La Casa de las Conchas (1493-1517) de Salamanca. Palacio urbano, de estilo gótico y elementos platerescos renacentistas. Decoran la fachada del edificio flores de lis, blasones, escudos y especialmente las Conchas de Santiago dispuestas a tresbolillo siguiendo la tradición mudéjar de decoración en rombo. Las cuatro grandes ventanas de estilo gótico son de excepcional belleza y variación, no habiendo ninguna igual entre sí. Símbolo de de una especial libertad y fuerza.

La Casa de las Conchas (1493-1517) de Salamanca. Palacio urbano, de estilo gótico y elementos platerescos renacentistas. Decoran la fachada del edificio flores de lis, blasones, escudos y especialmente las Conchas de Santiago dispuestas a tresbolillo siguiendo la tradición mudéjar de decoración en rombo. Las cuatro grandes ventanas de estilo gótico son de excepcional belleza y variación, no habiendo ninguna igual entre sí. Símbolo de de una especial libertad y fuerza.

1. Libertad dialéctica e indiferencia ontológica

 

1. Uno de los puntos que diferencian la filosofía medieval de la mo­derna con­siste en que aquélla admitió la posibilidad de una li­bertad que no fuese ni una expresión de mera fragilidad ni una búsqueda consti­tutiva y continua; o dicho de otro modo, consideró la posibilidad de un acto humano voluntario perfecta­mente saturable o saciable, no remitido a ulterior complemento.

Ese punto se encuentra ligado a los muchos vectores medievales metafísicos que sufrieron variaciones y reorientaciones en la modernidad. Por ejemplo el vector que une la “voluntad de fines” a la “voluntad de medios” lleva consigo el vector que une el intelecto a la razón, interpretado a veces de tal manera que hizo desaparecer la aportación original que el pensamiento medieval atribuyó al inte­lecto[1] y, con ello, a la voluntad de fines.

A propósito de la voluntad humana, esa reorientación moderna ha impedido valorar la tesis tomista[2] de que un acto “eminentemente libre” pueda no ser “formalmente libre”. Esta terminología expresa un problema que se refleja en algunas preocupaciones modernas.

Por ejemplo, cuando Schelling afirma que la libertad es un “poder del bien ‘y’ del mal”[3], obliga a pensar que con esa “y” copulativa se estructura formal­mente la libertad o que ésta no debe ser comprendida de otra ma­nera. La liber­tad humana sería constitutivamente dialéctica, braceando siempre entre los opuestos del bien y del mal: aquí se hermana la fragilidad antropológica con la pujanza dialéctica. Me propongo mostrar que, en la línea histórica interna que va de Santo Tomás a la Escuela de Salamanca, existe el convencimiento de que la voluntad se rige inter­namente por un ámbito meta-dialéctico universal que hace posible una libertad superadora de la “indiferencia” psicológica propia de la libertad dialéctica.

Santo Tomás había dicho que “la voluntad, en cuanto quiere naturalmente una cosa, responde más al intelecto [intellectus] de los principios na­tu­rales que a la razón [ratio], la cual está orientada al conocimiento de los opuestos. De ahí que consiguientemente la voluntad sea una potencia más intelectual que racio­nal”[4]. ¿Qué quiere decir esto? Que el simple intelecto de los primeros principios se en­cuentra ya incluido de modo eminente en el complejo discurrir de la razón, discurrir que acontece con el movi­miento que hila una cosa con otra; pero el intelecto mismo posibilita que la razón man­tenga cierta “indiferencia onto­ló­gica” para deducir las diversas conclusiones: los contenidos racionales están vir­tual y eminentemente en los prin­cipios, de los que se deducen las con­clusiones. De modo semejante, la volun­tad, en cuanto inclinada naturalmente al fin, o a la felicidad en general, expresa mayor relación al intelecto de los prin­cipios; por tanto, encerrará en sí la potestad e “indi­ferencia ontológica” en orden a muchas cosas de modo más hondo que la vo­luntad dialécticamente libre –la que no es incli­nada por la naturaleza, sino por el al­bedrío, siendo así que el apetito del fin último no está entre las cosas que domi­namos[5]–. Luego, con­gruen­temente, aquel apetito y amor al fin último y a la felicidad contem­plada con claridad –aunque fuese una inclinación natural y necesaria– habría de en­cerrar en sí profundamente la indiferencia ontológica, puesto que se corres­pondería con la visión inte­lectual del primer principio real: Dios mismo.

 

2. Adelanto a continuación el contenido de la tesis que, a mi juicio, ha pre­sidido indudablemente la configuración de la libertad en Santo Tomás y sus epí­gonos: un amor saturante o saciativo –que por hipótesis filosófica se podría identificar con el amor beatífico–, en cuanto se refiere al principio absoluto que lo colmara, sería en sí mismo necesario, mas respecto a los demás seres sería libre, puesto que ellos no encierran un sumo bien que impusiera nece­sidad: dicho amor, que sería necesario respecto al principio real absoluto, ten­dría a su vez fuerza y eminencia de acto libre respecto a los objetos particulares.

