Antígona tiene el coraje de enfrentarse a las decisiones de Creonte, quien había prohibido dar sepultura a Polínice, hermano de Antígona. Esta decide rendir homenajes fúnebres a su hermano, a costa de su propia vida. La obra de Sófocles plantea la cuestión de si deben obedecerse las leyes humanas o las divinas, si son más importantes las leyes escritas que las no escritas. Un tema de actualidad.

 1. La tragedia de Antígona

La tragedia de Antígona, magistralmente concebida por Sófocles en Atenas 441 años a.C., significaba para Hegel el más alto presenti­miento que el mundo antiguo tuvo sobre el sentido ético de la mujer en la familia. Densas páginas de la Fenomenología del Espíritu (con­cretamente los dos primeros títulos completos de la penúltima parte, dedicada al espíritu o Geist) se proponen desentrañar ese sentido.

Dicha tragedia comienza en el momento en que Creonte manda honrar pomposamente el cadáver de Etéocles y prohibe ente­rrar el cadá­ver de Polínice, condenado a ser pasto de animales carro­ñeros[1].

Antígona es el paradigma de la «piedad» (eusébeia)[2], del culto a la unidad de la familia. Siente la necesidad imperiosa de dar sepultura a ese hermano sublevado contra la «patria», pues el acto de enterra­miento es el modo de devolver el muerto a los ancestros, al ámbito de su familia. Por la noche, aprovechando un descuido de la guardia, cu­bre de tierra el ca­dáver; pero es sorprendida y llevada ante el rey.

La única razón que Antígona aduce en su favor para defenderse es la inviolabilidad de las leyes divinas, las cuales cimientan el sentido del in­di­viduo en comunidad; la validez de tales leyes es universal, se ex­tiende desde el ámbito de los dioses olímpicos (con Zeus a la cabeza) hasta la os­cura región del Hades. No hay sitio en el universo entero en donde pueda darse una excepción a tales «leyes no escritas»: «No era Zeus quien me imponía tales órdenes; ni tales leyes han sido dictadas a los hombres por la Justicia que tiene su trono con los dioses de las profundidades, ni creí que tus bandos habían de tener tanta fuerza que habías tú, mortal, de prevalecer por encima de las leyes no escritas e inquebranta­bles de los dioses. Que no son de hoy ni de ayer, viven siem­pre y nadie sabe cuándo aparecieron. No iba yo a in­currir en la ira de los dioses violando esas leyes por temor a caprichos de hombre alguno»[3]. La «ley no escrita» es una regla universal del obrar moral, impresa inmediatamente por la naturaleza en la conciencia hu­mana.

Antígona es, desde luego, la figura de la gran individualidad moral, apasionada, leal a las leyes «no escritas», «divinas», grabadas en el co­ra­zón humano. Los grandes autores griegos creyeron siempre que estas leyes no son dadas por los hombres. Sófocles insiste sobre ellas en Edipo Rey[4] y en Ayante[5]. También se encuentran  expresadas por Tucídi­des en boca de Pericles[6] y por Aristóteles[7], entre otros.

Creonte dicta la pena de muerte contra Antígona, a pesar de que su hijo Hemón, enamorado de la audaz joven, le recomienda prudencia y mode­ración. Pero aquél no cede.

 

2. En fin, Antígona misma se da la muerte para li­brarse de un amor que iba a ser imposible a partir de este mo­mento, el del apuesto e intré­pido Hemón, hijo de Creonte. Las conse­cuencias de la muerte de Antígona son funestas incluso para la familia de Creonte. Pues el enamorado Hemón se mata, creyendo muerta a Antígona; y a continua­ción, llena de terror, se da muerte Eurídice, madre de Hemón y esposa de Creonte.

La colisión se produce por la unilateralidad del carácter de los con­ten­dientes. La superación de esa unilateralidad sólo se logra, según Hegel, eliminando al individuo que la mantiene. «El modo más cabal de este desa­rrollo es posi­ble cuando los individuos litigantes aparecen, según su exis­tencia concreta, cada uno en sí mismo como totalidad, de suerte que en sí mismos están en poder de lo que combaten, y violan por consiguiente lo que ellos, con­forme a su propia existencia, deberían honrar. Así, por ejemplo, Antí­gona vive bajo el poder estatal de Creonte, ella misma es hija de rey y prometida de Hemón, de manera que debería tributar obe­diencia al man­dato del príncipe. Pero también Creonte, que por su parte es padre y esposo, debería respetar la santidad de la sangre y no ordenar lo que contraviene a esta piedad. A ambos les es inmanente en sí mismos aquello contra lo que respectivamente se alzan, y quedan atrapados y que­brados en aquello mismo que pertenece al círculo de su propia existencia concreta. Antígona sufre la muerte antes de disfrutar de la danza nupcial, pero también Creonte es castigado en su hijo y en su esposa, que se matan, el uno por la muerte de Antígona, la otra por la de Hemón. De todo lo que de exquisito hay en el mundo antiguo y moderno –y lo conozco casi todo, y debe y puede conocerse– la de Antígona se me aparece desde esta perspectiva como la obra de arte más excelente, la más satisfactoria»[8].

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2. Destinación del hombre y la mujer

 

El juicio de Hegel sobre Antígona es extremadamente laudatorio. Y al explicarlo traza las líneas maestras de su concepto del destino de la mujer:  «Antígona –dice Hegel– es la obra de arte más sublime y más acer­tada de todos los tiempos. Todo es consecuente en esta tragedia. La ley pública del Estado, de un lado, y el íntimo amor familiar, así como el deber para con el her­mano, de otro, se enfrentan entre sí conflictiva­mente: el interés de familia es el pathos de la mujer, Antígona. El bie­nestar de la comunidad es el pat­hos de Creonte, el hombre»[9]

En la Fenomenología del Espíritu  afirma Hegel que, como An­tígona, una hermana es el supremo presentimiento de la esencia ética. No faltan intérpretes que ven detrás de estas palabras el profundo afecto que Hegel sintiera por su hermana Christiane. «El hermano es para la hermana el ser sereno por excelencia», dice Hegel. Y es oportuno re­cordar que Christia­ne se suicidó pocas semanas después de la muerte de Hegel, ha­ciendo cierto el juicio del filósofo sobre Antígona: «la pér­dida del her­mano es irreparable para la hermana».

