Anna Hyatt Huntington (1876–1973): “Los por­ta­do­res de la antor­cha”. Hermosa com­po­si­ción rea­li­zada en home­naje a la heren­cia de la civi­li­za­ción occi­den­tal. Se levanta en la Plaza de Ramón y Cajal de la Ciudad Universitaria de Madrid. El joven que monta a caba­llo tiene toda la vida por delante, y se inclina para reco­ger la antor­cha que le brinda un anciano exhausto: una gene­ra­ción ante­rior entrega (en tra­di­ción) la res­pon­sa­bi­li­dad a la gene­ra­ción posterior

Anna Hyatt Huntington (1876–1973): “Los por­ta­do­res de la antor­cha”. Hermosa com­po­si­ción rea­li­zada en home­naje a la heren­cia de la civi­li­za­ción occi­den­tal. Se levanta en la Plaza de Ramón y Cajal de la Ciudad Universitaria de Madrid. El joven que monta a caba­llo tiene toda la vida por delante, y se inclina para reco­ger la antor­cha que le brinda un anciano exhausto: una gene­ra­ción ante­rior entrega (en tra­di­ción) la res­pon­sa­bi­li­dad a la gene­ra­ción posterior

¿Qué significa, en general, recibir?

 

Que un cuerpo “reciba”, significa que sustenta, sostiene o contiene a otro. Que una persona reciba significa que “toma” lo que le dan o le envían; este tomar no suele ser pasivo; más bien consiste en “hacerse cargo” de lo que le dan o le envían. Unas veces se recibe algo aceptándolo, admitiéndolo o aprobándolo; otras veces, padeciendo el daño que otra persona le hace: recibir, en este caso es esperar o hacer frente a quien acomete, con ánimo y resolución de resistirle o rechazarle.

Por su constitución “abierta” y su índole “temporal”, el ser humano no sólo recibe, positiva o negativamente, de sus semejantes cosas en un instante actual; también recibe cosas de su anterior generación, en la relación pasado-presente: recibe no sólo la vida, sino la “forma de estar en la vida”, lo que se llama “la tradición”. Esta recepción está presidida, en su principio, por cierta necesidad; pero en su término, por la libertad. Y aquí ocurren dos cosas. Primera, yo no puedo elegir la vida inicial que se me otorga: tal es el destino de la “tradición fundante”. Segunda, sí puedo hacer sobre esa vida inicial modificaciones que hagan avanzar o retroceder su sentido inicial, en cuanto lo dado se hace “tradición consciente”. Dos aspectos que responden a la pregunta: “¿qué significa recibir en tradición?”.

Pero cuando la entrega es de valores fundamentales, es obvio que no todo lo dado tiene una misma dignidad; puede además ser je­rarquizado conforme a criterios objetivos y no meramente ofrecidos por la corriente huidiza o evolutiva que sólo deja su huella temporal. Hemos de descifrar la conciencia que el hombre tiene de esos valores –dados en la tradición– y su modo de asumirlos o rechazarlos.

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Tradición fundante y tradición consciente

 

Se dijo más arriba que la tradición fundante es una dimensión objetiva, con­cretamente un nexo ontológico de continuidad dentro de la sociedad: permite que cada generación no tenga que partir de cero, sino del acervo posibilitante entregado. En este nivel fun­dante no desempeña papel alguno la conciencia del proceso de heredar (el niño no sabe que recibe de una generación anterior); basta que reciba algo en herencia. En la tradición fundante no se trata tampoco de que las personas de una misma generación se comuniquen entre sí, sino de que una generación anterior se comunique con la posterior.

La tradición desde el lado del emisor es entrega; desde el lado del receptor es acogimiento. La manera más alta en que se actua­liza la tradición es en la educación; y su instrumento más inme­diato es el lenguaje. Abarca así todos  los campos de la vida: los cognoscitivos y los apetitivos; los del orden teórico, los del moral y los del técnico y artístico. Que el hombre haga su vida en tradi­ción significa, desde el punto de vista ontológico, que la vida hu­mana no es puntual o inconexa, sino sucesiva y continua. Sería ab­surda la vida humana sin tradi­ción; la vida individual se ofrece al presente o al instante en la medida en que tiene capacidad de con­servar el pasado. La pura vida en el instante dejaría al hombre falto de continuidad, o lo que es lo mismo, le despojaría de su per­sona­lidad.

