1. Intimidad y conciencia
a) El fondo del psiquismo: la memoria trascendental
1. El camino hacia la intimidad fue conocido y propuesto de diversas maneras por los pensadores antiguos, como un recorrido que va de fuera adentro y de abajo arriba. Por ejemplo, Plotino distingue tres planos del ser humano: sôma, psyché, noûs; a su vez, cada uno de nosotros puede establecerse en uno de esos niveles, haciéndose hombre sensible, hombre racional o psíquico y hombre inteligible. El camino de la interioridad exige superar primero el hombre sensible, para rebasar después al hombre racional y arribar a lo que en el alma ya no es alma, al noûs. A este punto se llega no tanto por el esfuerzo psicológico que se pone en conseguirlo, cuanto por la realidad objetiva que desde dentro está convocando al ser humano: esta realidad es un principio llamado el «uno», el cual es visto por el ápice del noûs, por la intuición espiritual, el nous katharós, la «punta de la inteligencia». La inmersión en la intimidad no se justifica sino por la realidad que la rebasa interiormente (éndon noûs). Y a su vez, el ámbito de la intimidad misma no descorre su velo si el hombre no se aproxima a ella con un esfuerzo adecuado para lograrla: pero ella no aparece como una conquista, sino como una gratuidad que se otorga al empeño que se pone por conseguirla. La gratuidad de la intimidad se corresponde con la gratuidad de la realidad del supremo principio real y único: lo semejante se une a lo semejante[1].
2. Este camino gratificante hacia la interioridad fue subrayado a su vez por los pensadores cristianos, teniendo en San Agustín su expositor más insigne, el cual pone en el origen del alma no un principio impersonal, sino a Dios mismo. Si el alma no se vuelca sobre sí misma no puede llegar a la visión de Dios ni al conocimiento de su sustancia inmutable[2]. El alma ha de replegarse hacia su fondo interior para conseguir las alturas trascendentes. Este fondo tiene el modo de la autoconciencia, de la autoposesión que es habitualmente consciente de sí, modo que San Agustín llama memoria: «Penetré en el mismo asiento de mi espíritu, el que existe en mi memoria, porque el espíritu tiene conciencia recordativa de sí»[3]. Este fondo íntimo no vive a expensas de cualquier acto o comportamiento, sino de la conducta que asiente a la verdad. No hay auténtica intimidad sin la presencia de la verdad objetiva y, a su vez, sin el principio iluminante de la verdad en el espíritu: «Donde encontré la verdad allí encontré a Dios, la misma verdad»[4]. Dios me es lo más interiormente íntimo (interior intimo meo[5]). Y no vacila el Santo de Hipona en recurrir a las expresiones que indican la autorreferencia consciente que preside la intimidad[6].
Estas indicaciones históricas sobre el camino de la intimidad tienen, como en el caso de San Agustín, un considerable componente teológico; pero son extraordinariamente ilustrativas e invitan a reelaborarlas dentro de un enfoque antropológico sistemático.
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b) La vivencia elemental y su intencionalidad global o confusa
1. Aunque la intimidad no se identifica con los distintos actos de la conciencia, se forja en la dirección de la conciencia. La intimidad se subraya más en la región ontológica del hábito que en la del acto. Pero precisamente la conciencia es del orden del acto: tanto del acto de la vivencia elemental como de los actos de la conciencia temática y de la conciencia tética, insertadas las tres en la autoconciencia concomitante.
El concepto de vivencia o conciencia elemental introduce en el de «vida» un matiz especial; la vida es una realidad mucho más amplia que la vivencia. A los signos esenciales de la vida (autodesarrollo, totalidad, estructura e integración, autosostenimiento y adaptación) se añade aquí el hecho de que en la vivencia la vida alcanza un cierto estado de vigilia; en ella es como si la vida comenzara a iluminarse desde dentro, ganando con ello una nueva dimensión.
Ahora bien; este «darse cuenta», propio de la vivencia, es ya un conocimiento intencional, aunque «confuso», de objetos, un descubrimiento de sectores difusos del ambiente; se puede identificar con el concepto de «conciencia sensible», cuyos objetos no se hallan enfrentados al sujeto con la total precisión de cosas originalmente reales: no se muestran como cosas en sí reales, sino como cosas para la vida sensible.
2. Esta vivencia no es sólo típica del ámbito cognoscitivo elemental, sino del conativo de los estados sentimentales. Para captar una cosa con claridad hay que estar explícitamente orientado hacia un objeto; toda conciencia clara debe ser necesariamente conciencia de una cosa abiertamente enfrentada. Ahora bien, en el nivel de la vivencia, sólo hay una intencionalidad global. Por ejemplo, aunque hay muchos sentimientos claramente intencionales, hay otros que sólo comportan una orientación vaga hacia un polo objetivo: no son conciencia-de explícita; nos referimos a los temples, a los «estados de ánimo». Si me siento abatido, melancólico o alegre puedo a veces dar razones de ello, pero otras veces soy incapaz de hacerlo: este último es el caso de los temples. El temple no me reenvía, en cuanto tal, nítidamente a un objeto intencional individual. Mi melancolía no está referida a un acontecimiento concreto que la provoque; mas tampoco es exclusivamente «mi» melancolía, porque alguna referencia vaga existe a significados del mundo no plenamente definidos; es una conciencia de mí mismo y del estado en que me encuentro, la cual tiene algún tipo de relación a algo global.
