José de Ribera (1591-1652): “Sileno ebrio”. Con estilo naturalista y una estética colorista, pinta a un Sileno que se aferra a la copa, la única realidad que aparentemente le presta seguridad, en cuanto que es continuamente colmada de vino.

 

 1.     Del sueño apolíneo a la embriaguez dionisíaca

La concepción moderna de la historia responde, según Nietzsche, a la medida de las masas adocenadas: el proceso que esa historia traza viene a ser un sistema universal del egoísmo racional del Estado que, con su poder militar y policial, proyecta un camino fácil hacia la instauración de la mediocridad. Por eso Nietzsche exige, en primera instancia, que la historia se piense desde las grandes individualidades:

«Un día llegará en el que las masas no sean ya tomadas en consideración, sino de nuevo los individuos, que son una especie de puente sobre el río tumultuoso del de­venir. Estos no siguen un proceso, sino que viven temporalmente […] como la re­pública de los geniales; un gigante llama a otro gigante a través de los desiertos inte­respacios de tiempo […] La meta de la humanidad no puede estar al final, sino sólo en sus más altos ejemplares»[1].

Pero, una vez utilizado el genio o el gran individuo para barrer el sentido racional del Estado, paradójicamente Nietzsche indica que el des­tino supremo de todos los hombres está en la comunión irracional y en la indistinción natural dentro  de un mundo dionisíaco. En un texto del Nacimiento de la tragedia señala la meta que el hombre debe conseguir en el mundo para sentirse lleno y perfecto, mediante una transformación es­catológica, similar a la preconizada por los joaquinistas del siglo XII en el «Evangelio eterno», evangelio de la alegría y de la plenitud del gozo:

 «Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza (Bund) entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de re­conciliación (Versöhnungsfest) con su hijo perdido, el hombre.[…]. Ahora, en el «evangelio de la armonía universal», cada uno se siente no sólo reunido (vereignigt), reconciliado (versöhnt), fundido (verschmolzen) con su prójimo, sino uno (eins) con él, cual si el velo de Maya estuviese desgarrado y ahora sólo ondease de un lado para otro, hecho jirones, ante lo misterioso Uno-Primordial (UrEinen). Cantando y bai­lando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad (Gemeinsamkeit) superior […][2].

En este texto Nietzsche subraya que al romper los límites de su indivi­dualidad el hombre queda incluido en una vida más amplia y englobante. Primero en la alianza del hombre con el hombre. Segundo, en la «concordancia» del hombre con la naturaleza, la cual celebra su reconci­liación con su hijo. La naturaleza no es ya para el hombre una cosa ex­traña y amenazante, sino el lugar familiar en que se celebra el «evangelio de la armonía universal».

La meta de la historia es que el hombre se unifique con la naturaleza. Porque la armonía producida no es solamente una reconciliación psico­lógica y moral de lo que anteriormente estaba desunido, sino una unifi­cación ontológica, un ser-uno de hombre, naturaleza y principio origina­rio.

Esta transformación escatológica acontece en un estado especial, el dionisíaco, entendido por Nietzsche como estado puerocéntrico y lúdico.

Ya Heráclito, como recuerda Nietzsche, entendía el nexo del ser en el devenir y de lo uno en lo múltiple a través del juego, simbolizado física­mente en el juego del fuego consigo mismo[3]. También Nietzsche estima que la actividad fundamental del universo y del hombre se resume en un juego incesante y giratorio de la voluntad consigo misma; por lo que pro­cede no sólo a la afirmación de la voluntad heroica contra el pasado (desenmascarando al hombre pre-histórico), sino a la proyección metafí­sica del eterno retorno lúdico, fundante del verdadero hombre histórico.

Nietzsche une esta consideración metafísica del juego al modo de tratar psicológicamente el tiempo en que ese juego acontece.

La captación psicológica del tiempo real no está ligada, según Nietzsche, al campo de la conciencia vigil, sino a vivencias subconscientes o marginales a la conciencia; concretamente a la vivencia de la embria­guez, o mejor, de un tipo de embriaguez.

Por eso es preciso estudiar previamente el conjunto de estados psico­lógicos que, a juicio de Nietzsche, nos conectan a distintos aspectos de la realidad.

