Palacio del Infantado (s. XVI) en Guadalajara

Para un maestro del Siglo de Oro resultaba evidente que todas las leyes morales se captan, de una manera o de otra, por un órgano espiritual. Pero así como las leyes positivas se conocían en los documentos donde fueron promulgadas –por ejemplo en un código civil–, había otra ley fundamental que se conocía analizando nuestra propia naturaleza humana y nuestro fin último. De ese modo se llegó a enumerar los preceptos de esa ley y a examinar su fuerza de obligar.

En lo que atañe a la palabra “naturaleza” comparece enseguida la cuestión de su posible sentido metafísico, que no es otro que el de “esencia”. Ya Aristóteles había dicho que el nombre de naturaleza es aplicado para indicar la generación de los vivientes llamada nacimiento; y porque esta generación brota de un principio intrínseco, la “naturaleza” indica el mismo principio intrínseco de cualquier movimiento: ahora bien, este principio es tanto la forma como la materia, y por eso la materia y la forma son llamadas naturaleza. A su vez, la forma culmina o completa la esencia de una cosa; y por eso, la esencia es llamada naturaleza. La “naturaleza” que se connota en la expresión “ley natural” no significa la “generación del viviente” –que ciertamente puede llamarse naturaleza–, ni tampoco significa el principio intrínseco del movimiento o del reposo, que también puede llamarse naturaleza; significa tan sólo la esencia completa, que es significada por la definición de la cosa. En tal sentido, naturaleza es la diferencia específica que informa cada cosa.

Pues la función de la forma es dar la diferencia específica –la racionalidad– que completa la definición. Pero, ¿qué es, en este contexto, la racionalidad? Ciertamente lo “racional” propio de la definición del hombre no es la “diferencia” llamada “razón discursiva” –un frecuente error de apreciación–; sino la cualidad que brota de la naturaleza intelectual. La racionalidad no equivale ahí solamente a la índole de un “proceso discursivo” o dianoético, sino a la misma facultad intelectiva, de cuya constitución espiritual puede derivarse tanto la acción discursiva propia del raciocinio (la ratio estricta), como la inmediata (el intellectus), propia de los actos intuitivos inmediatos de afirmación de principios y valores, y asimismo de los sentimientos espirituales de amor, gozo, alegría.

Véase: Ley natural y contingencia racional