Salvador Dalí (1904-1989). “Persistencia de la memoria”. Unos relojes blandos, cada uno con una hora distinta, se funden al sol: simbolizan el hecho de que el tiempo marcado en el reloj no se corresponde con el tiempo de la subjetividad, en el que los recuerdos y las vivencias perviven a través de los instantes.

Salvador Dalí (1904-1989). “Persistencia de la memoria”. Unos relojes blandos, cada uno con una hora distinta, se funden al sol: simbolizan el hecho de que el tiempo marcado en el reloj no se corresponde con el tiempo de la subjetividad, en el que los recuerdos y las vivencias perviven a través de los instantes.

1. Tiempo y conciencia

 

En el hombre es tan importante el ritmo fluyente de su existencia como la concien­cia que él tiene de ese flujo. ¿Qué papel cumple la conciencia en la constitución del tiempo?

En sus Confesiones, San Agustín había llegado a la conclusión de que «no existe ni futuro ni pasado, y que tampoco se puede afirmar en sentido propio que existan tres tiempos, a saber: pa­sado, presente y futuro. Todo lo más que puede decirse es que existen tres tiempos: el presente del pasado, el presente del pre­sente y el presente del futuro. De algún modo todos tres tienen su existencia en el alma, sin que pueda verlos en ningún otro lugar. El presente del pasado es la memoria, el presente del presente es la intuición, y el presente del futuro es la espera»[1]. Dicho de otra manera, no existe tiempo en acto sino en la conciencia humana. ¿Carece entonces de realidad objetiva el tiempo? De ninguna ma­nera: San Agustín sólo indica que si no hubiera conciencia espiri­tual tampoco habría tiempo, el cual es formalmente una «medida»: medida del movimiento. La conciencia a la que aquí se refiere San Agustín es lo que po­dría llamarse «conciencia existencial», la conciencia de sí que acompaña en todo momento al flujo de nues­tro existir. No es ésta una conciencia conceptual; y por relación a ella hablamos del tiempo vivencial.

Tanto para la conciencia conceptual como para la exis­tencial vale la tesis de que el tiempo es una «medida» de duración, la del movimiento sucesivo; porque si no hay medidor (conciencia) tampoco habrá medida: seguirá habiendo cosas medibles, realida­des que duran, pero eso es todo. La culminación formal del tiempo se debe a la numeración actual, a la medición del movimiento he­cha por la conciencia, la cual considera una parte del movimiento en orden a otra. Pero de suyo el tiempo es un ente real, aunque fugitivo e inestable.

Los clásicos decían que, en la realidad, el tiempo no es un «número nume­rante» (no era una medida), sino un «número nu­merado» (algo medible), el cual se identifica con las cosas mis­mas; y, así como las partes del movimiento son reales, también lo son las del tiempo.

Sin la conciencia, sin el espíritu, la sucesión es potencialmente medible; pero sólo el espíritu la mide en acto. La existencia del tiempo obtiene su realidad plena cuando la con­ciencia mide la sucesión.

Mas como hay dos niveles de conciencia, habrá también dos as­pectos de la temporalidad. Hay una conciencia conceptual; y hay una conciencia existencial (un mero senti­miento de existencia) del yo que acompaña siempre a la anterior, como subsuelo de ella. Nuestra propia duración concreta, vivida inmediamente como permanencia en la sucesión, hace o realiza origina­riamente la presencia simultánea del pasado y del futuro en el pre­sente, ya que el presente de nuestra duración es, a la vez, un pa­sado por lo que acumula o conserva y un futuro por las potenciali­dades que posee.

Esto significa que nuestra «existencia fluyente» no es nuestra «conciencia del flujo» (sea conciencia conceptual, sea conciencia existencial). El animal, cuya conciencia está arrastrada completa­mente por el flujo de su existencia, carece de la capacidad de dis­tinguirse de dicho flujo, por lo que carece formalmente de tiempo. Sólo una conciencia que no es ella misma internamente temporal puede tener la medida del movimiento, o sea, el tiempo, y asumir la tensión propia de la existencia fluyente, aunque sea de un modo vivencial o no conceptual.

