René François Ghislain Magritte (1898-1967), “Amantes”. Desde su estilo surrealista provoca unas imágenes ambiguas de dos personas cuyas identidades están ocultas tras los velos que ciñen sus cabezas. Expresan la tensión entre lo interno y lo externo, la intimidad y la publicidad, en que se fraguan todas las relaciones humanas.

1. Dialéctica de la intimidad: soledad y comunicación

Si sólo en la comunicación alcanzo la mismidad, hay en esa comunicación dos cosas: el ser yo conmigo mismo y el ser con el otro[1]. Yo soy autónomo si soy independiente y no me pierdo por entero en el otro; si me perdiera, la comunicación se anularía al mismo tiempo juntamente conmigo. Inversamente: si yo comienzo por aislarme, haciéndome radicalmente autónomo, la comunicación se empobrece y vacía; incluso pierdo la intimidad, la cual se me volatiliza en un vacío puntiforme.

Por tanto, si no hay soledad no hay mismidad; siempre que entendamos que la mismidad no es idéntica al estar aislado socialmente, sino a tener la más profunda relación con el otro.

Desde luego, poseer intimidad significa estar solo, pero de modo que en la vacía soledad todavía no está la mismidad conseguida, pues la soledad auténtica y plena reside en la conciencia de estar dispuesto para una realización existencial propia que únicamente acontece en la comunicación.

La comunicación tiene lugar en cada caso entre dos que se vinculan entre sí, pero que deben seguir siendo dos; de modo que cada uno de ellos va al otro desde la soledad y, sin embargo, sólo conocen la soledad porque están en comunicación. Yo no puedo lograr la mismidad si no entro en comunicación con otro, y no puedo entrar en comunicación sin ser en soledad. Si la soledad llega a disiparse por la comunicación, habrá de surgir una nueva soledad, que no puede desaparecer sin que mi mismidad deje de ser como condición de la comunicación. Yo tengo que querer la soledad si yo mismo quiero ser desde la mismidad propia, pero justo por ello intento entrar en la comunicación más profunda. Es cierto que puedo renunciar a mi mismidad absorbiéndome en el otro, sin distanciarme de él; lo cual significaría que el yo renuncia simultáneamente a la difícil mismidad y al distanciamiento.

En nuestra existencia normal no puede suprimirse la polaridad de la entrega de sí mismo y el mantenerse en la soledad. La existencia de la mismidad, sólo se da como movimiento entre ambos polos. ¿Qué me ocurre si no quiero soportar una soledad que siempre se está superando y saliendo de sí, justo para hacerse más soledad? Tengo entonces dos salidas: o disolverme en el caos, o acomodarme a formas y carriles trillados. De modo que si no quiero arriesgarme a la salida y a la entrega, entonces me disuelvo en un yo anquilosado y vacío.

Ahora bien, la inquietud de la mismidad vive un movimiento pendular de querer desaparecer y de surgir en forma nueva. Sin embargo, este movimiento pendular no es una repetición indefinida e inútil; porque en ese movimiento pendular, la mismidad toma impulso y vuelo; y aunque ese movimiento es difícil de captar, puede esclarecerse en el mismo trascender existencial del yo.

Esta comunicación de la soledad, que es una trascendencia existencial del yo, nada tiene que ver con el intento desesperado de comunicarse unos solitarios ocluídos, obstruídos; en esa comunicación desesperada  existe una mismidad obstinada, cerrada a la verdad de la intimidad, sin la cual no existe auténtica comunidad; el solitario cerrado u ocluído se crea la ilusión de tener compañeros de soledad.

Por otra parte, la auténtica comunidad es aquella que puede ligar internamente a los hombres. Y esa no puede ser una conexión de fuerzas agrupadas y dirigidas por una voluntad única, o sea, no puede ser una violenta configuración del mundo humano. Si se anula la libertad personal, tampoco podrá haber una auténtica comunicación que  logra incrementar la intimidad.

Por eso, sólo  la comunicación auténtica parte del convencimiento de que en la verdad del yo y del otro se instituye la comunidad. Sin la verdad, y sin la voluntad de decirla, que es la veracidad, no sólo es imposible el crecimiento de la intimidad, sino que sólo es posible su embotamiento, su corrupción.

Tratemos de averiguar, pues, en qué consiste la veracidad, como voluntad de afirmar la posibilidad de la «existencia de la mismidad» en la tensión de soledad y comunicación.

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2. Lo interpersonal en lo social

 

a) El entrelazamiento social del ser humano: la relación interpersonal

 

1. Alteridad y otreidad.- La realidad psíquica no gira dentro de sí misma como una mónada sin ventanas, pues acontece en relación intencional consigo misma y con el mundo que se le enfrenta. Esto vale especialmente para la relación del individuo con sus prójimos, de modo que la vida y la vivencia humanas se realizan siempre con una tensión hacia la comunidad: la familia, la escuela, la profesión, el trabajo, el pueblo, el estado. El individuo humano se halla en una relación polar con su comunidad. A este hecho se refería Aristóteles cuando decía que el hombre es un zoon politikón. Incluso cuando pienso en mis cosas tengo presente interiormente la sociedad, de suerte que yo sólo soy parte de la sociedad, sino también la sociedad es una parte esencial de mi yo.

Podría decirse que el individuo está siempre tensado por una relación coexistencial al mundo y a los otros: tiene una relación de “alteridad” por quedar vertido hacia “lo otro”, hacia el mundo en general; y tiene una relación de “otreidad” por estar vertido hacia una vida en común. Por eso decía Max Scheler que “el yo no sólo es un «miembro» del nosotros, sino también el nosotros un miembro necesario del Yo”; y  Heidegger insistía en que el “ser-con” (Mit-sein) determina existencialmente el ser humano, aun cuando de hecho no exista ni se perciba a otro.