La tradición consciente presupone la tradición fundante y equi­vale a la con­ciencia que el individuo tiene de heredar. Lo recibido es considerado como en­tregado o heredado, de manera que el in­dividuo es consciente de su papel de eslabón, unido con genera­ciones anteriores.

La pérdida de esta conciencia acarrea la insolidaridad histórica.

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La insolidaridad histórica

 

La pérdida de la conciencia de que el pasado está haciendo po­sible el pre­sente, o sea, que el presente encierra las posibilidades entregadas del pasado, da lugar a fenómenos típicos, uno de los cuales, el de la insolidaridad histórica, ha sido estudiado por Ortega en el llamado «hombre-masa» de la sociedad mo­derna.

El mundo en que nace el hombre actual no impone a éste limi­taciones en ningún sentido: «no le presenta veto ni contención al­guna, sino que, al contrario, hostiga sus apetitos, que, en principio, pueden crecer indefinidamente». Este he­cho es filtrado por el hombre vulgar de manera tan ingenua que se encuentra con un mundo técnico y socialmente perfecto, al que atribuye un origen mera­mente natural: «cree que lo ha producido la naturaleza, y no piensa nunca en los esfuerzos geniales de individuos excelentes que supone su creación»[1].

Dos son los hechos que delatan al hombre-masa: el primero consiste en que sus deseos vitales se expanden libremente, ha­llando en su entorno medios abun­dantes de bienestar, de confort, de medicina y de técnicas diversas; el segundo estriba en que es radicalmente ingrato hacia todo lo que hace posible la facilidad de su existencia. Ambos hechos reflejan la psicología del niño mi­mado. Las masas actuales se comportan precisamente como el niño mimado que recibe ampliamente y nunca agradece, llegando «a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como supe­rior a él»[2]. En la actualidad, las masas encuentran a su alcance un ámbito que está rebosante de posibilidades y de seguridad: «como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro». Y al igual que ningún ser humano agradece a otro el sol que le ilumina ni el aire que respira, porque sol y aire han sido puestos por la naturaleza y están siempre a nuestra disposición, tampoco agradece el hombre-masa al antepasado las posibilidades reales que técnica y socialmente posee. El hombre masa, el hom­bre hoy domi­nante, se comporta como si fuera un primitivo, un hombre natural, pero paradó­jicamente instalado en un mundo civi­lizado[3].

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Valor de contenido y de herencia

 

En el fenómeno de la tradición consciente se destacan dos pers­pectivas: del lado de los antepasados implica una intención espe­cífica de transmitir la heren­cia cultural, de entregar algo valioso; de aquí arranca la metáfora del «tesoro», vinculada a la tradición: ésta es la transmisión de la riqueza cultural de un pue­blo, la cual, en cuanto valiosa, otorga sentido y dignidad a los miembros de di­cho pueblo. Del lado del heredero implica que el legado se recibe como cosa valiosa, como tesoro que hay que asimilar y defender.

Esta connotación de valor es esencial a la tradición consciente; de ahí que no se considere como parte de la tradición lo que so­brevive como costumbre me­cánica o como práctica indiferente; mucho menos lo que pervive como costum­bre estimada  mala (el embriagarse, el entregarse al juego, etc.).

Así, pues, la tradición consciente encierra dos elementos consti­tutivos. En primer lugar, implica el acento sobre el valor del «contenido» heredado: éste es también la herencia que acariciaban los antepasados. En segundo lugar, implica el acento sobre el valor de  ser «herencia»: lo entregado es el santuario de una comunidad, en torno al cual se congregan los individuos, de modo que la he­rencia se vive como sagrada[4].

En la tradición consciente confluyen, pues, dos aspectos: un contenido en sí, y ese mismo contenido en cuanto heredado. El contenido en sí es un bien o va­lor, por ejemplo, las catedrales gó­ticas (la vieja y la nueva) de Vitoria. El con­tenido, en cuanto here­dado, queda revestido de otro valor, de manera que es respetado y venerado por ser tradicional o heredado, llegado a nosotros a tra­vés del tiempo, en el ámbito de diversas culturas. La catedral anti­gua de Vitoria tiene, así, un valor especial, por ser antigua, por manifestar el ritmo, la objeti­vación del siglo XIII; la catedral nueva, en cambio (terminada en el siglo XX) es una copia, no ciertamente en el aspecto arquitectónico, que es original, sino en el aspecto del estilo, de la mentalidad epocal, que está ausente de ella. Si la nueva catedral gótica puede ser para nosotros ahora un estilo de vida o una forma original de estar en la realidad es por razones distintas a las meramente temporales.

