Joaquín Sorolla Bastida,  (1863-1923): “El viejo del cigarrillo”. Sobre fondo gris, desigual, un anciano, visto de frente, muestra en su rostro el paso del tiempo, pero también la identidad del personaje, por encima de los cambios y del envejecimiento.

Joaquín Sorolla Bastida, (1863-1923): “El viejo del cigarrillo”. Sobre fondo gris, desigual, un anciano, visto de frente, muestra en su rostro el paso del tiempo, pero también la identidad del personaje, por encima de los cambios y del envejecimiento.

Aspectos humanos de la historicidad

A la condición general del hombre que hace su vida espiritual y material inmerso en lo temporal y condicionado por las circunstancias se le llama «historicidad».

En la estructura de la historicidad se entrecruzan dos direcciones temáticas: una horizontal otra vertical.

La primera está constituida por la referencia que el hombre hace al pasado (dado y retenido) y al futuro (pretendido y ausente), así como el consiguiente carácter condicionado y contingente de su ser, el cual no se ofrece como algo estático y hecho o sin capacidad de ser transformado por el obrar.

En la segunda se patentiza la íntima dialéctica u oposición entre lo concreto realizado y las posibilidades no cumplidas; esta segunda dimensión va internamente acompañada de la conciencia de responsabilidad y externamente referida al mundo y a la comunidad.

Estos dos aspectos de la historicidad resaltan el carácter «profundo» o «intrínseco» de la temporalidad en el hombre; pero nada dicen todavía acerca de si la temporalidad tiene o no un carácter «absoluto» y «total» en él. Podría afirmarse, por ejemplo, que la temporalidad se presenta en todas las zonas del hombre, pero de modo que al menos una de esas zonas es absolutamente no temporal. Esta zona sobresaldría por encima de la historia. Así, el espíritu humano podría comprender y encontrar un sentido a la historia precisamente porque es capaz de replegarse, retrotraerse, transcender la historia para decirse lo que la historia misma es.

Pero hay algunas corrientes filosóficas que sustentan la tesis de que la temporalidad cala tan hondo en el hombre que todas las zonas y elementos de éste quedan absorbidos absolutamente por ella. Y tal sería la postura del «historicismo» estricto. Así, en este último sentido, el «historicismo» coincide con el relativismo histórico, el cual sostiene que es incognoscible la esencia de la vida humana: se atiene sólo a las épocas históricas de su desarrollo, cada una de las cuales poseería una fisonomía distinta con sus ideas y valores.

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La condición postmoderna

Para el historicismo, el hombre todo se agota en su historia: el tiempo y la historia tienen tal profundidad ontológica que absorben la esencia misma del hombre; no son sólo una capa íntima que, por tener un origen externo, recubriría un núcleo esencial, onto­lógicamente pre-histórico del hombre. En un sentido estricto, «historicismo» es la doctrina que define la esencia del hombre por su historia: ésta sería además la forma necesaria de todo lo que hay. Un pueblo es lo que nos dice su historia: también lo que el espíritu individual es nos lo dice su historia. Toda la realidad se está haciendo y carece de un principio fijo en que pueda anclar la mirada de la inteligencia.

Aplicado, pues, al hombre, el historicismo comporta dos tesis principales: una ontológica, otra epistemológica. La historia sería ontológicamente el constitutivo del hombre. Pero, además, sólo el conocimiento histórico –y no el físico o el metafísico– nos haría penetrar la realidad profunda del hombre: ésta es la tesis epistemo­lógica. En este sentido estricto se inclinaron al «historicismo» las posturas de Dilthey, Troeltsch, Spengler, Mannheim, Ortega y Gasset, Sartre, etc. Pero también las más actuales de la llamada postmodernidad[1], como la «filosofía de la de-construcción» y del «pensamiento débil».