En el planteamiento que Nietzsche hace de los estados psicológicos que ponen al hombre en contacto con lo real subyace la tesis de Schopenahuer sobre la supremacía de la voluntad y del inconsciente. Si el fundamento de todo lo real es la «voluntad inconsciente» primordial, y si la «inteligencia consciente» nos da a conocer fenómenos que sólo son la «apariencia de esa voluntad», entonces ‑dice Nietzsche‑ la existencia real, vivida en estado de vigilia o conciencia despierta, es pura apariencia ‑el velo de Maya que cubre lo real‑ y, como tal, incapaz de dar satisfacción al hombre. El hombre logra algún destello de realidad solamente en esta­dos que, de un lado, afecten internamente a la inteligencia pero que, de otro lado, queden desvinculados de su forma consciente o vigil: han de estar flanqueándola.

«En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la realidad, en el sueño (Traum) y en la embriaguez (Rausch)«[4].

Y esto acontece en el hombre normal. La diferencia entre el sueño y la embriaguez consiste en que el primero dispone a ver, a explicar, a rela­cionar; la segunda provoca la pasión, la gesticulación, al canto y la danza[5]. Son dos estados que se dan no sólo en el artista, sino en todo hombre normal, aunque quizás en distinta medida o intensidad:

«De dos estados de ánimo surge el arte del hombre como una fuerza natural, dispo­niendo de él por completo: como síntesis de la visión y como consecuencia de lo or­giástico. Ambos estados de ánimo, aunque más débilmente, suelen encontrarse en la vida normal: en el sueño y en la embriaguez»[6].

 El sueño expresa la actividad que, según Nietzsche, correspondía al dios mítico Apolo[7]; la embriaguez, la del dios mítico Diónisos. Nietzsche subraya que ambos estados tienen la excepcionalidad de lo similar a lo morboso. En el hombre normal son tensiones menos perceptibles, pero en el artista pueden llegar a ser enfermizos. Es un modo de  tomar lo en­fermizo y morboso como norma estética y moral del hombre; o un modo de entender al hombre como «un animal enfermo». Lo que en la estética y en la moral guía al hombre no es la potencia de lo espiritual lúcido, sino la potencia desbordada ‑la embriaguez y la agudeza de ciertos senti­dos‑ de lo inconsciente, similar a la de muchas enfermedades nerviosas:

 «Al artista le forjan los estados excepcionales; todos los estados que son profunda­mente afines y van ligados a fenómenos morbosos; tanto que no parece lógico ser ar­tista sin estar enfermo»[8].

 En un esquema resumimos el pensamiento de Nietzsche sobre la rela­ción entre la conciencia, el sueño y la embriaguez como fenómenos «normales»:

 

 

2.  Sueño y arte apolíneo: la mesura onírica

Si la «inconsciencia impulsiva» es lo primordial y fundamental, la «conciencia cognoscitiva» sólo es accidental y derivada. La inteligencia no capta la realidad tal como es en sí, sino la realidad tal como se nos aparece ante nuestras facultades limitadas, finitas, desfiguradoras. Sin embargo, es el sueño, el «campo onírico», el que se relaciona con la «apariencia del mundo», de modo que en aquel ámbito «cada hombre es artista completo», pues no está retenido por la fuerza limitante de la conciencia vigil. En el sueño yo hago de las figuras lo que quiero; e in­cluso hago las figuras que quiero. Pero siempre me relaciono a figuras, a formas individualizadas, cuyo perfil y porte se presentan nítidamente ante mí. El arte figurativo (escultura, pintura, poesía épica y ritmo) está ori­ginado por esa dimensión onírica de nuestro psiquismo. La comprensión inmediata de la figura individual desata nuestro gozo; pero la realidad de tal figura es meramente onírica, ensoñada, por lo que contemplamos con el mismo placer no sólo las imágenes agradables y claras, sino las tristes y oscuras[9].

Ahora bien, el sueño al que Nietzsche se refiere no nos da una pura ilusión patológica. No es una huída beoda de la realidad. Tal sueño está sometido a «medida»: es mesurado, sobrio. El nivel psicológico del sueño ‑que es el mismo que el de la conciencia y  el de la embriaguez‑ es como un velo, tras el cual se oculta la realidad profunda de la voluntad incons­ciente. Pero el sueño ‑a diferencia de la conciencia vigil‑ hace que el «velo de la apariencia» (Schleier des Scheines) quede en un movimiento ondeante (flatternder Bewegung), tras cuyas sacudidas deja entrever las formas básicas de lo real[10].