A su vez el contenido en sí puede encerrar dos tipos de notas: universales e individuales. Universal es la verdad de una proposi­ción y el valor de un princi­pio moral. Individual es la forma y ma­nera de la respectiva comunidad, en donde se dan cita las costum­bres particulares, la idiosincrasia de temple y hu­mor, el tipo de inteligencia, etc. La unión del elemento universal con el ele­mento individual constituye el contenido del estilo de vida. Lo que Una­muno llama «tradición eterna», alma de la «intra­historia», es en realidad el flujo pre­ponderante de esos elementos universales y particulares de la tradición de un pueblo. Lo que la tradición entre­ga son estilos o formas de estar en la realidad, modos de habér­selas con la realidad, en tanto que la verdad y el valor quedan incorporados en una manera concreta de formulación y vivencia.

La historia es también tradición de ideales universales y obras intemporales, «de cosas que tienen un mensaje para el hombre de todos los tiempos […], de cosas que no pueden envejecer por el valor que poseen en sí mismas», como dice Hildebrand[5]. Desde este punto de vista, Platón, Agustín, Bach y Goya son figuras que nos son contemporáneas, pues tendrán siempre validez para todos los tiempos. A esto llamaba Unamuno «tradición eterna».

Cuando la tradición acentúa el contenido individual o los rasgos individua­les, sobre lo universal, entonces a la vez se hace mayor énfasis en la herencia como herencia, de suerte que la tradición se convierte en «nuestra tradición». Si con la vieja catedral gótica de Vitoria se resalta el hecho de que su piedra fue extraída de las canteras locales, y que en ella se reflejan las iniciativas gremiales de los maestros alaveses, por ejemplo, lo que en este caso se dice heredado es precisamente lo individual colectivo.

Normalmente los elementos individuales (costumbres, modos de vida, insti­tuciones, etc.) desempeñan en la tradición consciente un papel mayor que los elementos universales (verdades y valores importantes y supratemporales). De este modo, la reverencia his­tórica es una respuesta al valor que una cosa ad­quiere porque fue creada por nuestros padres y porque es el marco de vida que nos ha sido previamente dado. Esta reverencia equivale a fidelidad, gratitud y solidaridad con el mundo del que procedemos.

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La adhesión a los valores de la tradición

 

Hemos distinguido el valor de ser-contenido y el valor de ser-herencia. En la tradición consciente van ambos elementos juntos, pero a veces uno de ellos puede quedar acentuado.

Se puede acentuar el «tesoro» de verdad, o sea, el valor del con­tenido en sí (científico, filosófico, religioso). En este caso, la tra­dición adquiere sentido me­ramente instrumental; el énfasis de la adhesión no recae en el hecho de formar parte de la tradición, sino en la verdad y en la validez de los principios teóricos o morales. Aquí la tradición no añade nada al contenido. Éste es el que habla por sí mismo. La tradición no es temática.

Se puede acentuar el ser «herencia», el hecho de ser legado, en cuyo caso para las generaciones posteriores es una «recomen­dación» el que las generacio­nes anteriores viviesen algo que des­pués legaban. Tal recomendación puede ser interpretada de dos maneras: negativa y positivamente.

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a) Recomendación negativa de la tradición

 

El hecho de ser legado es en esta interpretación una recomenda­ción negativa para generaciones posteriores. Es ahora el contenido en sí el que adquiere un ca­rácter instrumental en la tradición. Recordemos la tesis de Ortega, según la cual las posibilidades le­gadas influyen sólo negativamente en el presente político, fi­losó­fico, etc.