Pero la relación entre hermanos se sitúa en el interior de la familia. Para Hegel, la familia, como tema filosófico, se inserta en la rela­ción que el «individuo» mantiene con el «Estado». Se ha dicho que el Estado hege­liano es totalitario, o que absorbe al individuo. Y hay ra­zones de peso para aceptar, en su generalidad, esta tesis. Pero también es cierto que en el propio sistema hegeliano hay elementos que permi­ten asignar al indivi­duo una posición peculiar frente al Estado, justo en el momento ético de la familia[10].

Siguiendo el orden que Hegel establece, la sustancia ética pasa por un momento de inmediatez y por otro de mediación. Pues bien, como espí­ritu inmediato y natural, la sustancia ética es la familia. El mo­mento de mediación de esa sustancia ética es la sociedad civil y el Estado.

El matrimonio contiene la vida natural en su totalidad como reali­dad y proceso de la especie. Pero además, la unidad interior de los sexos, que es sólo exterior en su existencia, «se transforma, en la auto­conciencia, en una unidad espiritual, en amor autoconsciente»[11].

Como ya he explicado en otro artículo de este blog, el pensamiento de Hegel sobre el tema que nos ocupa coincide con el de los movimientos anti-ilustrados y puede resumirse en dos series pa­rale­las que, entre Creonte y Antígona, se reparten los elementos ético-natura­les de la familia: varón-mujer, ciudad-casa, poder-piedad, Ley humana-Ley divina, fuerza-ternura, claridad-misterio, ciencia-intui­ción, animal-planta, mediación-inmediatez, trabajo-sosiego, universal-individual, pen­sar-vivir, razonar-representar.

 

1º  La  mujer está más próxima a lo natural, a la tierra, al fondo de las cosas, a lo particular y concreto; de ahí su ineptitud para la cosa pú­blica y para la empresa política. Esta concepción tiene una gran tras­cendencia social, científica y política: «Las mujeres pueden muy bien ser cultas, pero no están hechas para las Ciencias más elevadas, para la Filosofía y para ciertas producciones del Arte que exigen un universal. Pueden tener ocu­rrencias, gusto y gracia, pero no poseen lo ideal.[…] El Estado correría peligro si hubiera mujeres a la cabeza del gobierno, porque no actúan se­gún las exigencias de la universalidad (nicht nach den Anfor­derungen der Allgemeinheit) sino siguiendo inclinaciones (Neigung) y opiniones (Meinung) contingentes. La educación de las mujeres acontece, sin que se­pamos cómo, precisamente a través de la atmósfera de la representación (Vorstellung), más por medio de la vida (Leben) que por la adquisición de conocimientos (Kenntnissen), mientras que el hombre sólo alcanza su posición por el progreso del pensamiento (Gedankens) y por medio de muchos esfuerzos técnicos (technische Bemühungen[12].

 

2º La «determinación» de la mujer está exclusivamente en la casa fa­miliar; pues cuando los hijos alcanzan su mayoría de edad como per­sonas jurídicas, y quieren casarse, ocurre que los varones quedan des­tinados a ser «jefes» o «cabezas» (Haüpter) y las hijas a ser «esposas» (Frauen), en el sentido de «amas de casa». Ser mujer y ser esposa se equivalen[13]. El destino completo y absorbente de la mujer es el matri­monio. No así el del varón. Dentro de las relaciones entre el hombre y la mujer Hegel destaca que  la mujer ofrece su honor en la entrega sen­sible, cosa que no ocurre con el hombre, el cual hace su vida ética en otra esfera distinta de la fa­milia. «En esencia la destinación de la mujer reside únicamente en la re­lación matrimonial;  por lo tanto es necesa­rio que el amor alcance la forma del matrimonio y que los diversos momentos contenidos en el amor logren entre sí su relación verdade­ramente racional»[14].

 

3º En la familia, el hombre tiene forma de mediación, de brote; la mujer, forma de inmediatez, de fondo. El hombre se eleva a la ley hu­mana, positiva, y edifica la Ciudad. La mujer es la dueña de la Casa, la mantenedora de la ley divina, no escrita, inmediata. «El varón tiene su efectiva vida sustancial en el Estado, en la Ciencia, etc., y en general en la lucha y el trabajo con el mundo exterior y consigo mismo; y sólo a partir de su división puede conquistar su autónoma unidad consigo; pues en la familia tiene su intuición sosegada y su eticidad subjetiva y sentida. La mujer posee en la familia su determinación sustancial y en esta piedad  tiene su íntima disposición ética. Por eso en una de sus ex­posiciones más sublimes –la Antígona de Sófocles– la piedad ha sido expuesta funda­men­talmente como la ley de la mujer, como la ley de la sustancialidad subje­tiva sensible, de la interioridad que aún no ha al­canzado su perfecta reali­zación, como la ley de los antiguos dioses, de los dioses subterráneos, como ley eterna de la que nadie sabe cuándo apareció, y en ese sentido se opone a la ley manifiesta, a la ley del Estado. Esta oposición es la oposi­ción ética suprema y por ello la más trágica, y en ella se individualizan la feminidad y la virilidad»[15].