2. Consignación biológica de la otreidad.- Hay varios datos biológicos que confirman el hecho óntico de que el individuo humano se halla remitido a la sociedad y no sólo al mundo circundante. El biólogo suizo Portmann indicó que el individuo humano debería permanecer en el claustro materno aproximadamente un año más de lo que ocurre en la realidad: o sea, no 9 meses sino 21 meses, si había de nacer con el mismo grado de capacidad vital que el animal, con la mielinización cerebral propia, y con tendencias preparadas que posibilitan formas de conducta adecuadas al ambiente. Comparado con el animal, el lactante humano se halla inerme. Necesita durante mucho tiempo los cuidados de su ambiente social no sólo para asegurar la conservación biológica de su existencia y poder sobrevivir, sino también para poder adquirir el lenguaje y el manejo de las cosas. Es en el claustro materno de la sociedad familiar y maternal donde el ser humano vive aún algunos años después de su nacimiento corporal. Este hecho óntico fue conocido desde antiguo[2].

3. Consignación espiritual de la otreidad.- Pero el individuo humano no está solamente remitido a otros en su aspecto biológico. A la naturaleza social del hombre le corresponde esencialmente también el factor sentimental de la relación con el tú, en la que no se logran metas biológicas, sino que se satisfacen necesidades emocionales. Para Buber los verdaderos núcleos de la estructura fundamental de la existencia humana (la existencia del hombre con los hombres) son la relación con el y la vivencia del tú. Precisamente René Spitz insistía en que la realización de la existencia humana se halla referida emocionalmente a sus prójimos, e indica como prueba de su aserto el llamado hospitalismo: explica que los niños que durante el primer año de la vida crecían durante largo tiempo en instituciones de acogida, separados de sus madres, aun cuando se les prestaran los normales cuidados externos (alimentos, limpieza, calor), se atrofiaban y mostraban graves perturbaciones del desarrollo. Siempre ocurre así cuando al niño pequeño le falta el «aporte afectivo» del amor materno: aparte de los cuidados exteriores, exige también el contacto psíquico. Así resumía Spitz su experiencia: «El niño tiene hambre de contactos tiernos, de palabras amistosas, de miradas cálidas, de un manejo cuidadoso —en resumen, de todas las sensaciones y signos externos e internos de la proximidad y del cariño, del cobijo afectivo, de la seguridad psíquica». Que es lo mismo que expresaba Buber: «A los seres humanos que reciben meros cuidados, no se les trata como este tú, en todo caso no como un tú verdadero de ser a ser, dicho con todo el propio ser».

En resumen: la relación interpersonal, a la vez intelectual y afectiva, es para el ser humano una condición previa necesaria para el mantenimiento y configuración de su vida.

Esta relación interpersonal de despliega en varios niveles, anclados todos en la intimidad más profunda.

A continuación expondré aquellos determinantes sociales que actúan en el interior del yo, y que recalan en la intimidad.

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b) Las dimensiones sociales del hombre concreto

 

¿En qué formas y según qué leyes ocurre la convivencia? El entrelazamiento de los seres humanos se organiza en función de distintos determinantes sociales. Sigo en los siguientes puntos de este apartado algunas interesantes ideas que Philip Lersch desarrolla en su obra Der Mensch als soziales Wesen (München, Barth, 1965, 2ª ed.).

1. Una primera esfera y más interior es la de lo interpersonal en sentido estricto. Recoge la relación convivencial del individuo con los otros en situaciones cambiantes o duraderas. En el acontecer social, cada persona es tanto punto de partida como receptor de acciones (reciprocación). A este acontecer en el campo interpersonal se le llama interacción, la cual está, de un lado, condicionada por la peculiaridad individual, o sea, por la disposición natural, sea biológica o espiritual; y, de otro lado, está condicionada por ordenaciones racionales, las cuales distinguen al hombre esencialmente del animal. Porque el animal permanece inserto en el acontecer de la naturaleza y sus leyes; pero el hombre crea o reconoce por encima del mundo natural los principios de instituciones diversas, como el Estado, el Derecho, la Economía, la Técnica, la Educación, la Religión y la Moral: todo ello forma un mundo con ordenaciones propias, a saber, el mundo de la cultura, un mundo que surge entre los humanos  en colaboración recíproca, sin ser conducidos por el instinto animal. De ahí se adquieren conocimientos y habilidades, instrumentos y bienes, así como ideas rectoras de la vida propia.

En especial pertenecen a la cultura todas las medidas sociales de regulación y ordenación de la convivencia humana que deben impedir que los hombres se maten unos a otros. La cultura es una medida de autorregulación y de autoprotección establecida por el hombre, conociendo el peligro que le amenaza y que procede de sí mismo: ha de refrenar sus impulsos por ordenaciones racionales.

Por tanto, en la cultura se resumen tres funciones básicas. La primera es utilitaria o pragmática, en cuanto las creaciones de la cultura sirven a la satisfacción de las necesidades humanas; una satisfacción que no se realiza, como en el animal, de manera instintiva, sino que es inventada por el hombre mismo para dominar la existencia biológica. La segunda es social, en la regulación de la convivencia humana, de la distribución de derechos y deberes. La tercera es espiritual, en la orientación de la vida humana hacia valores de sentido, y no ya de utilidad: valores en los que el hombre es convocado por una idea trascendente, una llamada que dice algo que debe ser porque es bueno que sea.