Son muchas las tesis metafísicas implicadas en el abrupto compendio que en­cierran las anteriores palabras (por ejemplo, la tesis gnoseológica del realismo y de la posibilidad de probar la existencia de un primer principio metafísico; también la tesis metafísica de la posibilidad real de una trascendencia de la voluntad; y otras). Las doy aquí por supuestas, y no entraré en ellas. Pues el objetivo de este capítulo se centra en un aspecto de la estructura metafísica de la libertad humana.

Ciertamente, en un sentido general y formal, la libertad posee la indiferencia ontológica propia que, por su espiritualidad, le da la “universalidad” en el obrar respecto a muchas cosas; y, de modo seme­jante, posee “contingencia” para querer o no querer. Pero un amor que se ordenara ne­ce­sariamente a un principio real absoluto implicaría la “indiferencia ontológica” más perfecta hacia las demás cosas, aunque no su “contingen­cia” –o fragilidad– respecto de aquel prin­ci­pio; por esta razón, sería “meta-dialécticamente libre” en tanto esa liber­tad nace de la univer­salidad propia del poder que un sujeto tiene con respecto a muchas cosas –universalidad que es la raíz de la libertad dialéctica–. De modo que la voluntad sería dialécticamente libre cuando implica contingen­cia y mutabilidad, puesto que necesariamente se movería hacia tal o cual fin visto en particular. Pero si la voluntad fuese meta-dialécticamente libre, no se movería a amar necesaria­mente aquel bien u objeto supremo mediante la luz de un juicio limitado o coartado que lo propusiera imperfec­ta­mente, sino que se movería por la presencia intelectiva de una ple­nitud del bien universal que llenaría la capa­cidad y la univer­salidad entera de la voluntad. Por lo tanto, de la misma manera que de esa universalidad nace, hacia abajo, la libertad y la indi­ferencia psicológica respecto a los objetos particu­lares que no adecuan o igualan toda su capacidad y vir­tualidad, así también habría, hacia arriba, una tendencia nece­saria respecto al objeto que adecuara y colmara toda esa universalidad. Si no estuviera deter­minada coactivamente a una sola cosa, y en sí misma quedara completada y satisfecha toda la indiferencia y la potestad universal a muchas cosas, sería meta-dialécticamente libre, puesto que se llenaría toda la univer­salidad e indiferencia de la facultad. Por otra parte, ese carácter meta-dialéctico de la libertad –que es una libertad radical y trascendental– no es nada más que la facultad o potestad total y universal, en cuanto que es completada y colmada por el bien universal, ya que la universalidad de la voluntad es la raíz de la libertad. Y el caso es que la libertad formal o dialéctica se ejerce cuando esta potestad uni­ver­salísima se relaciona con bienes determinados y limitados, de los que ninguno iguala y llena la universalidad entera de la voluntad[6].

Ahora bien, hay en el seno de esta tesis algu­nas implicaciones ontológicas y antropológicas que conviene dilucidar.

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 2. Lo voluntario necesario y lo voluntario libre

1. Una vez que Santo Tomás establece la diferencia entre el acto vo­luntario perfecto y el imperfecto, indica que el voluntario perfecto no se iden­tifica con el acto formal­mente libre: en virtud de la constitución interna de la voluntad, pue­de darse un voluntario perfecto que sea necesario; con todo, ese voluntario sería libre en sentido eminente o meta-dialéctico, aunque no lo fuese en sentido for­mal y dialéctico. Así lo vieron también los autores de la Escuela de Sala­man­ca –como Medina y Báñez– y sus epígonos –como Araújo y Poinsot–. O sea, el ac­to voluntario perfecto sería siempre libre; habría una libertad dialéctica y una libertad meta-dialéctica en él; y no siempre sería dialécticamente libre, porque podría ser necesario. Esta tesis es estable­cida en función de la posibilidad de un amor plenamente saturante, que sería a la vez necesario y voluntario. ¿Cómo es posible pensar aquí la necesidad en la libertad?

 

2. Analizaré estos conceptos ciñéndome a los comentarios de Juan Poinsot, quien aclara admirablemente la doctrina de Bartolomé de Medina y Domingo Báñez.

¿Qué es el acto voluntario perfecto, el dialéctico libre y el meta-dialéctico libre? Voluntario perfecto es el acto que procede de la voluntad –del principio intrínseco– con plena advertencia y con perfecto conocimiento del fin –conoci­miento inte­lectivo que conoce el fin en razón de fin, esto es, en razón de la apti­tud que tiene para ser fin–. El acto voluntario libre es el que en sí mismo puede obrar o no obrar, puestas todas las condi­ciones para actuar, esto es, cuando el obrar o no obrar está en sus manos –en el albedrío propio– y no proviene de un principio extrínseco que lo aplique o impida. Por otra parte, este acto libre exige internamente una potencia no coartada o restringida a éste o aquel objeto, sino una potencia amplia, universal, abierta a todo bien; pues de ello depende que, respecto a cualquier bien determinado que no responda adecuadamente a toda su universalidad, no se vea compelida a aceptar tal bien o a operar sobre él[7].

De ahí nació la distinción de lo “libre” en cuanto al ejercicio y lo “libre” en cuanto a la especificación.