 

4º  Estas autoconciencias del varón y de la mujer, que difieren según la misma naturaleza, individualizan en sí mismas «dos esencias univer­sales del mundo ético, es decir, la ley divina y la ley humana«[16]. En el caso de la tragedia de Sófocles, la naturaleza espiritualizada toma la forma feme­nina en Antígona y la masculina en Creonte. En su inme­diatez, pues, la sustancia ética se constituye como «ley divina» y «ley humana». a) La ley divina  funciona como elemento de singularidad: se refiere a los penates propios, dioses lares o familiares. Es oculta, in­consciente. Tiene la forma de sustancia inmediata, de fondo, tierra o raíz. Si al espíritu ético se le quita la exterioridad y multiplicidad fe­noménica que adquiere espacio-temporalmente en cada individuo con­creto, puede ser representado como una figura propia que es honrada bajo la forma de los penates, constitu­yendo «aquello en que radica el carácter religioso del matrimonio y la familia: la piedad»[17]b) En cambio la ley humana  funciona como ele­mento de universalidad: con­tiene las leyes explícitas de la ciudad y de su vida política. Tiene la forma de brote, de operación. Es pública, exterio­rizada como la vo­luntad de todos.

 

5º La familia ofrece, para Hegel, un doble aspecto, natural y espiritual: Es un fe­nó­meno natural, fuertemente psicobiológico, anclado en el sentimiento amoroso, mediante el cual el hombre halla la carne de su carne en la mujer, y viceversa. Y es un fenó­meno espiritual, porque la familia no tiene su fundamento en la determi­nación inmediata del sentimiento amoroso. Si lo ético es uni­versal, enton­ces «la relación ética entre los miembros de la familia no es la del senti­miento ni la del contrato»[18]. La familia no se basa ni en el amor (que como sentimiento es perecedero), ni en el contrato (cuya relación jurídica puede ser rota y es por tanto contingente), ni en la producción y goce de los bienes (cuya institución sería utilitaria y, por tanto efímera), ni en la función educativa que pueda tener (la relación pedagógica, destinada a ha­cer del individuo un ciudadano, es aleatoria, de modo que cuando no se diera, se disolvería la familia). La familia, en conclusión, se basa en un fin espiritual. Y este fin es el individuo, pero no como naturaleza, sino como universal. El «individuo univer­sal» parece una contradicción; pero en términos hegelianos no lo es. «Universal» no es aquí la «individua­lidad» del ser vivo, que es contin­gente, sino la individualidad que está fuera de los accidentes de la vida: la individualidad del muerto que ha culminado su carrera y es recogido (re-flexionado, espiritualizado) en el seno de la familia, individuali­zado como dios lar, penate a su vez en el censo familiar: el muerto es «uno» de los «nuestros». «Esta acción no afec­ta ya al ser vivo, sino al muerto que, fuera de la larga sucesión de su existir disperso, se con­centra en una única figura acabada, y, al margen de la inquietud de la vida contingente, se ha elevado a la paz de la universali­dad simple»[19]. El hombre puede esperar que al morirse pase a ser indivi­duo con ca­rácter universal.

 

6º La función ética de la familia estriba en cargar con la muerte. Hegel explica la muerte del individuo suponiendo una tensión entre la ciudad y la familia. a) El ciudadano, el hombre en la ciudad, edifica la sociedad civil con leyes humanas y cumple así su misión en ella. Su muerte indivi­dual es para él el trabajo de su vida, la cual consiste en ir desapareciendo poco a poco como individuo para que reine la univer­salidad de la ley. Muere trabajando para la universalidad. Pero su muerte es contingente, porque el individuo es recambiable: muerto uno, otro seguirá su tarea. La muerte carece entonces de  significación espiritual aparente: es como un hecho natural, contingente y falto de universalidad. b) Pero el hombre en la familia está regido por la ley divina. En el seno de la familia su muerte ya no es un hecho natural, si­no una operación del espíritu. De ahí que la  función ética de la familia consista en  cargar con el muerto.

 

7º La familia no sería entonces una asociación natural, sino espiritual, de ín­dole religiosa, basada en la piedad. Ella rinde culto a los muertos y con ello desvela el sentido espiritual de la muerte, fundando una totalidad ética.

a) La muerte es una negación natural (psicobiológica), mediante la cual la con­ciencia no vuelve a sí misma, ni se hace autoconciencia. El muerto se hace pura cosa con las cosas elementales (con la tierra, por ejemplo). Por eso Creonte, al castigar a Polínice muerto, lo trata como a mera cosa, dejándolo inse­pulto, abandonado a merced de los perros y de las aves de rapiña. Le niega la posibilidad de ser recuperado, espirituali­zado con ese índice de universalidad («universalidad simple») que se consigue en la familia. En ésta se encuentra el primer elemento de la  eticidad, la cual no es otra cosa que una relación espiritual (suprabiológica), un re-torno hacia sí misma (reflexión).

b) La familia devuelve a la muerte su sen­tido espiritual y prueba –son expresiones propias de Hegel– que la muerte natural es un paso a la vida espi­ritual: «La muerte parece solamente el ser de la naturaleza que se ha hecho inmediato, no la operación de una con­ciencia;  por consiguiente, el deber del miembro de familia es añadir también ese lado para que su ser último, este ser universal, no pertenezca sólo a la naturaleza ni se quede en algo irracional, sino que sea el hecho de una  operación y se afirme en ella el derecho de la conciencia»[20]. ¿De qué manera acaece esta transformación? La familia hace de su miembro muerto un dai­mon, emparentado a los penates: un «éste» (singular) desa­parecido, pero que continúa siendo como espíritu (universal). La familia da máximo ho­nor al muerto cuando lo entierra, pues así lo hace espíritu uni­versal. Y es lo que pretendía Antígona con su hermano.