El temple es un estado intencional difuso que ni está diferenciado, ni está completamente despegado del sujeto, ni tiene todavía contorno u orden; pero justamente este temple vago e impreciso colorea o tiñe los diversos actos intencionales nítidos. El temple puro no es todavía una conciencia intencional clara en sentido estricto. Esto no quiere decir que el sentimiento del temple coincida simplemente con mi yo, o sea, que la vivencia intencional confusa se confunda con mi autopresencia (o autoconciencia consectaria), que es inobjetiva o inintencional.
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b) La conciencia nítida temática
Podemos hablar de conciencia «nítida» cuando en la vivencia aparecen separados claramente dos polos; es decir, cuando el hombre refiere sus vivencias a esa fuente común que es su yo como diferente del mundo, del no-yo. Estamos, pues, en el dominio de la intencionalidad nítida. «Conciencia», en este aspecto preciso es, al mismo tiempo, conciencia del yo y conciencia del no-yo. En cambio, hablamos de «vivencia elemental», pero no de conciencia estricta, en el niño recién nacido: esta vivencia es difusamente intencional, porque no contiene tajantemente tal separación (entre el yo y lo que le rodea). La vivencia elemental no es concienciación objetivante de esto o aquello. Precisamente a esta última conciencia identificadora llamamos «conciencia temática».
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c) La conciencia reflexiva o tética
Se da nítida conciencia reflexiva, posicional o tética (instancia enjuiciante que toma posiciones), cuando el yo no solo identifica, sino que toma una posición o actitud crítica respecto de sus vivencias; en ella se nos manifiesta el hombre explícitamente relacionado consigo mismo y con el mundo entorno. Tal es el caso del recuerdo voluntario, del proceso del pensamiento consciente y dirigido, de la atención voluntaria en el autodominio y de la acción encaminada a un fin, del amor en que nos entregamos. La conciencia tética se contrapone a la conciencia ingenua, que es la que no toma posición, la que no adopta una actitud crítica frente a las vivencias. De modo que la finalidad de la conciencia tética es dirigir explícitamente nuestra conducta.
Lo primero que en el hombre aparece es la vivencia o conciencia elemental; lo segundo, la conciencia identificadora o temática; y, por último, la conciencia reflexiva o tética. Sin embargo, no hay un hiato ontológico en esta evolución, sino una progresión de sentido, un despliegue o génesis de la conciencia[7], en cuya dirección se estructura también la intimidad.
¿Cuándo decimos que hay conciencia tética? Cuando podemos hacer de un objeto, en su calidad de «ente», término de actos afirmativos explícitos. La orientación hacia el ser penetra siempre con sus rayos el nivel consciente de la vida humana. Es consciente, en el sentido estricto del término, el que toma explícitamente posición respecto a la realidad «bajo la razón de ser»[8].
La conciencia de ser es conciencia de una dirección. En la medida en que expresamos esta orientación por actos téticos, actuamos de modo completamente consciente, incluso cuando en la elección de los objetos tomemos un camino torcido. Además, no sólo se exige que sea posible una explicitación o una toma de posición, sino que sea real, efectiva. Pues la toma de posición del «así es» forma parte esencial del juicio y, si no tiene lugar, el juicio no se efectúa plenamente. Así, pues, siempre que un sujeto afronta explícitamente lo que es (por juicio o por amor), manifiesta por ello que, estando presente a sí mismo, está en presencia del ser.
Incluso durmiendo y soñando estoy orientado al ser y presente a mí mismo: mi espiritualidad primordial queda implícita en esos estados. Inversamente, mis ideas claras y distintas no son otra cosa que el último despliegue de la misma situación ontológica originaria, el dinamismo del yo[9]. Y en ese movimiento, que es a la vez real y moral, se constituye mi intimidad.
Para que la intimidad alcance su plenitud ha de realizarse progresivamente en la línea de esta dirección fundamental de la conciencia. Pues la conciencia sensible, ni en el animal ni en el hombre, jamás toma explícitamente posición frente a las realidades como tales realidades en sí mismas[10].
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d) La intimidad y las formas de la conciencia
La intimidad es atravesada por las formas intencionales y puntuales de la conciencia. Pero se constituye desde la autopresencia inintencional o mera connotación del yo por sí mismo en los hábitos y en todo acto heterorreferencial, sea la intencionalidad de éste explícita y clara (como en los sentimientos objetivos) o implícita y vaga (como en el estado sentimental o temple): la autopresencia inobjetiva o autoconciencia concomitante acompaña, como la sombra al cuerpo, tanto a los hábitos y a los estados, como a la conciencia temática y tética. Esta unidad de la autoconciencia no tiene caracteres de primitividad –como la de un bloque–, o de pobreza –como la de un punto–. Ahí está referido todo a un solo acto que se repliega sobre sí mismo: se trata de la presencia activa a sí mismo, que es la caracterización del espíritu. En cuanto ser espiritual no soy exterior a mí, sino interno a mí, rasgo esencial de la intimidad. Esta autopresencia, esta primordial «reditio completa» en la que se unifica la intimidad carece de extremos externos e internos: «redire ad essentiam suam nihil aliud est quam rem subsistere in se ipsam». O sea, esta «curvatura» no implica un desdoblamiento de sí en sujeto y objeto: no es una acción de reflejarse o una conciencia espejo. Santo Tomás dice que el alma «percipiendo actum suum se ipsam intelligit quandocumque aliquid intelligit». Se trata de que en un solo acto de percatación hay dos polos: de un lado, el acto es autopresencia cuando se refiere al «se ipsam» y, de otro lado, es conocimiento objetivo intencional (tético o atemático) cuando se refiere al «aliquid». El ser consciente de sí no se mira en un espejo, sino que se autoposee. En el entender o querer algo, por el contrario, estoy orientado como sujeto hacia un objeto: se da la relación intencional. La autopresencia (o autoconciencia inobjetiva) no es un acto ulterior fundado en un acto precedente; o sea, no es un acto distinto yuxtapuesto al conocimiento directo; más bien es el mismo conocimiento directo en cuanto transparente a sí mismo[11].