Los contenidos de la cultura son transmitidos por tradición— a diferencia de las disposiciones naturales que son heredadas — y constituyen el horizonte dentro del cual se desarrolla la convivencia humana y se realiza el conjunto de las interacciones.

2. A su vez el campo interpersonal de interacciones se halla rodeado y determinado por dos factores supraindividuales que pueden designarse respectivamente como ámbito normativo y campo funcional.

a) Ámbito normativo.- Las primeras fuerzas troqueladoras de la cultura son, en cada colectividad, las normas que tienen una obligaroriedad general, las cuales ejercen su acción en cada miembro desde los primeros días de la infancia. Cada colectividad social tiene: primero, costumbres y normas fijas para la dirección de la vida; segundo, mandamientos comunes sobre las costumbres y la moral; tercero, determinadas reglas para el uso de las palabras y la construcción de las frases, cuya utilización viva es el lenguaje.

Así pues, dentro del campo cultural, el ámbito normativo incluye los determinantes de la convivencia humana que influyen sobre la vivencia y la conducta del individuo.

b) Campo funcional.- Integra lo que se llaman papeles o roles. El sistema de ordenaciones supraindividuales de la cultura no se limita a las señaladas normas de obligatoriedad general. De hecho, el ámbito normativo en el que se desarrolla la convivencia se ancla en una estructura específica, integrada -según el principio de la división del trabajo-, por determinadas funciones definidas. Tales son las funciones que brotan en conjuntos estructurados, como el matrimonio, la familia, la industria, la economía y el Estado; tales conjuntos especiales se hallan por encima de los individuos. En cada uno de esos conjuntos hay específicas tareas, metas, directrices, que sólo pueden ser realizadas por la colaboración de funciones especiales aisladas, designadas como papeles (o roles). Se puede decir que esta campo funcional es el conjunto de papeles o funciones parciales que, para convivir humanamente, existen dentro de las diversas configuraciones sociales.

En la convivencia humana se entrelazan, pues, tres esferas concéntricas que están unitariamente en acción recíproca. Primera –la más externa–, el ámbito normativo, que es un horizonte amplio y general por el que es determinada esa convivencia. Segunda, el campo funcional, las funciones parciales en que se divide el grupo como un todo: en el campo funcional se desarrolla la convivencia humana como el juego recíproco de diversos papeles. Tercera –la más interior–, el acontecer en el campo interpersonal, que es en parte determinado por el ámbito normativo y por el campo funcional, pero simultáneamente es en parte configurado por cualidades, emociones y actitudes individuales del propio sujeto inscrito en la sociedad; por ejemplo, el temperamento individual, las pasiones y emociones, como la envidia, los celos, el resentimiento, el egoísmo y el altruismo, etc.

¿Qué significa entonces para el individuo la convivencia como acontecer interhumano? El hombre concreto hace su vida como ser social por estar remitido a ser con los demás, a convivir con otros, pues abandonado a sí mismo no puede existir: las relaciones recíprocas de convivencia constituyen el ámbito interpersonal. Además, en su vivencia y conducta el individuo se halla determinado no sólo por ordenaciones generales o regulaciones supraindividuales, cuyo conjunto es el ámbito normativo, sino también por las operaciones o actitudes surgidas de la posición y función que tiene dentro del campo al que pertenece, pues cada papel exige de su portador determinadas actitudes, convicciones y acciones.

El individuo tiene así inevitablemente una «personalidad socio-cultural», inserto en el ámbito normativo en que vive y en el campo funcional dentro del cual desempeña un papel. Al progresivo movimiento de inclusión del individuo en la colectividad social se le designa como socialización.

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c) Los niveles del «yo social»

Aunque la vivencia y la conducta del hombre se hallan determinadas por un ambiente social –siendo la socialidad un rasgo esencial de la existencia humana–,  el individuo no se percata inmediatamente de lo que debe al influjo de la sociedad. Es claro que el individuo percibe su propio “yo” como distinto de su ambiente y de su mundo, pero realmente los intereses de la sociedad intervienen en lo que él percibe como su propio “yo”.

Lo que se llama «yo social» indica las determinaciones sociales del pensar, del valorar y del comportarse, integradas en la conciencia del propio yo, hasta el punto de que el individuo percibe lo que procede de la sociedad como algo que es uno con él mismo. Este yo social tiene un rostro triple, o tres modos diferentes de vivirse a sí mismo en el campo total de la convivencia humana, que podrían llamarse «yo grupal», «yo funcional» y «yo especular».

Yo grupal.- Una primera variante del yo social se muestra en la vivencia del individuo cuando figura como miembro de un grupo determinado ante el fondo de un grupo ajeno: como español entre argentinos, español ante franceses, español ante alemanes, etc., o como católico ante protestantes o judíos… como Capuleto entre Montescos. Sobre el fondo del grupo ajeno se perfilan en la vivencia del individuo la mentalidad y el estilo del grupo propio, sus valoraciones, metas, actitudes, normas y costumbres de vida; y la conciencia de ser miembro de un grupo determinado se integra con la conciencia de ser esta persona y no otra. Puede ser designado como “yo grupal” lo que se perfila en la vivencia del individuo como algo que él mismo es, pero cuyo contenido realmente se deriva de la pertenencia a un grupo determinado, lo cual ocurre en los distintos individuos en grados diferentes, según la intensidad del sentimiento de pertenencia al grupo.

Ahora bien, el individuo pertenece a distintos grupos, de modo que el yo grupal tiene una mayor o menor amplitud de conformación en cada situación social. El yo grupal encierra los contenidos que un individuo percibe por pertenecer a un determinado grupo sobre el fondo de otros grupos sociales.