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El pleno sentido espiritual de la familia: la relación fra­terna.

 

a) Hegel no duda de que el amor conyugal sea el sentimiento más ele­vado dentro de la naturaleza; en él se da el reconocimiento natural de una autoconciencia por otra. Pero este reconocimiento no es plena­mente es­piritual: porque su efectividad no está en él mismo, sino en algo distinto del hombre y de la mujer: en el hijo. El amor conyugal no es relación espiritual plena. La reciprocidad, el reconocimiento mútuo está afectado de naturalidad, sufre el extrañamiento de la naturaleza. El amor entre hombre y mujer no es un retorno hacia dentro: se escapa hacia fuera, ha­cia el hijo. Desencadena una piedad que no es puramente espiritual, pues está vehiculada por la  naturalidad.

 

b) Asimismo, el amor paterno-filial, de padres e hijos, no tiene plena efectividad espiritual en sí mismo, porque el hijo es exterior y además crece a costa de la muerte de los padres. En el amor entre hijos y padres,  el padre  figura como la naturaleza inorgánica del hijo. Pues el  hijo al­canza su propia autoconciencia en la separación de los padres, del origen.

 

c) Queda, por último, el amor fraternal, el que Antígona profesa a Polínice. Hegel encuentra aquí una relación pura y sin mancha. El her­mano y la hermana son ya individualidades libres, en el sentido en que Hegel utiliza la libertad: ser cabe sí, ser espiritual, re-tornado. La misma sangre está reposada, serenada en uno y en otro, re-vertida, re­flexionada. En ese amor se da la relación libre de una autoconciencia con otra. Pero esta relación es todavía en Antígona un presentimiento: porque la mujer se presenta bajo ley de la noche; su saber no es explí­cito. Su elemento di­vino está sustraído a la efectividad.

 

Hegel cree, pues, que el sentido fundamental de la familia no es el eros conyugal, ni el afecto paterno-filial, sino el amor piadoso hacia el her­mano. Se basa Hegel en un célebre pasaje de Antígona en el que he­roína justifica ante el tirano su piadoso acto de enterrar al hermano: «Ni aunque fuera yo madre cercada de hijos, ni aunque fuera el cadá­ver de mi esposo el que se estuviese corrompiendo, me hubiera yo arriesgado a tal obra sin contar con los ciudadanos. ¿En qué leyes apoyo lo que digo? Si el marido muriera, no faltaría otro; si se per­diera un hijo, tendría otro de hombre. Pero sepultados ya en el Hades mi padre y mi madre, no puede nacerme ya hermano alguno. ¡Oh dulce hermano mío! Porque con tales principios te he preferido yo en mis obsequios, Creonte ahora entiende que he pe­cado y que he estado insolente en demasía»[21].

Este fragmento se ha hecho famoso por la ingenuidad del razona­miento de Antígona, la cual aduce un motivo en apariencia tan incon­gruente como atrevido: lo que no hubiera hecho por un  marido o un hijo, lo ha­ría por el hermano. Hegel pensó siempre que era un paso li­terario que contenía el sentido relacional de su propia filosofía. La re­lación pura y sin mezcla se halla, según Hegel, entre hermano y her­mana. Ambos tienen la misma sangre, reposada y equilibrada, pues «no se desean mutuamente, ni se han dado ni recibido el uno del otro su ser para sí»: son libres indivi­dualidades en pura relación recíproca.

La relación entre hijos (Söhne) que son hermanos de sangre da la clave –en presentimiento– del relacionalismo universal de la dialéctica hege­liana: la reconciliación (Versöhnung) de los opuestos.

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3. Observaciones finales

 

a) Infravaloración de lo femenino

 

Hay un problema en la exposición de Hegel que aparentemente so­bre­sale de los demás, pero que en el orden de cosas filosófico re­sulta de me­nor entidad: es el de la «polaridad» psicológica que esta­blece entre los se­xos. No cabe duda de que las notas que determinan las series polares per­tenecen a una larga tradición psicológica, depositada en mitologías y cos­mogonías antiguas, por ejemplo, el Yang y el Ying (luz y oscuridad) en la China; la metamorfosis de la estrella Ischtar (masculina por la ma­ñana, femenina por la noche ) en Egipto, etc. Pero también es cierto que están recogidas por Hegel sin suficiente espíritu crítico; más bien, su cri­terio de interpretación, más lírico que real, responde espontáneamente al talante post-ilustrado y romántico, al que Hegel contribuyó en buena me­dida, in­fluyendo, por ejemplo en la posterior caracterología de Klages. Esta con­traposición polar está condicionada sociológicamente por patro­nes de conducta vividos de modo espontáneo en civilizaciones que infrava­loran el papel de la mu­jer o que consideran que la mujer es la «contra­i­magen» del varón (un «varón disminuido») y no propiamente una perso­na semejante a él. Durante largos siglos de pensamiento, los filósofos –quizás llevadas por el pathos  de la abstracción– han sido en buena medida los porta­voces selectos de sociedades que, como la burguesa de los siglos XVIII y XIX, sostenían con Kant que «la mujer está menos dotada intelec­tualmente; mo­ralmente las mujeres son inferiores, pues desean que el hombre se rinda a sus encantos»[22]. Schopenhauer llamó a las mujeres «sexus sequior», el segundo sexo, el inferior.

