Claude Monet, «Amanecer» (1871). En el albor de la vida humana se despierta tenuemente la conciencia moral, siguiendo un proceso de crecimiento y maduración.

1.  Verdad especulativa y verdad práctica

La verdad formal es la especu­lativa –re­gulada en nuestro intelecto por las cosas, a las que él se conforma–: hace referencia a las cosas mismas, como lo regulado y medido a su medida y regla. Poinsot –aceptando en esto la posición de otros tomistas, como Báñez[1]–, estima que ‘la relación veritativa’, de suyo y por la fuerza de su fundamento, es real; aunque por defecto del término la relación sólo sea irreal.

Mas cuando se trata de la verdad práctica –la del intelecto que produce las cosas mismas, como el artífice las cosas artificiales–, la relación es distinta: en cuanto productor, el intelecto es la medida de tales cosas, y éstas son lo medido por él; por ello, no tiene propiamente una relación real a las cosas, sino una relación irreal, porque la medida no hace realmente refe­rencia a lo medido, sino al contrario. La verdad práctica no se comporta a modo de relación real en el intelecto. Y por esto mismo, la verdad de Dios respecto a las criaturas no está medida por las cosas, sino que ella las mide.

Si la verdad práctica esta­blece y determina qué ha de hacerse y cómo, la verdad especulativa sólo asevera –por afirmación o negación– que nuestro pensamiento es adecuado a lo que la cosa es.

Por su parte, la verdad práctica “mide” el objeto del acto humano y, en consecuencia, la conformidad o disconformidad de dicho acto con el objeto “medido”. Es esa relación del acto humano a su objeto la que ahora nos ocu­pa.

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2. Del acto a su objeto


a) La frecuencia de calificativos morales


A lo largo del día solemos utilizar calificativos morales. Referimos las con­ductas de la gente como ‘buenas’ o ‘malas’; nos parece que unos son justos, otros injustos; que unos proceden con generosidad y otros con egoísmo; alaba­mos a unos, vituperamos a otros. Esta frecuencia es tes­timonio de un hecho: que el hombre no es sólo un ser natural, sino un ser moral. A la universalidad de este hecho –en todas partes ocurre así– llamó Kant “factum” de la moralidad[2]. Estos calificativos no los aplicamos a los ani­males o a los fenómenos atmosféri­cos. Es cierto que hablamos también de ‘buen’ tiempo o ‘mal’ tiempo; pero en estos casos no damos a tales términos una connotación moral, sino simplemente física o natural.

¿En qué estriba la moralidad? A esta pregunta respondían algunas doctrinas contemporáneas, como el existencia­lismo y los movimientos vita­listas, postu­lando una moral basada exclusivamente en el ejerci­cio mismo de la libertad, sin ajustarse a valores objetivos o a normas basadas en la rea­lidad misma. No habría más norma de acción que el querer mismo del sujeto. Con eso se vaciaba la moral de valores, de órdenes objetivos obligatorios. Este va­ciamiento era parte de lo que Nietzsche llamó ‘nihilismo’; e implica además apartar del hom­bre todo rastro de trascendencia. Solamente el in­dividuo crearía y destruiría valores.

¿Mas sólo por ser libre sería moral nuestra conducta? Volvamos a los frecuentes calificativos morales para indicar a qué dimensión humana se refie­ren: indu­dablemente a las acciones. Aun tratándose de las acciones humanas, no les asignamos aquellos calificativos considerándolas en su es­tric­to ser psicoló­gico o natural. Es la tesis que admirablemente se expone en la doc­trina de Santo Tomás ­–y que compartían otros grandes pensadores altome­dievales–, recogida luego por comentaristas del XVII tan ponderados como Gregorio Martínez, Francisco Araujo o Juan Poinsot y, más recien­temente, por Santiago Ramírez. Para explicar esta tesis me ceñiré al reco­rrido sistemático que hacen estos autores[3], especialmente Poin­sot.

Es claro en todos ellos que el acto moral puede ser considerado en su dimen­sión óntica o natural y tam­bién en su dimensión axiológica o moral. Como en­tidad natural, incluye determinaciones que se deben al principio natural del que brota físicamente, a saber, de la voluntad; mas pertenece al ser moral lo que el acto obtiene del principio que lo especifica, a saber, el objeto regulado por las normas de la razón. Distinción parecida ocurre con lo na­tural y lo artificial. Si examinamos algo producido por el artificio huma­no, como una silla de madera, lo que ahí pertenece a la entidad física se debe a los principios naturales de los que procede en cuanto es madera de un árbol, a saber, corresponde a la generación y dimanación física; pero per­tenece a lo artificial lo que esa madera recibe de la ordenación y regula­ción del arte. Así también, un acto moral posee, de un lado, una entidad física y natural[4] –es su dimensión óntica–, cuyas determinaciones se deben al prin­cipio del que dimana natural y físicamente; y posee, de otro lado, deter­minaciones morales que se deben a que se ordena a un objeto regulado o medido por normas racionales[5] –es su dimensión axiológica–. ¿Qué es propiamente el bien y el mal en el orden moral?

Este orden acontece como articulación de dos polos ónticos: el del sujeto y el del objeto. Y acerca de esta articulación enseña Santo Tomás tres tesis funda­mentales:

1ª Que la moralidad no se constituye por la libertad, sino por una re­lación del acto libre al objeto conveniente y al fin, en cuanto que el fin es tam­bién un objeto del acto interior[6].

2ª Que esta relación es intrínseca y real en el mismo acto y se refiere a un objeto que es ya conforme y está medido por las reglas de la razón[7].

3ª Que la bondad habida en el polo del objeto requiere una agregación y es­tructura de todos aquellos elementos que –como el objeto, el fin y las cir­cunstancias– son precisos para la perfección del acto en su línea moral[8]. Pero la bondad moral no consiste formalmente en esa misma estructura, sino en una relación del acto a ella. Pues la bondad formal –o sea, lo que es for­malmente la bondad moral– se halla en el mismo acto que tiende al objeto conformado y modulado por aquella estructura de cir­cunstancias y demás elementos requeridos para su perfección. Por tanto, la bondad moral objetiva consiste en la estructura que hay en el polo del objeto; mas la bondad formal de la acción consiste en la relación o tendencia del acto a tal objeto así me­dido y conformado.

Estas son las tesis que a continuación voy a desarrollar.

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b) La libertad como materia de la moralidad


1. Una cuestión decisiva estriba en saber en qué consiste esa “forma” de la moralidad. En la época altomedieval no eran unánimes las opiniones sobre este punto. Por ejemplo, Duns Scoto enseñaban que la “forma” de la mora­lidad con­siste en la libertad. Fueron varios sus seguidores[9]; incluso algunas corrientes actuales de pensamiento podrían considerarla adecuada, aunque interpretada de diversos modos.

El núcleo de esta posición puede resumirse en dos puntos. Primero, si existe la libertad en un acto, ese acto es moral; por lo tanto, la moralidad no añade nada a la libertad y a la índole de lo voluntario. Debido a la libertad el acto es capaz de moralidad; en cambio, un acto necesario no es capaz de moralidad. Segundo, por lo mismo que el acto es libre, también es imputable y merecedor de alabanza o vituperio: por tanto, tiene moralidad. La impu­tabilidad es una propiedad del acto, aunque no en su índole óntica o natural, sino moral.

Podrían encontrarse en Santo Tomás algunos textos que permitirían dar al­gún crédito a esa posición; como los dos siguientes. Primero: suponiendo que el acto es humano en la medida en que es voluntario[10], se seguiría que “lo que compa­rece del lado de la voluntad se comporta como lo formal en los actos humanos” [11]. Segundo: “El bien y el mal son esencial­mente dife­rencias del acto de la voluntad, porque el bien y el mal pertenecen de suyo a la voluntad, como la verdad y la falsedad a la razón; luego la voluntad buena y la mala son actos diferentes específicamente”[12]. Parecería, pues, que en los actos humanos lo propiamente voluntario no funciona como materia, sino como forma. Pero no es esa la doctrina que enhebra dichos textos.