Ortega sostiene que la tradición es un hecho necesario por el que el hombre se realiza como hombre y emerge por encima del nivel animal; pero establece a la vez que el contenido transmitido tiene una vigencia puramente negativa. Con esta postura concuer­dan las formas de historicismo de raigambre dialéctica, para el cual todas las posibilidades implicadas en el presente son precisas para de­terminar nuestro proyecto de vida, pero lo pasado actúa sólo negativamente so­bre tal proyecto, o lo que es lo mismo, ca­rece de positividad en todos sus aspec­tos. Tanto lo que fue consi­derado valor y verdad fundamental, como lo que se estimó reali­dad circunstancial y contingente son, por el hecho de haber sido, elementos que hay que tener en cuenta necesariamente sólo para evitarlos.

l) En primer lugar, afirma que la tradición es necesaria. Porque el hombre traza en el presente su programa vital contando con su pasado; pasado que forma parte de nuestro presente: el pasado es lo que somos en la forma de ha­berlo sido. «La vida como realidad –dice Ortega– es absoluta presencia: no puede decirse que hay algo si no es presente, actual. Si, pues, hay pasado, lo ha­brá como presente y actuando ahora en nosotros. Y, en efecto, si analizamos lo que ahora somos […], nos encontramos, sorprendidos, con que nuestra vida, que es siempre ésta, la de este instante presente o actual, se compone de lo que he­mos sido personal y colectiva­mente»[6]. Al conjunto de experiencias humanas concatenadas que forman una estructura sistemática única llama Ortega historia: la historia es fundamentalmente entrega, transmisión a un presente: tradición. Y el presente histórico del hombre que vive en nuestra época técnica no se explica si no se sabe bien lo que fue ser romántico en el siglo XIX o ilustrado en el siglo XVIII, etc.

2) Pero a juicio de Ortega el pasado, lo que hemos sido, tiene, respecto de lo que podemos ser, sólo una función negativa. «Ante nosotros están las diversas posibilidades de ser, pero a nuestra es­palda está lo que hemos sido. Y lo que hemos sido actúa negati­vamente sobre lo que podemos ser». Esto lo explica Ortega con un ejemplo tomado de la vida política: «El hombre europeo ha sido «demócrata», «liberal», «absolutista», «feudal», pero ya no lo es. ¿Quiere esto decir, rigurosamente hablando, que no siga en algún modo siéndolo? Claro que no. El hombre europeo sigue siendo to­das esas cosas, pero lo es en la «forma de haberlo sido». Si no hubiese hecho todas esas experiencias, si no las tuviese a su es­palda y no las siguiese siendo en esa peculiar forma de haberlas sido, es po­sible que, ante las dificultades de la vida política actual, se resolviese a ensayar con ilusión alguna de esas actitudes. Pero haber sido algo es la fuerza que más automáticamente impide serlo»[7].

3) El contenido sólo debe asumirse para ser rechazado, o sea, para no caer en él: caer en él equivaldría a sucumbir en el estado de identidad natural. Pero la forma existencial en que ese conte­nido ha surgido está vigente en todo instante: es la forma de la sustitución. Ahora bien, para sustituir hay que tener siempre pre­sente a quien se sustituye. Por eso es necesaria la tradición, justo para ser sometida a la intradición. Todos los estilos de vida (filosóficos, políticos, mora­les, religiosos, artísticos) son, de un lado, conservadores del pasado, y, en tanto que conservan, hay en ellos un progreso; mas de otro lado, renovadores con res­pecto a esos contenidos: no hay una continuidad de la verdad. Lo perma­nente de la filosofía, por ejemplo, no está en las soluciones sino en los problemas. Ser filósofo equivale, de un lado, a mantener el contenido de la tradición (la filoso­fía es progreso y acumulación) y, de otro lado, a repristinar la forma existencial por la que se pro­yectan nuevas soluciones (la filosofía es regreso al origen)[8].

Por su forma existencial, la filosofía es suplantación de conte­nidos, y por tanto regreso o repristinación continua de dicha forma. Y como en el próximo presente hay que volver a sustituir el contenido, es preciso que éste sea conser­vado para ser negado, con lo que en dicho presente hay más contenidos que en el anterior; o sea, todo presente es más rico que el anterior, por lo tanto, en la fi­losofía hay progreso. En la actualidad somos más ricos, porque tenemos más elementos anteriores que negar. Toda nueva deter­minación es negación, como diría Spinoza. Esto equivale a decir que el pasado, precisamente porque pasó, es constitutivo error; y hay necesariamente que mantenerlo, mas sólo para negarlo y evi­tarlo[9]. De ahí que Ortega pueda afirmar que la filosofía es «la tradición de la intradición». Y si desde el punto de vista del con­tenido el filósofo es un su­plantador, desde el punto de vista de la forma existencial (el proyectar indefi­nido), es un continuador; «el sucesor aparece como un suplantador, un enemigo y un asesino, cuando en rigor no hace sino servir al que se fue, intentando pro­longar su virtud y, para ello, ocupando su puesto vacío»[10].