Como rechazo de esta injusta contraposición polar nacieron los mo­vi­mientos de «liberación de la mujer», muchas de cuyas reivindicacio­nes son justas, aunque otras conduzcan al dislate de hacer de la mujer un «varón completo». La masculinización de la mujer fuera de casa, en el negocio, en la fábrica, en la política, etc., es un fenómeno actual no sufi­cientemente denunciado. Urge reclamar que la mujer manifieste su origi­nal y específico comportamiento femenino frente al mundo, en el puesto, en la situación o en el quehacer que le satisfaga, incluido –a despecho de Hegel– el de la política. Por lo demás, la clasificación de notas polares puede tener todavía hoy cierta utilidad, siempre que se desenmascare su envoltura simbólica o metafórica y sea reconducida a una fenomenología objetiva del comportamiento, como la ensayada por F. J. J. Buytendijk[23]. No se ha tenido suficientemente en cuenta que muchas de las diferencias que se subrayan entre los dos sexos no son otra cosa que consecuencia de la educación dentro de unas condi­ciones sociales.

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b) La clave ontológica de Antígona.

 

En fin, hay cuatro cuestiones de hermenéutica que en este contexto es preciso afrontar. La primera se refiere al nivel ontológico-moral que co­rresponde a la familia y a la sociedad civil en el conflicto de Antígona. La se­gunda concierne a la visión interna y estimación espontánea de dicho con­flicto. La tercera importa a la «relación fraternal» como culmi­nación de lo ético en la familia. Y la cuarta es relativa al papel de los dos personajes principales de la tragedia, Antígona y Creonte.

 

a) Hegel insiste en que las fuerzas que estaban en pacífica calma y uni­dad tienen en sí mismas toda legitimidad, pero cuando acceden efectiva­mente a la vida, como talantes determinados de una indi­vidualidad hu­mana, «conducen a la culpa y a la in­justicia mediante su par­ticularidad determinada y su oposición a otros»[24]. En lo auténtica­mente trágico tiene que haber por ambas partes, según Hegel, «fuerzas morales justificadas que entran en colisión»[25]. De modo que «un derecho se levanta contra otro derecho, no como si solamente uno fuera justo, pero el otro injusto, porque ambos son a la vez justos y opuestos, y uno se estrella contra otro; los dos pierden, y así tam­bién ambos se justifi­can mutuamente»[26].

Mas ante esta aseveración de Hegel cabe pensar que alguna de esas fuerzas –como la que empuja a Creonte– no sea totalmente legítima; y aunque la ley civil sea necesaria en el orbe ético, también es cierto que se halla en un rango inferior al de la ley natural de la familia, por la que se mue­ve Antígona. Sófocles traza magistralmente un combate de ideas entre las «leyes di­vinas», que son santas e inviolables, y las «leyes civiles», que son útiles y oportunas. Las primeras son obe­deci­das por Antígona, quien paga con la propia vida su fe. Las segundas son esta­blecidas por hom­bres que, como Creonte, las imponen autori­taria­mente, aunque lleven la ruina mo­ral a su propia casa.

 

b) Dejando aparte la peculiar idea que Hegel tiene de lo divino –corres­pondiente a una divinidad que no es, en sentido estricto, creadora trascendente del mundo, sino infinitizadora inmanente del universo–, puede decirse que la tragedia de Antígona remite a una trascen­dencia exigitiva. El aconteci­miento y las situaciones que constituyen esa acción trágica quedan reves­ti­dos de una significación categórica: la presencia de una trascen­dencia ope­rante en la acción. Que esa presencia sea siempre de lo explícito divino, es otra cuestión.

Ahora bien, las exigencias trascendentes no implican siempre, en el desenlace de la tragedia, la muerte de los héroes: pues no siempre la tragedia acaba mal; hay tragedia por la presencia de una trascendencia exigitiva. Por eso puede haber tragedias feli­ces, tragedias que acaban bien; cosa que indudablemente no ocurre en Antígona.

Pero los hechos que Sófocles narra en Antígona muestran una tras­cendencia exigitiva que se expresa en la implacable voz de la conciencia moral. Es  impresionante la defensa que la joven Antígona hace de su conducta ante el tirano. Y son dignas de meditación las razones que aduce el tirano contra Antígona.

Teniendo en cuenta esta trascendencia, Max Scheler afirma que lo trá­gico aparece en un mundo donde la realización histórica de valores pasa por el camino de la contradicción[27], de modo que los valores de un cierto rango tienden a ser eliminados no precisamente por otras realidades sin valor, sino por magnitudes que representan ellas mismas un valor posi­tivo, pero de rango inferior o igual. El caso límite –el de Antígona, que ya He­gel había privilegiado– es aquél en que los portadores de valor del mismo nivel son condenados a eliminarse mutua­mente. Lo trá­gico se alimenta solamente del conflicto entre valores posi­tivos y sus por­tadores. Toda tragedia conlleva, según Max Scheler, la tristeza de lo que ocurre: se percibe en el aconteci­miento trá­gico un rasgo constitutivo de nuestro mundo y de todo mundo. Este mundo está hecho de tal manera que en él es posible semejante con­flicto o contradicción: es «el fondo de insondable oscuridad de las cosas mismas». Scheler apunta al lado opaco del mundo, a la presencia de la finitud, de la materia y, sobre todo, del mal.

Pero este sentimiento peculiar sólo logra su plenitud cuando el héroe ha lu­chado con libertad. Hay en este enfoque de Scheler un claro acierto: al poner el problema de lo trágico no sólo en el nivel ético de los valores y de sus portadores (oposición ética), sino en el nivel original de lo metafí­sico (oposición de la finitud medida por el ser absoluto): de mo­do que las tragedias muestran un desga­rro[28] que apela a una reconci­lia­ción. Cuando eso no ocurre, como se ve en muchas tragedias contem­porá­neas, la im­presión de desgarro es cultivada con un especial maso­quismo antropoló­gico y escénico. La tragedia clásica no se propuso que amásemos nuestra infelicidad, sino que sintiéramos la necesidad de salir de ella. Y en ese sentido, la piedad y el temor apuntaban hacia la catarsis.