El pensamiento moderno –el que en el siglo XVII arranca con Descartes y se extiende hasta el primer tercio del siglo XX– ha sido calificado por Heidegger como una filosofía de la presencia o de lo compacto, como una filosofía que eleva a sistema todo lo que puede ser objeto del conocimiento, del querer y del obrar. Todas las cosas –incluidas la temporalidad y la historia– tienen significación en la medida en que se muestran dentro de una tota­lidad ordenada y cerrada sobre sí misma. La duración, el tiempo y la historia deben reducirse a la ocupación sistemática. Porque la realidad es pensable sólo como sustancia; y la certeza que de ella se tiene ha de ser absoluta. La palabra que la expresa está inmersa en el proceso totalizante de la verdad, proceso que colma todas las distancias, de modo que no debe existir un hiato o desnivel entre lo que la cosa es y lo que se dice de ella. Por lo mismo, la acción histórica ha de comprenderse dentro de un movimiento que lleva a la reconciliación con la totalidad, donde las diferencias se difumi­nan y las oposiciones se suprimen. Es el pensamiento de lo com­pacto, de la totalización.

Desde hace algunos años, ciertos pensadores –como Derrida, Baudrillard, Vattimo y Rorty– han denunciado, después de Hei­degger, esta inspiración de la presencia. Pero, aunque están en de­sacuerdo con ella, no pretenden rectificar los sistemas de lo com­pacto. Desean salir de la presencia, mas no para llegar a otro sis­tema compacto. Aquí reside el sentido de la postmodernidad. No hay rutas hechas o con dirección definida. Por tanto, no sólo se ex­cluye lo compacto de la presencia, sino también la búsqueda de una plenitud. Si la presencia se apoya en la metáfora del día, ellos se abandonan a la metáfora de la noche, privada de auroras y de apoyos. Pero esta tesis es tan metafísica como su contraria, justo aquélla a la que se opone. Si se abandona lo compacto del ser y la significación definida es porque se cree que lo decisivo de la reali­dad son los huecos y los vacíos, el movimiento mismo y los im­previstos, el simple juego de las voces y la provisionalidad. No hay caminos. Esta es la actitud de la actual filosofía de la diferen­cia (Derrida), la de-construcción (Rorty), el pensamiento débil (Vattimo).

Pero, aunque sean justificados algunos motivos de la filosofía de lo anticompacto –imponiendo una «tachadura» a la cultura ba­sada en la presencia– bajo ningún respecto queda justificada su actitud de antiplenitud, ni el cultivo que hacen de lo fugaz y de la simple traza[2]. Teniendo en frente las motivaciones de los decons­truccionistas y del pensamiento débil, la filosofía ha de esforzarse en dar los medios concretos de vivir con certidumbres fundadas, especial­mente las que le garantizan al hombre una identidad autén­tica, un saber y una libertad razonable. No una razón autosu­ficiente, con una estatura que no puede tener. Pero tampoco una razón ilógica o alógica que se conforma con una tachadura pura y simple. La razón puede ser dependiente de la riqueza de lo real, sin ser aplastada por su propio sistema.

Como la argumentación historicista es recurrente durante el si­glo XX –comparece en el existencialismo, en el vitalismo, en el estructuralismo y en el de-construccionismo–, vamos a considerar tan sólo el modelo vitalista (personalizado en Ortega) y el modelo existencialista (individualizado en Sartre) como exponentes de un historicismo que tiene en la actualidad otras formas muy diversas.

Tanto para el vitalismo como para el existencialismo, la «esen­cia» o naturaleza no preexiste a la existencia: pero hay un matiz diferenciador entre ambos en lo que concierne al significado de la esencia. El vitalismo subraya en la «esencia» el contenido objetivo particular establecido en una cultura determinada: la esencia del hombre se reabsorbe en su historia. El existencialismo indica que la «esencia» es un producto de la existencia, la cual carece de antecedente lógico y metafísico que previamente la defina. Si el vitalismo acentúa lo fijo en la esencia, el existencialismo remarca lo común. En cualquier caso, lo histórico es lo móvil e irrepetible.