Para que, partiendo de la conciencia existencial, se forme la noción o con­cepto de tiempo, el sujeto tiene que recurrir a abstraer de la sucesión continua sus elementos, para operar una síntesis conceptual, en la que un conjunto de partes –que son sucesivas fuera de la conciencia– se hacen simultáneas, mediante una acumulación mental que hace presentes a la vez el estado inicial y el estado terminal del movimiento. El resultado, la sínte­sis o suma de partes es como un número, cuyos sumandos se dis­tinguen en anteriores y posteriores. Pero es claro que aquello que se está numerando es, en su acto de ser, independiente de la actualidad numerante de la conciencia.

El movimiento de las cosas es numerable: pero la numerabilidad real de ese movimiento culmina en actualidad numerante sólo dentro de la conciencia; ésta y sólo ésta consti­tuye una totalidad simultánea, un todo acumulativo de partes. Y sin la conciencia el tiempo es un ser imperfecto: o sea, sucesivo e inestable como el mismo movimiento. Pues, por ejemplo, diez mi­nutos han pasado ya, y sólo figuran como diez, como un número, en nuestra conciencia conceptual.

Pero ésta supone ya la síntesis subjetiva y originaria –vivida existen­cialmente– que el cambio del sujeto implica «reteniendo» la parte anterior y «anticipando» la posterior, pues de otro modo no habría cambio[2]. Esta síntesis primitiva es el tiempo concreto, origi­nario; síntesis que no es contemplada conceptualmente, sino ejercida por el sujeto que se afirma en su identidad mientras pasa su vida. Desde ese ejercicio existencial de la conciencia debe entenderse la anterior afirmación de que la existencia del tiempo obtiene su realidad plena cuando la con­ciencia mide la sucesión.

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2. El tiempo real desde el presente

 

Pero, aun así, lo temporal real y lo histórico real no son nociones equi­va­lentes. Podría darse una temporalidad no histórica, justo cuando no hubiera en ella «pre­sencia de posibilidades». Pues un presente temporal (presente real, actual) se convierte en presente histórico por la presencia de posibilidades reales humanas, here­dadas del pasado y trasmitidas al futuro.

La realidad humana es libre; su vida es abierta, no acosada en el límite unívoco de un sólo estímulo (que requiere una respuesta obligada por la especie). Este es otro modo de decir que el hombre vive desde las posibilidades reales, por las cuales el presente del hombre (el presente histórico) se diferencia del presente de las rea­lidades no-humanas.

Por eso las épocas históricas se diferencian no por la actualiza­ción de facultades o potencias que los hombres tienen (los hom­bres tuvieron siempre las mismas facultades), sino por el sistema de posibilidades que poseen. Precisamente Ortega llama «nivel histórico» al grado de posibilidades reales que una época encierra. El sistema de posibilidades varía de una época a otra, porque el hombre realiza unas posibilidades dejando otras; con sus decisio­nes el hombre cambia el cuadro de sus posibilidades reales.

Con el sólo transcurso o sucesión no contaríamos con posibili­dades, sino con facultades actualizables. Pero si no hubiera trans­curso, no habría posibilidades reales. Justo nuestro presente está constituido, de un lado, por el conjunto de facultades o potencias que el hombre tiene y, de otro lado, por las posibilidades con que cuenta, posibilidades habidas por lo que fuimos.

Porque el acto que realizamos perfecciona a la facultad y, ade­más, modifica el cuadro de posibilidades de la facultad. Una vez que desaparece el acto en su realidad, deja la posibilidad real. El conjunto de estas posibilidades constituye nuestra situación, como dicen Ortega y Zubiri. El presente es el conjunto de posibilidades habidas por lo que fuimos ayer y para ser mañana. Y la única exis­tencia es la del presente. No hay tres tiempos (pasado, presente y futuro), sino tres aspectos del tiempo.