En efecto, la li­bertad de ejercicio es la indiferencia en el poder que tiene el sujeto para emitir sus actos; y así se explica que esta libertad fuese llamada “de con­tradicción”: es la potestad que se tiene para que el acto se realice o no, y para que salga de una manera o de otra.

En cambio, la libertad de especificación es la indiferencia en el poder que el sujeto tiene sobre los diversos actos específi­camente tomados; y, dado que la es­pecificación viene de los ob­jetos, esta libertad es considerada según los diversos objetos, en cuanto que la voluntad puede alcanzarlos. Mas como el objeto prin­cipal de la voluntad es el bien y el mal, y como estos conllevan entre sí contra­rie­dad, esta libertad se llama “de contrariedad”, pues en la voluntad existe la potestad para obrar el bien o el mal, y no sólo para obrar o no obrar pura y simplemente. Es en esta perspectiva donde ha de integrarse la citada definición que Schelling ofrece de la libertad como “poder del bien y del mal”; sólo que en el esquema tomista la “y” copulativa es en realidad una “o” disyuntiva: dife­rencia que permite delimitar en ambas representaciones la estructura de la libertad.

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3. Libertad para el bien o para el mal

1. Hablar de un acto formalmente libre y de un acto eminentemente libre –que, sin embargo, sea necesario–, implica haber entendido que el acto “formal­mente li­bre” es el que procede con indiferencia formal y con contingencia –sin ninguna necesi­dad–, de modo que puede no proceder u ocurrir: es lo que sucede cuando co­mún­mente opera­mos en nuestra vida espiritual. Por su parte, el acto “eminente­mente libre” es el que pro­cede sin esa indiferencia formal, pero con necesidad, aunque no ori­ginada por una coacción o coartación de la potencia, sino por la adecuación –o saturación– de toda la universalidad de la potencia en su obrar. Éste es el punto que se le escapaba a Schelling.

En efecto, dado que la raíz de la libertad nace en nosotros de la univer­sa­lidad de esta facultad que se abre a todo ser o a todo bien, de ello resulta que, siempre que la voluntad opera con esta univer­salidad, obra con libertad, pues­to que la universalidad conlleva la indiferencia o es la raíz de la indi­ferencia; aho­­ra bien, esta indiferencia y universalidad se comporta de manera que, res­pec­to a un bien que es limitado y no se adecua a la universalidad entera de la facultad –no la satura plenamente–, la voluntad opera con indiferencia y li­bertad formal; en cambio, en un bien universalísimo y sumo –como para la metafísica clásica es Dios contem­plado con claridad–, se saturaría toda la uni­versalidad y se rebasaría la indiferencia de la voluntad. De ahí que hacia seme­jante objeto no podría operar indife­rente­mente, aunque actuara según la raíz de la indiferencia, que es la universalidad de la voluntad con plena advertencia cognoscitiva: y ahí estaría la libertad de modo eminente.

 

2. Así pues, la necesidad de la voluntad puede provenir de dos fuentes. Pri­mero, de la imperfección y coartación del conocimiento a una sola cosa y, con­se­cuentemente, del alejamiento de la indiferencia de la voluntad; como acae­ce en nuestros movimientos indeliberados. Segundo, de la adecuación y satura­ción de toda la universalidad de la facultad, y entonces no permanece la indi­ferencia formal para obrar o no obrar, puesto que no puede quedar dentro de una adecuación completa; con todo, permanecería la universalidad en el obrar con plena advertencia cognoscitiva, que es la raíz y la eminencia de la libertad[8].

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 4. Libertad: el principio subjetivo y el fin objetivo

1. La tesis de que el perfecto acto voluntario no se identifica con el acto for­mal­mente libre fue defendida coherentemente por los autores más impor­tantes de la Escuela de Salamanca, como Bartolomé de Medina[9], o por los que a estos siguieron, como Juan Poinsot. Esta tesis está explícita en Santo Tomás, cuando dice que “la necesidad natural no elimina la libertad de la voluntad, pero ésta es suprimida por la necesidad de coacción”[10]; o también, que “no es impotencia de la voluntad el ser llevada necesariamente a una cosa por inclina­ción natural, porque esto es propio de su fuerza o virtud, al igual que un cuerpo grave es tan­to más fuerte o tiene tanto más poder cuanto con mayor necesidad es llevado ha­cia abajo”[11]; o finalmente, que “la necesidad natural no es incompatible con la dignidad de la voluntad, sino que con ésta es incompatible la sola necesidad de coacción”[12].

El Aquinate claramente afirma que el acto voluntario perfecto en nada se ve empequeñecido por el hecho de ser necesario, ni por la inclinación natural, pues­­to que en ello no existe, sin más, necesidad de coacción. Por lo tanto, si el acto voluntario se produce con plena advertencia y conocimiento perfecto, cuan­­to más natural sea, tanto más íntimo y perfecto voluntario será. Es claro que como teólogo el Aquinate está pensando concretamente en la forma del “amor beatí­fico”, el cual sería necesario y, sin embargo, también sería perfectí­si­ma­mente voluntario. Pero esa forma de amor ejemplifica la tesis de que la esencia del acto voluntario per­fecto no está en el acto formalmente libre, sino que puede hallarse en el acto necesario[13]. Sólo con la negación metafísica de la posibilidad de ese amor saturante –negación que a mi modo tiene su acomodo en la filosofía moderna– se hace inútil la tesis de un acto humano “eminente­men­te libre”.