Pues bien, por constituirse desde la autoconciencia la intimidad es interioridad; y por quedar vertida en la intencionalidad de sus actos, hábitos y estados es una interioridad relacionada.
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e) La intimidad y el yo
1. El punto hacia el que se curvan y convergen todos los procesos de mi intimidad no se me da jamás como un objeto. Se puede comparar con el sol: veo gracias a su luz, pero no puedo mirarlo. La fuente espiritual de mi intimidad es invisible no porque sea tenebrosa, sino precisamente por todo lo contrario. Eso no me impide saber que existe el sol y conocer su situación: basta seguir la dirección de los rayos luminosos; allí donde no puedo ver ya porque la abundancia de luz me ciega, alli se encuentra el sol. De igual modo, la autoconciencia tiene en la conciencia tética la plenitud finalizante de todos los desarrollos ciegos o semiciegos. O sea, aunque no puedo concebirme como un objeto, puedo percatarme de mí mismo como un centro, del cual irradian todas mis donaciones de sentido. En esta conciencia de una dirección estriba la autopresencia implicada en cada proceso de la intimidad.
2. La unidad persistente del yo está en la base de toda la intimidad, tanto en sus aspectos cognoscitivos, como volitivos. En la vida cognoscitiva persiste el yo en medio de la mudanza de sus estados, actos y contenidos. No se disuelve en la corriente de las vivencias, porque si así fuera no podrían dichas vivencias atribuirse a un mismo sujeto. Se impone como unidad contra el diluyente curso de la conciencia. La unidad de la apercepción –empírica o trascendental, no hace al caso– es la primera condición de la unidad de las representaciones, las cuales abarcan una multiplicidad de datos sometidos al tiempo, referidos en su presente a lo experimentado anteriormente. También la función de la memoria supone la permanencia del yo idéntico: porque el recuerdo no es un simple almacenamiento, sino que está llevado por una tracción unitaria. Para concebir el yo hay que excluir especialmente una metáfora espacial: la de una capa profunda. Preferible sería utilizar la del punto de referencia, la del polo de tensiones o contrastes o la del centro de radios. El yo es la unidad que lo abarca todo. Y por el yo el todo de la conciencia permanece idéntico. Especialmente se hace lúcido en los grados superiores de la conciencia, en la afirmación y reconocimiento de sí mismo.
En la vida volitiva o en el ejercicio de la libertad se localiza también la identidad del yo, aunque cambien las circunstancias: aceptándose o renegando de sí mismo, responsabilizándose o rehusando una obligación aceptada, comprometiéndose o quedándose al margen de exigencias personales o sociales. Desde el ejercicio de su libertad va configurando la «personalidad», la cual no es propiamente un estático «identificarse consigo mismo», sino una obra de autoidentificación, la cual exige a la vez despliegue y brío, es un «activo hacerse idéntico». En esta dimensión se fundamenta la intimidad; y de estos resortes vive su secreto, capaz de responder de sí y de ser fiadora de sí misma. La intimidad no le cae al hombre como un fruto maduro, sino como un poder que se otorga al conquistarlo. En la medida en que la intimidad se vive, mediante la fuerza de identificación, como propia y apropiada no se deshace en la fugacidad de los sucesos.
Pero no se forjan la originalidad y la mismidad, que son previas. Incluso podría pensarse una persona plenamente constituida, mas con una intimidad reducida. La intimidad es la culminación de la identidad. Mediante el amor se abre y potencia la intimidad.