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b) Recomendación positiva de la tradición

 

El hecho de ser legado puédese vivir como una recomendación positiva, como algo digno de conservarse. «Tradere» es «trans­mitir»; y en este vocablo late toda la fuerza del prefijo «trans». Cuando «trans» se conecta a un verbo que expresa un movimiento orientado a un fin, apunta a tres distintos lugares (el que ocupo ahora, el anterior y el posterior). También transportar significa no sólo que algo es portado en una dirección, sino que algo es llevado de un lugar, en el que lo portado no se encuentra ya, a un tercer lugar. Esto significa que podemos hablar en sentido estricto de «tradición» cuando el que hace la entrega no saca de sí mismo lo que comunica, sino de otra parte. Alguien que está en su propio lugar alcanza algo que está detrás para alguien que se encuentra delante. El «tradere», el entregar en tradición, no significa sim­plemente dar o comunicar algo a alguien, sino transmitir algo recibido para que sea a su vez legado. En este punto se distingue también la enseñanza de la tradición; porque cuando el profesor o el investigador comunica a sus discípulos lo que él mismo ha des­cu­bierto o asimilado, tenemos propiamente un acto de docencia, pero no un acto de tradición. Que el contenido sea «recomen­dable» y que sea tomado «de otra parte» son caracteres esenciales de la tradición[11].

En el caso de que el hecho de ser legado sea vivido como una recomenda­ción positiva, como algo digno de conservarse, debe­mos distinguir dos formas de adhesión: una absoluta, otra relativa.

En la forma absoluta, el hecho de ser-herencia equivale a puro argumento de verdad teórica o de valor moral. Hay en este nivel tres grados de adhesión a la recomendación de la herencia, según que: l) la venerabilidad de lo legado sea vista como una fuente de valor; 2) la venerabilidad de lo legado sea considerada como la más alta fuente de valor; 3) la venerabilidad de lo legado sea acep­tada como la única fuente de valor.

En el primer caso, la venerabilidad de la herencia suscita la fi­delidad del hombre a lo legado, que impone la obligación de adhe­rirnos a sus dictados. Por el hecho de que ciertas instituciones o costumbres son tradicionales hay obliga­ción de adherirse a ellas; si el individuo las modifica o las abandona es califi­cado de infiel o culpable. En el segundo caso, la venerabilidad de la herencia hace que la fidelidad pueda imponer la adhesión a una institución o cos­tumbre considerada incluso como mala. En el tercer caso el valor mismo queda redu­cido al hecho de la legacía. No se trata ya de que la tradición imponga la obli­gación más alta, sino la única obligación: la adhesión al hecho de ser herencia es el único vín­culo moral del hombre. Es bueno, valioso y obligatorio sólo lo que una concreta tradición ha legado. La salida de la tradición puede incluso castigarse con la muerte. Si la tradición obliga, por ejem­plo, a la venganza de sangre, tal obligación tiene carácter de norma moral.

En la forma relativa, el hecho de ser herencia es sólo mera invi­tación, mas no argumento fehaciente de la verdad y del valor del contenido. Éste adquiere con su recomendación un halo de respe­tabilidad. Pero el valor positivo o nega­tivo que la tradición tiene es afirmado no por apelación al hecho de ser herencia, sino por el  contenido que transmite. Un contenido malo (marcado por errores y supersticiones) hace que la tradición tenga un valor negativo. Un contenido bueno, en cambio, hace que la tradición tenga un valor positivo. Como el hecho de que algo pertenezca a la tradición no constituye un valor o un disvalor, jamás puede imponernos obli­gaciones morales. Por eso, la observancia de una tradi­ción es va­liosa cuando su contenido tiene valor en sí y no por el simple he­cho de formar parte de la tradición: de ahí que el abandono de una tradición no sea sinónimo de infidelidad o traición cuando el con­tenido es un disvalor.