 

2. Que los enfoques psicológicos modernos no admitan la posibilidad de seme­jante “libertad eminente” es el índice de una preocupante quiebra filo­só­fica.

Juan Poinsot explica este interesante punto de la siguiente manera[14]: si el hom­bre obtuviera la visión beatífica, reluciría en ella el carácter de bien sumo por parte del objeto (Dios, claramente contemplado) y, a la vez, tendría la frui­ción o gozo sumo por parte del sujeto, o sea del acto volitivo con el que se le ama. No habría ningún aspecto de mal ni en el objeto –para que no fuese ama­do–, ni en el acto –para que se alejara del sumo ser–; por consiguiente, existiría la necesidad en el acto y en el objeto. La libertad no sería ya un poder del bien y del mal. Pues dado que toda la universalidad de la facultad volitiva se cumpliría en el amor del bien universalísimo, no quedaría lugar ya para la indiferencia en la voluntad, de modo que ésta pudiera alejarse del acto o del objeto. Y aunque en esta vida el amor fuese perfectamente voluntario e inclinara voluntariamente a Dios, tal amor se per­fec­cionaría en la visión intelectiva de Dios, no sólo por par­te del conocimiento –ya que ver a Dios sería un conocimiento más perfecto que el poseído en esta vida–, sino también por parte de la inclinación y del prin­cipio intrínseco, puesto que con total fuerza y empeño se movería hacia Dios con entera voluntad, sin coacción o imperfección alguna. De modo que con el amor perfecto cesaría, en la visión beatí­fica, el carácter del acto libre formal, pero no cesaría la perfecta índole del acto voluntario: ese amor sería de tal mo­do necesario que colmaría perfectamente la voluntad y procedería con todo em­peño y plenitud de la voluntad; en consecuencia, la voluntariedad sería mayor y más perfecta.

Es más, los autores de la Escuela de Salamanca aclararon que en el acto del amor beatífico se encontraría de manera total y perfecta la definición del volun­tario. Re­cuerdan que la definición de voluntario conlleva dos aspectos: el pro­ceder de un principio intrínseco y el conocimiento del fin. Entonces, el volun­tario es perfecto cuando es perfecto el conocimiento que influye sobre él y lo causa: tendrá su ori­gen en la plétora del conocimiento y no en un impulso natu­ral ciego. Aho­ra bien, en aquel acto exuberante se hallaría, de un lado, el prin­cipio intrínseco, esto es, la voluntad orientada con toda su fuerza vital hacia Dios; y de otro lado, el conoci­miento consumado –la visión intelectiva de Dios que influye perfectamente en ese amor–. El amor procedería de la voluntad no por un ciego impulso –como lo es el apetito natural carente de conocimiento–, sino por la influencia de esa visión intelectiva y de la representación del sumo bien, la cual implicaría un conocimiento ade­cuado a toda la universalidad del entendimiento y de la voluntad, mas no un cono­cimiento coartado a un solo objeto: se trataría, pues, de un acto voluntario perfecto[15].

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 5. El acto eminentemente libre por parte del sujeto y del objeto

1. Pero algunos autores del Siglo de Oro español no aceptaron esa tesis: así ocurrió con Vázquez[16], Salas[17] y Lorca[18], influidos quizás por Almain y Conra­do. Vázquez y Lorca vinieron a decir que la visión beatífica y el amor que le si­gue serían más perfec­tos de modo entitativo y especificativo por parte del ob­jeto, pero no lo serían de modo psicológico y moral por parte del proceder del sujeto. Si el acto voluntario sólo pudiera llamarse tal por parte del sujeto –puesto que el volun­tario pertenece al modo de proceder de una voluntad que se mueve una vez conocido el fin–, entonces la perfección de un objeto que adecuara toda la voluntad impe­diría la perfección del voluntario que está  en el sujeto, puesto que no dejaría en poder de esa facul­tad el moverse perfectamente con pleno dominio e indife­rencia. Probablemente sería ésta la objeción que Schelling enfrentaría a la tesis de una voluntad “eminentemente libre”.

Según Lorca, a pesar de que la visión de Dios fuese un conocimiento más per­fecto, su influjo en la operación de la voluntad no sería mayor que el cono­cimiento indiferente que mueve al acto libre; este último conocimiento no sólo propone la bondad del objeto, sino que también emite un juicio acerca de si la operación de la voluntad se ejecuta o no se ejecuta. Ahora bien, el conocimiento que determinara un acto necesario propondría evidentemente la bondad de un objeto, pero sobre la ope­ración de la vo­luntad no determinaría si se ejecuta o no: puesto que, siendo necesaria esa operación, nacería del impulso natural, no de la determi­nación y arbitrio del juicio. Lorca se sirve del ejemplo de la “predeterminación física” que defienden los tomistas: porque esta predetermi­na­ción física la imprime el autor de la naturaleza y no se ejecuta bajo la deter­mi­nación del juicio; consi­guientemente, es menos perfecta en cuanto a la volun­tariedad, aunque sea más perfecta y esté más en acto, al eliminar la expan­sividad del juicio y la indiferencia para obrar[19].