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f) Intimidad, autoconciencia y libertad
La intimidad, el mundo interior psíquico y moral del hombre, incluye la autoconciencia –en principio la concomitante–, aunque no todo lo que le pertenece pase a la actualidad de la conciencia de sí propiamente reflexiva. Pero incluso gran parte de lo que transcurre en sus profundidades puede hacerse lúcido por medio de una actitud dinámica de la conciencia reflexiva y mediata. La intimidad incluye la percatación consectaria del arraigo de las múltiples relaciones en que está el yo con el mundo (o sea, del arraigo de los hábitos). Tales relaciones son las de amar y odiar, esperar y temer, querer y obrar, ambicionar y repudiar, gozar y afligirse, airarse y enternecerse; en fin, todas las que se comprenden en la vida afectiva. En ellas se incluyen, de un lado, las relaciones de adaptación al mundo de cosas y de personas y, de otro lado, las referencias al valor moral que tales relaciones envuelven. Tanto unas como otras son el modo en que la intimidad se constituye desde el yo. O sea, se constituye relacionándose fundamentalmente a las personas y al orbe moral: la conciencia se actualiza por lo exterior al sujeto, por las personas que le rodean y por los valores que la llaman. Pero, aunque la conciencia humana dependa, en su actualización, del mundo a ella trascendente, no por eso cae interiormente en el vacío. Desde que nace se afianza interiormente en los contenidos arraigados o hábitos, vividos todos como hechos de libertad trascendental (de humana desnudez) y experimentados algunos además como hechos de libertad de arbitrio. Esta vivencia de libertad, aunque sea limitada, centra y jerarquiza la intimidad, pues la libertad tiene que decidir en las múltiples situaciones de la vida personal. La intimidad es, así, una categoría a la vez psicológica y ética. Pues en ella se articula la vida psíquica como anticipación (en el conocimiento y en la voluntad) y como respuesta a valores individuales o colectivos. Intimidad que se trasciende (no se agota) a sí misma en cada uno de los actos, pudiéndose ofrecer como única, mediante el amor, a la respuesta del otro.
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g) La índole progresiva de la intimidad
1. La intimidad, interioridad relacionada, se forma o fragua en el curso de la vida personal –el hombre comienza a descubrir la intimidad en una etapa de su vida[12]–, y podemos contribuir a formarla en otro: es más, ella no se profundiza ni amplía sin el contacto con el otro.
2. Una intimidad es fuerte en la misma medida en que tiene capacidad de compartir y de relacionarse creativamente[13]. Por esta constitución insondable la intimidad, aunque pertenezca al nivel operativo, no se reabsorbe por completo en el orden intencional de los actos, y menos en el de aquellos actos que se han cristalizado en simples costumbres y usos, moldeando automáticamente muchos aspectos de nuestra vida. La intimidad es la formación operativa que se mantiene ligada de manera inmediata y viva al hontanar de donde brotan los actos. Íntimos llamamos a los órdenes operativos por su radicación (actos y hábitos) o por su difusión (estados sentimentales o temples) en ese hontanar. En la intimidad comparecen, de un lado, los estados (v. gr., los temples sentimentales), que no dependen en su constitución de actos intencionales explícitos con referente concreto y, de otro lado, muy principalmente los hábitos profundos afianzados en la libertad, en especial los intelectivos y volitivos (v. gr., el amor personal), entendidos por ciertas corrientes psicológicas como «inconscientes».
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2. Intimidad e inconsciente
a) Virtualidad subactual y sobreactual
1. La caracterización del amor perfecto nos lleva a precisar su índole profunda y permanente, que no es otra que la de un hábito, aunque no la de un elemento inconsciente. Por contraposición a la zona actual de la conciencia, es «insconsciente» todo lo que no figura como polo de una orientación explícita interior, sea intencional, sea inintencional. Evidentemente la conciencia objetiva y explícita de sí es un caso particular de la conciencia intencional en general.
Ahora bien, no conocemos un objeto llamado «el inconsciente», ni podemos indicar un objeto llamado «el consciente»; pero sí advertimos la dirección que da sentido, desde la plena presencia espiritual de sí, tanto a disposiciones, tendencias e instintos establecidos en el yo como a las configuraciones persistentes realizadas por el yo. Las disposiciones y las tendencias, por ejemplo, forman el reino de la virtualidad subactual; las configuraciones persistentes, la esfera de la virtualidad sobreactual, que no es otra que la de los hábitos.
Mas aunque no poseídos explícitamente, los hábitos configuran la gran riqueza de la personalidad, vividos por la intimidad (en su autoconciencia primordial) como poderes apropiados, siendo este tesoro la virtualidad sobreactual. Y el primer valor de este capital es el amor perfecto.
2. El hábito es primariamente una cualidad, la cual es en lenguaje clásico la actuación o determinación de la potencialidad de una sustancia, llenando sus virtualidades realizables, sus posibilidades de ser. La cualidad equivale a un acto que determina una potencia. Y este acto fue llamado incluso «guisa de la sustancia», determinación intrínseca de la sustancia, promotor de la sustancia. Por esta su índole realizadora intrínseca se distingue de las demás determinaciones o categorías que afectan a la sustancia. Por ejemplo, se distingue de la cantidad, que no informa ni dispone en sí misma a la sutancia, sino que sólo la extiende en sus partes materiales. Las demás categorías –como la relación– tampoco determinan en sí misma a la sustancia, sino en orden y dependencia de algo exterior.
Pues bien, a la intimidad pertenece de modo muy principal el orden vivido del hábito, de la cualidad. Recordemos tan sólo que el hábito, en cuanto determinación accidental, se distingue de la forma específica (la racionalidad), que es la que determina al hombre a ser sustancia. El hábito es una cualidad que, como determinación, dispone bien o mal a la sustancia; se trata de una disposición inmediata de la naturaleza humana en sí misma. Y no debe confundirse el hábito cualidad con el simple adiestramiento o la costumbre que los animales adquieren. Solamente hay hábitos cuando el sujeto muestra en sus facultades una amplitud trascendental y no está coartado a un solo objeto, o sea, cuando hay espíritu. Por eso advierte el Aquinate que por tres motivos el hábito es necesario a esas facultades integralmente abiertas: para que haya uniformidad, facilidad y placer en sus actos[14]. No es, pues, vano recalcar que el hábito cualitativo no es sencillamente algo que el sujeto tiene externamente: sólo hay hábito cuando el sujeto «se ha» en sí mismo, en su interior, bien o mal, de lo cual la intimidad se percata.