Para entender el primer texto, hay que tener en cuenta dos tesis implí­citas del Aquinate. Primera: que el acto voluntario, en virtud de la libertad –la cual es el voluntario perfecto– es también capaz de disciplina moral perfecta; sin em­bargo, aun siendo cierto que sólo el acto libre es capaz de moralidad o de disci­plina perfecta y racional, no se sigue de ahí que la moralidad consista formal­mente en la misma libertad y en la índole de lo voluntario; sino que lo volunta­rio o libre es capacidad de moralidad; y tal capacidad se presenta en la morali­dad como si fuera la materia de ésta[13]. Segunda tesis: que la imputabilidad no se sigue del acto voluntario en cuanto es voluntario, sino en tanto que es volunta­rio regulado por la razón y la ley. Si falta la regla o la ley entonces el acto no se imputa ni se castiga. La imputabilidad implica que un sujeto actúa con potestad o dominio de sus actos[14], pero una potestad sometida a las reglas de la razón y a la ley.

De modo que la libertad no es como el género de la moralidad, sino como algo que se presupone, como algo requerido materialmente[15]; o sea, “se com­por­ta como una materia que recibe la moralidad”[16]. La libertad es de orden óntico; lo moral, de orden axiológico. De hecho, tradicionalmente los actos espi­rituales se han dividido, desde el punto de vista óntico o psi­cológico, en intelec­tuales y volitivos; siendo los de la volun­tad, a su vez, necesarios o libres[17].

2. Conviene advertir que en los actos morales la libertad se requiere no sólo en la facultad volitiva, sino también en el acto mismo[18], de modo que el acto sea libre[19]. Un acto necesario es incapaz de moralidad; porque es incapaz de ser regulado por una ley y por la razón práctica. Y así como la razón no puede im­perar los actos necesarios, tampoco puede moralizarlos, o sea, reducirlos a lo moral o a la norma; porque donde no hay ley, tampoco hay falta; y lo que es incapaz del mal es incapaz de moralidad. Si el acto careciera de libertad, del modo que fuere, sería incapaz de la ley y la norma. Luego tampoco es capaz de maldad, ni de mérito, ni de moralidad: lo que no es capaz de ley y de precepto no es capaz de malicia, y consiguientemente, de moralidad. Lo que no puede ser imperado, no puede ser moralizado.

Resumiendo: en el orden moral la libertad es algo requerido material­mente, o sea, exigido por  aquella materia –el acto mismo – que se hace re­ceptora de la moralidad–; es sólo un presupuesto y no algo formal y cons­titutivo de la mora­lidad[20].

3. Pero si el bien y el mal son de suyo aspectos del acto en su ser moral, es preciso que la diferencia del bien y del mal tenga su fuente en la razón; pues los actos son morales y humanos en cuanto que son presididos por la razón. Esto explica que los actos no sean morales simplemente por provenir de la liber­tad. Tal libertad está en la voluntad, pero la razón está en la mente: de modo que el bien del hombre es lo conforme con la razón; siendo el mal humano lo discon­forme con la razón. El bien del hombre no estriba en obrar conforme a la vo­luntad o libertad –pues podría haber conductas moralmente erróneas y la voluntad habría sustituido a la razón–. Por lo tanto, el acto humano es moral por el objeto regulado mediante ese principio de los actos humanos que es la razón. La moralidad no recibe su especificación de la libertad o voluntariedad, sino de una formalidad oriunda de la razón, aunque exija la libertad como pre­rrequisito.

4. Queda por indicar que, en el segundo texto presentado, Santo Tomás no conecta las diferencias del bien y del mal con la razón, sino con la voluntad. Para aclarar esta conexión es preciso indicar que allí no se habla de una dife­rencia esencial y de una voluntad en sentido natural u óntico, sino de una vo­luntad en sentido moral, y por tanto, de un accidente que recae en la voluntad considerada ya como una naturaleza. Ciertamente “el bien y el mal son esen­cialmente diferencias del acto de voluntad”, pero no el bien y el mal óntico o físico, sino el bien y el mal moral; entonces la “voluntad” no es to­ma­da como algo puro y absoluto, sino como “voluntad regulada”: el bien y el mal son diferencias de esta voluntad regulada y sometida a la razón; y así la voluntad buena y la mala son actos específicamente diferentes, pero en el orden moral y regulable por la razón.

Se trata del acto propio de una voluntad que es ya moral –acto sometido a la razón–­ y de la relación de ese acto al objeto, en cuanto cae bajo el orden de la razón y pertenece al género de lo moral: “El bien es representado por la razón a la voluntad como un objeto; y en cuanto cae bajo el orden de la razón pertenece al género de lo moral y causa la bondad moral en el acto de la voluntad, pues la razón es el principio de los actos humanos y morales”[21]. La moralidad, en lo que tiene de más específico, proviene del objeto enla­zado con la razón y no precisamente con la voluntad o la libertad –no proviene del objeto en cuanto simplemente querido–.

Por tanto, no es, sin más, bueno moralmente algo que es más perfecto y más pleno en su propio ser de libre y en virtud de la libertad. Puede incluso ocurrir lo contrario: que un acto sea muy libre psicológicamente y contener un gran mal moral. Ejercitar una conducta no sólo con gran advertencia y juicio, sino tam­bién para ejercer la libertad misma, para mostrar la libertad y el puro ejercicio de querer, suele hacerse con intemperancia y presunción; en este caso la voluntad ha tomado el puesto de la razón. La plenitud y el in­cremento de la libertad no hace que un acto sea bueno o sea mejor en el ámbito moral, aunque la libertad sea requerida para que el acto sea ordenable y medible por la razón práctica y sus reglas; si no existe esta ordenación y medida entonces el acto se vuelve malo moralmente. A su vez, si el acto no es libre ni voluntario no puede ser dirigido por las reglas de la razón práctica moral, porque no está en nuestra po­testad; pues ni la ley ni el precepto ordenan los actos necesarios, sino los libres; y la razón práctica moral se re­fiere a los actos del arbitrio que, en cuanto tales, son contingentes. La mate­ria moral es justamente el ser libre.

El acto moral exige la libertad, tanto en el acto interno originado por la vo­luntad, como en el acto externo e imperado; pero esta libertad es una con­dición requerida, un presupuesto; en cambio, la moralidad no consiste formalmente en esa libertad, sino en la con-formidad o dis-conformidad de esa libertad con las reglas de la razón. En realidad, la acción libre no está determinada siem­pre a lo bueno o siempre a lo malo; los clásicos decían que está ‘indeter­minada al bien o al mal moral’. Por lo tanto, no es regla de sí mis­ma. Tiene que ser determinada por una regla distinta de la libertad misma. La acción libre se hace moralmente buena o mala por su confor­midad o disconfor­midad con una regla que surge suscitada por un valor no engendrado por la misma libertad.

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c) Dimensiones ónticas y axiológicas del acto humano


1. Se dijo más arriba que las calificaciones morales se refieren a las accio­nes humanas. Pero no a cualesquiera acciones, sino a las realizadas por el hombre con advertencia consciente y con libertad, sin sufrir coacción o violen­cia. Los actos humanos propiamente dichos son los ‘internos’, los realizados inmediata­mente por la voluntad. Los actos ‘externos’, mandados por la volun­tad en otra facultad (los brazos, la lengua, los músculos) para que se realicen externamente, están supeditados a aquéllos.

Pues bien, morales son los actos humanos, los propios del hombre en cuanto hombre, porque obra y se regula mediante la razón. Los actos hu­manos proce­den de una voluntad deliberada, o sea, dirigida con advertencia racional, propie­dad que no se encuentra en los animales. Las habilidades que los animales ad­quieren mediante disciplina no se pueden llamar morales; ni re­claman alabanza o vituperio, ni mérito o demérito. Sólo aquellos actos son morales, o sea, lauda­bles o vituperables. Mas ¿en qué consiste en los actos humanos esta moralidad?

Por lo dicho se aprecia que la moralidad es una determinación que se le añade el acto humano[22]. Algo parecido ocurre en el arte, el cual se encuentra con una materia de la que se hace el artefacto, y aplica una forma por la que éste es configurado y acabado. En el orden moral hay unas acciones que son medidas por la razón práctica prudencial, de la misma manera que las acciones artificia­les son medidas por la razón práctica artística; ahora bien, la materia de la di­rección moral son los actos libres y voluntarios, los únicos que son capaces de esa regulación. Los actos serán entonces con-sonantes o di-sonantes (o sea, mo­rales e inmorales)  por estar sujetos a las reglas mora­les o por carecer de ellas.