 

2. Juan Poinsot replica que el punto débil de Vázquez y Lorca está en haber pa­sa­do por alto que en el amor beatífico el voluntario sería más perfecto no sólo por parte del objeto, sino también por parte del sujeto. Su perfección sería tanto obje­tiva como subjetiva: no consistiría solamente en que tiene el objeto más perfecto –Dios en sí–, sino también en que la voluntad, en dicho acto, no se mo­vería de un modo ciego, sino por la fuerza de la visión intelectiva y por la repre­sentación per­fecta del sumo bien, de modo que cuanto más perfecto fuese el conocimiento, tanto más intensamente y con tanta más perfección se movería la vo­luntad hacia el obje­to más perfecto. Luego en la emisión de este acto de amor, la voluntad sería regu­lada y dirigida por la propia visión intelectiva, no por un impulso ciego –semejante a un apetito inna­to–: sería llevada por un ape­tito elícito, alumbrado por el conocimiento. Este modo del acto voluntario no sólo es más perfecto en el orden especificativo –por parte del objeto–, sino tam­bién en el orden subjetivo, el de la emisión directa –elícita– del acto: porque el acto procedería, por una parte, de la fuerza vital íntegra que dinamiza toda la vo­luntad y, por otra parte, del conocimien­to que adecuaría la universalidad en­tera de la voluntad. Si hay universalidad completa de la voluntad y advertencia cognoscitiva perfecta de la intelección cognoscitiva, evidentemente el volun­tario es perfecto no sólo por parte del objeto –esto es, Dios en sí mismo–, sino tam­bién por parte del sujeto y del modo en el que procede de él. Realmente en los demás actos libres, el modo del sujeto consiste en proceder también de toda la potencia de la voluntad y del conocimiento perfecto del fin[20].

 

3. Para Poinsot no puede decirse que a ese acto exuberante le falte otro as­pecto del voluntario, el que desde el sujeto se refiere al objeto, a saber, la indi­ferencia y el dominio por el que el acto puede proceder o no proceder del sujeto. Pues una cosa es que el acto esté más en nuestras manos –en nuestro libre do­mi­nio–, y otra es que sea más voluntario, esto es, que provenga de una mayor inclinación de la voluntad –coope­rando el juicio– y del conocimiento del fin. Si, como es el caso, el volun­tario y la inclinación son regulados y se despliegan debido a la misma represen­tación intelectual del bien que atrae y estimula la inclinación de la voluntad, resulta que cuanto más crece el bien que así atrae por un conocimiento mayor, tanto más crece la inclinación de la voluntad y la propia índole del voluntario; y si el bien es sumo, será suma y perfecta la índole del voluntario.

Ahora bien, el acto “formal­mente libre” no es regulado por un bien cual­quiera, sino por un bien que es indiferente y limitado, de modo que no llena toda la capacidad de la voluntad, sino que deja en ella espacio para poder mo­ver­se o no moverse hacia el bien, para emitir el acto o interrumpirlo. Por lo tanto, aunque ahí crezca o se conserve la indiferencia de la libertad, no por eso se sigue que el voluntario crezca y se perfeccione. En cambio cuanto más cre­cen el bien y su manifestación, tanto más crece el voluntario, puesto que enton­ces la inclinación es más profundamente estimulada y atraída; de modo que si la univer­salidad entera de la voluntad se adecuara perfectamente y se inclinara totalmente, también se haría voluntaria y gozosa, aunque la indiferencia quedara eliminada, puesto que ésta no puede mante­nerse respecto a un bien que se adecua a toda la plenitud de la volun­tad: la libertad formal se comporta inadecuadamente respecto al bien, lo cual ocurre de cara a un bien limitado.

 

4. Pero Lorca alegaba que en la visión beatífica sólo habría, por el lado del intelecto, un juicio sobre la bondad del objeto, y no sobre la operación de la vo­luntad. A esto responde Poinsot que el juicio sobre la bondad del objeto y de la conveniencia del acto influiría en el acto de amor beatífico más que en los otros actos libres dirigidos a los bienes particu­lares: porque en la visión beatífica no sólo se manifestaría que la suma bondad por parte del objeto es amable, sino también que el ejercicio del acto de amar es bueno y conveniente hasta el punto de que su cesación no podría ser propuesta de ningún modo, en cuanto que es un acto apetecible. En realidad el acto eclosionaría como fruición o gozo del bien sumo y de la felicidad eterna, la cual nunca podría ser juzgada inconve­nien­te u onerosa; por consiguiente, el juicio práctico que el sujeto se formaría de la visión beatífica, no solamente calificaría la bondad del objeto, sino tam­bién la conveniencia del acto –la operación de la voluntad–, no menos que en los demás actos libres[21].