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3. La evasión del tiempo histórico

 

El hombre contemporáneo se ve sometido a una «doble» histo­ria de manera casi permanente. Dado el nivel tecnológico y la eco­nomía de consumo de la comunidad en que vive, se encuentra so­licitado constantemente a través de campañas publicitarias, de transmisiones televisivas, etc., a desear lo que se le propone y a emprender el camino que se le indica para obtenerlo; camino pre­fabricado también, donde se le asegura ausencia de riesgo y de responsabilidad. En esta sociedad industrial se halla sujeto a in­contables frustraciones psicológicas y a complejos de inferioridad. La organización no sólo decide por él y piensa por él, sino que lo reduce a un número. Las fuerzas estrictamente individuales o no se ejercitan o se humillan frente al poder de la máquina social. Mas estas exigencias individuales no se acallan en modo alguno; piden que algo o alguien las llene por completo. Esas tendencias insatis­fechas son apaciguadas frecuentemente con un mito.

El mito es, en principio, el modo en que los hombres de pueblos primitivos viven los sucesos: «Un rasgo nos ha llamado la aten­ción: su rebelión contra el tiempo concreto, histórico, su nostalgia de un retorno periódico al tiempo mítico de los orígenes […], su hostilidad a toda tentativa de «historia» autónoma, es decir, de historia sin regulación arquetípica»[3].

Hay, por tanto, en el mito –dice Eliade– una doble historia: una de plenitud, otra de desgaste; y ambas corren parejas. El hombre del mito vive en las dos, pero se nutre de una sola, a saber, de la de plenitud. Distingue, por tanto, un tiempo de profanidad (propio de la historia concreta, desprovisto por sí sólo de significación) y un tiempo sagrado. Sólo repitiendo o imitando los arquetipos del tiempo sagrado el hombre logra sus más auténticas posibilidades. El mito es, por tanto, tradición que posibilita al hombre socio-cul­turalmente, en tanto en cuanto éste hereda o participa posibilida­des de conducta que el mito –desde un nivel superior– le presenta como óptimas. Repitiendo e imitando el arquetipo, el hombre se proyecta en la época mítica del origen. Así quedan posibilitados los actos humanos por la repetición de gestos ejemplares. Resulta entonces suspendido o abolido implícitamente el tiempo profano de la duración histórica; el sujeto se transporta a la época mítica en que acontece la acción ejemplar[4].

En la sociedad moderna, allí donde las turbaciones íntimas son más profundas y donde el deseo de salir de ellas es más imperioso prolifera la fabricación de mitos. Se produce entonces una identi­ficación afectiva con un objeto o un personaje que encarna una finalidad de deseos insatisfechos; esta identificación (rasgo típico del mito) acontece en el seno de una comunidad y se dispara co­lectivamente. Lo penoso del asunto es que ahora el mito no aflora espontáneamente, como en el hombre primitivo, sino que es pen­sado y producido desde arriba, quedando la masa dirigida e instruida –como dice Umberto Eco– por los persuasores de la gran industria.

a) Esta fabricación de mitos incide en varios campos. Umberto Eco señala en primer lugar el ámbito económico: se pretende que en la sociedad industrial los símbolos del «status» social (como casa, coche) acaben identificándose con el «status» mismo; de manera que el individuo no vea ya en esos objetos algo concreto perseguible, sino el símbolo ritual (imagen mítica) en el que con­densa sus aspiraciones.

b) Alcanza asimismo la fabricación de mitos el campo político, donde un hombre particular va siendo revestido de atributos para­digmáticos y escato­lógicos con los que se incita al pueblo a iden­tificarse (figura del reformador o del caudillo con aureola escato­lógica).

c) También se presenta la fabricación de mitos en el campo más trivial, aunque impetuoso, de la lectura de evasión, en donde el héroe, según Eco, tiene que cumplir las siguientes condiciones: primera, que sea de una condición social parecida a la del lector medio, de modo que sea fácil identificarse con él. Segunda, que venza difíciles pruebas, condensadas en la del bien y el mal. Tercera, que la secuencia de su aventura rompa la duración del lector y lo traslade al tiempo que se cuenta.