2. La bondad del acto humano, considerado tanto óntica como axiológi­ca­mente, debe apoyarse ya en los mismos elementos que constituyen la bondad de las realidades naturales. Pero la bondad de las cosas, cualesquiera que sean, consiste acumulativamente en tres integrantes: o sea, en la esencia, en los acci­dentes y en la finalidad; a los que en el acto humano responden el objeto,  las circunstancias y el fin[23].

Y es que hablar del bien y del mal en las acciones puede hacerse de parecida manera a como lo hacemos sobre el bien y el mal en las cosas, por cuanto una acción es también una cierta entidad. Ónticamente todas las cosas tienen esen­cia, accidentes y finalidad, en las cuales consiste la índole del bien. Pero estos tres principios o elementos de la bondad o maldad del acto no concurren por igual, sino guardando un orden de prelación. En primer lugar y de manera prin­cipal concurre la esencia del objeto; porque el acto, que es un movimiento, se especifica por su propio término que es el objeto. Después concurre la finalidad, en cuanto que es causa del movi­miento o de la acción a modo de incitación; por último concurren las puras circunstancias, como accidentes del acto.

De aquí se desprende que hay en los actos humanos un doble tipo de bondad y de maldad, a saber: primero, el óntico, que conviene al acto en cuanto es un proceso vital, y es medido por esos tres principios considerados sólo en su aspecto natural; segundo, el axiológico, que le adviene seguida­mente a lo óntico, y consta de aquellos tres elementos considerados en cuanto están bajo la regla moral, a saber: bajo la ley natural y la razón prác­tica humana.

Si se comparan entre sí lo óntico y lo axiológico, resulta que el bien y el mal óntico es lo primero naturalmente; y de este modo es determinable por el bien y el mal moral; por tanto, se comporta respecto a lo axiológico como la materia respecto a la forma, o como lo determinable respecto a lo deter­minante y, en consecuencia, como el género respecto a la especie. Y sólo por esta razón habla San Tomás de bondad y malicia secundum genus[24]. No es que lo natural óntico sea un género lógico; sino que se comporta como si lo fuera, como materia o sujeto determinable. Claramente se sigue que la “mo­ralidad” viene a ser como una “diferencia” respecto a lo natural óntico.

3. ¿Cómo están en un mismo acto humano la bondad y la maldad óntica y la bondad y la maldad axiológica? Pues de modo similar a cómo están en un acto el bien y el mal natural y el bien y el mal artificial. Por ejemplo, la entidad del acto de la voluntad ­–su esencia física o natural– es una cualidad vital e inma­nente, que está orientada al bien apetecible y dimana en forma de volición. Y lo mismo acontece con el acto de la inteligencia, ordenado a la ver­dad; o  con el acto libre. El acto, en su dimensión óntica –física y natu­ral–, par­ticipa todas sus condiciones de su principio originante, del cual pro­cede física y eficientemente. Y como el acto no es producido físicamente por la facultad si no es en orden al objeto sobre el que ella versa, también le es ónticamente natural esa tensión al objeto. Todo esto es lo que tiene óntica o naturalmente el acto voluntario, incluso cuando carece de la regulación pro­pia de una ley de la ra­zón[25].

La relación axiológica, sea la del bien o la del mal, es una referencia  del acto al objeto, aunque no precisamente en cuanto éste es apetecible y hace de término del acto de voluntad como algo querido –porque esto pertenecería tam­bién a la entidad natural del acto, a su aspecto óntico–, sino al objeto en cuanto es regulable por la razón. Enfocada así esta relación, formalmente supone: 1º  toda la entidad del acto y sus predicados físicos; 2º también supone la rela­ción al objeto en cuanto querido o apetecible; 3º y añade algo propio, a saber, el estar o quedar como regulable; este “quedar” no es dis­tinto ónticamente del mismo orden natural del acto al objeto apetecible; pero añade una nueva forma­lidad, de suerte que el acto “queda” ordenado al ob­jeto en cuanto regulable; o sea, esa relación está orientada al objeto y pue­de afectar a todo lo que se halla en el objeto y pertenece a su esfera[26].

Resumiendo: en tanto que el objeto es enfocado precisamente como apeteci­ble, pertenece a la dimensión física u óntica del acto, –v. gr. acto de la voluntad y no del intelecto, o acto de amor y no de odio, etc.–. Pero en tanto que el acto enfoca en ese objeto el orden y la medida de la razón, es moral, o mejor, hace que ese mismo acto “quede” en la línea moral.

4. Es claro que lo moral no se reduce a lo óntico o físico del acto: pues a la lí­nea moral sólo pertenece el acto humano en cuanto humano, no en cuanto físi­co. En cuanto físico un acto puede identificarse específicamente con otro –por ejemplo, un acto de querer con otro acto de querer–, pero en cuanto moral puede ser diverso; por ejemplo, querer la mujer propia y querer la ajena es de la misma especie en su ser óntico, pero muestra diversas especies en el género moral. Y a la inversa, puede haber diversas especies ónticas, como el amor y el odio, y tener la misma especie moral.

Pero lo cierto es que en el mismo acto hay que distinguir la bondad óntica y la moral. La bondad que se sigue de la entidad real es una bondad trascendental y pertenece a la línea de lo físico o psicológico, no a la línea de la moralidad, la cual se añade a la entidad trascendental y se identifica, pues, con ella inade­cua­damente; aunque la entidad natural del acto no pueda se­pararse realmente de la bondad moral, o sea, de la conformidad con la razón[27].

5. Sólo cabe añadir que la recepción de la regla racional y moral en el acto no es meramente pasiva, como ocurre en el orden artificial, sino activa. En rea­lidad, tanto lo moral como lo artificial están presididos por la medida en su sen­tido más propiamente racional. La moralidad de los actos humanos pertenece a un orden ón­tico preciso: el del ser que es mensurable y ordenable por la ley y por la razón práctica (prudencia); lo mismo que el ser artificial pertenece al orden óntico del ser mensurable por la razón operativa propia del arte. Pues bien, “los actos no se ordenan por la prudencia y la razón co­mo una materia externa y como algo que es posible de hacer por el arte; pues esta materia del arte no es algo que versa activamente acerca de algunos objetos, sino que sólo recibe en sí misma pasi­vamente la forma y el orden del arte. Pero la acción que versa acerca de los objetos y tiende a ellos no es dirigida por quien la regula recibiendo pasiva­mente una mera ordenación o forma, sino emitiendo una tendencia al objeto que está ordenado y regulado bien o mal; y por tanto, en toda regulación y ordenación de los actos debe tenerse en cuenta el orden y la tendencia al objeto”[28].

Pero, entonces, ¿qué es lo que al acto libre se le añade como carácter o aspecto formal de la moralidad? Pues se le añade una relación intrínse­camente implicada en el acto, un orden a su principio axiológico, o sea, a las reglas racionales formadas en el dic­tamen de una razón determinada por la ley, para que se produzcan actos buenos o malos.

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3. La unidad relacional en la moralidad


a) Estructura de los polos objetivo y subjetivo de la moralidad


1. Antes se dijo que debe estar interiorizada en el acto la relación al objeto. En principio se comprende que la tendencia que se orienta a lograr el objeto en su índole de apetecible y de bien sea esencial y naturalmente in­trínseca al acto. Pero ¿se prueba con ello que también es intrínseca y esencial la tendencia a alcanzar el objeto en su ser moral? ¿Pertenece acaso esta ten­dencia a la consti­tución del acto en su entidad y naturaleza? ¿O no perte­necería más bien a la constitución del acto sólo en su moralidad y regulación por la ley? Mas si esto último fuese algo accidental, entonces acciden­tal­mente el acto dependería de la ley, de la advertencia racional y de la inten­ción del agente, cosas todas que sólo pondrían en el acto una mera denomi­na­ción extrínseca[29]. Poinsot responde a estos interrogantes indicando que si el orden y la tendencia al objeto en su ser apete­cible y bueno es real en el acto de querer o apetecer, resulta que también la mo­ralidad misma o la ordenación racional, que acontece en el polo del objeto, es alcanzada por el acto me­diante una relación real al objeto. Porque también esta moralidad, existiendo por la conformidad con la ley, en la que consiste la bondad moral, es apetecible y deseable. O mejor, la ley misma y la medida que establece es apetecible por el hombre bueno (y es rechazable por el ma­lo). Lo cual significa que el acto no sólo se orienta ónticamente con una rela­ción real e intrínseca al bien natural del objeto apetecible, sino también a la bondad moral, porque también ésta es apetecible por el bueno (y es recusable por el malo); de manera que puede alcanzarse con un solo acto real[30].