Yo funcional.- Pero el individuo no es sólo miembro de distintos grupos, sino que figura dentro de estos grupos con determinadas funciones, es portador de diferentes papeles, lo cual interviene también en la vivencia de sí mismo: se percibe como hombre entre mujeres, como padre en el círculo de sus hijos, como maestro entre sus alumnos. O sea, que no sólo se percibe como un yo identificado con su grupo, sino también como un yo que cumple un papel. Y así como el yo grupal tiene diversas facetas según el número de grupos a los que uno pertenece, también el yo funcional tiene un espectro relativamente amplio. Se constituye con los rasgos de la conducta, de las actitudes, valoraciones y metas que uno realiza como portador de sus diferentes papeles sociales. Un individuo puede identificarse más con un papel determinado e incluso distinguir los papeles periféricos y los papeles centrales de su personalidad.

Yo especular.- Junto al yo grupal y al yo funcional existe un tercer tipo de vivencia de uno mismo por la que el individuo experimenta su entrelazamiento social. Es el yo del espejo: el «yo especular». Pues cada ser humano, involuntariamente, se ve y se percibe en el reflejo formado por lo que los demás ven en él o juzgan de él. Todo ser humano tiende a ver, como en un espejo, la imagen que la sociedad tiene de él, de su conducta y de sus rasgos personales. El yo especular es el reflejo de la imagen que los demás tienen de nosotros. Objetivamente, el yo especular aparece ya en la explicación de William James bajo el título general del “yo social”, el cual se ha dividido ahora en las tres variantes del yo grupal, del yo funcional y del yo especular. El yo especular se modifica en cada situación según las personas con las que nos hallamos en interacción. Dice W. James que un ser humano “en sentido estricto tiene tantos yos sociales como individuos existen que tienen una representación de él”.

Lersch pone algunos ejemplos que prueban  esta impregnación “especular” de nuestras vivencias propias.

Cita, en primer lugar, Idus de Marzo, de Thornton Wilder, donde hay una supuesta carta de César a Lucius Mamilius Turrinus, en la que se lee: “Es difícil, mi querido Lucius, escapar al destino de convertirse en aquella persona por la que los demás nos toman. Un esclavo está doblemente esclavizado: primero por sus cadenas, pero además por las miradas que caen sobre él y le dicen: Tú, esclavo”.

En segundo lugar, cita la obra Andorra de Max Frisch. “En Andorra –resume Lersch– se trata del destino de un joven, llamado Andri, del que sólo al final de la obra se sabe que es el hijo ilegítimo del maestro de aquella pequeña república, Andorra, en la que transcurre la historia. Pero hasta entonces y desde su nacimiento, Andri es hecho pasar por su padre, que era demasiado cobarde para decir la verdad y para reconocerlo como hijo ante su mujer y el pueblo, como un expósito judío que él, el maestro, ha encontrado en la república vecina, enemiga de Andorra, en la época en que allí se perseguía a los judíos y al que por compasión había aceptado en su familia. Así, Andri crece como hijo adoptivo en la familia de su verdadero padre; y como único judío de la región es visto en el reflejo del estereotipo de los judíos allí vigente: como lascivo y sensual, pero sin la capacidad de auténtico amor, como inapropiado para un formal trabajo manual, ya que por la raza estaba destinado al trabajo menos esforzado del comercio, como cobarde y en conjunto, distinto de los demás. Al principio Andri se resistía a verse ante sí mismo y ante los demás como lo veían los otros, porque él se percibía igual a ellos. Pero progresivamente la opinión que los demás tienen de él y que estereotipadamente le dan a conocer, pasa progresivamente desde ser una máscara hasta llegar a su interior, tanto que, finalmente, se identifica por completo con su sí mismo del espejo. Y se aferra a esta imagen de sí mismo que le ha sido impuesta desde fuera, aun cuando su supuesto padre adoptivo obligado por el curso de los acontecimientos, tiene finalmente que confesar la verdad sobre el origen de Andri y reconocerlo como su hijo natural. Andri no puede ni quiere creer ya que no sea un expósito judío: tanto se ha identificado con la imagen de sí mismo que los demás le han puesto siempre delante”.

El yo especular no necesita conocer la representación real y el juicio fáctico que los demás tienen de él: basta que crea percibir cómo los demás lo ven y lo enjuician. Y esto ocurre casi siempre involuntariamente.

En resumen, el hombre, como ser social, no puede vivir sino en interacción con seres de la misma especie, y desde esa interacción desarrolla el yo especular. Además desde el nacimiento pertenece a diferentes grupos caracterizados por su mentalidad y por su estilo, de donde resulta el yo grupal. Y como ha de ejercer en el grupo ciertas funciones que determinan esencialmente su vivencia y su conducta, surge el yo funcional.

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3. La isla de la intimidad

1. Hablar de la “isla de la intimidad” es poner en circulación una metáfora inadecuada, pero útil. Ciertamente podríamos pensar que la esfera de la intimidad es como una isla que emerge en medio de la corriente total de las vivencias del sujeto.  Aunque esas vivencias estén impregnadas de otreidad, de afán de contactos sociales, lo cierto es que nadie ajeno puede poner los pies en esta isla. Ahora bien, el campo de estas vivencias está sometido a dos tipos de influjos: uno que va de abajo arriba –influjo de las aguas subterráneas de la propia naturaleza humana que regolfan en la tierra de la isla–; otro que va de fuera  adentro: –influjo de las corrientes de aire que calladamente soplan también sobre la esfera íntima de  la isla–.  Desde esta isla puedo hablar con otros hombres, puedo entrar con ellos en contacto psíquico y espiritual, pero sin poder nunca  marcharme de la isla. De lo dicho resulta comprensible que yo no puedo abandonar la isla ni puedo permitir que nadie entre en ella. Ahora bien, yo miro a otros hombres y a mis contactos vividos con ellos dentro de una perspectiva propia o individual, que no comparto con nadie.