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2. Vida y naturaleza humana

a) Movilidad humana y naturaleza

El vitalismo identifica al hombre con lo histórico, por conside­rar que lo natural le es adyacente. Explicaremos esto por referen­cia a Ortega y Gasset.

a) La primera cuestión de interés es la interpretación que hace de la naturaleza entre los clásicos: sería la “consistencia fija y estática, por tanto, algo que el ente ya es, que ya lo integra o cons­tituye. El prototipo de este modo de ser, que tiene los caracteres de fijeza, estabilidad y actualidad (=ser ya lo que es), el prototipo de tal ser era el ser de los concep­tos y de los objetos matemáticos, un ser invariable, un ser-siempre lo mismo”[3].

Ya en Kant se dibujaba la distinción entre la naturaleza (sujeta a necesidad) y la libertad (sustraída a determinación necesaria). Si el hombre se identifica con su libertad, es obvio que el paso siguiente debe ser negar que el hombre tiene naturaleza, como estructura esencial, fija y permanente; pues la libertad es actividad pura, sin fijeza ni permanencia, sin determinación necesaria.

b) El hombre es forzosamente libertad: “Al animal, dice Ortega, le es dado el repertorio de su conducta, que va, sin su intervención, gobernada por sus instintos. Pero al hombre le es dado la forzosi­dad de tener que estar haciendo siempre algo, so pena de su­cumbir, mas no le es de antemano y de una vez para siempre presente lo que tiene que hacer”[4].

c) En virtud de esta libertad, el hombre carece de naturaleza. El principio de su dinamismo debe poseer la misma índole inestable de tal dinamismo. Por tanto, aunque el hombre tiene naturaleza (biológica y psicológica), no es naturaleza. Su permanente natura­leza psico-física es algo enquistado. Lo histórico se absorbe en la libertad, la cual es lo que en el hombre figura como sobre-natura­leza. Gracias a la historia el hombre no es un animal.

Historia y naturaleza viven a lo sumo yuxtapuestas e insolida­rias, en agregación extrínseca, como dos longitudes de onda distin­tas: la de la permanencia y la de la plasticidad. Pero lo que el hombre es, como radical inestabilidad, sólo puede revelarlo la historia. “El hombre no tiene naturaleza. El hombre no es su cuerpo, que es una cosa; ni es su alma, psique, conciencia o espí­ritu, que es también una cosa. El hombre no es cosa ninguna, sino un drama […]. La vida es un gerundio y no un participio: un «faciendum» y no un «factum». La vida es quehacer”[5].

La realidad del hombre es constitutiva inestabilidad, continua mutación, incesante renovación. Como ser histórico, el hombre no tiene más ser que el de su puro desarrollo: el hombre no tiene his­toria sino que es su historia. “La historia es el modo de ser propio de una realidad, cuya sustancia es, precisamente, la variación; por lo tanto, lo contrario de toda sustancia. El hombre es insustancial. ¡Qué le vamos a hacer!”[6].

d) El desarrollo histórico del hombre admite a lo sumo cierta unificación, mas no por referencia a una naturaleza que lo sus­tente, sino por relación a ciertas unidades de sentido. El tratar los hechos históricos como hechos humanos implica ya referirlos to­dos a una unidad de sentido, «lo humano», en virtud de lo cual ta­les hechos no son de «lo pétreo» o de «lo equino». Pero esta uni­dad no es natural y sustancial, sino de otra índole, la unidad de un colectivo (que ostenta la misma universalidad convencional que las palabras o términos verbales). La «humanidad» no significa una naturaleza permanente e idéntica esencialmente en todos los hombres, sino un conjunto de hombres, o también una serie en que todas las vidas se integran social e históricamente. La unidad de estas series es meramente de sentido, pues no se debe a la naturaleza, sino al desarrollo del mismo acontecer.

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b) Resolución crítica del historicismo vitalista

Nada habría que objetar a las tesis orteguianas si con ellas sólo se quisiera decir que el hombre es un ser mudable, ontogenética­mente desarrollable y perfeccionable en cada una de sus faculta­des, no sólo en las inferiores o vegetativas (paso de la niñez a la adultez), sino también en las superiores (ya que las convicciones y afectos sufren mudanzas). Pero de ahí pasa Ortega a concluir que el hombre no tiene naturaleza fija. Esto es lo que debemos afron­tar.

