de que ha luchado por ella. La revolución, en cualquier caso, deja tras de sí un reguero de muertos, como ocurrió en 1792.

1. El juicio histórico: su verdad

La historia es siempre perfectible: continuamente inserta co­rrecciones en los hechos que son probables y señala nuevas cir­cunstancias. Cada hecho individual ha surgido de un ambiente es­piritual y social en que los individuos viven, a saber, del “estilo de vida” (intrahistoria, espíritu objetivo), por cuya virtualidad se co­munican y manifiestan los hombres. A su vez, el hecho remoto re­cogido por un historiador actual queda automáticamente tamizado por el “estilo de vida” en que vive. Esa tamización debe corregirse con la investigación, con el método riguroso, con la observación y la crítica. La comprensión histórica ha de aspirar a un grado nece­sario de exactitud: la suficiente para restituir aquel hecho a su in­trahistoria propia, a su estilo de vida original. Esa es, en parte, la explicación histórica: encuadra el hecho en su propio ambiente humano, indicando procedencia u origen. Y como cada testimonio refleja un lado o aspecto particular de su ambiente, el historiador ha de reconstruir, con un número suficiente de testimonios, una visión total del pasado, haciéndose, sólo por la inteligencia, con­temporáneo de lo que pretende conocer. El contacto con un se­gundo testimonio posibilitará una mejor comprensión del primero; y cada uno de los siguientes hará más inteligible la significación espiritual única de todos ellos: todos se verán surgir de un estilo de vida propio. Con todo, el relato histórico será un conocimiento aproximativo: no falso, pero sí inadecuado, susceptible de aumen­tar su convergencia hacia la realidad pasada.

De ahí que, desde el punto de vista gnoseológico, el juicio his­tórico carezca de una certeza metafísica o física: tiene sólo una certeza moral, la cual se refiere a los hechos libres del hombre[1]. Lograr esta certeza no es imposible, pues considerando las cos­tumbres, las inclinaciones, las necesidades y las circunstancias que acompañan al acto libre se puede obtener un carácter común. Y aunque el carácter más cierto de los actos libres es la contingencia que tienen en la misma operación, es claro que una vez puesto o realizado el acto, éste tiene la necesidad de estar fijado (una “necesidad hipotética”, decían los clásicos), la cual es suficiente para lograr un conocimiento cierto, como enseguida veremos. Continuar leyendo

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