2. Realmente en la intimidad se expresan los rasgos de la “individualidad”: porque todo hombre es en sí originariamente distinto de cualquier otro. Esta tesis ha sido negada sistemáticamente por las teorías que han considerado el fondo más propio del sujeto humano, el yo, como una alteración pura: ese sujeto vendría a ser lo que la sociedad hace de él.  Pero lo cierto es que el yo humano posee una individualidad que no es meramente impersonal o física –como pudiera ser la de una estatua–, sino personal, inderivable sociogénica o aditivamente: no es una suma de propiedades o caracteres empíricos–.  “Lo íntimo del alma –explica Edith Stein–, lo que ésta tiene de más propio y de más espiritual, no es algo incoloro y amorfo, sino algo de índole muy particular: el alma lo siente cuando está ‘consigo misma’, ‘recogida en sí misma’. Esto no se deja aprehender de tal modo que se pueda designar con un nombre general, como tampoco se puede comparar con otros. No puede analizarse y disociarse en cualidades, rasgos de carácter, etc., ya que se halla en un nivel más profundo: es el cómo del ser mismo, que por su parte imprime su sello a todo rasgo de carácter y a todo comportamiento del hombre”[3].

Pero de la individualidad brota también la “originalidad”, o sea, el modo propio de vencer los obstáculos, la manera particular de contener y sobrepasar libremente el principio material de nuestro ser. Así lo explica atinadamente Max Scheler: “Cuantas más personas conocemos, en las que el principio espiritual actúa libre e independientemente de necesidades vitales y de instintos o, dicho con otras palabras, logra ese excedente de carácter para dominar la vida y sus necesidades, que constituye el carácter sobresaliente del genio, tanto más individual, singular y característica es nuestra imagen del hombre […] También en cada hombre la persona espiritual en cuanto persona espiritual es individual en sí misma, y el que a nosotros nos aparezca como menos individual, como mero ejemplar de algo universal, depende únicamente del hecho de quedar un tanto atrapada por la manera menos libre de actuarse, como también por nuestra falta de interés y de amor”[4].

Y con la originalidad se expresa en la intimidad la “inderivabilidad”. Con gran acierto didáctico lo indica Edith Stein: “Naturalmente puede haber personas tan semejantes entre sí que constantemente sean confundidas por otros (por ejemplo, los gemelos). Pero las personas que los tratan de cerca saben muy bien distinguirlos. Y ellos mismos se sienten tan distintos –aunque a la vez se sientan tan unidos entre sí como con ningún otro en el mundo–, que apenas les parece posible la confusión. Lo que en tal caso importa no es el que de hecho haya una pequeña diferencia en la forma de la nariz o que varíe un poco el color de los ojos –cosa que puede descubrir quien observa desde fuera y puede utilizarla como distintivo–, ni tampoco el que en el uno destaque algo más que en el otro una determinada disposición: cada uno se siente en lo más intimo de su ser como algo ‘propio’ y particular y como tal es considerado por quien lo ha captado realmente”[5].

3. Pero tan importante como la individualidad  es también en la intimidad su “relación de alteridad” y “otreidad”. En todo ser humano se dan en forma primigenia determinadas tenden­cias espirituales que apuntan a otras personas, y que expresan una conciencia de alteridad, en forma de percatación inmediata del otro. Esto hay que subrayarlo frente a las teorías del ensimismamiento puro: las que sostienen que el hombre carece de relaciones reales con el mundo y con los otros.

Subrayar la relación de alteridad no es afirmar que existe en el yo inicialmente un actual intercambio espiritual con los otros; ni que tiene una correlación con su entorno físico y humano; ni que por su indigencia o menesterosidad orgánica y psíquica depende de los demás y que por eso es un ser social –como reiteradamente ha sido interpretada la relación de alteridad, con una falta total de crítica antropológica–. Lo verdaderamente radical es que el sujeto humano está llamado en su interioridad a vivir interpersonalmente. Las indigencias, los vínculos orgánicos, etc., han de ser explicados por esta condición ontológica previa.

Es decir, esta condición interpersonal no excluye la conciencia de la procedencia corporal, ni la conciencia de la indigencia corporal que reclama el cuidado de otro sujeto humano, ni la conciencia de la orientación sexual a otros, ni la conciencia del desarrollo de las facultades espirituales con el auxilio de otros. Lo que ocurre es que la relación interpersonal, basada en las facultades intelectivas y apetitivas puramente espirituales, congénitas al hombre, se daría sin la conciencia de la procedencia corporal, sin la conciencia de la indigencia física y psíquica. Así lo explica Max Scheler: “Incluso un ser imaginario compuesto de cuerpo y de alma, que nunca ni en ninguna parte hubiera encontrado un semejante, tendría conciencia positiva de la insatisfacción de toda una serie de tendencias espirituales pertenecientes a su naturaleza esencial, como son el amor en todas sus formas fundamentales (amor de Dios, amor del prójimo, etc.), el simpatizar, el prometer, el pedir, el dar gracias, el obedecer, el servir, el dominar, etc., y por esta conciencia de insatisfacción tendría la certeza de ser miembro de una comunidad y de formar parte de ella. Así pues, tal ser imaginario no diría: ‘Estoy solo –solo en el espacio y en el tiempo sin fin–, estoy solo en el mundo o solo en el ser en general; no pertenezco a ninguna comunidad’, sino que se diría sencillamente esto otro: ‘No conozco la comunidad fáctica a la que sé que pertenezco –tengo que buscarla–; lo que sí sé es que pertenezco a alguna’. Esto y no precisamente la trivialidad, que además sólo es verdad a medias, de que los hombres suelen vivir formando pueblos, Estados, etc.  significa la gran sentencia del Estagirita: anthropos zoon politikón (el hombre es un animal político). El hombre, es decir, el sujeto dotado de alma racional, es un ser social. Tan cierto como yo soy, somos nosotros, es decir, yo formo parte de un nosotros[6]. Un nosotros, claro está, que no es una sustancia, sino un orden relacional. El sujeto humano es sustancialmente persona, pero relacionalmente personalidad. Así lo hemos explicado en páginas anteriores.