El árbol en medio del río simboliza la identidad de la esencia humana en la corriente de la historia, en la que se reflejan todos los avatares vitales, los cuales dejan su huella, sin suplantar a la naturaleza humana, sino enriqueciéndola con cada oleaje.

El árbol en medio del río simboliza la identidad de la esencia humana en la corriente de la historia, en la que se reflejan todos los avatares vitales, los cuales dejan su huella, sin suplantar a la naturaleza humana, sino enriqueciéndola con cada oleaje.

Aristóteles distinguía dos especies de permanencia: la estática y la estable. La permanencia estática se opone al movimiento; un ente que sólo se definiese por tal estaticidad no sería sujeto de movimiento alguno o, por lo menos, el cambio le sería externo. Pero la permanencia estable define propiamente la naturaleza, la cual no se opone al movimiento:

el cambio afecta internamente a una naturaleza[7]. La naturaleza (physis) para Aristóteles figura co­mo “aquello que en las cosas es su intrínseco principio de movi­miento y de reposo de modo primario y esencial, no accidental”[8].

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La naturaleza como principio de cambios.– En primer lugar, es principio intrínseco de movimiento u opera­ción de cada ser. Se trata del principio real, del que algo procede. A través de los cambios se sigue reconociendo, por ej., el hombre como idéntico. El cambio no es vivido por él como sustitución o suplantación de su ser de hombre. Porque el cambio, profundo o superficial, exige la permanencia del principio (o sujeto) que cam­bia.

El cambio es la conjunción de permanencia y mudanza. La sus­titución, por el contrario, es la mutación sin permanencia de su­jeto. Si el cambio fuese en alguien tan profundo que ya no lo reco­nociéramos como el mismo sujeto, es que habría ocurrido una transformación sustancial. El cambio exige, pues, un sujeto per­manente, a saber, la naturaleza. Si el principio del dinamismo hu­mano (es decir, la naturaleza) fuese enteramente inmóvil, inerte, bloqueado en sí mismo, no explicaría lo histórico, porque no daría razón del cambio; pero si ese principio fuera pura agilidad, no tendría la posibilidad de ser fundamento o sujeto de los cambios, y éstos quedarían flotando sin sujeto y, por tanto, sin unidad.

Luego si el fundamento de la historicidad careciese de consis­tencia o naturaleza permanente, no sería posible dotar de sentido a los actos humanos. Tal fundamento está ciertamente implicado en el acontecer histórico y, por lo mismo, otorga a ese acontecer uni­dad e inteligibilidad. Pero su distinción no es pura antítesis, ya que no connota la escueta inmutabilidad, opuesta al cambio propio del acontecer histórico, sino la simple permanencia estable. El sujeto del cambio permanece como el móvil afectado por una serie de lances. Si el sujeto cambiase, habría una serie distinta cuya unidad vendría dada por el nuevo sujeto. No habría ya cambio, sino sim­ple suplantación o sustitución.

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La naturaleza como principio de reposo.– De ahí que la naturaleza deba ser también principio de «repo­so». «Reposar» no es lo mismo que carecer de actualidad, sino que equivale a recibir una forma, por razón de la aptitud intrínseca que se tiene de recibirla y retenerla. Ser principio de reposo es lo mismo que ser principio de continuidad. Reposar no es el mero cesar de una acción, sino conservar el término del movimiento o permanecer en el estado adquirido por el movimiento. Por eso, la permanencia indica que la entidad en cuestión, por un lado, se conserva y, por otro, se enriquece con la forma recibida y retenida. ¿En qué estriba el fundamento ontológico de este enriqueci­miento? En la inadecuación que se da en el ser finito entre esencia y existencia: esta inadecuación reclama necesariamente la presen­cia del accidente, que es la perfección de tal ser. Aunque el acci­dente no pertenece a su esencia, la sustancia no se muestra pe­rezosa ante él; sino que produce por necesidad los accidentes, manteniéndolos en sí misma y por mor de sí misma. En conclu­sión, la finitud es una de las razones últimas del enriquecimiento y, por tanto, de la historia.