2. Luego la moralidad conviene al acto por referencia a su objeto, desde el cual se juzga y regula la cualidad del acto y del mismo agente. O dicho de otro modo: en los actos libres la moralidad no es otra cosa que la medida y la orde­nación que estos actos reciben de las reglas de la razón práctica, la cual con­cierta los actos que han de hacerse en cuanto relacionados al fin y determinados y medidos por la ley. Pero ni la razón práctica ni la ley misma determinan o miden en los actos humanos su dimensión óntica, su entidad física –sus cualida­des vitales originadas de su principio psicológico y re­feridas a su objeto–; pues la razón sólo determina lo que ha de hacerse y acerca de qué cosas: el acto es emitido justo para alcanzar la materia y el objeto; lo mismo que la visión se produce para alcanzar las cosas sensibles. Si el objeto desaparece, la razón y la voluntad se inhiben acerca de la emisión del acto. Porque la regulación o la medida racional recae sobre un acto orientado al objeto: prohíbe el homicidio, porque versa sobre un hom­bre; prohíbe el adulterio porque se refiere a una mu­jer que no es la propia. Luego la perfección o bondad de la regulación del acto humano consiste en el orden del acto mismo al objeto así regulado y medido; no estriba en algo que se añade y adhiere extrínsecamente al acto, sea una denominación ex­trín­­seca, sea algo absoluto[31].

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b) Insuficiencia de la relación extrínseca


1. A estas alturas del discurso puede parecer ocioso indicar que, en el caso de la moralidad, la relación del acto al objeto no es extrínseca. Ahora bien, un grupo de autores españoles del Siglo de Oro –como Vázquez[32]– opinaban que el orden de la moralidad no es intrínseco y real en el mismo acto. Porque la rela­ción de moralidad depende de las circunstancias y de la ley; a su vez, las cir­cunstancias frecuentemente son extrínsecas, como el lugar y el tiempo, la con­saguinidad y la afinidad, etc. Las circunstancias son tan extrínsecas al mismo acto que no ponen nada real en él en su ser natural, sino que se comportan de manera completamente accidental respecto al acto considerado en su ser natural. Luego tampoco ponen nada en el género de lo moral[33].

2. En cambio, otros autores, como Gregorio Martínez, Araujo, Juan Poinsot y, muy posteriormente, Ramírez –entre otros muchos– determinan la forma propia de lo moral como la de una relación intrínseca[34]: “En los actos humanos originados inmediatamente de la voluntad, la moralidad no es una mera denominación extrínseca, sino un orden intrínseco al objeto, y eso no sólo en los actos buenos, sino también en los malos. Y digo en los actos originados inmediatamente de la voluntad, porque no se aplica esta con­clusión a los actos originados en otra potencia por el imperio de la voluntad, si estos actos son voluntarios por una mera denominación extrínseca. Pues como la materia regulable por la ley y la prudencia es el acto voluntario –el único que es capaz de tal ordenación y medida–, si un acto sólo fuese voluntario extrínsecamente, también del mismo modo sería regulable y medible por la razón, lo cual sería el ser moral. Y todo esto sería extrínseco a ese acto, el cual únicamente por una denominación extrínseca sería volun­tario y capaz de ser medido por la razón. Pero si un acto es intrínseca y realmente voluntario, puede incluir un orden real al objeto medido por reglas de la razón, el único que puede ser objeto del acto voluntario, en cuanto es volunta­rio. Ahora bien, el ser propia y realmente voluntario se halla de modo máximo en los actos oriundos de la voluntad y, por tanto, la conclusión ante­rior se aplica a ellos propiamente”[35].

En realidad, la tesis de que la moralidad consiste en una mera deno­minación extrínseca es de difícil asimilación. Pues una denominación extrínseca es, en el fondo, algo ideal o quizás irreal, un ens rationis. Ocurre aquí como en el caso del “ser visto”, el cual contiene dos aspec­tos: algo real –lo que se llama una forma radical, como la “visión” que, siendo real en el ojo, de­nomina la pared vista–; y algo puesto por la razón –la aplicación de la forma radical al sujeto denominado, y eso es una rela­ción surgida de la ra­zón–.

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c) La índole intrínseca de la relación moral


1. En cambio, la moralidad está de manera intrínseca y formal en al acto humano; y de él se predica primariamente. A este propósito, Santo Tomás afirma que “aunque el fin es causa extrínseca, sin embargo la de­bida proporción y relación al fin es interna al acto”[36]. Estamos, pues, ante una relación interna que, como tal, no puede ser una deno­minación extrín­seca[37].

Los aludidos autores explicaron con claridad la diferencia entre la denomi­nación intrínseca y la extrínseca: “La denominación intrínseca difiere de la ex­trínseca o del respecto ideal e irreal, en que éste no es interno al sujeto, sino que sólo lo denomina externamente, como el ‘ser visto’ en la pared, que sólo tiene ser en el conocimiento, aunque sea considerado al modo de una forma interna. Luego la relación y la proporción al fin, si es interna al acto, no es en él una denominación extrínseca”[38].

El bien y el mal moral, en cuanto especies de la moralidad, provienen del objeto y del fin, que es el objeto del acto interior; luego si la relación al objeto o al fin es un orden radicado internamente en el mismo acto, entonces la relación de la moralidad en los actos es intrínseca y real. También el acto moralmente malo tiene su objeto: “pues el acto se llama específicamente malo no por care­cer de objeto, sino por tener un objeto que no conviene a la razón, como robar lo ajeno; por tanto, en cuanto el objeto es algo puede positivamente constituir la especie del acto malo”[39]. El acto malo se cons­tituye en su especie moral precisa­mente por relación al objeto.

2. Todo el aspecto moral de los actos proviene, pues, de la relación al objeto, pero no al objeto considerado ónticamente, en su ser natural, sino axiológica­mente, en su conexión con reglas morales. Ahora bien, el acto que se relaciona al objeto y a todo lo que circunda al objeto tiene una referencia intrínseca y real; y por ésta se constituye en su ser moral. O dicho de otro modo: se constituye en su ser moral por relación al objeto regulado por las reglas de la razón o en cuanto cae bajo el orden de la razón. De manera que si la relación al objeto y a todo lo que confluye en el objeto es intrínseca y real, también habrá una rela­ción intrínseca y real en la referencia al objeto en cuanto regulado.

Es cierto que ónticamente el acto se inclina o refiere por su propia naturaleza hacia el objeto, pues lo enfoca como especificativo, o sea, desde su interior. Decían los clásicos medievales que a lo especificativo se inclina el acto como especi­ficable; y sólo es especificable o receptor de especie por su propia natu­raleza interna, por su propia entidad[40]. Pero ocurre que la mo­ralidad no es una especie intrínseca o entitativa del acto en su ser natural; más bien, la moralidad es una “especie accidental” del acto considerado ónti­camente, en su ser natural. Sin embargo, esta especie accidental proviene del objeto en cuanto sometido a reglas morales, y esa conexión axiológica nunca puede ser algo sobreañadido al mismo acto, ni le puede convenir por una denominación extrínseca. Esa cone­xión es connatural al acto intrínseca­mente y surge ónticamente con el mismo acto, cuando éste brota de lo pro­fundo de la facultad. Por tanto, si se entiende que la moralidad conviene al acto mediante una relación al objeto, se entenderá también que no le con­viene por una simple denominación extrínseca, sino que surge ónticamente de la naturaleza misma del acto, aunque la moralidad sea accidental al objeto y constituya una especie accidental.