Nietzsche aplica en este punto aquella concepción estética fundamental del juego cósmico ‑el juego en la necesidad‑ entrevista por Heráclito:

«Un devenir y un perecer, un construir y un destruir sin ninguna responsabilidad mo­ral, con una inocencia eternamente igual, lo tienen en este mundo sólo el juego del ar­tista y el juego del niño. Y así como juegan el niño y el artista, así juega también el fuego eternamente vivo, así destruye y construye, inocentemente. Y este juego lo juega el tiempo cósmico consigo mismo»[11].

Como consecuencia de esta concepción estético-lúdica, Nietzsche define el sueño como «el juego del ser humano individual con lo real», siendo el artista figurativo (en sentido amplio) «el juego con el sueño«. Piénsese, por ejemplo, en una estatua del dios Apolo. La realidad marmórea de esa estatua no es su realidad onírica o artística:

«Lo real de la estatua en cuanto figura onírica es la persona viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen de la fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo real; cuando el artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el sueño»[12].

 

3. Embriaguez y arte dionisíaco

 

La embriaguez que Nietzsche considera no es lo que normalmente se entiende por el estado patológico de la borrachera, estado fisiológico que conlleva una exaltación psíquica extrema, producida generalmente bajo la influencia del alcohol y de los estupefacientes, y cuyo efecto más nefasto es la pérdida de la conciencia o razón. Habla, más bien, de una embria­guez normal e íntima del alma misma, por la que el hombre está como «fuera de sí», aunque sin control racional de su conducta. Esta embria­guez es equivalente al éxtasis, tal como se manifiesta en las formas de culto en los pueblos primitivos y cercanos a la naturaleza.

Si el arte apolíneo es el juego con el sueño, el arte dionisíaco, en cam­bio, es el juego con la embriaguez (Rausch) y con el éxtasis (Verzüc­kung). Es el juego de Diónisos. Lo propio de la embriaguez es el «olvido de sí», provocado bien por el alcohol y los estupefacientes, bien por la erupción del instinto primaveral. En el estado de embriaguez se rompe el principio de individuación, la subjetividad individual, y se im­pone la «eruptiva violencia de lo general-humano (Generell-Menschlichen) y de lo universal-natural (Allgemein-Natürlichen)»[13]. En las fiestas de Dióni­sos los hombres se reconcilian entre sí, con las fieras y con la naturaleza entera.

El hombre no es ya un artista, sino una obra de arte. Y si los sueños le hacían ver los dioses caminando extáticos y erguidos, la embriaguez hace que él mismo camine como un dios. Lo que entonces se revela no es la potencia de la subjetividad individual, sino el poder de la naturaleza:

«Este ser humano configurado por el artista Diónisos mantiene con la naturaleza la misma relación que la estatua mantiene con el artista apolíneo»[14].

El arte dionisíaco no es figurativo, y se manifiesta en la música tonal o en la poesía lírica.

 

a) Dos formas de embriaguez dionisíaca.

 

Pero Nietzsche no defiende la embriaguez dionisíaca de los bárbaros: una embriaguez completamente animalizadora, propia de festividades que se desbordaban en desenfreno sexual:

«Aquí eran desencadenadas precisamente las bestias más salvajes de la naturaleza, hasta llegar a aquella atroz mezcolanza de voluptuosidad y crueldad que a mí me ha parecido siempre un «bebedizo de brujas» auténtico»[15].

Nietzsche resalta el hecho de que contra estas febriles emociones los griegos clásicos estuvieron protegidos por la figura preclara de Apolo. Y cuando del fondo mismo del hombre griego ‑como de todo hombre‑ se abrieron paso oscuros instintos similares, la actuación del dios Apolo procuró reconciliarlos. De modo que «las orgías dionisíacas de los grie­gos tienen el significado de festividades de redención del mundo y de días de transfiguración«. Cierto es que también aquí se ha desagarrado el principio de individuación, ha sido rota la subjetividad individual, pero ese desgarramiento «se convierte en un fenómeno artístico». La volup­tuosidad y la crueldad salvajes han quedado mesurados[16].