A su vez, todos los hábitos son intencionales e implican un orden a la acción. Porque si el acto primero de la naturaleza se ordena al acto segundo (a la operación), el mismo hábito incide para prepararla hacia su actividad posterior. Únicamente que la ordenación a la acción es secundaria en el hábito entitativo (la salud del cuerpo dispone bien o habilita para el trabajo), pero es primaria en el hábito operativo, el cual aparece en facultades que, como la inteligencia y la voluntad, son de suyo principios de acción. En esta referencia a la operación se funda una relación interna del hábito a sus objetos o, en su caso, a las personas mismas.
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b) La virtualidad subactual: tendencias, instintos, disposiciones innatas
1. Si la intimidad vive principalmente del hábito, no por eso debe confundirse con la esfera psicológica que el Psicoanálisis describe como «inconsciente»[15].
El inconsciente debe ser definido por referencia al conjunto del psiquismo. En efecto, cuando hablamos de hechos psíquicos entendemos por tales los actos producidos por una de las potencias psíquicas; pero las realidades que no son nada más que puras virtualidades subactuales, inferiores como tales al nivel del hecho o del acto, deben justamente ser llamadas inconscientes en sentido primordial. Ahí se encuentran las tendencias, los instintos y las disposiciones innatas[16]. Cuando surgen pueden ser vividos solamente como propios, pero no necesariamente como apropiados y asumidos por un acto libre. Aunque a la intimidad pertenece ese conjunto a título de lo propio y apropiable, asumible en cuanto comienza a brotar y darse a conocer en el campo de la conciencia.
Hay otras virtualidades sobreactuales, como los recuerdos y los hábitos, que se han formado mediando ya los actos y viven luego en el interior de estos, potenciándolos. Son vividas desde la conciencia atemática como disponibilidades ya apropiadas, y no como soportadas.
Las tendencias no son actos psicológicos, sino principios de actividad. Como tales, no tienen más realidad que la virtual y sólo pueden conocerse por sus efectos, que son a la vez los afectos que los manifiestan y los actos que los ponen en obra. La tendencia, como tal, es inconsciente, por estar debajo del acto.
También el instinto es una organización innata e inconsciente de imágenes, de propensiones y de emociones que se expresa mediante mecanismos específicos: es y dirige una organización y se define mucho más por su carácter formal que por su materia[17]; no obstante, hay que distinguirlo claramente de los hechos de actividad mental, de los que sólo es el principio, como forma permanente e inconsciente del psiquismo.
Por lo que respecta a las disposiciones innatas, todavía no vividas, hay que aceptar que se encuentran ya preparadas en nosotros como posibilidades. A este inconsciente disposicional puede reducirse el «inconsciente colectivo» de Jung[18]. Cuando este autor afirma que la libido se sumerge en lo más profundo del inconsciente y reanima allí lo que dormitaba desde los tiempos más remotos, está utilizando una imagen inadecuada e inútil. En verdad, la libido no dormita en mí, porque evidentemente yo no soy tan antiguo: tengo los años correspondientes a mi edad cronológica. A lo sumo, Jung podrá decir que hay en mí tensiones que actúan hoy exactamente igual a como actuaban en los hombres primitivos. Interpretado lo «arcaico» y el «arquetipo» como lo virtual humano se evita el velo misterioso con que Jung recubre toda su psicología. Nada hay de fantástico o misterioso en el hecho de que muchos procesos del hombre actual sean iguales a como eran en tiempos antiguos. El «inconsciente colectivo» debe significar únicamente esta igualdad en el modo de realizarse los procesos de la vida en todos los hombres. Pero no es un «estrato» que vive simétricamente su vida junto a mi yo consciente.
También Karus, Klages y Palagyi han cosificado la dimensión del inconsciente, otorgándole carácter supraindividual, como vida general que se difunde en el cosmos, y en lo que hunde sus raíces toda vida individual. Lo individual no sería nada más que una manifestación de su esencia; él es el origen y el término en donde se sumerge definitivamente la vida individual tras la muerte y, prácticamente, en el sueño. Esta doctrina pasa por alto que explicar la conducta individual con sólo los procesos individuales no es una pauta arbitraria, sino que está fundada en el hecho de que lo único que se ofrece a nuestra observación es el individuo. Otra explicación es pura fantasía.
Este inconsciente existe, pero no en acto, sino en potencia o en forma virtual. La dificultad de formarse una idea precisa de estas virtualidades radica en su mismo estatuto ontológico potencial: sólo es posible hacerse una idea precisa del acto o del ser. Pero en razón de que lo virtual no es acto, sino potencia y principio, no se puede concebir en sí mismo, sino por referencia a los efectos y a los actos que de él dimanan.
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c) La virtualidad sobreactual: la memoria y el hábito
No debe confundirse el reino del inconsciente o de la virtualidad subactual con el ámbito de la virtualidad sobreactual, aquella que se conserva posibilitando y perfeccionando el desarrollo de los actos: son los recuerdos y los hábitos.