Lo que en este asunto se ventila es la objetividad propia del va­lor y de la verdad, que no puede ser confundida con el hecho de que se nos haya dado previamente un conjunto de convicciones y costumbres que configuran un estilo de vida, un modo de estar en la realidad. Es necesario estar en un estilo; pero no necesariamente ese estilo, por ser transmitido, manifiesta un valor. Por lo pri­mero somos necesariamente históricos: por lo segundo queda afectada la histo­ria críticamente por los valores y por el control de la razón.

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Relativismo histórico y tradicionalismo

 

Si se niega la función directiva de la razón, o mejor, el carácter racional del hombre, se aboca al irracionalismo histórico, cuyas dos manifestaciones extre­mas son el relativismo y el dogmatismo históricos. El primero declara que nin­guna tradición es racional­mente justificable. El segundo afirma que una, de en­tre todas es la mejor, aunque se carezca de medios racionales para probar que lo es: en este caso, el sujeto se adhiere al contenido por el hecho de ser transmitido

a) De irracionalista puede ser calificada la postura de Leszek Kolakowski, cuando afirma que «no se puede demostrar racional­mente que la tradición en la que confieso estar sea mejor que otras tradiciones: declaro simplemente que es mejor. O sea, que estoy dispuesto a colaborar en su expansión resistiendo a toda tradición que se le oponga»[12]. Esta actitud es opuesta a la de aquellos que, en nombre de la dignidad y la fuerza de la razón, asignan un valor permanente a cierto tipo de tradición. Sobre todo, esa actitud im­plica que no se pueda objetar racionalmente nada a quienes no dejan en pie tradición alguna, incluida la sa­grada.

Ya vimos cómo para Kolakowski la tradición se opone a la ra­zón: y que ésta es interpretada por él como un mero órgano de in­formación y de adaptación práctica: carecería de la fuerza de la evidencia y de la posibilidad de convencer críticamente a otro en un diálogo sincero. «El individuo humano no puede ser conven­cido racionalmente de que es un deber suyo mantener también con otros la solidaridad, si esta solidaridad exige alguna renuncia a su propio interés. El individuo puede ser motivado para tal solidari­dad no por la fuerza del instinto –ésta no basta– ni por un racioci­nio de la razón –no hay semejante raciocinio– sino exclusivamente porque cree que es bueno, y lo cree porque la tradición de los va­lores heredados socialmente ha sido motivada por esa fe […]. Lo que es bueno y lo que es malo en la tradición heredada, nunca po­demos saberlo de otro modo que por la tradición»[13]. Por lo mismo, la aceptación irracional, no justifi­cada, de la tradición, puede lle­var aparejado el reconocimiento también injusti­ficado críticamen­te, de la revolución. Y es lo que hace Kolakowski: «Hay dos he­chos que debemos recordar al mismo tiempo siempre: primero, si las nuevas generaciones no se hubieran revuelto incesantemente contra la tradición here­dada, viviríamos todavía hoy en cavernas: segundo, si la revolución contra la tradición heredada hubiera sido universal, todavía hoy nos encontraríamos en las cavernas»[14]. De cualquier manera, carecemos de un criterio racional y de una esca­la de valores críticamente garantizada, en función de los cuales pudiéramos señalar los límites de la revolución y el alcance de la tradición. Sólo apela Kolakowski a un difuminado e inservible criterio: que tanto una como otra no sean universales. «Las socie­dades necesitan tanto de la tradición como de la re­volución contra la tradición»[15].

b) Cuando se acentúa el hecho de que algo es heredado de modo que hacia ello, en cuanto legado, arranca un acto de adhe­sión incondicional, estamos ante lo que desde el siglo XIX se ha llamado «tradicionalismo». Tanto las normas como las estructuras constitucionales transmitidas desde el pasado figuran como ele­mentos integrantes del presente. O sea, para el tradicionalismo, el presente toma del pasado todo su modo de ser. De alguna manera, la tradición excluye la razón y el futuro.

Los fundamentos de esta afirmación han sido casi siempre teo­lógicos, de­bido a que no ha sido distinguida con nitidez la tradi­ción sagrada de la tradición natural (ni en ésta, la tradición fun­dante de la consciente).