 

b) Una «sobria ebrietas»

 

Cuando se produce una infracción del principio de individuación y de la subjetividad individual (olvido de sí), «se apodera del ser humano un delicioso éxtasis (Verzückung) dionisíaco, análogo a la embriaguez (Rausch) provocada por el vino»[17]. Nietzsche define, pues, la embriaguez como «el juego de la naturaleza con el ser humano», y el acto artístico dionisíaco como «el juego con la embriaguez». Semejante acto no puede ser el de la conciencia vigil ‑pues el artista está sumido en un excitante olvido de sí‑, pero tampoco el de una inconsciencia pura ‑porque enton­ces el artista no sabría que está actuando‑:

«Es algo similar ‑dice Nietzsche‑ a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se ba­rrunta que el sueño es sueño. De igual modo el servidor de Diónisos tiene que estar embriagado (Rausch) y, a la vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador (Beobachter). No en el intercambio (Wechsel) de sobriedad (Besonnenheit) y embria­guez (Rausch), sino en la conjunción (Nebeneinander) de ambos se muestra el artista dionisíaco. Esta conjunción caracteriza el punto culminante del mundo griego»[18].

No una «ebrietas» seguida de una actitud «sobria», sino de una estruc­tura compleja simultánea: «sobria ebrietas».

La síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco se alcanza en la tragedia, donde puede hablar el profundo y oscuro sentimiento dionisíaco bajo la apariencia figurativa de la palabra y del teatro.

La estructura compleja de esta embriaguez pudo Nietzsche haberla en­contrado, al filo de sus estudios de filología clásica, en los movimientos neoplatónicos[19]. Filón de Alejandría utilizó el término méthe néphalios[20] para designar no un acto de conocimiento normal y sereno, sino un acto que es y no es al mismo tiempo conocimiento: «acto supremo de conoci­miento que consiste en la unión mística con lo divino».

El filósofo que con más insistencia ha defendido en la Edad Moderna el valor cultural de un tipo de embriaguez no estrictamente espiritual, pero tampoco completamente fisiológica, ha sido Nietzsche, proclamando in­cluso la necesidad de una moderación o mesura de los ímpetus dionisía­cos, en términos que aparentemente coinciden con la propuesta de la clá­sica me‰qh nhfa‰lioß, pero que en realidad distan mucho de poderse pa­rangonar con ella.

¿Cuál es la tesis nietzscheana y en qué se diferenciaría de la doctrina clásica? Para no perdernos en detalles, nos detendremos en el ánalisis de unas pocos puntos fundamentales.

 

4. Efectos de la embriaguez nietzscheana

 

En la embriaguez se opera al menos una cuádruple transformación: 1ª. de la conciencia comunitaria; 2ª. de la conciencia de realidad; 3ª. de la misma conciencia cognoscitiva; 4ª. de la conciencia del tiempo.

 

a) Transformación de la conciencia comunitaria

 

Por efecto de la sobria embriaguez, mediante el ímpetu de lo dioni­síaco, se opera en la conciencia humana una profunda transformación, similar, como dijimos, al salto escatológico preconizado por los joaqui­nistas en el «evangelio eterno»: el ser humano se siente reconciliado con la naturaleza toda y con su principio inconsciente:

«Ahora, en el «evangelio de la armonía universal», cada uno se siente no sólo reu­nido, reconciliado, fundido (verschmolzen) con su prójimo, sino uno (eins) con él»[21].

El hombre se extralimita individualmente hacia la naturaleza (vegetal y animal) y concuerda con el Uno-Primordial, fundiéndose ontológica­mente con ese principio[22].

 

b) Transformación de la conciencia de realidad

 

Nietzsche destaca asimismo en la Voluntad de Poder dos modificacio­nes que en el hombre acontecen cuando se le manifiesta lo real: suprapo­tenciación orgánica y transfiguración de la realidad.

En primer lugar, el aumento de la conciencia de fuerza:

«El sentimiento de embriaguez suele determinarlo un aumento de fuerza […] El estado de placer que conocemos por embriaguez es exactamente un alto sentimiento de pode­río…»[23].

No se trata de un estado ilusorio que nos impidiera captar los obstácu­los y nos empujara a apreciar enérgicamente nuestra fuerza. Esta sensa­ción de embriaguez es un estado normal que nos permite percibir una so­bredosis de fuerza[24] que se proyecta en diferentes direcciones:

«La fuerza se manifiesta como sentimiento de soberanía en los músculos, como agili­dad y placer en los movimientos, como danza, ligereza, ritmo rápido; la fuerza de­viene del gozo de mostrar esta fuerza, convirtiéndose en un «golpe de bravura», una aventura, una intrepidez, una indiferencia hacia la vida y la muerte»[25].