Precisamente la “intimidad” es la actualización original y constante de la persona que se despliega como personalidad. Y aun dotada de una relación interpersonal primaria, cada persona humana posee, por su individualidad original, una esfera absoluta de intimidad que se sustrae a toda intervención directa de otras personas.

4. Bajo los rasgos de la individualidad y de la interpersonalidad se explica un carácter especial de la intimidad:  la incomunicabilidad. En la corriente de la actividad psíquica podemos encontrar vivencias comunicables y otras que no lo son[7]. Comunicables pueden ser no solamente las vivencias de alteridad dirigidas a otros sujetos, sino también las vivencias solitarias (no dirigidas conscientemente a otros). Un ejemplo de vivencias solitarias que por comunicables no son íntimas lo tenemos en  un problema de aritmética: es una vivencia solitaria accesible a otros y directamente contrastable. Pero, al revés,  hay vivencias solitarias de alteridad que no son comunicables:  por ejemplo, algunas vivencias religiosas, las cuales son especialmente íntimas; y asimismo, si yo odio a una persona en una forma que no puedo comunicar a nadie, es una vivencia de alteridad, pero es una vivencia íntima.

No por ello, en este último caso, penetra una mirada ajena en la esfera de la intimidad, ni puede saltar a esta isla. Puedo yo pensar en otros, y tener una vivencia dirigida a otros sujetos; y no por ello deja aquel ámbito de ser la esfera íntima. Es más, mis actos dirigidos a otros sujetos llevan consigo algo individual mío y tienen el carácter de actos míos dirigidos a otros.

Todas las vivencias están enraizadas en el fondo común del yo.  Lo cual significa que en el yo particular existe una conexión entre actos solitarios y actos dirigidos a otras personas, entre vivencias absolutamente íntimas y vivencias comunicables; y a su vez existe conexión entre las vivencias de diferentes personas que directamente o indirectamente entran en contacto psíquico y espiritual. Por lo cual, todo el yo, con toda su vida psíquica y espiritual, hasta en su sector más íntimo, se halla vinculado a un gran complejo de influencias y repercusiones psíquicas que constituyen también un indicativo de deberes morales y de responsabilidad, como enseguida diré.

5. Por lo dicho se comprende que está muy lejos la “isla” de la intimidad de aparecer como un estrato más o menos espacial. Mejor valdría evaluarla con calificaciones tomadas de los sentidos externos: vendría a ser  un color, un sabor, un olor adherido a mis actos psíquicos y espirituales, incluso los dirigidos a otros. Pero una vez que los actos pasan, quedan en el yo habitualizadas sus intenciones, cuyo núcleo más altamente intelectivo y volitivo forma el apogeo de la intimidad.

A su vez, no es posible reducir el yo a un punto: es un centro referencial, pero no un punto, pues abarca siempre un «campo», un «ámbito». En el centro de ese campo brilla siempre un núcleo o contenido intencional  que da un sentido único a todo el campo, cruzado continuamente por muchos elementos opacos y por algunos contenidos más claros, que son objeto de la atención actual. Mirado todo esto desde un punto de vista dinámico, cada acto o cada vivencia  es en parte configurada también por el acto precedente. Las vivencias de la íntimidad del yo no están nunca totalmente desconectadas de todo influjo comunitario, en virtud de la unidad de la corriente vivencial. Hay ciertamente una esfera absolutamente intima; pero eso no significa que exista una vivencia absolutamente exenta de toda influencia comuni­taria, ej., la pregunta: pues preguntar es un acto de diálogo, o del hombre con otros hombres, o del hombre consigo mismo.

Por el contrario, ni siquiera los contactos sociales que surgen del yo en línea recta al yo particular ajeno dejan de tener correspondencia: van de un yo a otro yo y retornan luego al primer yo. Y en esos actos que van dirigidos a otros hombres entra también indirectamente la vivencia solitaria y absolutamente íntima del yo propio. De modo que los actos dirigidos a otras personas son precisamente influidos por nuestros actos vivenciales no dirigidos a otras personas; estos últimos dan a los primeros una cierta forma y coloración.  Por lo que podríamos decir que este hecho primitivo de reciprocidad está regido por un “principio de cofluxión”; en primer lugar, de cofluxión interna, pues, como dice Husserl,  “las vivencias de cada persona forman una corriente vivencial, cuyas interrupciones causadas por estados inconscientes son salvadas constantemente por la conciencia que despierta y sirve de enlace”[8];  de modo que por la unidad de la corriente vivencial, toda vivencia de un sujeto es modelada en parte por sus vivencias anteriores. Y en segundo lugar, de cofluxión externa, pues un yo, con su comportamiento entero, se halla dentro de un complejo de influencias psicofísicas, juntamente con innumerables sujetos en los que influye o por los que es influida a través de comunicaciones sociales. Pero la intimidad misma no es algo comunicable; e incluso solo a mí está reservado eso que hace que mis vivencias sociales sean precisamente vivencias de mi yo. Como dice Litt: “me refiero a ese indecible algo que es temple, tonalidad, significado especial, gracias a lo cual también dichas vivencias, pese a su tendencia centrífuga, se sitúan en la perspectiva de mi yo”[9].