Por lo que respecta a los recuerdos, lo que se conserva no es, propiamente hablando, ni las imágenes ni los mecanismos, sino la aptitud o poder de reproducir las imágenes de los objetos anteriormente percibidos. No existe una especie de «sede de las imágenes», porque las imágenes no son cosas. Las vivencias «almacenadas» no son objetos o seres vivos que, desde la morada iluminada de las vivencias conscientes, fueran arrinconadas en un oscuro sótano; serían entonces vivencias actuales sin vivenciar, lo cual es contradictorio. Más bien, las vivencias pretéritas entran a formar parte del hombre, entrañadas en la vida, temporalizadas con ella. El material mnémico yace en el sujeto de la misma manera que la chispa está potencialmente en la piedra o el sonido en el instrumento. Si la imagen no es una cosa, no existe realmente cuando no está formada en acto. Sólo se puede decir que está en potencia; o sea, en y por el poder que tenemos de formarla. La conservación de las imágenes no es nada fuera de este poder, de modo que reproducir una imagen no es jamás hacer renacer una imagen antigua, existente en un oscuro rincón del psiquismo, sino formar una imagen nueva e inédita.
También el hábito pertenece al ámbito de la virtualidad sobreactual. Implica desarrollo de actividad y es principio de actividad, pero no crea una actividad especial: se aplica a todas para darles un funcionamiento más fácil y regular. El hábito es una estructura que figura como factor de continuidad, en tanto que por él está el presente unido al pasado que se incorpora, y prepara el porvenir. Sin la estructura del hábito, la actividad psíquica estaría totalmente determinada por las estimulaciones del momento y no tendría continuidad ni unidad. El hábito funciona como una naturaleza; es decir, como un nuevo principio de operación añadido a las necesidades y tendencias naturales.
Las virtualidades permanentes se oponen a los actos psíquicos, que son sucesivos y conscientes. Al ser habilidades, no las conocemos temáticamente sino por inducción a partir de los actos y de los comportamientos.
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d) El ámbito del inconsciente
El dominio del inconsciente consta primeramente de virtualidades subactuales, las cuales tienen un radio de proyección inmenso: comprenden, en primer lugar, las tendencias y disposiciones innatas, antes aludidas, que forman el inconsciente biológico y el inconsciente psicológico. Pero también incluye el conjunto de estados sentimentales, de fijaciones en el comportamiento, de evocaciones, que, aun habiendo sido originalmente apropiados (como actos y virtualidades sobreactuales), fueron cristalizando fuera de la dirección y del dominio de la conciencia y se asimilaron a las virtualidades subactuales, manteniéndose como poderes –muchas veces de represión y rémora– al margen de la conciencia, en el dominio del inconsciente psicológico. La atención al presente o la acomodación a la vida puede impedir que afloren las tensiones implícitas de esas virtualidades. El sueño o la hipnosis afloja esta disciplina de acomodación, de suerte que entonces puede desatarse el dinamismo propio de tales energías del inconsciente.
Un ejemplo elocuente de virtualidad sobreactual es el amor, el cual, cuando no llena temáticamente en un momento nuestra conciencia actual, sigue perteneciendo a la virtualidad sobreactual y contrasta con lo subconsciente o reprimido, que juega en la penumbra. Las vivencias sobreactuales funcionan como un trasfondo completamente abierto. “Mientras lo subconsciente o lo reprimido perturba el curso normalizado de las vivencias actuales, haciéndolo irracional, o pudiendo hacerlo, en cambio, lo sobreactual no perturba en modo alguno el curso normal de las vivencias actuales, y ni se oculta detrás ni se mezcla en su propia lógica, sino que, en el caso del amor, permanece como trasfondo bienhechor y vivificante”[19]. La «perturbación» del curso actual de las vivencias sólo se debe a la modulación de las respuestas al amado, mas nada tiene que ver con la esencia misma del amor.
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e) La intimidad y el hábito
1. La intimidad vive en su más alta medida del señorío del hábito. Lo cual no quiere decir que la intimidad sea un hábito más, sino la unidad vivida de todos los hábitos, unidad vista desde dentro, en propio y apropiadamente, presidida por el yo en el modo de la conciencia concomitante, y no ya de la objetivamente reflexiva y discursiva. Repitamos que los hábitos no sólo son vividos como pasivamente «propios» o tenidos por el sujeto, sino como activamente «apropiados» o conseguidos desde la libertad del sujeto. En esta apropiación activa –en ese ser conseguido por mí– reside lo más secreto de la intimidad. Esta unidad vivida está posibilitada por la identidad de la sustancia –y derivadamente por la originalidad y la mismidad de la personalidad–. La intimidad no es precisamente un nuevo hábito, sino la unidad consciente del arraigo existencial y de la orientación objetiva de los hábitos y de sus actos respectivos en la naturaleza humana, en cuanto la disponen bien o mal. Unidad, pues, penetrada por el yo.