 

Transfiguración de la realidad. La referencia a la realidad en general queda modificada. De un lado, Nietzsche habla de una «fuerza de transfi­guración en la embriaguez» que reviste la realidad de una «forma» nueva. De otro lado, dice que el hombre ha «perdido de vista toda realidad». La realidad no es ya sentida como un obstáculo que limita la vida, sino como el soporte fundamental al que el hombre se siente profunda e íntimamente ligado. En esto se basaba la experiencia del Uno-Primordial. La realidad no se muestra al hombre como una cosa extraña; más bien desaparece de su conciencia como realidad, en la medida en que el hombre se siente en unidad con ella[26].

 

c) Transformación de la conciencia cognoscitiva

 

La conciencia se ve elevada a una gnosis suprema, a un aumento de la sensibilidad  y a un afinamiento de la comprensión.

Gnosis suprema. Esta experiencia del ser-uno no es un iluso embau­camiento que se produciría en el hombre por causa de una perturbación de sus facultades de discernimiento, sino una «revelación», en la que algo real, una realidad más profunda, aparece al hombre.

«La embriaguez no debe, pues, ser clasificada entre los fenómenos patológicos, por­que ella es una fuerza reveladora suprema»[27].

Aumento de la sensibilidad. Nietzsche habla de un «afinamiento del ór­gano que percibe los fenómenos más insignificantes y más fugitivos»[28].

 

Afinamiento de la comprensión. La facultad de comprender se intensi­fica.

«El órgano se afina para percibir muchas cosas pequeñas y fugaces; es la adivinación, la fuerza de comprender mediante la mínima ayuda la más ligera sugestión: la «sensibilidad inteligente»»[29].

La adivinación es una capacidad de captar todas las cosas a primera vista en su orden propio. Esa captación es «inmediata» o intuitiva, debida a una «sensibilidad inteligente» (intelligente Sinnlichkeit), forma cog­noscitiva cuya estructura implica dos polos simultáneos, el sensible y el intelectual:

«El acto intelectual de «comprensión» no es posterior o añadido a la aprehensión sen­sible, sino algo que está ya contenido en ella de modo originario e indisociable. Es, pues, un acto único, indivisible, que es al mismo tiempo percepción e interpretación, sin que sea necesaria una ulterior reflexión sobre esto»[30].

 

d) Transformación de la conciencia del tiempo

 

En esta transformación el hombre experimenta un triple fenómeno: ampliación espacio-temporal; suspensión del tiempo en el instante; con­centración del instante como «eterno retorno».

 

Ampliación espacio-temporal. El cambio de disposición interior se acompaña a la vez de un cambio de la conciencia del espacio y del tiempo[31].

«Las sensaciones de tiempo y de espacio han cambiado; se abarcan con la mirada le­janías inmensas que parecen solamente entonces hacerse perceptibles. El ojo se ex­tiende sobre grandes multitudes y grandes espacios»[32].

 

Suspensión del tiempo en el instante. También se modifica la concien­cia del tiempo: «uno no da crédito ni a sus ojos, ni a su reloj»[33]. En la embriaguez el tiempo parece como suspendido. «El pasado no es ya sen­tido como un fardo pesado, ni el futuro como una amenaza; el tiempo pa­rece inmovilizado en un «ahora inmóvil»»[34]. Es preciso recordar aquí el conocido pasaje del primer apartado de la Segunda consideración intem­pestiva:

«El que no sabe reposar sobre el dintel del momento [del instante], olvidando todo el pasado, el que no sabe erguirse, como el genio de la victoria, sin vértigo y sin temor, no sabrá nunca lo que es la felicidad. […] Un hombre que estuviera absolutamente desprovisto de la facultad de olvidar y que estuviera condenado a ver en todas las co­sas el devenir, tal hombre no creería siquiera en su propio ser, no creería en sí mismo».

Esta posibilidad feliz de olvidar, de «no sentir históricamente» está realizada en la embriaguez bajo una forma pura, lo mismo que el hombre busca olvidar en el vino[35].