La fabricación de mitos ayuda a «matar el tiempo», haciendo que el lector (o el televidente) penetre en un curso temporal ex­traño: el individuo vive entonces «otra» historia, en la que sufre, llora, añora y vence él mismo. Mediante un proceso de identifi­cación, el hombre masa encuentra la posibilidad de rescatar el pro­pio tiempo de mediocridad. Existe, en conclusión, dentro de la vida mítica un desgaste del tiempo histórico profano, «el cual tiene que ser restaurado o regenerado (es decir, explicado por el tiempo profundo o sagrado) desde su principio»[5].

Hay en el recurso espontáneo que el hombre actual hace al mito –de cuyos elementos están atiborradas muchas dimensiones de la vida actual, incluso las insignificantes, como las series radiofóni­cas y las interminables telenovelas– una intención antihistórica, una desvalorización del tiempo histórico, tiempo que no se sabe ya soportar. Incluso la adscripción a una idea le viene al hombre su­gerida desde un ángulo emotivo, no racional. En definitiva, se le requiere a que no sea responsable de su propio pasado ni autor de su futuro[6].

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4. El pasado histórico

 

a) El pasado como posibilitación del presente

 

La presencia del pasado en el presente es en forma de posibili­dad o posibilitación. En esto se distingue el pasado histórico de cualquier otra forma de ser. El pasado histórico, en cuanto histó­rico, no produce realidades. En cambio, otro tipo de ser podría producir y destruir realidades y mantenerse presente como tal en la realidad que ha producido; es lo que ocurre, por ejemplo, en el transcurso de la actualización de facultades. Así, en el presente histórico hay algo más que las determinaciones producidas por un ejercicio de facultades y algo menos que una efectiva presencia real de lo que pasó (Zubiri). Ese más y ese menos es el ámbito de las posibilidades[7].

Estas posibilidades, que hacen histórico a lo temporal, pueden ser despreciadas por una actitud antihistórica con el pasado: la ucronía. Renouvier escribió en 1944 un libro titulado Ucronía: la utopía en la historia,  en el que considera lo que hubiera podido ocurrir si se hubiesen dado otras circunstancias, o sea, otras posibi­lidades reales en la historia occidental. Dicha construcción omite muchas de las condiciones y posibilidades que se dieron efectiva­mente. Casi toda la literatura de política activa está hoy cegada con planteamientos ucrónicos. El mismo Renouvier relata la posi­ble historia de Occidente sin contar con el cristianismo.

Al planteamiento ucrónico sólo cabe recordarle que el pasado se pierde y se conserva. Se pierde, por lo que no perdura como reali­dad subyacente. Se conserva, porque, al perder su actualidad real, se mantiene como posibilidad real: permanece en la forma de estar posibilitando el presente (Zubiri); sobrevive como posibilidad real. Al pasar, no deja absolutamente de ser: sólo deja de ser actualidad puntiforme y se mantiene como hábito o posibilidad que define una situación. Por ejemplo, en el siglo XIX el hombre tenía la fa­cultad o potencia de fabricar lentillas de contacto, pero carecía de posibilidades reales (los avances científicos y técnicos) para hacer­las; los ojos del hombre no veían mediante microlentillas, no por­que careciera de facultades (la vista, la fuerza de su voluntad), sino por falta de posibilidades reales, habitualizadas en su presente. Así podemos decir que somos el pasado: no en forma de pervivencia real de éste (porque no somos ya la realidad que el pasado tuvo), sino en la forma de posibilidades reales que el pasado nos legó al perder su existencia de presente. Por eso la historia es siempre un estudio del presente: de las posibilidades reales otorgadas por un pasado; no es un estudio de la prolongación de la existencia ante­rior presente en el actual presente, sino el conjunto de posibilida­des que el presente anterior nos dejó al perder su existencia actual de presente.

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b) El nexo ontológico del pasado en el presente

 

La libertad humana no se despliega en un vacío absoluto de contenidos o determinaciones: nacemos en una cultura, en un es­tilo de vida, en una determinación que configura una situación. Y elegimos desde esa situación, aceptando el estilo, modificándolo o rechazándolo. Ese estilo no es propiamente una limitación del ho­rizonte de nuestras posibilidades, sino una condición radical que, como posibilitación, otorga un sentido humano a nuestros actos.