La intimidad no es el interior de un entramado que pueda concebirse partiendo de sus elementos. Tampoco es la unidad del organismo vivo que se regula por sí mismo. Aunque la intimidad posee complejidad de actos y autodeterminación activa, su interior es una forma categorial propia que lo abarca todo. Frente a la naturaleza espacio-material y frente a las organizaciones temporales orgánicas, posee la índole de lo inespacial, inmaterial y único: la intimidad de cada ser humano es un «para sí» que no se trasvasa a la vida psíquica ajena, y que sólo se deja descubrir y potenciar a través de la respuesta entrecruzada del amor.
2. El hábito propiamente dicho se enraíza en nuestra facultad, adquiriendo una peculiar forma de persistencia. No la persistencia propia de una verdad objetiva, de una fórmula matemática, de la belleza de un lienzo. Sino la persistencia de la libertad curtida y afianzada: perduración de modo completamente real del acto mismo en la profundidad de la sustancia. En este sentido, posee el amor quiescente a la persona, como hábito, una sobreactualidad precisa: tanto por arriba –por su referente que es la persona–, como por abajo, por su enraizamiento sustancial. Con otras palabras: “Lo nuevo aquí es que no solamente las «palabras» dichas en el amor perduran en su validez, no solamente se fija una posición permanente ante el otro, sino que esa actitud pervive como tal en nuestra alma coloreando y modificando todas nuestras situaciones. Esta actitud sigue, como concreta realidad psico-espiritual idéntica, totalmente viva en el alma, y modifica el estado íntegro de nuestras vivencias. Si deja de existir, se modifica por completo todo lo que vivenciamos actualmente […]. No sólo existe una posición permanente, no sólo la «palabra» expresada es válida más allá de su realización, sino que la actitud como tal sigue viviendo plenamente, y no queda interrumpida por el hecho de que, como tal, no llene en un momento determinado nuestra conciencia actual o no sea realizada de modo actual. Además, mediante esta existencia real, completamente sobreactual, tiene esa actitud el carácter tanto de un preludio con respecto a todo lo realizado de modo actual, como de un trasfondo sobre el que todo lo demás se escenifica”[20]. El amor quiescente, en virtud de su profundidad constitutiva, no sólo extiende su validez más allá de la realización actual, sino que forma un plano estructuralmente profundo en nuestra alma, la intimidad, y allí perdura en plena realidad e identidad, irradiando sobre todo lo actualmente vivido. Y en virtud de su profunda sobreactualidad, “esta actitud tiene la tendencia a volver incesantemente a su actualización plena. Cuando amo a una persona con amor esponsalicio, me veo impelido a volver una y otra vez a la plena actualización. Si estoy constreñido a concentrarme en otras cosas, a trabajar, a hablar con otras personas, me impulsa a renglón seguido y de modo incesante a concentrarme de modo actual en la persona amada, a pensar en ella, a hablarle interiormente o simplemente a dejar que la corriente del amor fluya hacia ella”[21].
También puede ser amor perfecto, por lo tanto, el que uno se tiene a sí mismo como persona, y nunca como cosa. “Me parece decisivo tener en cuenta que, en la afirmación amorosa a nosotros mismos, nos estamos viendo ante todo como personas, es decir, como seres que tienen en sí mismos la justificación de su propia existencia. Incluso cuando nos estamos haciendo reproches pensamos y valoramos desde las tendencias, temores y finalidades que pertenecen a la esencia de nuestro ser más íntimo. Y esto es precisamente lo que no estamos haciendo cuando, impulsados por el deseo de poseer, miramos al otro como un objeto para satisfacer nuestro apetito, como el simple portador de unos encantos, como un medio para el fin”[22].
[1] René Arnou, Le désir de Dieu dans la philosophie de Plotin, 191 ss; 218 ss.
[2] «Nisi ipsa anima super se se effundat, non pervenit ad visionem Dei et ad cognitionem substantiae illius incommutabilis. Nam modo, cum adhuc in carne est, dicitur ei: ubi est Deus tuus? Sed intus est Deus ejus, et spiritualiter intus est, et spiritualiter excelsus est: nec pervenit anima ut contingat eum, nisi transierit se» (Enarrationes in Psalmos, In Psal. 130, n. 12).
[3] Intravi in ipsius animi mei sedem, quae illi est in memoria mea, quoniam sui quoque meminit animus» (De Trin. 10., 10, c. 25, n. 36).
[4] «Ubi enim inveni veritatem, ibi inveni Deum meum ipsam veritatem» (Conf., 10, c.24, n. 35).
[5] Conf., 3, c. 6, n. 11.
[6] «Ad interiorem mentis memoriam qua sui meminit, et interiorem intelligentiam qua se intelligit, et interiorem voluntatem qua se diligit» (De Trin., 14, c. 7, n. 19).
[7] Sobre la fenomenología de la conciencia, cfr.: Aron Gurwitsch, Théorie du champ de la conscience. París, 1957; H. Ey, La conciencia. Madrid, 1967; Igor A. Caruso, Bios, Psique, Persona, Madrid, 1965.
[8] Esta argumentación es la que ofrece S. Strasser en Seele und Beseeltes, 182-192.
[9] S. Strasser, Seele und Beseeltes, 190.
[10] Es lo que puede decirse del «sentire» escolástico: no se puede hacer entrar en este ámbito inferior la captación de entes como entes.
