Adolf Gustav Vigeland (1869-1943): «La paternidad». Composición escultórica.
Fraternidad contra paternidad
Pedagogos, psicólogos y sociólogos aseguran que el “ideal” y el papel del padre está actualmente erosionado en la familia. Podría añadirse, desde una perspectiva política, y a la vista de la composición mayoritariamente masculina de cualquier Parlamento, que son los hombres quienes votan las leyes que –como las de la fecundación artificial y transferencia de embriones– consagran la marginalización del varón, el cual hace así secundario su papel de padre y se convierte en el «segundo sexo», expresión ésta que apenas hace algo más de medio siglo había utilizado la existencialista francesa Simone de Beauvoir para reivindicar el papel autosuficiente de la mujer y titular un famoso libro: Le deuxième sexe. El padre acabará siendo el sexo inútil, el molesto acompañante, sólo un recambio designado por la madre[1].
Pero esta situación psicológica y sociológica del padre es sólo superficial, consecuencia de un factor “ideal” o “ejemplar” y metafísico más hondo, localizable en el proceso emancipador de buena parte de la modernidad. Continuar leyendo
Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): “La vuelta del hijo pródigo”. La composición del padre abrazando tiernamente al hijo que vuelve andrajoso y maltrecho, resalta no sólo por la hermosura del color, sino sobre todo por la expresión del ánimo de las figuras. No sólo mantiene las reglas de la perspectiva y de la óptica, sino también representa las virtudes y las pasiones del corazón humano.
Emancipación y paternidad
En la modernidad se ha calificado de «culpable minoría de edad» la situación del hombre que todavía no se ha atrevido a pensar por sí mismo, que todavía no se ha emancipado. Jurídicamente el hombre se emancipa cuando se libera de la autoridad legal que tienen los padres sobre los hijos, de la tutela o de la servidumbre. Pero la emancipación de la que habla la modernidad tiene mayor amplitud: es también liberación de los prejuicios, de las formas tradicionales de mando, de las ideas inveteradas no suficientemente sometidas a crítica, y sobre todo –en lo político, en lo social, en lo moral– liberación de toda sujeción, de toda autoridad ajena a la iniciativa propia de cada individuo[1].
Lo decisivo en este punto es entender qué significa «pensar por sí mismo». Negativamente significa, claro está, que otro no piense por mí. Positivamente quiere decir algo más que pensar una realidad objetiva y previa a mi acto de pensarla; indica, más bien, que el conjunto de la naturaleza y del espíritu ha de ser repensado «desde el principio», pues hasta que yo no lo piense, ese conjunto carece de sentido, de realidad y de objetividad. El momento fundante de buena parte del pensamiento moderno viene presidido por la agresividad: la crítica es primariamente ataque y destrucción de lo dado. Pero el atrevimiento de «pensar por sí mismo» no es sólo antropológico o moral, sino sobre todo metafísico, porque mediante mi acto de pensar queda fundada, puesta, la realidad toda, investida de un mensaje nuevo. Y en ese atrevimiento se comprometen no sólo las fuerzas puramente intelectuales, sino las volitivas, las prácticas y las técnicas.
No está, pues, plenamente «emancipado» en sentido moderno el hombre que, ejerciendo su actividad intelectual, se «atiene a lo real» y respeta un orden de seres en el que el propio pensador se halla previamente colocado e instado a aceptar tanto una jerarquía de seres como las consecuencias objetivas que de ésta pueden seguirse. Me emancipo cuando «quedo exento de principio real», cuando comienzo desde un acto creador que se identifica con mi propia decisión subjetiva de pensar. Emancipación significa, por tanto, negación de una creación real, no puesta por mí: es negación de un origen distinto del yo. Y como «ser hijo» equivale a «ser originado», la emancipación, en su sentido más profundo, significa anulación de la paternidad original. Al emanciparse, el hombre se hace hijo de sí mismo.
Adolf Gustav Vigeland (1869-1943): «La paternidad». Composición escultórica.
El dominio de la fecundidad
El hecho de que en el ideal moderno de relaciones personales entre varón y mujer la sexualidad se haya escindido de la procreación provoca un especial trato de la técnica con el ser humano. El mundo moderno se encuentra con nuevos procesos de fecundación, los cuales son exigidos por la sociedad no ya para curar una infertilidad dentro de una relación conyugal íntegra, sino para conseguir unos fines distintos.
Con la biotécnica parece que el hombre produce al hombre mediante técnicas de modificación genética y de fecundación: inseminación artificial directa sobre la mujer o fecundación in vitro con transferencia de embriones. Se está viviendo como creador tanto de su naturaleza como de su destino. Un anónimo «banco de esperma», un anónimo «banco de ovocitos», una anónima «madre portadora» (surrogate mother) pueden figurar como materia o resorte de una creación parcial del niño, por ejemplo, mediante la técnica de «fecundación in vitro con transferencia de embriones».
Se programan y seleccionan embriones, se implantan en el útero de la mujer, se congelan los embriones sobrantes con vistas a implantaciones ulteriores, se destruyen los que parecen inaceptables; se intenta también predeterminar los rasgos físicos en el material genético modificado. Continuar leyendo
Joaquin Torres García (Uruguay, 1874-1449): “En familia”. El pintor expresa el clasicismo y al arraigo en la tradición mediterránea, priorizando la composición cromática más allá del realismo pictórico, bajo los principios de proporción, unidad y estructura.
La paternidad y el hijo que se espera
La “idea ejemplar” de padre humano no incluye que él sea creador absoluto del hijo, sino que acepte al hijo como un don[1], pues la existencia que los padres otorgan pertenece a una corriente ontológica de la que ellos mismos participan. El hijo debe ser esperado por el hombre como un fruto «sorprendente», algo que excede a las fuerzas que los esposos mismos han puesto, pues ellos no tienen el poder externo de formar su organismo: sólo desencadenan un proceso cuya finalidad interna se les escapa[2].
De la unión amorosa íntegra los esposos «esperan» el don del hijo. El lenguaje coloquial español es ilustrativo: en muchos pueblos los esposos dicen que «encargan» el niño; saben que encargarlo o pedirlo no es «hacerlo» o «confeccionarlo». La naturaleza dispone que el hijo se haga por sí mismo mediante un «arte» interno, una idea ejemplar interiorizada en el óvulo fecundado. El hijo es «distinto» de ellos mismos, es «el otro». Distinto también de la representación o proyección psicológica que a veces anhelantemente se hacen de él. Sólo si los cónyuges aceptan esta alteridad posible abren para el hijo su primer espacio de libertad: le reconocen la primera libertad de todas, la de vivir dentro del ámbito propio, intangible e intransferible en que se desarrollará como persona. Continuar leyendo
Baeza: Palacio de Jabalquinto, s. XVI. Sede de la actual Universidad Internacional de Andalucía.
Sobre el autor
Este es un blog del Dr. D. Juan Cruz Cruz, Profesor honorario de Filosofía en la Universidad de Navarra, quien se ha dedicado durante más de dos décadas al estudio del pensamiento filosófico del Siglo de Oro, editando varias monografías sobre el tema.