Y, en fin, respecto a lo que Vázquez y Lorca objetaban, tomando como pun­to de comparación la predeterminación física, Poinsot responde que esta prede­ter­minación sólo elimina la “indiferencia propia de la potencialidad” en la vo­luntad, mas no la “indiferencia de dominio y potestad” o universalidad en el obrar. Porque hay una doble indiferencia en el hombre. La primera es la indi­ferencia propia del dominio y de la universalidad de la facultad, en cuanto que la voluntad es capaz de extenderse a muchos actos y también a su cesación; de es­ta forma la voluntad posee la indiferencia o universalidad respecto a ellos y, así, su poder de obrar se opone a la coacción y coartación a una sola cosa; si se elimina esta indife­rencia, la libertad desaparece. La segunda indiferencia es la que reside en la irresolución, que viene a ser como una indeterminación, fluc­tuación o perplejidad; y existe a modo de poten­cialidad e imperfección, esto es, cuando el sujeto no queda inclinado más a una parte que a otra; o, si se inclina, lo hace débilmente, o incluso no se determina concretamente aquí y ahora, que­dándose en potencia para obrar; esta indiferencia potencial es imperfecta, y le impide obrar, puesto que siempre que un sujeto se halla en ese estado, no se decide y, así, no opera. Por consiguiente, la deter­minación, o la resolución de es­ta indiferencia, no suprimiría la libertad, sino que la ayudaría y conduciría al ac­to. Y para esto se propone ontológicamente la predeter­mina­ción física que, pa­ra Poinsot, no es cosa distinta de la resolución de la indiferencia suspensiva y de la perplejidad, en cuanto que dicha resolución no se produciría sólo por el objeto que estimula y el juicio que propone –lo que es una moción moral–, sino que también se produciría por parte de Dios que opera en el interior e inspira la voluntad, con una moción física[22].

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 6. La vinculación del voluntario perfecto al conocimiento

1. Como se puede apreciar, la tesis moderna de que el voluntario más per­fecto no es el necesario, sino el formal­mente libre, tiene hilos argumentales muy sutiles. Por uno de ellos encontramos la objeción de que es voluntario el acto que procede de un principio intrínseco con el conocimiento del fin; pero no se­ría voluntario perfecto el que procede del conoci­miento que más influye en el acto de la voluntad; porque el voluntario perfecto pro­viene del conocimiento indi­ferente y formalmente deliberado, no del conocimiento que elimina la indi­ferencia y la necesidad en la propia voluntad, por muy elevado y noble que fuese tal conocimiento; luego el voluntario más perfecto sería el formal­mente li­bre, no el necesario. Bajo este hilo argumental se insistiría en que cuando el vo­luntario es libre formalmente, la vo­luntad se mueve más por sí misma y no es movida desde fuera, al estar en su potestad el moverse o no moverse; en cambio, cuando la operación es necesaria, la voluntad es guiada más por otro que por sí misma[23].

Algo semejante –prosigue la objeción– ocurriría por el lado del conoci­miento: pues el conocimiento indiferente parece que influye más en el acto de la voluntad, ya que tal conocimiento no sólo propone el objeto, juzgando su bon­dad, sino también juzgan­do el propio acto y la conveniencia de ponerlo en prác­tica o no, pues esto pertenece a la indiferencia del ejercicio. Mas en la visión del principio real absoluto no se presentaría ese cono­cimiento o juicio y, consi­guientemente, no se daría su influjo; pues una vez propuesto el bien supremo, no habría necesidad de juzgar si el acto es conveniente ni si hay que ponerlo en práctica, ya que se produciría necesariamente y por el impulso de la naturaleza; de este modo, la visión intelectiva no influiría en el acto de la voluntad por modo de motor intrín­seco[24] ­–ya que el conocimiento es un motor intrín­seco­–.

 

2. Poinsot argumenta en contrario, negando que la voluntad se mueva más desde su interior con el conocimiento indiferente que con la visión intelectiva del princi­pio real absoluto. Para probarlo in­dica que cuando la voluntad es formalmente libre se mueve más que cuando ejer­ce un acto necesario, si el acto es necesario por la imperfección y coartación del jui­cio que propone algo a la voluntad y la mueve. Pero si el acto de la voluntad es necesario cuando la necesidad se origina de la ple­ni­tud del conocimiento, de la univer­salidad del objeto que iguala y adecua toda la capacidad de la voluntad, esta necesidad e impulso no disminuye la índole del voluntario, puesto que la vo­lun­tad se mueve desde su interior tanto más cuanto que proviene de un conoci­miento más per­fecto y de la bondad más universal del objeto. Aquella necesidad e impulso igua­la más la inclinación de la voluntad y así consigue que la propia voluntad se mue­va más desde su interior, al moverse con una incli­nación mayor y más ple­na, puesto que toda necesidad en el obrar proviene de la plenitud y de la adecuación de la voluntad con el objeto.