 

Concentración del instante como «eterno retorno». El presente es tan sólo la despedida del pasado y el anuncio del futuro. Y así sucesivamente. A un presente le sucede otro presente. Pero Nietzsche pretender suprimir esa fugacidad, porque desea que el «instante» sea «eterno»: algo que por sí mismo el instante no puede ser, aunque Nietzsche se empeñe. Pues bien, sólo si el instante lo es «todo», el momento presente suprime su propia fugacidad.

Para Nietzsche, el presente no es una ilusión: existe, y existe real­mente. Pero quiere darle al instante una intensidad suprema, desea que deje de ser efímero o fugaz. Quiere curar al tiempo de su temporalidad.

Exige para ello que el instante sea eterno, y, con ello, que nada sea efímero. Nietzsche realiza la eternización del instante proponiendo que el tiempo sea circular: que el pasado pueda volver a pasar; que el presente pueda volver a suceder; que en el círculo del tiempo el futuro se dé la mano con el pasado. De este modo, una acción cualquiera se repite eter­namente. Al instante le espera una eternidad futura, un movimiento sin principio ni fin.

Nietzsche llamó «gran mediodía» la hora de la divulgación del eterno retorno. El mediodía habitual viene a ser el símbolo de ese «gran me­diodía». ¿Qué acontece en el mediodía habitual? Que hay una gran calma y una especie de plenitud. Es el momento más pleno del día. Pues bien, el «gran mediodía» de Nietzsche es un momento que encierra dos expe­riencias que son como dos aspectos de la embriaguez dionisíaca[36]:

1ª. Experiencia de una eternidad que se despliega en el interior de la temporalidad,

2ª. Experiencia de una plenitud del mundo, que se revela a la vez con la primera.

 

5. La embriaguez dionisíaca y el espíritu en el mundo.

 

Si observamos detenidamente la propuesta de Nietzsche, caeremos en la cuenta de que no existe para él una eternidad verdadera que trans­cienda el devenir y el tiempo.

El tiempo ‑decían los pensadores clásicos‑ se hace en el curso móvil de los seres materiales: sin materia y sin movimiento no hay tiempo. Con la materia sólo existe una terrenalidad concreta y finita.

Pero Nietzsche quiere hacer que la eternidad coincida con un «tiempo que no acaba», que no tenga principio ni fin. ¿Pero es así esencialmente la eternidad? No, de ninguna manera. Nietzsche confunde la eternidad con una forma del tiempo. Decía Santo Tomás:

«Es evidente que el tiempo no se identifica con la eternidad. Mas, en cuanto al funda­mento de su diversidad, consiste para algunos en que la eternidad carece de principio y de fin, y el tiempo, en cambio, tiene principio y fin. Pero esta diferencia es acciden­tal y no esencial, porque, aun en la hipótesis de que el tiempo no hubiese tenido prin­cipio ni haya de tener fin, como admiten los que tienen por sempiterno el movimiento del cielo, todavía quedaría en pie la diferencia entre tiempo y eternidad, como dice Boecio, debido a que la eternidad existe toda a la vez, cosa que no compete al tiempo, porque la eternidad es la medida del ser permanente, y el tiempo lo es del movi­miento»[37].

O sea, puede existir un tiempo eterno (sin principio ni fin), pero «creado» por un ser eterno. No hay contradicción en ello.

Entonces, ¿por qué se empeña Nietzsche en hacer coincidir la eterni­dad con una forma del tiempo? El sentía repugnancia hacia lo espiritual, hacia la realidad del espíritu y necesitaba abolir la transcendencia misma del espíritu (una transcendencia no temporal u horizontal, sino intempo­ral, vertical, cuasi eterna).

El sustituto del espíritu verdaderamente intemporal es el «tiempo cir­cular», el eterno retorno, mediante el cual quiere el hombre rescatar la eternidad del ahora fugaz y amenazado de muerte. Con el eterno retorno pretende Nietzsche contradictoriamente transfigurar lo efímero en eter­nidad. Porque para él no existe otro modo de supervivencia que la conse­guida en el instante fugaz.