3. Ocurre aquí algo parecido –de nuevo el mismo ejemplo– a lo que sucede en la visión, la cual mira en el objeto coloreado no sólo el color y la luz –los sensibles propios–, sino también el movimiento, el reposo, la figura y todos los sensibles comunes que se refieren de modo accidental a la visión; y sin embargo la vista se orienta con una relación positiva a esas cosas, porque por la misma relación con que se endereza al objeto propio se orienta también a las cosas que se dan cita en el objeto y lo circundan, aunque esto sea a veces algo negativo, como el reposo. Así pues, la misma relación especificativa que, en la visión, afecta al objeto en sí mismo, afecta a las determinaciones accidentales de tal objeto, por­que en el acto la relación al objeto no es un orden a un objeto desnudo, sino circunstanciado; y así la misma relación que llega al objeto desemboca también en las cosas que ro­dean al objeto. De igual manera, con la misma relación que el acto de la voluntad llega al objeto como algo que es apetecible y es un bien en su ser natural, alcanza también ese objeto como algo sometido a las reglas de la razón, aunque esto sea accidental respecto a lo primero; al igual que la visión llega con la misma relación tanto al color como al movimiento y a la quietud, aunque esto segundo sea accidental respecto al color[41].

4. Decir que la moralidad es formalmente un ente de razón, o algo ideal, es negar la exis­tencia real de la moralidad. Porque el ente de razón no existe, ni puede existir en la realidad. No parece lógico afirmar que, fuera de la inteligencia, la morali­dad carece de ser; pues pensemos o no pensemos los actos, unos son buenos, otros malos y otros indiferentes. Sería absurdo decir que el mérito que recono­cemos y a veces premiamos en una obra buena es algo irreal; o que el reproche con que sancionamos una obra mala se basa en algo irreal.

La moralidad formal no consiste en una relación ideal o irreal; porque existe inde­pendien­temente de las ficciones mentales, de los entes de razón. Y aunque es cierto que en los actos humanos la forma de lo moral no se toma de una relación al objeto considerado en su ser natural, sino impregnado de las reglas de lo mo­ral, también es cierto que el acto, en su orden al objeto y a todo lo circunstan­ciado en el objeto, se relaciona mediante una ordenación intrínseca y real; y por lo mismo se constituye  en su ser moral. Dicho de otro modo: se constituye en su ser moral en cuanto se relaciona a un objeto regulado por las reglas de la razón, o en cuanto cae bajo el orden de la razón.

Hay aquí, pues, dos aspectos decisivos. Primero, la relación al objeto y a todo lo que hay en el objeto es intrínseca y real: ya en el orden natural, el acto está relacionado con el objeto no por algo extrínseco y sobreañadido, sino desde su propia inte­rioridad y desde la propia naturaleza del acto, porque mira al objeto como algo que lo especifica. Segundo, también hay un orden intrínseco y real en la relación al objeto en cuanto regulado: el acto puede alcanzar en el objeto lo que es conveniente o disconveniente a la razón, pues se orienta a tal objeto no sólo atendiendo a la bon­dad en cuanto es apetecible en su ser natural, sino también en cuanto es regula­ble y orde­nable por la razón. Pues el acto se regula por la razón y la ley no en virtud de sí mismo, como una cualidad que surgiera del sujeto, sino sólo en virtud del objeto que alcanza. Tampoco puede alcanzarse el objeto –o lo que hay ro­deando el objeto– si no es porque el acto mismo lo enfoca; y no mediante una denominación extrínseca, sino mediante una relación a tal objeto; solamente por la tendencia y relación del acto al objeto ocurre que el objeto pertenece al acto y el acto al objeto. Y así, ninguna ley prohíbe o manda un acto en cuanto éste es cuali­dad vital natural que surge de la facultad: y si, por ejemplo, prohíbe el homici­dio, es porque con ese acto se mata objetivamente a un hombre, no simplemente porque el acto vital subjetivo de matar provenga de la voluntad[42].

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4. La estructura del polo objetivo de la moralidad


1.  Los elementos que comparecen en la bondad del acto no concurren en el polo subjetivo del acto mismo como entidades diversas que se agregan a él, porque el acto es en sí mismo, ónticamente, una cualidad vital, una operación que surge de la facultad, no una colección o mezcla de va­rias cualidades o entidades. Por otro lado, el acto no llega a un objeto desnu­do, sino revestido de circuns­tancias diversas, acerca de las cuales dicta la razón que el acto las consiga o las evite. Ocurre aquí algo parecido a lo que su­cede en el acto de la visión: pues el acto de ver muchas cosas congregadas no es él mismo una agregación ni una pluralidad de visiones, sino de objetos sen­sibles que son alcanzados por una visión única. Y en su caso, la bondad del acto no consiste en una colección o agregación de elementos psicológicos, sino en una relación, un orden al objeto que reabsorbe elementos estructu­rados[43]. Por lo tanto, en el polo del objeto se requiere una complexión de todos los ele­mentos que pertenecen a la perfección del acto, de manera que éste tienda a tal objeto así revestido y puesto bajo esa estructura.

Porque el acto moral en cuanto tal, o sea, en cuanto medido y regulado por la razón, no debe orientarse solamente al objeto desnudo en sí mismo, un objeto abstracto, sino que debe orientarse de modo práctico en el espa­cio y en el tiempo. Pero el acto que ha de ejercerse prácticamente alcanza un objeto afec­tado de muchas circunstancias y aspectos, porque así es en la realidad, en el espacio y en el tiempo, y porque así debe ser según el orden de la razón, la cual dictamina también acerca de las circunstancias; y si estas no son tenidas en cuenta, el acto mismo se juzgaría defectuoso.

2. También en el ámbito del arte ocurre algo parecido: cuando el ar­quitecto hace una casa no sólo atiende a la sustancia de la fábrica, como las piedras y las maderas utilizadas en la construcción, sino a muchas otras circunstancias y as­pectos, por ejemplo, que tenga ventanas dispuestas de cierto modo para recibir el aire y la luz, que las habitaciones posean una amplitud concreta para cumplir determinadas funciones, etc. Así, la bondad moral del acto debe alcanzar en el objeto el conjunto estructurado de todos aquellos elementos que la razón or­dena en esa materia, porque el bien apa­rece cuando el todo está íntegro, y para que haya bondad moral debe haber integridad de todos estos elementos en el acto;  sólo se dice que el acto los tiene cuando los alcanza en el objeto, y no de otro modo.

3. Los elementos que concurren en el objeto han de estar estructurados. Pero, aunque el objeto tenga cierta unidad, ¿qué tipo de complexión debería tener? ¿Se trataría de una mera agregación accidental de cosas múltiples? ¿De un ente irreal? Estas preguntas tienen sentido, pues es claro que muchas circunstancias heterogéneas no pueden conjuntarse físicamente en unidad: como el lugar, el tiempo, la condición personal, los medios con que se opera, etc. Parecería que esta colección de cosas múltiples sólo puede ser una agregación accidental. ¿Cómo podrá surgir de ellas una unidad esencial, especialmente  cuando todas esas cosas no tienen algo real y unitario en que se conecten, por ejemplo, un orden o una composición?[44] Es preciso respon­der a estos interrogantes indi­cando que si las cosas que confluyen en el polo del objeto, y que son requeridas para la bondad moral, se consideran en su as­pecto óntico y físico muestran tan sólo la unidad accidental de un mero agregado. Pero si son consideradas axioló­gicamente en su condición de “regulables” y de objeto formal del acto interno en la línea moral, entonces muestran unidad “de modo moral” y pueden redu­cirse a una forma, por cuanto se contienen bajo una regla o bajo un modo de regulación y se ponen al servicio de un solo fin, el que es enfocado en ese modo de regular. Por lo tanto, la unidad del acto en la línea moral ha de ser tomada de la unidad del objeto en el mismo género moral. Y como el objeto es óntica­mente múltiple, resulta que se hace “unidad moral” no por la unidad del acto, sino por la unidad de regulación, bajo la cual se coordinan las demás cosas.

Resumiendo: la colección de requisitos para la bondad moral es ónti­camente una agregación y una “unidad accidental”; pero axiológicamente, en cuanto coordinada bajo una regla moral, es una estructura o “unidad absoluta[45] en ese mismo gé­nero. El objeto es unidad moral y así hace de término y especifica con una sola especie moral el acto. Ocurre aquí –vuelvo a repetir– como con los muchos objetos sensibles que hacen de término y especifican un solo acto de visión. Tal unidad basta para dar la especie al acto, especie que no se toma de la unidad óntica o física de las cosas, sino de la unidad objetiva y formal –axiológica–, bajo la cual se reducen todas ellas a objeto [46].