El principio de cofluxión vivencial permite también ver en perspectiva moral –lo acabamos de apuntar– el campo de todas las vivencias. Pues, como advirtió admirablemente Scheler, “no hay moción moral, por pequeña que sea, que no vaya desarrollando en torno a sí, cual piedra caída en el agua, círculos sin fin, los cuales acaban por hacerse imperceptibles a una mirada ordinaria desprovista de otros recursos. El físico puede ya seguirlos más lejos, y no digamos hasta dónde puede alcanzarlos la mirada de Dios omnisciente. El amor de A a B no sólo suscita –si no hay razón que lo impida– una respuesta de amor de B a A, sino que además hace necesariamente que en el corazón de B que responde con amor se intensifique naturalmente su tendencia afectiva a caldear, a suscitar vida, en una palabra, su amor a C, a D… ; y así en el universo moral se propaga la corriente de C a D, de E a F, hasta el infinito. Y lo mismo se puede decir del odio, de la injusticia, de la impureza, de toda clase de pecado. Cada uno de nosotros ha participado activamente en cantidad de cosas buenas y malas, de las que no tenía la menor idea, y ni siquiera podía tenerla, y de las que, no obstante, es responsable delante de Dios”[10].

La intimidad podría ser efectivamente imaginada como una isla, pero isla situada en  un inmenso archipiélago de relaciones interpersonales.

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4. Gratuidad de la intimidad como cualidad relacional

1. Aunque la relacionalidad pura no se compagina bien con la índole sustancial de la persona, sí concuerda con la condición de la intimidad. Si la persona es del orden de la sustancia, la intimi­dad es del orden de la cualidad y de la relación. La intimi­dad, se dijo, es el centro del orden ope­rativo del ser humano y, por tanto, núcleo de la personalidad.

a) No es la inti­mi­dad un «re­ducto», un espacio cerrado o un sitio aislado en la os­curidad interior, sino una rela­ción, o mejor, un núcleo cualitativo de rela­cio­nes: une por dentro a las personas, en tanto que éstas no se consi­deran entre sí como cosas inertes y cuanti­fica­bles. Entrar en la propia intimidad no es cerrarse al otro personal, sino abrirse a su nivel más alto. La intimidad no es lo que nos cierra, sino lo que nos abre como per­sonas: no hay otro modo de aper­tura personal total que la reali­zada en la intimidad. Lo que ésta expresa es el ser mis­mo, en su identidad y mismidad, o sea, en lo que tiene de in­sustituible o propio. Por eso, es la per­sonalidad misma –no una parte suya o una dimensión compu­table– la que se da y se re­cibe en la relación de amor perfecto.

b) Aun­que la inti­midad es lo más interior, centro del autodes­pliegue, también es lo más ele­vadamente relacional, pues se cons­ti­tuye justo afirmando el ser personal del otro: cuan­do la relación entre seres humanos se de­grada en meras formas de obje­tivación itinerante queda anula­do el yo personal, la in­ti­mi­dad, no sólo la del amado, sino la del amante. Podría de­cirse que sólo en la medida en que un ser hu­mano se vuelve ha­cia otro en afir­mación perso­nal, la intimidad de uno y otro se hace presente por vez primera. Sin la afirma­ción per­sonal que el otro hace sobre mí –al menos la que inicialmente hace la ma­dre o el pa­dre– carecería yo de una intimidad cumplida, la cual se agran­da en la medi­da en que las relaciones personales de­pu­ran las obje­tivaciones itineran­tes que con frecuencia acompa­ñan a nuestro trato con los demás. Si la originalidad y la mismidad son perfiles que estructuran internamente la personalidad, la intimidad es un centro de relaciones personales que reac­ciona a la di­­mensión social y psicológica de los seres humanos. ¡Cuántas posibili­dades de amor y ternura ín­timos quedarían en nosotros inéditas si no vi­niera el otro a des­pertarlas! La intimidad se hace, no se trae desde el ori­gen: es la re­fluencia psicológica de una persona­ consti­tuida ontológicamente como originalidad y mis­midad. A la persona no le caben los califi­cativos morales de bueno o malo; sí en cambio a la personali­dad[11].

c) El amor perfecto no se dirige tanto a las cualidades, apti­tudes y funciones del otro ser hu­mano, cuanto a la eclosión de su ser mis­mo: a la intimi­dad, ex­pre­sable o bien con el nombre propio de cada uno o bien con los términos de yo y tú. En la intimidad se relacionan los seres humanos desde dentro y desde su tota­lidad unifi­cada, de modo que esa rela­ción in­terior no tiende a perder u oscurecer la persona del otro –me­diante una objetiva­ción alea­to­ria–, sino a salvarla y enri­que­cerla. Los seres hu­manos llegados a esa relación interior realizan la forma más perfecta de coexis­ten­cia, pues además de no perder nada de lo que son, encuentran en su unión el medio exacto de realización propia. Decir, pues, «intimidad» es decir también relación. El amor, en lo que tiene de más propio, es salida, éxtasis: la más alta y, a la vez, profunda salida que la personalidad realiza.