Para el historicismo, en cambio, la naturaleza es algo estático y rígido, capaz tan sólo de comportamiento uniforme y monótono; identifica así lo permanente con lo estático y paralítico, de modo que permanecer en el cambio equivale a no cambiar. Allí donde el cambio se da, sólo cabría un hacinamiento de fenómenos sueltos e inarticulados, o sea, sin sujeto, pues éste sería algo rígido y está­tico. Para la filosofía clásica el sujeto del cambio es algo dúctil, flexible y plástico. La naturaleza, como sujeto, es, por un lado, la fuente originaria de las operaciones, principio específico del di­namismo (no es puramente pasivo y receptor) y, por otro lado, el término interno de dichas operaciones (es factor esencialmente progresivo). En unos casos emergerán de ella las operaciones de modo unívoco (como las vegetativas) y, en otros, de modo libre.

La naturaleza no es indiferente al cambio, ni es extrínseca al acontecer humano: más bien, es la condición constante del cambio y de la unidad de éste. En el hombre, su naturaleza es principio fijo y necesario de comportamiento abierto y libre, mas no un principio de comportamiento fijo y necesario. Schiller ha captado esta doble modalidad de la naturaleza con estas palabras: “En el animal y en la planta la naturaleza no sólo fija el destino, sino que, además, lo ejecuta ella sola. Pero al hombre no hace sino señalarle su destino y le confía a él mismo su cumplimiento. Esto es lo único que le convierte en hombre”[9].

Así se explica que el hombre deba darse siempre una figura o forma histórica a partir de un amorfismo de conducta, no de natu­raleza. Desde el punto de vista de la conducta, no está fijado obli­gatoriamente a una sola imagen de sí mismo; pero en cualquier caso se realiza como «hombre». La naturaleza es el «hombre hu­manizante»; la forma de vida es el «hombre humanizado». El hombre se hace una forma de vida partiendo de un amorfismo de conducta extremo, es decir, libre[10].

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3. Existencia y esencia humana

a) El existencialismo como metafísica historicista

La tesis capital de Sartre es, en el aspecto ontológico, que la existencia precede a la esencia. Una propuesta que, a pesar de in­vertir la postura platónica, radicalmente ontológica, según la cual la esencia precede a la existencia, sigue siendo de corte ontoló­gico. La esencia, dice Sartre, es el conjunto de cualidades por las que se hace posible una definición[11]. Se trata de un conjunto «constante» de propiedades[12]: la inconstancia y aleatoriedad de unas propiedades las descalifica para pertenecer a la esencia. Por otra parte, la «existencia» es “la presencia ante mis ojos”, o sea, la presencia efectiva en el mundo[13].

La tesis de que la existencia precede a la esencia puede ser in­terpretada de tres maneras diferentes[14]:

1ª. El hombre primero existe y después se define poco a poco.- La metafísica clásica aceptaría esta interpretación, en la medida en que se opone a la concepción racionalista, la cual ignora dos cosas: a) el hecho del despliegue temporal del hombre; b) la dife­rencia entre cosas artificiales (ideales y fabricadas por el hombre) y cosas no-artificiales (no bosquejadas por el hombre), cuya esen­cia nos es menos conocida que la propia de cosas artificiales: así la esencia del hombre se conoce poco a poco. Pero no es éste el sentido estricto que Sartre otorga a la tesis de la precedencia de la existencia.

2ª. El hombre no es definible.- O mejor, la definición del hombre siempre queda abierta. También la metafísica clásica admitiría esta interpretación, por cuanto señala –como en el punto anterior– que del hombre, como realidad natural, no conocemos previamente su completo modelo o esencia, la cual ha de ser tanteada paulatina­mente: y, además, agrega que nunca quedará definitivamente com­prendida por nuestra inteligencia afincada en lo sensible. Tampoco es éste el sentido en que Sartre proyecta su tesis sobre la pre­cedencia de la existencia.