Que el hecho de que un contenido pertenezca a una tradición no sea un ar­gumento de su verdad rige sólo para la tradición natural: ya los clásicos afirma­ban: «auctoritas est locus ultimus in quaes­tionibus philosophiae». Mas para la tradición sagrada, basada en la revelación divina y confiada a la comunidad de la Iglesia, el hecho de que un contenido dogmático sea parte de la tradición es el ar­gumento más importante para su verdad: en este caso, la verdad es inaccesible para la razón, la cual tiene que dejarse guiar por la fe. La tradición sagrada está garantizada por la llamada «sucesión apostólica». Que algo forme parte de la tradición sagrada, o sea, que esté –explícita o implícitamente– en la fe de la Iglesia es prueba de su verdad divina. Distinguir, en cuanto al contenido, la tra­dición sagrada y la tradición natural es algo importantísimo para esclarecer el sentido de las tradiciones naturales[16].

Arranca el tradicionalismo de considerar que en el hombre la verdad va mezclada siempre con el error: no en el sentido de que el error esté anidando en la verdad y que ésta lo fuese segregando y superando como interno momento negativo suyo, sino en el sen­tido de que la verdad no es accesible al hombre: y cuando se da en la mente humana, se le adhiere el error. Sostiene, pues, el tra­dicio­nalismo que la razón no puede descubrir por sí sola ninguna ver­dad fun­damental. Se trata de una actitud gnoseológica pesimista. Pero, en otro aspecto, este pesimismo se conjuga con un cierto op­timismo ontológico, porque afirma que el hombre no puede dudar de todo: la duda cartesiana –que sería la escapa­toria inmediata del pesimismo gnoseológico– queda superada por un criterio: la auto­ridad histórica. En la historia se ha dado la verdad en tanto que re­velada por la Providencia. El error es un castigo unido al uso de la razón. La verdad no es conseguida mediante descubrimiento o in­vención racional, sino que es entre­gada, legada en la historia: la verdad es asunto de autoridad. Como la autoridad está incardinada a una institución, la continuidad de esta institución es prueba tam­bién de la inmovilidad de la verdad. La verdad persevera en la historia den­tro de la continuidad de una institución. En tanto que la verdad ha sido revelada en la sociedad por autoridad, la adhe­sión a los contenidos fundamentales de la verdad es asunto de fe[17].

En el tradicionalismo radical, la razón ha sido confundida con la tradición. El progreso racional se debería, consiguientemente, a un aumento de revelación en la sociedad. Estas tesis, que en principio se aplican a las verdades fundamen­tales del orden metafísico y moral, han sido extendidas también al orden polí­tico: la razón ni crea el orden de la verdad ni el orden de la política; por tanto también la soberanía política tiene su origen en la revelación, siendo sus expre­siones históricas los soberanos consagrados por la tradición. La razón no puede juzgar la soberanía. De este modo la razón es incapaz de guiar al individuo para hacerse autor de su destino histórico: lo que sí puede hacer es someterse a los planes de la Providencia, ejecutando la misión que el individuo tiene en cada sociedad, la cual ha quedado señalada por Dios para cumplir un destino histó­rico.

Quizás el origen psicológico del tradicionalismo haya que bus­carlo en su antítesis, o sea, en el progresismo ilustrado del siglo XVIII, el cual sostenía que lo legado por tradición es superstición, error y prejuicio. La razón crítica ilus­trada afirma que todas las civilizaciones son mortales: y si algo de ellas se con­serva es ya cadavérico.

Como reacción a este progresismo, cabía la actitud de defender un «noble pasado determinado», el cual se identificó (o se con­fundió) con el sentido mismo del tiempo histórico. Se trata de una actitud reaccionaria.

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Tradición y «espíritu tradicional»

 

Por ser la tradición eterna la originalidad ontológica de lo hu­mano, debe considerarse universal, cosmopolita, transcendiendo de los límites de razas, de costumbres regionales y de tempera­mentos circunstanciales. Por su universali­dad ha de ser también fundamento y meta de todo proyecto que el hombre haga en el fu­turo. «Hay que ir a la tradición eterna, madre del ideal, que no es otra cosa que ella misma reflejada en el futuro. Y la tradición eterna es tradición universal, cosmopolita. Es combatir contra ella, es querer destruir la humanidad en nosotros, es ir a la muerte, em­peñarnos en distinguirnos de los demás, en evitar o retardar nues­tra absorción en el espíritu general europeo moderno»[18].