4. Hay en este polo objetivo, a propósito de la heterogeneidad de los ele­mentos que concurren en él, otro punto que merece aclaración. Porque si las circunstancias indicadas y los demás requisitos son tan heterogéneos que no hacen sino una unidad de agregación en el polo del objeto, ¿por qué no habrían de ser alcanzados por el acto con varias relaciones, aunque fueran parciales? Si la respuesta fuese afirmativa, entonces cabría decir que la bondad moral del acto consiste en un mero repertorio de todas estas re­laciones. Es lo que sostenía Duns Scoto. De este modo no sólo la bondad moral objetiva, la requerida en el polo del objeto para la bondad, sino también la bondad formal, la que hay en el polo del acto, consistirían en agregación o acopio de varias relaciones. Mas no es esta la postura de Santo Tomás. Pues desde el punto de vista óntico, para el Aquinate es común a los actos psicoló­gicos, tanto a los cognoscitivos como a los volitivos, el alcanzar con una sola y única relación diversas cosas, si están contenidas bajo la misma razón formal y en la misma línea, aunque sea de ma­nera inadecuada, y aunque materialmente se multipliquen los términos, como ocurre en la relación de un solo padre a varios hijos[47]; porque las relaciones no se multiplican numéricamente por los términos, sino por los sujetos en que se hace la multiplicación de accidentes. Así, una sola relación paterna tiene su terminación en varios hijos: se ordena a cada uno de ellos de manera inadecuada y puede tener su terminación en pocos o en muchos con la misma relación, por­que todos proceden del mismo principio. De modo semejante, la relación in­terna de un único acto de visión puede alcanzar varios objetos que se capten bajo la misma línea visual, aunque ónticamente sean muchos los objetos; y no por eso se emiten tantas visiones como objetos se presentan. Así es como el acto moral se relaciona con el objeto, con las circunstancias y con todo lo que res­pecta a la regulación por la recta razón: se trata de una sola relación, la que con­viene a una sola regulación moral[48].

5. Lo cual equivale a decir que ser bueno o malo viene a significar lo mismo que ser bueno o malo por el objeto; a su vez, ser bueno o malo por las circuns­tancias no acontece porque tales circunstancias afecten inmedia­tamente al acto, sino porque afectan al objeto: y por el objeto circunstan­ciado recibe el acto la moralidad. Y así, por robar una determinada cantidad de lo ajeno, la cantidad misma no afecta al acto, sino a la cosa robada, y con esa conexión afecta al acto; tener relaciones sexuales con una hermana es una circunstancia que afecta al objeto en concreto, a la persona, y de ahí deriva al acto[49]. También las circunstan­cias, incluso las extrínsecas, son alcanzadas por el acto de la volun­tad, en cuanto éste se orienta al objeto al que se conectan aquellas circunstan­cias.

6. Queda, pues, claro que la relación, por la que el acto posee bondad moral, es intrínseca y real en el acto mismo: no es una denominación extrínseca, ni un ente irreal producido por la razón, porque el orden del acto al objeto pertenece a la naturaleza interna del acto; todo lo que hay en la naturaleza y especie del acto está ordenado al objeto, y del objeto recibe su especie moral, siendo así que la especie óntica es intrínseca y real en el mismo acto[50].

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5. La moralidad como relación trascendental


a) Querer realmente lo ideal


1. La relación del acto al objeto no es categorial, porque ésta depende de la existencia del término. En verdad, no es lo mismo el “objeto” que el “término” del acto; y de ahí se sigue que incluso cuando no existe el término, el acto puede versar sobre un objeto. Tal relación es, pues, trascendental[51]. En efecto, puede ser real la “relación al objeto” aunque éste quede afec­tado por un ente ideal, incluso bajo el modo de lo irreal (ens rationis), o por una deno­minación extrínseca; por ejemplo, el dinero no tiene un valor por sí mismo, sino por la voluntad social y legal que lo establece, la cual es com­pletamente extrínseca al dinero; pero puede ser apetecido por un acto real. Hay otras muchas cosas que con­sisten en una denominación extrínseca, como las que pertenecen al honor o a la dignidad –ser juez, ser alcalde o go­bernador, ser abogado– y, sin embargo, son apetecidas por actos reales. Incluso la lógica, que es una ciencia real, versa sobre las llamadas “inten­ciones lógicas”, irrealidades que no ponen nada en los objetos. De parecida manera cabe decir que el ser moral no pone nada real en el objeto, sino una mera relación ideal a la ley, o a la privación, o a la deformidad, si se diera[52].

Lo cual significa que el acto, por su propia realidad y tendencia, versa sobre el objeto mismo, si en éste hay una regulación racional y las demás circunstan­cias que lo acompañan. Con la misma relación que alcanza el objeto podrá al­canzar las circunstancias adyacentes, como la visión alcanza con la misma rela­ción no sólo el color, sino también la figura, el movimiento y los demás sensi­bles comunes[53]. Es lo que sostienen Francisco Araujo, Gregorio Martínez y Juan Poinsot, entre otros. También parece ser la opinión de Cayetano[54].

2. Mas lo que en el polo del objeto está sometido a la ley y es medido por ella puede ser algo ideal o una denominación impuesta. Aquello que en el polo del objeto sólo es un ente ideal o una denominación extrínseca –como las dignidades y los honores, etc.– puede ser alcanzado por un acto real y por una relación real: todo eso lo ambicionamos con actos reales y, sin embargo, no son sino denomi­naciones ideales. También son fingidas e irreales las qui­me­ras que representamos con la imaginación; y sin embargo, las formamos y fingimos con actos reales de la mente. Por eso también, aunque en el objeto la ordenación misma de la ley sea solamente una denominación y ad­vertencia oriunda de la razón –la cual pone en el objeto una denominación extrínseca–, sin embargo, el acto de la voluntad que está orientado a las cosas que confluyen en el objeto tiende por su acto real a lo que quizás en el polo del objeto no es real, al igual que la lógica trata, con un acto real, de objetos que son ideales, como las “segundas intencio­nes” de sujeto y pre­dicado, de género y especie, etc.[55] Es más, aunque  en el polo del objeto la agregación de tantos requisitos y la medida bajo la ley sea una entidad ideal (puesta por la razón), eso no impide que exista la unidad real del acto que tiende hacia ellos. Por eso no puede ser categorial la relación del acto al objeto: la relación categorial está siempre dirigida a un término existente, pero la rela­ción trascendental del acto interno no exige que la cosa exista ni que sea verda­dera: basta que sea estimada o considerada para que pueda tender hacia ella el acto real, como cuando ambicionamos honores o formamos entes de razón[56].

3. Para la escuela tomista, pues, la moralidad –como forma por la que los actos humanos son buenos o malos moralmente– pertenece al ámbito de la rela­ción; y si bien no es una relación ideal, tampoco es una relación real catego­rial[57]. El acto humano se constituye como bueno o malo moralmente por una relación a un objeto que, a su vez, está sometido a una regla moral; pero la mo­ralidad no es una relación categorial del acto libre a los principios de moralidad. La relación cate­gorial sólo se orienta al término en cuanto puro término, mas no en cuanto objeto o principio de especificación suya, ni en cuanto influye y causa de cualquier otro modo, porque en los puros relativos no tiene lugar la causación y la influencia. Y es que a la relación no le compete el movimiento por sí misma. Sin embargo, la bondad moral –también la malicia– que hay en el acto se toma y depende del objeto; asi­mismo depende del fin en cuanto atrae y seduce, lo cual es influir y causar; y depende incluso de las circunstancias, entre las cuales hay aspectos causales, como ocurre en las que funcionan como medios. Luego la moralidad en los actos implica una relación no puramente categorial y pura, que sería una relación al puro término, sino real trascendental, la cual se despliega en los actos, en los hábitos y en las facultades.

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b) Lo moral como género de contrarios


1. Además, esa relación moral funda la contrariedad del bien y del mal mo­ral. En realidad la moralidad es un ámbito muy peculiar, en el que se dan los contrarios del bien y del mal: es un “genus ad contraria”, como decían los lógicos. Pero ocurre que la relación categorial no acoge los contrarios, pues los relativos se oponen justo “relativamente”, o sea, no por contradic­ción, ni por con­trariedad, ni por privación –como se vio en el primer capí­tulo–. En cuanto tal, la relación pres­cinde de la perfección y de la imper­fección. Ahora bien, la moralidad no prescinde de la perfección y la im­perfección, sino que necesariamente in­cluye ambos aspectos. Por lo tanto, esa forma que es la moralidad está ade­cuadamente representada por la relación trascendental[58].