[11] A diferencia de la autoconciencia primordial, el conocimiento reflexivo de sí no tiene ya por objeto el sujeto pensante, sino el sujeto pensado. Únicamente tiene lugar cuando ciertos actos de la conciencia pasan del estado de actualidad ejercida al de actualidad objetivada, o sea, mantenida y enfrentada en la conciencia. Hay, pues, una conciencia intencional (elemental, temática y tética), tanto si se vuelve objetivamente hacia sí misma como si se orienta objetivamente hacia algo exterior. Es reflexivamente consciente de sí el que vuelve sobre su propia existencia, sobre su naturaleza y sobre su estado o los hace objeto de actos intencionales. Pero también hay conciencia de objetos reales o posibles ajenos al yo.
[12] J. J. López Ibor, El descubrimiento de la intimidad y otros ensayos. Este autor señala con algunas frases aparentemente felices lo que podría ser la intimidad, aunque en realidad a nada concreto se refieren. Un ejemplo: la intimidad, “reducto más entrañable de nuestra existencia” (24). John W. Flesey, Intimacy and spiritual development: a study of the dynamics of authentic intimacy. Sobre las modificaciones contemporáneas del concepto psicológico de intimidad, véase Anthony Giddens, La transformación de la intimidad.
[13] Jerry Greenwald, Creative Intimacy, 205.
[14] Q. Disp. De Virt. in communi, q. un. a. 1 c. Y aun cuando haya dos tipos de hábitos, los entitativos –los propiamente corporales que disponen a la sustancia en sí misma, como la salud o la enfermedad, el vigor o la debilidad, la belleza o la deformidad– y los operativos – que disponen a las facultades–, en ambos casos lo más propio y primario del hábito es determinar inmediatamente la naturaleza humana, sea la naturaleza de la sustancia, sea la naturaleza de la facultad. El orden a la naturaleza es, en el hábito, más eminente que el orden a la operación. Este afincamiento en la naturaleza es de diversa índole: sólo cuando es estable y difícilmente mudable en el sujeto se llama hábito (e{xi»). Si, en cambio, es inestable y cambia fácilmente estamos ante una mera disposición (diavqesi»). Del enraízamiento determinativo en la naturaleza se sigue que el hábito es una disposición buena o mala: al ser una disposición inmediata de la naturaleza resulta que ha de disponerla o bien o mal. Tanto los hábitos entitativos como los operativos son realizadores de la naturaleza misma. Y pueden ser buenos o malos.
[15] Este aspecto no fue suficientemente subrayado por López Ibor en su libro sobre El descubrimiento de la intimidad.
[16] A este ámbito pertecene la mayor parte de los contenidos asignados por Freud al inconsciente. Para Freud el consciente es el conjunto de ideas, nociones, imágenes, recuerdos, representaciones que el individuo es capaz de evocar voluntariamente, y que por ello puede controlar, reanimar, hacer aparecer y desaparecer. El inconsciente es –por debajo de las ideas claras y actos controlados– el mundo de fuerzas oscuras, poderosos instintos insatisfechos o desviados de su fin, energías fundamentales. Contiene las fuerzas que nunca han sido conscientes o que quizá en un tiempo lo fueron y que más tarde fueron empujadas hacia esta zona. El hombre no puede evocar voluntariamente estos contenidos. Freud estima que la conciencia pierde importancia ante este gran descubrimiento. El inconsciente se convierte incluso en gestor de la unidad psíquica del hombre.
[17] No es correcta la postura de algunos antropólogos, como Gehlen, que postulan la Instinktlosigkeit (ausencia de instintos) en el hombre. Ello es exacto sólo en el nivel del acto, pero no en el de la virtualidad.
[18] Tanto para Freud como para Jung existe un inconsciente y un consciente diferentes y aun opuestos que se articulan en un conjunto. La primera estructura de la psique es el consciente, que tiene como función ayudar al individuo a adaptarse a la realidad; el yo se sitúa en su centro: es el «sujeto» del consciente. La segunda gran estructura de la psique es el inconsciente, para Jung con dos grandes flexiones: el personal y el colectivo. El inconsciente personal es algo que se hace progresivamente, como adquisición individual. Abarca los contenidos psíquicos que no han podido ser captados y asimilados por el sobrecargado consciente y, además, los procesos olvidados o reprimidos. El inconsciente colectivo contiene procesos no personales del individuo y que no han sido adquiridos por él. Proviene de una transmisión heredada, étnica, de recuerdos y comportamientos típicos. No se trata de una herencia de ideas como tales, sino de potencialidades de esas ideas. Mientras el inconsciente personal tiene carácter ontogenético, el colectivo lo tiene filogenético. En Jung la parte reprimida pierde importancia, pues acentúa los contenidos heredados del inconsciente colectivo. Los contenidos del inconsciente son indiferenciados y representan potencialidades no estructuradas, reacciones universales, que corresponden a los orígenes y a la evolución del ser humano y de su medio. Por tanto, la conciencia es una función completamente individualizada, que opera de modo personal en cada individuo, en su adaptación al mundo. En cambio, el inconsciente no está ligado al mundo exterior y solo obedece a sus propias leyes internas. C. G. Jung, El yo y el inconsciente, Barcelona, 1955, 70-80.
[19] D. von Hildebrand, La esencia del amor, 81.
[20] D. von Hildebrand, La esencia del amor, 80.
[21] D. von Hildebrand, La esencia del amor, 80.
[22] J. Pieper, 153.
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