Pero el sentido de este enfoque doctrinal de Unamuno no supera la carga de evolucionismo, idealismo y pragmatismo que lo ins­piró. Su contenido corres­ponde a la teoría hegeliana del «espíritu objetivo», concretado como Volkgeist, espíritu del pueblo, tejido totalizador de multitud de existencias individuales[19]. El espíritu colectivo es una subconsciencia popular. Además Unamuno en­foca con un criterio pragmático la vigencia de las tradiciones pun­tuales en el curso histórico; pues para él «todo lo que eleva e intensifica la vida refléjase en ideas verdaderas, que lo son en cuanto la reflejan, y en ideas falsas todo lo que la deprima y amengüe»[20].

Este pragmatismo, idealismo y evolucionismo no es suficiente para garanti­zar lo que el mismo Unamuno pretende con su idea de la «tradición eterna». Hay que volver a preguntar cuáles serían las condiciones de posibilidad –no pragmáticas ni evolucionistas– de la tradición consciente, en donde lo transmi­tido o legado no tu­viera sólo una connotación negativa ni, aunque fuese posi­tivo, es­tuviese unido a la tesis del tradicionalismo.

La aceptación racional de un legado positivo es propia de una actitud que podría llamarse «espíritu tradicional» para distinguirlo del tradicionalismo es­tricto. «En este punto –ha escrito A. del Noce– el espíritu tradicional significa primado del ser, primado de lo inmutable, primado de la intuición intelectual, o afirmación del valor ontológico del principio de identidad: es la idea de la total metahistoricidad de las verdades. Hay que referirse a la presencia en el espíritu humano de la idea de ser perfecto como principio de orden jerárquico de lo real, de aquellas verdades que, en un len­guaje que hoy corre el peligro de ser total­mente incomprendido, solían llamarse verdades eternas, universales, necesarias, metahis­tóricas, que permiten al hombre vivir lo eterno en el tiempo, y que en cuanto eternas pueden ser consignadas («tradición» de «tradere») de generación en generación (o, mejor, lo que es con­signado es el signo sensible que sirve para evocarlas)»[21]. El conte­nido de este «espíritu tradicional» –y no el empuje evolu­tivo de un absoluto inconsciente–debe constituir, pues, el plano más hondo de lo que Unamuno denomina tan bellamente «tradición eterna».

Porque «la metahistoricidad y la sobrehumanidad de lo verda­dero hacen que su fijeza tenga aspecto de una ulterioridad respecto de toda expresión, y por lo mismo de inagotabilidad como capaci­dad de expresarse en indefinidos aspec­tos»[22]. Los valores permanentes encierran la exigencia de ser transmitidos de ge­neración en generación: por ellos cobra sentido la fidelidad a la tradición, en virtud de la cual quedamos instalados en lo primor­dial y esencial[23].

 


[1]     J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas,  178.

[2]     J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, 178.

[3]     J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, 196.

[4]     D. von Hildebrand, Deformaciones de la moral, 151-177.

[5]     El caballo de Troya en la ciudad de Dios,  234.

[6]     J. Ortega y Gasset, Historia como sistema, 39.

[7]     J. Ortega y Gasset, Historia como sistema, 37.

[8]     «Prólogo»a la Historia de la Filosofía de Bréhier, 402-404.

[9]     «Prólogo»a la Historia de la Filosofía de Bréhier, 407.

[10]   «Prólogo»a la Historia de la Filosofía de Bréhier, 405.

[11]   J. Pieper, Überlieferung,  27-29.

[12]   «Der Anspruch…», 8.

[13]   «Der Anspruch…»,6.

[14]   «Der Anspruch…», 1.

[15]   «Der Anspruch…»,14.

[16]   J. Pieper, Überlieferung, 30 y 35.

[17]   Por esta desconfianza en la razón, la Iglesia condenó el tradicionalismo estricto en el Concilio Vaticano I.

[18]   M. de Unamuno, En torno al casticismo,48.

[19]   M. de Unamuno, En torno al casticismo,140.

[20]   M. de Unamuno, La ideocracia,  252.

[21]   Ocaso o eclipse de los valores tradicionales,  120.

[22]   Ocaso o eclipse de los valores tradicionales,  121.

[23]   Jean Guitton, Historia y Destino, 102.