La eternidad ‑decían los clásicos‑ es «la posesión totalmente simultánea y perfecta de la vida interminable» (definición de Boecio). Frente a ella, el instante es imperfecto. El mismo Santo Tomás de Aquino, refiriéndose a la imperfección del instante, afirmaba lo siguiente:

«Dos cosas hay que distinguir en el tiempo: el «tiempo» mismo que es sucesivo, y el «ahora» (nunc) del tiempo, que es imperfecto. Pues bien, para eliminar el «tiempo», se dice de la eternidad que es totalmente simultánea (tota simul), y para excluir el «ahora» del tiempo, se dice de la eternidad que es perfecta»[38].

Desde su punto de vista, Nietzsche afirma, en cambio, que la eternidad no es lo opuesto al tiempo: es el rostro esencial del tiempo. Por tanto, hay que celebrar esa eternidad en la vida y en el mundo: la vida tiene un ca­rácter celebratorio: se celebra en ellos su eternidad. El mundo se bendice a sí mismo como algo que debe retornar eternamente.

De modo que, en la doctrina de Nietzsche, el eterno retorno y la visión dionisíaca (celebración embriagante) son una misma cosa. Ambas se fun­dan en la tesis de que en esencia el hombre carece de espíritu; y por lo tanto su razón se debe convertir en simple herramienta de la embriaguez dionisíaca, más moderada quizás que la de los bárbaros, pero quizás también más perversa.

Apolíneo y dionisíaco no son sólo los polos de una tensión de fuerzas. Se encuentran jerarquizados, de modo que lo apolíneo acaba siendo un momento interior a la dionisíaco. No habría, pues, dos fases de fuerza, sino la afirmación sustancial de lo dionisíaco que engloba en su movi­miento lúdico de creación y recreación las apariencias apolíneas. Lo dio­nisíaco es el juego de la vida, con sus luces y sus sombras.

¿Qué expresa Nietzsche con la palabra «apolíneo»? El impulso a lo privado-racional de la vida humana.

«Se expresa [1] el impulso para existir completamente para sí, [2] el impulso hacia el «individuo», hacia lo simplificador, lo resaltante, fortificante, claro, inequívoco, tí­pico: la libertad bajo la ley».

¿Y con la palabra «dionisíaco»? El sentido público de la vida humana: la anulación de lo privado-individual-racional en lo público-orgiástico-in­consciente.

«Se expresa:  [1] un impulso hacia la unidad, [2] un tratar de aprehender lo que se en­cuentra más allá de la persona, de lo cotidiano, de la sociedad, de la realidad sobre el abismo del crimen: un desbordamiento apasionado y doloroso en estados de ánimo hoscos, plenos, vagos; [3] una extática afirmación del carácter complejo de la vida, como de un carácter igual en todos los cambios, igualmente poderoso y feliz; [4] la gran comunidad panteísta del gozar y del sufrir, que aprueba y santifica hasta las más terribles y enigmáticas propiedades de la vida;  [5] la eterna voluntad de creación, de fecundidad, de retorno; [6] el sentimiento de la única necesidad del crear y des­truir»[39].

Si la voluntad heroica adoptaba una actitud negadora de toda metafísica o «la muerte de Dios» ‑del Dios cristiano‑, la voluntad lúdica acaba para­dójicamente en una actitud religiosa. Nietzsche trata de sustituir a Cristo por el Diónisos del culto pagano, interpretado desde la perspectiva de la voluntad de poder, a la vez creadora y destructora. Reconoce Nietzsche que ese culto pagano, en cuanto forma del hombre religioso, es «reconocimiento y  afirmación de la vida», siendo Diónisos «una apología y una divinización de la vida», tipo de un espíritu arrebatado que «en sí resume y resuelve los problemas y las contradicciones de la vida», una vida plena, entera, «no negada ni desintegrada». Cuando opone Diónisos al «Crucificado» no pretende Nietzsche apuntar a una diferencia de mar­tirio o sufrimiento, sino a un sentido distinto del sufrimiento mismo. Porque la vida toda, en su fecundidad y retorno, se constituye trágica­mente ‑dionisíacamente‑ como elevación y descenso, «tormento, destruc­ción, voluntad de destrucción». Ha visto agudamente que el problema es el del significado del sufrimiento: un sentido cristiano o un sentido trá­gico.