 

g) La ingenua defensa que Antígona hace ante Creonte, argumen­tando que un hermano lo es todo, conmueve de emoción el cimiento filosófico de Hegel, quien viene a generalizar la argumentación en una teoría filo­sófica del hermanamiento universal. Ahora bien, no puede chocarnos que un comentarista de Hegel afirme con cierta sorna: «Si tomamos estas ge­neralizaciones literalmente, son estúpidas: no se pue­den ordenar relacio­nes humanas de semejante forma, y carece de sen­tido estatuir de una vez para siempre como principio que una persona ha de encontrar el supremo presentimiento de lo ético en tales y cuales relaciones, y no en esotras (incidentalmente, la generalización de que el hermano y la hermana no se desean mutuamente es bastante auto­ritaria)»[29]. Como observaba Goethe, «podría pensarse que todavía sería más puro y asexual el amor de la her­mana a la hermana. ¡Como si no supiéramos que se han dado casos incon­tables de que, consciente o inconscientemente, haya surgido la inclinación sexual entre hermana y hermano!»[30].

Ciertamente en este fragmento Antígona no expresa el amor por su hermano, sino los motivos que en ese instante tiene para preferirlo a un padre o a un hijo. ¿Cuáles son estos motivos? Hay que tener presente que Antígona habla confusamente, bajo la conmoción espiritual que su­fre sa­biendo que va a morir[31]. No dice, como quiere Hegel, que el hermano es preferido por estar unido a la hermana más que el hijo a la madre o la es­posa al esposo. De una parte, se siente huérfana; de otra parte, habla como joven no desposada. Dice que ya no puede tener más hermanos: luego en­terrar al que le queda es el único acto de piedad que podía hacer con un miembro de la familia. Si el hombre insepulto hu­biera sido hijo suyo, quizás ella habría respetado las leyes de la ciudad, pensando que podía te­ner más hijos; si hubiera sido su esposo, quizás hubiera obedecido tales leyes, porque podía casarse con otro. Pero esta es una hipótesis, hecha además bajo la turbación, el abatimiento y el dolor, sin saber lo que se decía. Y en esto reside parte de su drama­tismo. De hecho se encuentra en otra situación. Y es claro que An­tígona, que daba su vida no tanto por la persona física del hermano cuanto por las leyes santas de los dioses, ha­bría enterrado también pia­dosamente al padre y al esposo, de haber lle­gado el caso.

 

d) Salvando el hecho incontrovertible de que la tragedia de Sófocles no es un libro didáctico de moral, sino una obra dramática, puede de­cirse que con el contraste entre los dos personajes principales, Antígona y Creonte, Sófocles no intenta propiamente oponer dos dere­chos –el de la familia y el del Estado–, sino dos concepciones ontológicas del derecho. Como escribe Reinhardt: «No está aquí el derecho contra el derecho, la idea contra la idea, sino lo divino, como lo omniabarcante –con el que concuerda la joven–, contra lo hu­mano, como lo limitado, ciego, auto­rreplegado, dislocado y falseado en sí mismo»[32]

Hegel y su escuela pensaban que la tragedia pretende oponer el «derecho de la ciudad» al «derecho de la familia». De esta suerte, Creonte y Antígona llevarían razón en parte; y en parte se equivoca­rían, al no ver que ambos derechos se complementan y pueden ser conciliados en un ni­vel superior. Sin embargo, la tragedia sofoclea tiene más enjundia filosó­fica que la indicada por la interpretación he­geliana.[33]

El conflicto entre Antígona y Creonte no es propiamente una lucha en­tre dos fuertes personalidades (conflicto psicológico) o entre dos impor­tantes ideas (conflicto ético), pues es tan universal como las mismas leyes no escritas. No es un combate entre dos caracteres, el cordial y el racio­nal: el análisis psicológico es insuficiente para com­prender que estos ca­racteres, tan vivos e independientes, están en es­cena «para algo que es más grande que ellos mismos»[34]. Tampoco es un pugilato entre dos ideas mo­ra­les, por ejemplo, entre dos deberes, el patrio y el familiar: el análisis ju­rídico-moral es también insuficiente. El conflicto es metafísico y se re­tro­trae a lo fundamental mismo, a dos concepciones sobre el orden del mundo: un orden divino o un orden humano y terreno. Se trata de con­cepciones tan ontológicamente in­compatibles que al chocar producen una catástrofe cósmica, cuyo re­flejo es el drama narrado por Sófocles. Esto no impide que bajo este conflicto universal aniden otros conflictos meno­res, como el que alinea a un lado la mujer, la familia y la religión, y a otro lado el hombre, la ciudad y el poder. «El error fundamental de Hegel, a pesar de su pene­trante interpretación de Antígona, –dice Ehrenberg– consiste en que admite una unidad superior en la que lle­gan a encontrarse los dos mundos, en vez de reconocer su absoluta in­compa­tibi­lidad. Hegel hizo de Sófocles un hegeliano»[35].

Para Creonte las leyes divinas son idénticas a las que la razón hu­mana encuentra justas y, por lo tanto, la justicia ha de absorber en su ámbito a la piedad: no comprende la piedad en los juicios humanos; consecuente­mente, el que viola las leyes de la ciudad es culpable, pues no hay otra ley. Para Antígona, la piedad debe incluir en su ámbito a la justicia; por eso repudia las leyes humanas que se desmarcan de las le­yes divinas; ella sabe que con su actitud contraviene las leyes del rey y de la ciudad, pero lo hace por respeto a otras leyes más altas y santas. Hay males mayores que el de perder la vida. Antígona estaría dispuesta a obedecer las leyes hu­manas, si éstas no se opusieran a las leyes divi­nas.