3ª. No existe naturaleza humana.- Aquí tenemos el sentido rigu­roso de la afirmación de Sartre. No existe naturaleza humana, por­que no existe ningún Dios que la haya podido bosquejar o concep­tuar[15]. Por tanto, si miramos su posible naturaleza, debemos decir que el hombre “no es absoluta­mente nada”: todo lo que es el hom­bre, éste lo hace de sí mismo, sin ninguna clase de bosquejo. El hombre es libertad pura.

La admisión de una esencia previa implica dos cosas: a) Que la actividad humana ha de desarrollarse dentro de las determinacio­nes de dicha esencia. Así, de la esencia del grano de trigo puede deducirse cómo se va a formar el tallo y la espiga que en él están germinalmente contenidos. b) Que el orden, el sentido y las leyes de la esencia suscitan la pregunta por el organizador y legislador de la esencia: porque el ser que tiene una esencia está ya dentro de un marco del que no puede evadirse.

Planteado así el tema de la esencia, Sartre indica que a la reali­dad humana debe aplicarse exclusivamente la existencia: las cosas son, pero no existen. Quiere decir Sartre que la existencia carece de naturaleza o estructura, o que es posición pura y absoluta: y, en cuanto no se supedita a algo anterior –que sea esencia–, es nada (conciencia o para-sí). Al no ser «desde la esencia» está lanzada «ahí»: su estado es el de derelicción (porque sólo reposa en sí misma) y finitud (porque sólo puede contar consigo misma). Ser autofundamento y autosuficiente es lo que define, según Sartre, la libertad, la cual no depende de nada, sino de sí misma. Al no estar remitida a algo, se muestra como contingencia absoluta.

La única manera en que puede ser aprehendida la existencia es en la forma de una «historia». Porque si la mente aprehende la esencia, y ésta es siempre «posterior» coagulación de la existencia, quiere decirse que la mente sólo aprehende lo «ya sido», la factici­dad, el producto mismo de la existencia. El existente construye li­bremente su esencia. Y aprehender lo que es el existente no es nada más que recapitular sus pasados sucesivos, lo que ha sido por sí mismo. Al carecer de una esencia previa, el existente no encie­rra potencialidad alguna: no tiene que llegar a ser nada, porque todo lo que puede ser se agota en su actualidad puntual: su poten­cia es su acto. O sea, es en acto todo lo que puede ser, y en cada momento es todo lo que puede ser y nada más. Su interior es su exterior. Carece de tensión y de exigencias o llamadas. Sartre re­chaza la tesis de que la esencia sea un posible eterno preexistente, como idea, en el seno del pensamiento divino, y, por lo mismo, niega que haya una potencia referida al acto de existir. Se desvin­cula, pues, de las tesis del carácter trascendente o inmanente de la esencia. Ésta no es nada más que lo sido, la facticidad, lo petrifi­cado, lo que se asemeja a la cosa material: como tal, es producto de la existencia. De ahí que Sartre afirme que el existente cons­truye libremente su esencia.

Rechaza, pues, toda metafísica trascendente[16], por considerar que ésta sólo enturbia la espontaneidad de la existencia, impo­niendo a los pensamientos y a los sentimientos un orden artificial, una construcción social o una obediencia a imperativos de la tra­dición. Esta actitud de Sartre hunde sus raíces en el suelo de la Ilustración, cuyos filósofos mantenían dos tesis correlativas: 1ª. No existe Dios; 2ª. Sólo existe la «naturaleza» o «esencia» del hombre. Sartre radicaliza esta postura ilustrada afirmando que, si no hay Dios, tampoco puede haber una naturaleza humana, porque naturaleza significa lo hecho según un plan concebido, según el esbozo de un creador. El ateísmo del XVIII era aún timorato.