«En el primer caso, el sufrimiento es el camino que conduce a una sana existencia; en el segundo, la existencia puede considerarse como algo lo suficientemente sagrado para justificar un enorme sufrimiento. El hombre trágico [dionisíaco] aprueba también el sufrimiento más áspero: para hacer esto es bastante fuerte, bastante completo, bas­tante divinizador; el cristiano dice que «no» aun a la más feliz suerte que haya sobre la tierra, y es débil, pobre, lo bastante desheredado para sufrir la vida en todas sus for­mas. El Dios en la cruz es una maldición lanzada sobre la vida, una indicación para li­brarse de ella. Diónisos despedazado es una promesa de vida: ésta renace eternamente y retornará de la destrucción»[40].

Nietzsche no sabe de la esencia misma del cristianismo que asume todas las realidades y las integra en la obra de la creación divina, sin marginar una tilde de ese mundo. Porque para el cristianismo el mundo no es malo, sino radicalmente bueno, participación del mismo acto creador.

Pero el problema de Nietzsche es el de toda la historiología dialéctica: el de la existencia misma de la creación del mundo y de la historia, junto con el de su sentido y su fin


NOTAS

[1]      Unzeitgemässe Betrachtungen, 2: Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben, § 9, Nietzsches Werke (V), A. Kröner Verlag, Leip­zig, 1930, 177.

[2]      Die Geburt der Tragödie, Nietzsches Werke (IV), A. Kröner Verlag, Leip­zig, 1930, 51-52.

[3]      Die Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen, 1873, Nietzsches Wer­ke (III), A. Kröner Verlag, Leipzig, 1925, 37.

[4]      Die dionysische Weltanschauung, Kritische Gesamtausgabe, Nachg. Schrif­ten (III/2), Walter der Gruyter, Berlin, 1973, 45.

[5]      Der Wille zur Macht, Nietzsches Werke (XII), A. Kröner Verlag, Leipzig, 1930, § 798.

[6]      Wille zur Macht, § 798.

[7]      Apolo es el dios que brilla por su sabiduría, conquistada con esfuerzo. Vence a la violencia y pone comedimiento en el entusiasmo: armoniza la razón y la pasión. Es el símbolo de la espi­ritualización y elevación humana.

[8]      Wille zur Macht, § 811.

[9]      Die dionys. Weltans., loc. cit., 45.

[10]     Die dionys. Weltans., loc. cit., 45-46.

[11]     Die Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen, loc.cit., 36.

[12]     Die dionys. Weltans., loc. cit., 46.

[13]     Die dionys. Weltans., loc. cit., 46-47.

[14]     Die dionys. Weltans., loc. cit., 47.

[15]     Die Geburt der Tragödie, Nietzsches Werke (IV), A. Kröner Verlag, Leip­zig, 1930, 54.

[16]     Die Geburt der Tragödie, loc. cit., 55.

[17]     Die Geburt der Tragödie, loc. cit., 50-51.

[18]     Die dionys. Weltans., loc. cit., 47-48.

[19]      Juan Cruz Cruz, «Sobria ebrietas». Nietzsche y las perplejidades del espíritu, Anuario Filosófico, XXXIII, 2, 1990, 29-50.

[20]     Méthe = embriaguez, borrachera; néphalios = sobrio, abstemio, moderado.

[21]     Die Geburt der Tragödie, loc. cit., 51-52.

[22]     Otto Friedrich Bollnow, Les tonalités affectives (traducción francesa de Das Wesen der Stimmungen, Frankfurt 1943) París, Ed. de la Baconière, 1953, cap. V: Ivresse et béatitu­de,  85-86.

[23]     Wille zur Macht, § 800.

[24]     O. F. Bollnow, o.c., 86-87.

[25]     Wille zur Macht, § 800.

[26]     O. F. Bollnow, o.c., 88-89.

[27]     O. F. Bollnow, o.c., 86.

[28]     Wille zur Macht, § 800.

[29]     Wille zur Macht, § 800.

[30]     O. F. Bollnow, o. c., 88.

[31]     O. F. Bollnow, o. c., 87.

[32]     Wille zur Macht, § 800.

[33]     Wille zur Macht, § 807.

[34]     O. F. Bollnow, o. c., 87.

[35]     O. F. Bollnow, o. c., 88.

[36]     O. F. Bollnow, o. c., 223.

[37]     Tomás de Aquino, I, 10, 4.

[38]     Tomás de Aquino, I, 10, ad 5m.

[39]     Wille zur Macht, § 1050.

[40]     Wille zur Macht, § 1052.