Creonte es el campeón de la socialidad legal, es el símbolo de la «ley política», de lo «civil» abstracto; por eso afirma: «el que tiene en más a su amigo que a su patria, ése es nada en mi concepto»[36]. Juega su des­tino, en la tarea de gobernar la ciudad, de manera excesivamente fría y razonada; sacrifica a la cosa pública sus afectos y antepone el bien co­lectivo al de los amigos: el Estado es la medida del bien y del mal. Es lo que habían ense­ñado los Sofistas, plasmando la frase: «el hombre es la medida de todas las cosas». El hombre, en el caso de Creonte, es el hombre de Estado. Los in­dividuos se salvan solamente en la ciudad: «No sabría tener por amigo al enemigo de mi patria, bien persuadido de que ella es la que nos salva a to­dos»[37].

Creonte ignora deliberadamente las leyes divinas y eternas que, exis­tiendo en todos los tiempos, ordenan, por ejemplo, a los vivos hon­rar a los muertos. En el mensaje de Antígona se puede apreciar que tanto el kosmos en general como la polis en particular están su­bordinados a estas leyes eternas y divinas; y el rey que no somete a ellas su política ejerce la pura tiranía. Expresan el orden de la  physis o naturaleza pro­yectada en la norma y la ley (nómos). Este planteamiento difiere del expuesto por los Sofistas, quienes cavaron una sima insalvable entre la naturaleza y la ley, eliminando incluso el valor de re­gla moral que la  naturaleza tiene.

Creonte actúa como un sofista, estimando que el hombre puede estable­cer por sí mismo las leyes justas. Antígona, en cambio, cree que es nece­sario respetar las leyes no escritas; consecuentemente acepta, como Sócra­tes lo hiciera, morir por haber cumplido con un deber de piedad.

Este gesto de Antígona no debe insertarse, por otra parte, en una ca­dena de la necesidad. La definición de lo trágico por la necesidad supone una referencia a una cierta idea que muchos se han hecho de la tragedia griega, idea que no recoge Aristóteles, quien conocía más tragedias grie­gas que nosotros y su Poética muestra con qué cuidado ha estudiado el re­pertorio de su tiempo. Pero ni una sola vez habla de destino ciego como esencia de lo trágico; la palabra necesidad es empleada por él para designar las consecuencias inevitables de una acción y no una necesidad que go­bierne la historia humana. La necesidad, en cuanto tal, no es trágica. ¿Por qué se iba a quitar la vida Antígona si hubiera estado convencida de que los acontecimientos fluyen con la necesidad que une las partículas en un trozo de hierro? Muere para algo más: su muerte habría de gritar su ino­cencia. La pura necesidad, lejos de crear lo trágico, suprime lo trágico.

La necesidad no es trágica por sí misma, sino por la trascendencia que, por ejemplo, en la historia de Antígona, aparece como potencias divinas que deben ser obedecidas[38]. Esa trascendencia, en cuanto exigitiva, tiene varias modulaciones. En el caso de Antígona  se trata de una modulación de orden ético y so­cial, en el que convergen el peso de la institución, el destino de la familia y del grupo, personificados, por ejemplo, en los dioses lares o en las po­tencias suprahumanas de la pó­lis o del estado.

¿Qué papel desempeña la libertad humana frente a esa trascendencia exigitiva? Se trata de una libertad a la vez apelada y comprometida: de un lado, en­cerrada en un problema; de otro lado, dispuesta a salir sola­mente mediante un esfuerzo excepcional de la voluntad, el cual implica a veces el sacrificio de algo que nos es muy querido, como la vida o el amor[39].

Esta es la situación desventurada expresada en Antígona, donde la joven se encuentra ante una ley del poder temporal que le impide rendir honores fúnebres a su hermano: en este aspecto, hay una exigencia legal. Pero una ley divina más alta hace obligatorio el cumplimiento del deber. La ley civil dicta una orden que desde la ley divina se considera anómala. El requeri­miento ético se opone a la exigencia legal para superarla: lo que es pro­hibido en un plano civil o legal es urgido como inexcusable en el plano ético, pero debido a un imperativo cuya fuerza es trascendente. Creonte impide ren­dir hono­res fúnebres a Polínice bajo pena de muerte. La desventura está en que se puede salir del callejón pagando un precio, y sólo de esa manera: si Antígona cumple con su deber, no puede seguir viviendo y ca­sarse con Hemón. Ella no puede permanecer de manera cómoda e indefi­ni­da entre las leyes invi­si­bles y el decreto de Creonte. Tiene que optar li­bremente. Y el ejercicio de la libertad, en esa situación bifronte, crea la salida trágica.

La tragedia de Antígona comporta, de un lado, una trascendencia exigitiva; de otro lado, un mundo de seres libres: no hay trascendencia en un mundo de animales o de autómatas[40]. Hegel reconoce este punto: pues «para la ac­ción verdaderamente trágica es necesario que haya madu­rado ya el prin­cipio de la libertad y de la autonomía individuales o al me­nos la autode­terminación de quererse responsabilizar libremente por sí mismo de los propios actos y de sus consecuencias»[41]. Una libertad que con todo derecho Hegel ha debido atribuirle plenamente a la mujer. Al fin y al cabo, a pesar de los rasgos psíquicos y sociales que Hegel indica –equivo­ca­damente– en la mujer, Antígona está “naturalmente” comprometida con su li­bertad en el destino más profundo de la humanidad. Y de este compro­miso debería haber sacado Hegel consecuencias de más relieve a la hora de valorar el ser femenino.


[1]    Antígona, v. 193-206.

[2]    Antígona, v. 872.

[3]    Antígona, v. 450-456.

[4]    865 ss.

[5]    1130.

[6]    II, 37,3

[7]    Retórica, 1373 b

[8]      Ästhetik 3, Glockner XIV, 556.

[9]    Ästhetik 2, Glockner XIII, 53.