2. Así pues, la contrariedad no está en las relaciones categoriales y puras, pero se da en los actos y en los hábitos, que son cualidades. No estamos enton­ces ante un orden a un término como puro término; sino –como se ha dicho– ante un orden al objeto[59]. Es claro, por otra parte, que esa relación de la bondad moral es ónticamente una cualidad, como también lo es el mismo acto o el hábito, los cuales se ordenan trascendentalmente a sus objetos y se especifican por ellos. Y así, la diferencia última de la bondad moral es ónticamente algo absoluto que, no obstante, implica un orden trascendental al objeto en cuando medido y regulado por las reglas de la razón. Este orden trascendental absoluto, que es la diferencia del acto moral, se reduce ónticamente a la categoría de cua­lidad, porque el acto mismo o el hábito moral pertenece a ella, siendo así que la diferencia siempre se reduce a su género correspondiente: se pone al lado de ese género, porque en sí misma es algo incompleto. En resumen, esta relación tras­cendental es ónti­camente algo absoluto que puede tener contrario y fundar tam­bién relaciones categoriales, en las cuales no puede consistir la misma razón propia del acto o del hábito, incluso en la línea moral[60].

3. Si la moralidad es una relación trascendental del acto libre al objeto pro­pio, en cuanto referido a la regla moral o a la razón humana práctica, es claro que no se trata del orden que tiene el acto libre a su propio objeto ónti­camente considerado, sino tomado axiológicamente, como objeto ordenable al fin último de la vida humana.

Reitero que en su inicio el acto humano está indeter­mi­nado al bien y al mal moral, porque posee una libertad defectible. Pero un acto así in­deter­minado no es regla de sí mismo, sino que ha de ser deter­minado por una re­gla. Resulta entonces que la forma por la que un acto –que está indeter­minado al bien y al mal moral– se constituye como bueno o malo mo­ral­mente es su conformidad o disconformidad con una regla moral. Semejante conformidad o disconformidad es, en verdad, una especificación del acto humano como moral: éste se hace bueno por la primera y malo por la segunda. Y así, la bondad y la malicia moral son las especies supremas de la moralidad. A su vez, tal especifi­cación del acto moral es verdaderamente una “relación trascendental” del acto a un objeto sometido a reglas morales.

4. Podría verse aquí, no obstante, una dificultad. Porque si la moralidad se refiere accidentalmente al acto de la voluntad considerado como una natu­raleza, entonces el acto mismo no podría referirse al objeto moral mediante la misma relación trascendental que se identifica con la entidad misma o naturaleza del acto; dicho de otro modo: la relación moral –y la moralidad misma– se identificaría con el mismo acto en su ser natural, y entonces sería esencial e intrínseca, no accidental. Pero si se dijera que es accidental y que no es la misma relación trascendental al objeto, entonces sería una denomi­nación extrínseca; tampoco podría ser una relación categorial, porque no se refiere a un puro término, sino a un objeto. ¿Qué sería entonces?

5. Para responder adecuadamente es preciso tener en cuenta que la indicada re­lación trascendental –por la que el acto de la voluntad tiende al objeto como apetecible– se orienta también y alcanza a la misma moralidad que se halla en el objeto y en sus circunstancias, porque ese acto puede alcanzar en la misma rela­ción todo lo que rodea al mismo objeto. Ahora bien, esto último es accidental al mismo acto considerado en su ser natural, mas no porque sea una nueva deno­minación, o una relación sobrevenida, si­no porque desde el objeto la regulación axiológica se comporta accidental­mente respecto a la misma bondad natural del objeto y a su apetibilidad. Pero la dimensión óntica o natural del acto sólo se refiere a la bondad natural del objeto como apetecible; la moralidad, en cambio, es algo accidental­mente conectado a eso apetecible y a la bondad del objeto; y no obstante, con la misma relación real se alcanza tanto la bondad óntica como la moralidad o regulabilidad que acaece a esta bondad.

Ya se dijo que ocurre aquí lo mismo que en el acto de ver, el cual, por la misma relación y tendencia con la que llega al ser coloreado, llega a sus acci­dentes, como la figura, el movimiento, la quietud; aunque alcance estas cosas como accidentes de aquél; pero no necesita para esto otra tendencia diversa o relación sobreañadida, o una denominación extrínseca: pues ocurre que la misma tendencia y relación que alcanza el objeto específico colo­reado, también alcanza sus accidentes sensibles comunes, como la figura y el movimiento, y eso mediante el mismo acto real y mediante la relación tras­cendental, aunque uno sea alcanzado como esencial y específico objeto, y otro como accidente suyo. Así pues, en el mismo acto y en la misma relación que alcanza la bondad natural y el objeto en cuanto apetecible, alcanza tam­bién su regulación y mora­lidad, conforme a la cual ese objeto está sometido a las reglas morales; aunque esta moralidad se comporte acci­dentalmente respecto a la índole buena y apetecible del objeto en su ser natural[61].

6. Supongamos por un momento que la bondad moral fuese una relación pura, sea real, sea ideal. Tal bondad moral sería una relación de conformidad de lo medido con la medida; y el acto sería moral en cuanto fuese medido y orde­nado por reglas racionales.  En tal caso la relación de lo medido a la medida sería pura y categorial, siendo una de las tres en que se divide la categoría de relación. Aparentemente este supuesto es correcto y ade­cuada la con­clusión. Pero pasa por alto un punto importante. Porque la relación de lo medido a la medida –relación de conformidad con la medida– es categorial cuando sólo hay pura medida y la orientación al término tiene un puro término. Mas cuando en tal medida el término es un objeto que la especifica, o es un término que ejerce una causalidad, entonces esa medida no es relación categorial, sino trascendental.

Es lo que ocurre también en la ciencia, la cual se orienta al objeto como a algo que la especifica, pero no lo enfoca como puro término, sino como objeto y como causa formal extrínseca; además, en esta especificación y en esta orienta­ción al objeto la ciencia no depende de la existencia del objeto. En cambio, la relación categorial depende de la existencia del término; y también la relación irreal depende del conocimiento del término, aunque la única existencia que tenga ese término sea la de ser conocido.

7. Pero, como ya ha quedado dicho, la especificación es dada por el objeto no porque éste tenga existencia o produzca una información real, pues no es una forma intrínseca; ni porque ejerza una terminación real, pues no es puro tér­mino, sino causa especificativa. Sólo hay aquí relación del acto al objeto en su ser inteligible y cognoscible, en su representación; no se re­quiere la presencia real del objeto, porque éste se hace presente suficien­temente en la repre­sentación de sus contenidos inteligibles. Por lo tanto, esas relaciones a objetos que ejercen especificación no se orientan a una cosa existente en sí misma, ni dependen de la existencia del objeto, sino que consisten en la misma orientación del acto al objeto en cuanto cognoscible o apetecible o factible, lo cual puede darse sin la existencia del objeto: pues basta la presencia del contenido inteligible. De hecho, como se acaba de indicar, puede darse un acto real que verse sobre un objeto inexistente; e incluso puede darse la moralidad real del acto sobre un objeto inexistente. Pero ese objeto inexistente puede estar medido y subordinado a las reglas de la razón; ahora bien, en su real orientación el acto es especificado por un objeto que, sin existir, es conocido o apre­hendido. De manera que por una sola tendencia el acto puede alcanzar el mismo objeto en cuanto medido por las reglas de la razón, y por este aspecto el acto se llama moral, o sea, acto medido y regulado en cuanto se orienta al objeto[62].

8. A su vez, basada en esta relación trascendental del acto o del hábito al objeto puede surgir luego una relación categorial al objeto, pero no a un ob­je­to que ejerza especificación, sino a un objeto simplemente existente, de ma­nera que existiendo sea término actual de una relación existente. Tal rela­ción al objeto existente sería una relación de medida real. Pero la especi­ficación del acto no consiste en esa medida, porque ésta puede existir o no existir. Sólo aquella me­dida trascendental y especificativa es la que consti­tuye la especie del acto, incluso en la línea moral[63].


[1] In STh I q16 a3, dubio ultimo.

[2] I. Kant, Kritik der praktischen Vernunft (1788), 55-56, 79, 91-92, 147, 73.