 

3. No obstante, un moderno podría decir que con el cono­cimiento indiferente la voluntad libre se mueve más porque puede detenerse, o tam­bién omitir el acto y así es más dueña de sí misma. Un tomista alegaría que esto no es moverse más absolu­tamente, de manera pura y simple; más bien, sería moverse en sen­tido relativo, bajo el supuesto de la imperfección del objeto: un bien deter­mi­nado y no adecuado a la capacidad de la voluntad. Así pues, la perfección de operar que tiene la volun­tad, moviéndose e inclinándose al objeto, no consiste absoluta y simplemente en que pueda o no pueda realizar el acto o abandonarlo, sino en que sea atraída por una mayor universalidad y plenitud hacia el objeto, partiendo de un conocimiento más perfecto y pleno del bien. Efec­tivamente, cuando el conocimiento fuese más perfecto y el bien más universal, la voluntad se movería más perfectamente si es adecuada o saturada por tal bien y es mo­vida a él según toda su universalidad y según su indefinida capacidad; pues entonces la inclinación sería mayor, aunque la contingencia o libertad formal fuese menor. Bajo este aspecto de lo voluntario, la perfección pura y simple se expresa en la mayor inclinación si es universal y si procede de un bien más uni­versal que adecua o iguala toda la capacidad de la voluntad con un conoci­mien­to perfecto.

Ahora bien, en el supuesto de que no sea adecuada o colmada toda la univer­sa­lidad y la capacidad de la voluntad, sino que el bien sea inadecuado y limi­tado respecto a la voluntad, es claro que la libertad se movería más perfecta­men­te cuan­do reservara la contingencia de ejecutar o no la operación; sin em­bargo, esto no es pura y simplemente más perfecto, sino sólo en el supuesto de que el objeto no fuese el sumo bien, ni fuese adecuada o llenada toda la vo­luntad.

Tal es el citado punto en que la modernidad se distanciaría del pensamiento de Santo Tomás o de sus discípulos de la Escuela de Salamanca.

Y en lo que respecta al influjo del conocimiento en el acto de la voluntad, Poinsot indica que, en el caso del amor orientado al principio real absoluto, el co­no­cimiento influiría más que en los demás actos libres; porque la visión intelectiva de ese prin­cipio real y absoluto no sólo propondría la bondad del objeto, sino también origina­ría un juicio –referido a la emisión del amor– carente de indife­rencia y contingencia, siendo expresivo de la adecuación y la plenitud de todo el bien, de modo que la interrupción o cesación del acto de ningún modo podría proponerse como buena.

 

4. En fin, podría quizás pensarse que el acto de amor saturante, por su am­plitud, no sería propiamente “humano”, ni quedaría regulado por normas mora­les, pues lo que es necesario no necesita de normas; luego en cuanto al modo de operar sería menos propio del hombre en cuanto hombre. Pero Poinsot –re­flejando el sentir de la Escuela de Salamanca– niega que el amor saturante no sea humano y moral de un modo superior y más eminente. Pues nues­tros actos libres son morales y hu­ma­nos en cuanto regulables por la norma de la razón, norma que se les aplica y que ejerce su regulación de modo extrínseco, la cual puede apli­cár­seles o no. En cambio, el amor saturante sería humano y moral no porque la norma le fuese apli­cada extrínsecamente, sino porque estaría unida a él de manera ínti­ma e inse­parable. En este amor saturante se encontraría propor­cionalmente la libertad, pero no de manera formal y contingente y con defec­ti­bi­lidad respecto a la norma o regla, sino de manera eminente y con la indefec­tible unión a la norma.

Y aunque sería un acto necesario, su ley constitutiva no sería expresión de la nece­sidad de lo imperfecto –como acaece en los animales, cuyos actos no pueden ser regu­lados por la norma de la razón–, ni de una aplicación extrínseca y defectible, ni de una unión indefec­tible, sino de la necesidad de la adecuación, con la íntegra indiferencia y la universalidad de la volun­tad, necesidad que hace eminente a la libertad[25].



[1]     J. Cruz Cruz, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico, Eunsa, Pam­plona, 2009. Para ver la relación entre intelecto y razón, cfr. el capítulo I: “Intelecto, razón, entendi­miento”, pp. 15-41. Para ver la relación paralela entre voluntad de fines y voluntad de medios, cfr. el capítulo IV: “Intelecto y sentimiento”, pp. 111-129.

[2]     Las expresiones “formalmente libre” y “eminentemente libre” aparecen propiamente en el Siglo de Oro, con los autores tomistas de la Escuela de Salamanca y sus discípulos.

[3]     “Der Idealismus gibt nämlich einerseits nur den allgemeinsten, andererseits den bloß formellen Be­griff der Freiheit. Der reale und lebendige Begriff aber ist, daß sie ein Vermögen des Guten und des Bösen sey”; cfr. F. W. J. Schelling, Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit, 1809, p. 28.

[4]     Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q82, a1, ad1.

[5]     Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q82, a1, ad3.

[6]     Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n22-n24, pp. 373-374.

[7]     Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n11, p. 369.

[8]     Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n13, p. 370.

[9]     Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae,q6.

[10]   Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q82, a2, ad2.

[11]   Tomás de Aquino, De veritate, q22, a5, ad1.

[12]   Tomás de Aquino, De veritate, q22, a5, ad4.

[13]   Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q82, a2.

[14]   Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp2, a2, n1, n5, n8, n11, n15-n19; pp. 169-177.

[15]   Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n15-n16, p. 371.

[16]   Gabriel Vázquez, Commentarium ac disputationum, disp23, c4.

[17]   Juan de Salas, Disputationes in primam-secundae, disp1: De voluntario, sec2.