[10]   F. Rosenzweig señala que la familia es para Hegel «una formación extra-estatal. Ella, como organización, no es un miembro del organismo estatal, pues su relación con el Estado se agota en ser el ámbito en que se prepara el espíritu de los individuos, presu­puesto del Estado. Si antes de Hegel la casa era una parte del complejo estatal, para él lo es sólo el hombre crecido en la casa. Por esto Hegel puede, considerando la familia como un mundo existente, no renunciar al sen­timiento, al «amor». La posición de la familia en el sistema resulta del hecho de que ésta, basada en el sentimiento, puede convertirse en un vivero del modo de sentir del que nace el sentimiento ético» (Hegel und der Staat,  reimpr. München, Aalen, 1962, II, 113-114).

[11]   Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 161.

[12]   Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 166.

[13]   Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 177.

[14]   Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 164.

[15]   Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 166.

[16]   Cito la Fenomenología del Espíritu  por la meticulosa traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, 270.

[17]   Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 163.

[18]   Fenomenología, 263.

[19]   Fenomenología, 264.

[20]   Fenomenología, 265.

[21]   Antígona, v. 904-920.

[22]   Anthropologie in pragmatischer Hinsicht..

[23]   La mujer. Naturaleza, apariencia, existencia. Madrid, Rev. de Occidente, 1966.

[24]    Ästhetik 3, Glockner XIV, 530.

[25]    Geschichte der Philosophie, Glockner XVIII, 48.

[26]    Geschichte der Philosophie, Glockner XVIII, 119.

[27]   Max Scheler, «Zum Phänomen des Tragischen», en Von Umsturz der Werte. Abhand­lungen und Aufsätze, Francke Verlag, Bern, 41955.

[28]    Alain Robbe-Grillet, «Nature, Humanisme, Tragedie», recogido en Pour un nouveau roman, París, Collection Idées, 1963, p. 65-69.

[29]   Walter Kaufmann, Hegel, Madrid, Alianza Editorial, 1968, 189.

[30]   Conversaciones con Eckermann, 28-3-1827.

[31]   Cfr. Ignacio Errandonea, Sófocles, Madrid, Escelicer, 1958, 115-119.

[32]   Karl Reinhardt, Sophokles, Franckfurt, Klostermann, 1947, 88.

[33]   Antonio Maddalena, Sofocle, Torino, Giappichelli, 1963, 61-62.

[34]   K. Reinhardt, op. cit., p. 39.

[35]   Victor Ehrenberg, Sophokles und Perikles, München, Beck, 1956, p. 38-39.

[36]   Antígona, v. 181.

[37]   Antígona, v. 187-188.

[38]   Gerard Nebel, en Weltangst und Götterz­orn (Ernst Klett, Stuttgart, 1951, 34) estima que la fuente de la tragedia griega está en una teología de lo nega­tivo, –según el kakós daimon o dios malvado que menciona un mensajero en Los Per­sas de Esquilo (v. 354)–. Su centro no es el gesto de la desmesura humana, un exceso que el hombre podría evi­tar; el extravío fatal del héroe se hunde en un misterio de ini­quidad que es lo trágico mis­mo del ser. Por ejemplo, el héroe puede ser a la vez víctima, instrumento y cómplice de una maldad trascendente que le destroza; y su falta es también la del daimon que lo ha condu­cido todo: en el fondo, existiría una identidad entre lo divino y lo malig­no. La trage­dia no vive el temple tranquilizador de una alegría festiva, sino la convicción de que el hom­bre está abandonado y alejado de los dioses, y de esta representación surge, según Nebel, la angustia de la tragedia. La divinidad invocada por los griegos sería en muchos aspectos satánica o reprobadora de cualquier acción del hombre, llegando incluso a encar­nizarse contra una familia.

Mas esta interpretación de Nebel hace un uso arbitrario del kakós daimon de Los Persas: en realidad, la celotipia de los dioses (v. 362), surge tan pron­to como el héroe les lanza un desafío, siendo así que ningún mortal debe alimentar pensamientos por encima de su condición. La acción del héroe está bajo la justicia divina y no de la maldad divina. Esta perspectiva es la que se presenta en toda la tragedia griega.

[39]   Ferdinand Brunetière, Les Epoques du théâtre français  1636-1850,  París, Hachette, 5e édition, 1914, 23.  Lucien Goldmann,  Racine, Paris, L’Arche, 1956, 13 y 15.

[40]   Se lee frecuentemente que la fatalidad es de la esencia misma de lo trágico; o que la idea trágica por excelencia es la idea de destino ciego. La tragedia coincidiría con la ciega necesidad. Los dramaturgos que en el siglo XIX y XX han creído que la tragedia sólo se constituye con esa idea de destino, como necesidad ciega e inquebrantable, han reempla­zado la supuesta fatalidad antigua de los dioses por los mecanismos ins­tintivos o la li­bido de Freud. Y de modo parecido procedieron antes los naturalistas con la he­rencia genética, la cual quedó torpemente identificada con la antigua necesidad impuesta por los dioses. En un tiempo sin trascendencia no puede ser aceptado un destino superior, que sería cali­ficado como fatalidad y necesidad que aplastan al individuo. Desde este punto de vista, se han introducido las propuestas de Marx y Freud, en las que no hay sitio para la trascen­dencia. Ni la historia de Marx ni la libido de Freud tienen fatalidad suprahu­mana: su fuerza está en el interior del hombre. Marx y Freud enseñan que no nos some­tamos a ellas pasivamente, sino que las reconozcamos y modifiquemos, transformándo­nos nosotros mismos. Eso sí, al salir transformados sólo nos veremos con­vertidos en historia y libido, porque no hay otra cosa en qué convertirse.

[41]    Ästhetik 3, Glockner XIV, 541.