[3] Gregorius Martínez, Commentaria super I-II, t. 1, Valladolid, 1617; Franciscus Araujo, Com­mentaria in STh I-II, Salamanca, 1638; Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus in Summam Theologicam D. Thomae , In I-II, Madrid, 1645 (t. V, ed. Vives, París, 1886); Ja­cobus Ramírez, Opera omnia, t. IV, De actibus humanis, C.S.I.C., Madrid, 1972.

[4] Franciscus Araujo, In STh I-II q18 a1, p. 100.

[5] Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q21, dp8 a2, t. V, n. 8, p. 641.

[6] “La primera bondad moral que hay en el acto se toma del objeto conveniente”:  STh I-II q18 a2.

[7] “La misma proporción o relación de la acción al efecto es la razón de la bondad de esa ac­ción”: STh I-II q18 a2 ad4. “Aunque el fin es una causa extrínseca, sin embargo, la proporción debida al fin y la relación a él es interna a la acción (inhaeret actioni)”: STh I-II q18 a4. “El acto humano que se llama moral posee una determinación específica que proviene del objeto ligado al prin­cipio de los actos humanos, que es la razón. Por tanto, si el objeto del acto incluye algo que conviene al orden de la razón, será un acto bueno específica­mente, como dar limosna al pobre. Pero si incluye algo que repugna al orden de la razón, será un acto malo específicamente, como robar, que es arrebatar lo ajeno”: STh I-II q18 a8.

[8] “Son varias las bondades que concurren al acto, a saber, la bondad del objeto, la de las cir­cunstancias, la del fin, etc.”: STh I-II q18 a4. “A la acción que tiene sólo una de las bondades antedichas le ocurre que le falta otra”: STh I-II q18 a4 ad3. “La plenitud de ser en la acción no consiste totalmente en su especie esencial, sino que absorbe algo de aquellas cosas que compa­recen como ciertos accidentes”: STh I-II q18 a3.

[9] Durandus, In II Sent d38 q1; Duns Scotus, In II Sent d40 q1, De secundo principali; Henricus, Quodlibetus 13 q10; Soto, De iustitia et iure, q7 a2; Conradus, In STh I-II q18 a5-a6.

[10] STh I-II q1 a2 y a3.

[11] STh I-II q18 a4.

[12] STh I-II q19 a1.

[13] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, nn. 35-36, p. 630.

[14] Aunque moralidad e imputabilidad parecen conceptos equiva­lentes, en realidad no lo son. Para comprender esto, es preciso considerar el acto humano bajo dos aspectos, el objetivo y el subjetivo: a) Hay un aspecto que mira al objeto pretendido por el acto y a la norma que lo regula: en este sentido el acto se llama moral. La ‘moralidad’ es la pro­piedad que los actos tienen de estar referidos a un objeto y a una norma que los regula. Dicho de otra manera: la moralidad es la relación de confor­midad o disconformidad de los actos humanos con la regla racional de conducta. La relación que el acto hace a la norma moral puede ser de conformidad, y entonces el acto es bueno, o de dis­conformidad, y entonces el acto es malo. b) Hay otro aspecto que mira a cada uno de los hombres como sujetos de los que pro­cede el acto, o sea, a los sujetos en cuanto libres y conscientes. Bajo este aspecto los actos son ‘imputables’ a un sujeto; quien es digno de alabanza o reprobación es el sujeto. La imputabilidad es la propiedad que los actos humanos tienen de ser atribuidos a su autor. A la imputabilidad responde en el sujeto o autor la responsa­bilidad: pues ser responsable significa considerarse autor y señor de los propios actos.

[15] Gregorius Martínez, Super STh I-II q18, a1, p. 99.

[16] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, nn. 10-14, p. 620-622.

[17] STh I-II a3 ad3.

[18] Gregorius Martínez, Super STh I-II q18 a1, Dub 2,  p. 850-851.

[19] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, nn. 8-10, pp. 619-621.

[20] Gregorius Martínez, Super STh I-II q18 a1, Dub 2,  p. 848-850.

[21] STh I-II q19 a1 ad3.

[22] Franciscus Araujo, In  STh I-II q18 a1, p. 99.

[23] Jacobus Ramírez, Opera omnia, t. IV, De actibus humanis, nn. 654-658, pp. 494-496.

[24] STh I-II q18 a4.

[25] Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q21, dp8 a2, t. V, n. 9, p. 642.

[26] Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q21, dp8 a2, t. V, n. 10, p. 642.

[27] Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q21, dp8 a2, t. V, nn. 2-10, p. 640-643.

[28] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, n. 38, p. 631.

[29] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 12, p. 683.

[30] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 13,  p. 683-684.

[31] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 9,  p. 682.

[32] “Adviértase que el género moral no es la misma sustancia de la acción interior, sino cierta determinación y denominación extrínseca que le adviene; pero ésta no es la determinación de voluntario y de libre, sino una determinación común a la malicia y a la bondad, y que podemos llamar, dentro de este debate, la regulabilidad por la razón”. Gabriel Vázquez, In STh I-II q20 a3, dist. 73, cap. 9, n. 43.

[33] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, nn. 44-47, p. 633-634.

[34] Gregorius Martínez, Super STh I-II q18 a1, Dub 2,  p. 851.

[35] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, n. 23, p. 625.

[36] STh I-II, q18 a4 ad2. Referencias, siquiera breves, sobre la relación moral pueden verse en: V. Cathrein, “Worin besteht das Wesen des sittliche Guten und des sittlich Bösen”, Philosophischer Jahrbuch, n. 9 (1896), 121-135. Joan Costa Bou, El discernimiento del actuar humano: contribución a la comprensión del objeto moral, Pamplona, Eunsa, 2003. –G. Feldner, “Das innerste Wesen der Sittlichkeit nach St. Thomas von Aquin”, Jahrbuch für Philosophie und Theologie, n. 18 (1904), 308-326. –Aurelio Fernández, Ética filosófica y teología moral: la cuestión sobre el fundamento, Madrid, Ateneo de Teología, 2000. –Joseph de Finance, Éthique générale, Roma,  Pontificia Università Gregoriana, 1988. –Margarita Mauri Alvarez, Bien humano y moralidad, Barcelona, Promociones Publicaciones Universitarias, 1989. –C. Mindorff, “De conceptu moralitatis”, Antonianum, n. 2 (1927), 351-368; 469-482. –Vittorio Possenti, L’azione umana: morale, politica e stato in J. Maritain, Roma, Città Nuova, 2003. –Josef Seifert, Qué es y qué motiva una acción moral, Madrid, Centro Universitario Francisco de Vitoria, 1995. –Robert Spaemann, Ética: cuestiones fundamentales, Pamplona, Eun­sa, 1995.

[37] Cfr. en la primera parte de este libro un título dedicado a la consideración de la relación como denominación intrínseca y extrínseca.

[38] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V,  n. 24, p. 625.

[39] STh I-II, q21 a5 ad2.

[40] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, n. 26, p. 626.

[41] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, n. 27, p. 626-627.

[42] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, n. 28, p. 627.

[43] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 8,  p. 682.

[44] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 15,  p. 684.

[45] Gregorius Martínez, Super STh I-II q18 a1, Dub 3,  p. 853-854.

[46] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 17,  p. 685.

[47] STh III q35 a5.

[48] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 19,  p. 686.

[49] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, n. 29, p. 627-628.

[50] Gregorius Martínez, Super STh I-II q18 a1, Dub 3,  p. 854.

[51] Franciscus Araujo, In  STh I-II q18 a1, p. 100, 102.

[52] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a2, tomo V, n. 48, p. 654.

[53] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 11,  p. 683.

[54] Tomás de Vío Cayetano, Commentaria in I-II, q18, a5, q71 a6, q72 a1.

[55] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 14,  p. 684.

[56] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 18,  p. 685.

[57] Gregorius Martínez, Super STh I-II q18 a1, Dub 3,  p. 855.

[58] Jacobus Ramírez, Opera omnia, t. IV, De actibus humanis, nn. 668-669, p. 505-507.

[59] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 22,  p. 687.

[60] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a1, tomo V, n. 23,  p. 687.

[61] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a1, tomo V, n. 40, p. 635-636.

[62] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp8 a2, tomo V, n. 29, p. 690.

[63] Joannes a Sancto Thoma, In I-II q21, disp9 a2, tomo V, n. 28, p. 690.