2. Si la intimidad es la culminación de la identidad; y si, a su vez, la identidad personal se expresa como originalidad y mis­mi­dad en los actos que fluyen del sujeto, se sigue que la intimidad ha de ser un centro vivo de novedad, de distinción y particu­lari­dad[12].

3. En virtud de que para entrar en la intimidad del otro no puedo yo coac­cionarlo ni tratarlo mediante una técnica como cosa nume­rable y cuantifi­cable –ni siquiera mediante una técni­ca psico­ló­gica–, es preciso advertir la com­pleta gratuidad de la intimidad. No se puede pro­ducir la inti­midad por medio de un artificio, ni exigir la penetración en ella con actitudes de enervamiento psí­quico. Aunque esté bajo la mirada del otro per­sonal, la in­timidad se produce por sí misma: en ella los seres humanos no se relacio­nan como cosas, sino como personas. Y el único vehículo que nos abre a la intimidad del otro es el amor. ¿En qué relación se hallan la intimidad y el amor? Daremos respuesta a esta pregunta des­pués de que en el siguiente capítulo expongamos los aspectos fun­damentales de la salida de sí (éxtasis) que hace el acto amoroso.


[1] Karl Jaspers, FilosofíaI (Madrid, Revista de Occidente, 1958) 462-465.

[2] Por ejemplo, Santo Tomás de Aquino indica: «Para los animales la Naturaleza ha dispuesto alimentos, el manto protector de los pelos, medios de defensa contra los enemigos… la rapidez para la huida. El hombre no ha recibido nada de esto de la Naturaleza, se le ha prestado para ello la razón para que con ella y la ayuda de sus manos cree todo esto. Pero el hombre aislado nunca y en ninguna parte puede procurarse todo ello cuando se halla librado a sí mismo. Por eso es para el ser humano una exigencia natural el vivir en la sociedad de muchos… En la colectividad se apoyan uno a otro participando diferentes hombres mediante su razón en el invento de diversas cosas. Uno se dedica a la Medicina, otro a otra cosa, etc.».

[3] Edith Stein, Endliches und ewiges Sein, 1950, p. 458.

[4] Max Scheler, Vom Ewigen in Menschen, Berna, 1954, p. 135.

[5] Edith Stein, Endliches und ewiges Sein, Herder, 1950, p. 459.

[6] Max Scheler, Vom Ewigen im Menschen, Berna, 1954, p. 372.

[7] Ciertamente en la intimidad encontramos dos tipos de vivencias, las de alteridad y las de mismidad. De un lado, hay allí vivencias referidas a otros sujetos humanos: algunas de estas vivencias tienen necesidad de ser percibidas por otros, como preguntar y aprender; otras vivencias, siendo de alteridad, no tienen esa necesidad de ser percibidas, como odiar. De otro lado, hay allí vivencias no referidas a otros sujetos humanos: son las vivencias solitarias, las cuales no están orientadas hacia personas extrañas, y pueden referirse a contenidos materiales o mentales, en los que no desempeñan ningún papel los otros sujetos (un problema de aritmética, un invento técnico, una ley natural), o a uno mismo (por ejemplo, a mis disposiciones) o también a sujetos no humanos (por ejemplo, a mi relación con Dios).

Las vivencias perceptibles de alteridad pueden ser o bien absolutamente comunicables a todos los hombres (vivencias sociales en sentido estricto) o relativamente comunicables, es decir,  adecuadamente sólo a un determinado círculo de personas. En cambio, las vivencias de mismidad estricta son absolutamente íntimas: no son comunicables adecuadamente a ninguna persona, y son refractarias a todo influjo directo venido de otros; son accesibles sólo a Dios.

[8] Husserl, Ideen, 1913, § 81-83.

[9] Thedor Litt, Individuum und Gemeinschaft, Leipzig-Berlín, 1926, p. 213.

[10] Max Scheler, Vom Ewigen im Menschen, Berna, 1954, p. 376. Y en la misma página: “En forma totalmente primigenia y originaria, todos –aunque no veamos con claridad la medida y magnitud de nuestra cooperación– tenemos ante el Dios vivo nuestra parte de responsabilidad, entendido en todo ascenso y descenso de la situación moral y religiosa del conjunto del mundo moral, como una unidad solidaria”.

[11] Cuando a veces decimos de alguien que «es una mala per­sona», en re­alidad aplicamos esa expresión a la persona des­plegada como per­sona­lidad, a la per­sona en tanto que ha fijado su conducta en hábitos moral­mente malos y de la que, por la firmeza del  hábito, hemos de esperar  malos comportamientos sucesivos.

[12] Aunque no se comparta el enfoque ontológico de Yepes, es acertada la descripción fenomenológica que hace de la intimidad, al subrayar el ca­rácter de novedad que expresa: “Cada ser humano ocupa un puesto en el cosmos que solamente él puede llenar. Ese carácter de unicidad e irrepe­tibilidad se descubre en la intimidad, en su mun­do interior. Y esa inti­midad es un dentro vivo. La intimidad no es una cosa estática, inmóvil, sino que tiene un cierto ca­rácter que me atrevería a llamar fontanal […]. De la fuente surge lo que antes no estaba, por ejemplo sentimientos, pen­samientos, anhelos, deseos, ilusiones; en ella ocurre lo nuevo (hay ocu­rrencias), puesto que la intimidad personal es inventiva. La inti­midad de la persona es crea­tiva y creadora, y por tanto es fuente de noveda­des”. Ricardo Yepes, La persona y su intimidad, 13-14.