[18]   Pedro de Lorca, Commentariorum et Disputationum in Primam Secundae, t. I, disp1: De voluntario.

[19]   Ésta es la síntesis que sobre la doctrina de Lorca y Vázquez hace Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n17, pp. 371-372.

[20]   Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n18, pp. 372-373.

[21]   Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n20, p. 373.

[22]   Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n21, p. 373.

[23]   Hay algún texto de Santo Tomás que aparen­temente induce a cambiar el sesgo de la vincu­lación del voluntario perfecto al conocimiento. En Summa Theologiae (I-II, q6, a2) dice: “El vo­lun­tario, en su noción perfecta, sigue al conocimiento perfecto, esto es, en cuanto que, una vez aprehendido el fin, uno puede, deliberando sobre el fin y sobre los medios que pertenecen al fin, moverse o no moverse hacia él; en cambio, el voluntario imperfecto sigue al conocimiento imper­fecto del fin, esto es, en cuanto que aprehendiendo el fin, no delibera sobre él, sino que súbita­mente se mueve hacia él”. Vázquez y Lorca estimaban que este pasaje fija claramente en el cono­cimiento el concepto perfecto del voluntario, puesto que un sujeto, después de deli­berar sobre el fin, puede moverse o no moverse hacia él. Según estos autores, Santo Tomás dice que el volun­tario perfecto debe ser libre, y debe serlo formalmente, puesto que puede moverse o no moverse hacia el fin. Sin embargo, Poinsot hace observar que el pasaje citado de Santo Tomás, toma­do en solitario, tiene varias interpretaciones. Y hay dos que parecen más conformes con la doctrina completa del Aquinate.

Según la primera interpretación, cuando Santo Tomás dice que “el voluntario perfecto sigue al conocimiento perfecto” nos transmite el concepto íntegro de voluntario perfecto; en cambio, cuando dice que “una vez aprehendido el fin, uno puede moverse o no moverse hacia él”, solamente expone un ejemplo de voluntario perfecto mostrando lo que nos es más conocido, a saber, el acto libre. Y así el sentido de las palabras de Santo Tomás es el siguiente: el voluntario perfecto sigue al conocimiento perfecto del fin, como es patente en el ejemplo, cuando, una vez aprehendido el fin, uno puede, deliberando, moverse o no moverse, cosa que corresponde al acto libre. De modo que la expresión  “una vez aprehendido el fin”, no es una parte de la definición del voluntario perfecto, como si esa parte perteneciera a todo lo voluntario perfecto, sino que es una explicación de él con un ejemplo; pues realmente el acto libre es voluntario perfecto y el que nos es más conocido: y así es el más apto para explicar el voluntario perfecto. Por último, cuando Santo Tomás habla del voluntario imperfecto, añade a modo de ejemplo: “Esto es, en cuanto que, aprehendiendo el fin, no delibera sobre él, sino que súbitamente se mueve hacia él”. Pero es evidente que no todo voluntario imperfecto es un movimiento súbito; pues los animales no siempre se mueven inesperada y súbitamente, sino que a veces avanzan lentamente o se detienen. De modo seme­jante, el amor supremo –el que tendría el hombre en contacto con Dios– es de algún modo voluntario, ya que procede de la voluntad y con conocimiento; sin embargo, no procede como un movimiento súbito y repentino; luego no está en la línea del voluntario imperfecto. Ciertamente Santo Tomás pone en la línea del voluntario imperfecto aquél en que el hombre se mueve súbitamente; luego, cuando no se mueve súbitamente no será un voluntario imperfecto. Pero Santo Tomás no dice que todo voluntario imperfecto es un movimiento súbito: se limita a indicar que el movimiento súbito e indeli­berado es un ejemplo para explicar el voluntario imperfecto. Y lo mismo cabe decir del voluntario perfecto: Santo Tomás aduce el movimiento libre o deliberado como un ejemplo para explicar el voluntario perfecto, no porque pertenezca al concepto de todo voluntario perfecto.

Según la segunda interpretación, Santo Tomás admite que todo voluntario perfecto es libre; pe­ro Poinsot matiza que el Angélico habla del acto libre que puede serlo o de manera eminente o de manera formal, y no solamente del formalmente libre; por otra parte, el amor supremo –en contacto con Dios– es eminentemente libre, no formalmente, puesto que procede de la voluntad según la adecuación total de su potestad y según toda la universalidad e indiferencia que posee; esta universalidad es principio de la libertad formal cuando se refiere a los bienes particulares. De suerte que el sentido del texto de Santo Tomás es éste: cuando uno delibera sobre el fin, puede moverse o no moverse hacia él, esto es, cuando el fin es de tal índole que puede haber delibe­ración sobre él, como ocurre con el bien particular y limitado fuera de Dios. En cambio, cuando el fin no admite que se delibere sobre él, puesto que es el sumo bien, contemplado claramente en sí mismo, entonces no hay posibilidad de moverse o no moverse formalmente hacia él, sino sólo eminen­temente, en cuanto que procede de toda la universalidad y de toda la capa­cidad y adecuada indiferencia de la voluntad; Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n33-n40, pp. 377-379.

[24]   Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n41, pp. 379-380.

[25]   Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n43-n48, pp. 380-382.