El autor de El ser y la nada sostiene que el hombre es una reali­dad sin esencia y sin razón o definición previa: sólo existe, sin que podamos decir por qué ni para qué. Esta situación es llamada fac­ticidad, la cual excluye que el hombre tenga una esencia propia.

La tesis de que la «existencia precede a la esencia» significa que no hay «naturaleza» humana que ate a la libertad. La libertad humana excluye tanto los condicionamientos reales (ayudas) como las posibilidades de orientación (apoyos): “El hombre se ha que­dado solo, ya que no se le presenta ninguna posibilidad de apo­yarse en algo, ni en algo de su interior, ni en algo fuera de sí mismo”[17]. De ahí el abandono (délaissement) en que el hombre se encuentra: “El abandono significa que nosotros mismos escoge­mos lo que somos”[18]. Esta situación de abandono origina la an­gustia: “Yo me encuentro solo y, en la angustia frente al proyecto único y primero que constituye mi ser, todas las barreras, todos los resguardos se rompen nihilizados por la conciencia de mi libertad: yo no puedo tener recurso a valor alguno, ante el hecho de que soy quien mantiene a los valores en el ser”[19]. Si la existencia no se su­pedita a la necesidad de una esencia, la existencia es contingencia pura: “Lo esencial es la contingencia. Quiero decir que, por defi­nición, la existencia no es la necesidad. Existir es estar ahí, sim­plemente; los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero jamás podemos deducirlos… Pero ningún ser necesario puede explicar la existencia: la contingencia no es un falso aspecto, una apariencia que se pueda disipar; es lo absoluto, por consiguiente la gratuidad perfecta. Todo es gratuito: este jardín, esta ciudad, yo mismo”[20].

De aquí surge también el absurdo, pues “decir que nosotros mismos descubrimos los valores no significa otra cosa sino que la vida no tiene un sentido a priori”[21].

A esta afirmación del hombre en cuanto libre, o sea, en cuanto carente de esencia previa, segregando contingencia y absurdo llama Sartre «humanismo». Decir que el hombre es libre no signi­fica que «tiene libertad», sino que «es libertad»[22]. Ser libre equi­vale a contener la exigencia de una autonomía absoluta. Nega­tivamente significa esto que si el hombre es libre, entonces no puede haber Dios, pues de existir Dios habría un límite u obs­táculo para la propia libertad humana[23]. Tal humanismo encierra, pues, tres tesis correlativas: 1ª. El hombre se crea a sí mismo por sus propios actos, es autocreador, se hace tal o cual, se da una defini­ción a sí mismo: no hay naturaleza humana anterior a los actos de libertad. 2ª. El hombre hace que exista un mundo de seres: sólo los proyectos del hombre revelan y dan sentido al mundo. 3ª. El hom­bre hace que haya valores: si hubiera valores anteriores a la volun­tad, limitarían la libertad; el fundamento de todos los valores está en la libertad. Este humanismo establece una antinomia entre la existencia del hombre y la existencia de Dios: “Dostoieswki había escrito: si Dios no existiese, todo estaría permitido. Ese es el punto de arranque del existencialismo”[24]. El existencialismo es un humanismo entendido como ateísmo.

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b) Existencialismo historicista y filosofía clásica

La postura «existencialista» de Sartre invita a sugerir, desde la filosofía clásica, que en la realidad no precede la esencia a la exis­tencia ni la existencia a la esencia[25].

Ontológicamente la existencia –para un clásico– tiene la priori­dad real sobre la esencia, ya que es la actualidad misma de la esencia: su prioridad es absoluta sobre la esencia. En este caso, la esencia no es anterior a la existencia, ni existe o preexiste en el pensamiento divino, pues lo que preexiste es Dios mismo como fundamento de todas las esencias y existencias. La esencia existe por la existencia de Dios que la hace existir como singular y con­creta, o sea, como individual: sólo existe el individuo. El único modo de ser es el de existir: por el acto de existir se concretiza y singulariza la esencia.

