¿Qué relación existe entre la tradición y el progreso?
La tradición es potenciadora de progreso si pervive y dura “dando de sí”, o sea, si contiene valores que exigen tiempo para revelarse.
Cuando decimos que algo –como un terreno– “no da de sí” queremos significar que “no da para más”, que está agotado, que ha llegado a un límite insuperable.
Ahora bien, el auténtico progreso no corta con una tradición que está “dando más de sí”. Lo que “da de sí” es lo que hay de verdad, de bondad y de belleza en lo real. El progreso hace que esos valores se hagan más actuales, más presentes, hasta el punto de dinamizar el curso individual y social.
El auténtico valor es el que “está presente” en todo el proceso histórico. De la fuerza y seguridad interna de ese valor depende que su permanencia en el tiempo se cumpla o no. Pero ese cumplimiento no acontece con la necesidad de un proceso mecánico, porque depende de la respuesta libre del hombre en la historia. El progreso no acontece cuando el hombre desfigura o transforma la fuerza original e interna de ese valor; sino cuando lo deja “dar de sí” progresivamente. El depósito de la tradición no puede seguir siendo el mismo históricamente más que progresando. Es un progreso hacia la identidad: en ello consiste, a mi juicio, la esencia misma del progreso humano.
Ahora bien, con frecuencia se ha llegado a enfrentar tradición y progreso; o a lo sumo se dice que son complementarios, como si fueran dos elementos heterogéneos que se agregan accesoriamente. Lo cierto es que sin tradición no hay progreso. Ambos factores son como la cara y la cruz de una misma moneda, o mejor, de un mismo proceso temporal, como es el de las cosas humanas.
Puro progreso sin tradición es “revolución”, cambio rápido, profundo y violento en las actitudes personales y en las instituciones políticas, económicas o sociales.
Pura tradición sin progreso es “involución”, esclerosis y atrofia, detención de un proceso personal, cultural, económico o político.
En ambos casos se va contra la vida y acecha la muerte: bien la de quienes pregonan el progreso, pero son eliminados por los agentes de una tradición coagulada; o bien la de quienes manifiestan la tradición, pero son masacrados por agentes de un progreso vaporoso. Lo que perdura en esos dos desaciertos es el cementerio de las esperanzas frustradas. ¡Los pintores que se han atrevido a simbolizar las guerras de uno u otro signo han reflejado, bajo una bandera humeante, regueros de estrago y desolación! Las palabras fastuosas sobre las tumbas suenan, en estos casos, como expresiones bufas de la impotencia que muestran los humanos para equilibrar la cara y la cruz de esa breve moneda que es el tiempo vital. Pero si algo que se llamaba tradición “no da de sí” es porque erróneamente se había llamado tradición. Abandonarlo no es revolución, sino simple avance vital.
En realidad la tradición se constituye con los elementos que antes fueron un progreso, y que hicieron al hombre más digno y humano. Esos elementos “progresivos” perviven en el seno de la tradición auténtica como semillas de más florecientes avances. Y en eso estriba el curso vital del hombre, el que comúnmente refleja la historia.
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