Lógicamente, empero, la esencia –según los clásicos– precede a la existencia. Ésta sólo puede existir realizando la esencia que pre­viamente define al existente. El existente concreto es, por ello, desbordado en cada acto de existir por su esencia: él es más de lo que actualmente existe. Todo lo que actualmente existe en él se enmarca dentro de su esencia: es «humano» y «humano como tal individuo». Por su esencia es más que todas sus realizaciones concretas. Desde esta perspectiva, la esencia no es corruptora de la libertad humana, porque ni la materializa ni la petrifica; sólo en­sancha el ámbito del existir: ella es un marco en el que tiene lugar el despliegue humano concreto.

El hecho de que no se pueda prescindir de la «esencia», tal como la filosofía clásica la entendía, viene confirmado en el es­fuerzo que Sartre realiza por encontrar un sucedáneo de esencia en lo que se llama «condición humana» o deseo de autotranscenderse (deseo de ser en-sí o cosa objetiva a la vez que para-sí o concien­cia). La realidad humana es «definida» como deseo, como déficit de ser, carencia de la esencia a la que aspira. Para Sartre, este de­seo está dado como el «cuadro» en que la existencia ha de mani­festarse. ¿Acaso no es este deseo fundamental el equivalente de una «esencia», de una «naturaleza»?

Una indicación final para la historia como ciencia: ésta no se ocupa del cambio, sino del sujeto que cambia, pues lo que deviene es preciso que sea algo mientras deviene[26], y que sea algo incluso después de devenir.


[1] Una acertada caracterización de la postmodernidad puede verse en J. Ballesteros, Postmodernidad: decadencia o resistencia, y en A. Llano, La nueva sensibilidad.

[2] Ghislain Lafont, Dios, el tiempo y el ser, 77-91, 112-128.

[3] J. Ortega y Gasset, Historia como sistema, 28.

[4] J. Ortega y Gasset, El hombre y la gente, 102-103.

[5] J. Ortega y Gasset, Historia como sistema, 32-33.

[6] J. Ortega y Gasset, Pasado y porvenir para el hombre actual, 646-647.

[7] A. Millán Puelles, “La síntesis humana de naturaleza y libertad”, 12.

[8] Phys., II 1, 192 b 20.

[9] Friedrich Schiller, Sobre la gracia y la dignidad, 30.

[10] Para la distinción entre «naturaleza», «esencia» y «sustancia», debe te­nerse en cuenta que “el nombre de «naturaleza» primeramente se empleó para significar la generación de los vivientes, llamada nacimiento; mas, habida cuenta de que este modo de generación procede de principio intrínseco, se extendió a significar el principio intrínseco de cualquier movimiento […]. Y como este principio puede ser el material o el formal, se llama naturaleza in­distintamente tanto a la materia como a la forma. Pero, como la forma es lo que completa la esencia de cada cosa, co­múnmente se llama naturaleza a la «esencia» de los distintos seres, expresada en su definición”. (S. Th., I, 1. 29, a. 1, ad 4m). La naturaleza es el principio primero o «sustancial» intrínseco por cuya virtud se mueve una cosa.

[11] L’existentialisme est un humanisme, 18.

[12] El ser y la nada, 545.

[13] L’existentialisme est un humanisme, 18.

[14] J. Pieper, La fe ante el reto de la cultura contemporánea, 254-261.

[15] L’existentialisme est un humanisme, 22.

[16] G. Varet, L’ontologie de Sartre, 168.

[17] L’existentialisme est un humanisme, 36.

[18] L’existentialisme est un humanisme, 49.

[19] El ser y la nada, 83.

[20] La nausée, 185.

[21] L’existentialisme est un humanisme, 89.

[22] L’existentialisme est un humanisme, 37.

[23] L’existentialisme est un humanisme, 21.

[24] L’existentialisme est un humanisme, 36.

[25] A. Millán Puelles, “Historicismo y existencialismo”, en La estructura de la subjetividad, 303-319.

[26] Aristóteles, Metafísica, 3, 4.