La situación nos insta. Sobre ella se despliega la libertad. Dil­they y Heidegger en Alemania, Ortega y Zubiri en España han expuesto cumpli­damente que por esa conexión fáctica de nuestra libertad a la situación, la vida humana no comienza de cero: la his­toria es un proceso continuo en el que el momento anterior apoya al posterior.

La inapelable instancia de la situación es explicada también por Millán Puelles mediante la noción ontológica de virtualidad: la continuidad histórica es posible por la virtualidad ontológica que el pasado tiene en el presente. Podemos resumir en tres puntos esta tesis: 1º. Lo histórico es el pasado que permanece. 2º. La perma­nencia del pasado es virtualidad. 3º. La virtualidad histórica es parcialidad.

1º.Lo histórico es el pasado que permanece. La historia no se ocupa del pasado como simple pasado, sino en tanto que pervive en el presente. El hecho histórico no es un hecho pasado sin más, sino un hecho pasado que penetra y se acumula en el presente: por eso es excepcional.

La historia, en efecto, no es reproducción pura de todo el pa­sado, y ello, «no simplemente por economía mental», sino porque hay hechos transcendentes e influyentes y hechos puntuales, estéri­les, que se agotan en su pasar. Si no todo lo recordable es histórico es porque el criterio de lo histórico no reside en el simple «ser re­cordado» o «ser testimoniado», sino en merecer serlo interna­mente. Tal merecimiento se debe a su influjo y transcendencia. De modo que el hecho histórico encierra dos notas: la de ser pasado y la de permanecer en el presente. Nuestro presente histórico no es un presente absoluto, sino condicionado realmente (y no mera­mente de modo lógico) por anteriores presentes.

En lo referente a la cuestión del nombre, esa permanencia del pasado podría ser sustituida por otros sinónimos que esclarecen lo que se quiere indicar: acumulación, influjo, fecundidad, peractua­ción, pervivencia.

2º. La permanencia del pasado es virtualidad. Si esta perma­nencia no es simplemente recordativa y testimonial, urge aclarar que tampoco es una persistencia formal: el pasado pasó, es preté­rito. En lo histórico cabe destacar tres elementos: una actualidad, la que le convenía cuando ejercía su ser presente, antes de ser pa­sado; una permanencia, pues al dejar su primitiva actualidad, no ha pasado todavía; y la actualidad del nuevo presente que aquél necesita para existir. Hay, pues, en lo histórico dos actualidades: la propia, que ejerció y perdió, y la ajena, la del presente en el que permanece.

Ninguna de las dos actualidades define el pasado histórico como tal: no la propia, que perdió (cuando ejercía su actualidad, en él gravitaban otros pasados acumulados, pero ahora es una actualidad pretérita); tampoco la ajena, la del presente en que pervive, porque ésta es la actualidad de un presente, no de un pasado.

Aquí se podría apelar a la distinción aristotélica entre potencia y acto. En una consideración cronológica, acto equivale a «ser ya», potencia a «no ser todavía». Lo histórico es propiamente «ser to­davía». Está fuera del «no ser» de la potencia, y fuera del «ya» del acto: participa del «todavía» de la potencia y del «ser» del acto. El pasado simple es un «no ser ya». El ser histórico permanece: no es un puro pasado. El pasado histórico, en cuanto pasado, es un «no ser ya»; pero en cuanto histórico, es un «ser todavía». En tanto que no-es-ya se opone al acto (ser ya), y en tanto que es-todavía se opone a la potencia (no-ser todavía). Participa del ser y del no ser. Formalmente tomado, lo histórico equivale a la permanencia de un pasado en la actualidad de un presente. Tal permanencia implica, de un lado, un cambio, un dejar de ser en cierto sentido y, de otro lado, un continuar siendo en otro sentido.

El pasado es «histórico» cuando se reviste de un ser especial, distinto del que tuvo antes; este nuevo ser hace que el pasado tenga virtualidad sobre ulteriores presentes. Este nuevo ser es lla­mado por Millán «el ser virtual de lo histórico». ¿De qué tipo es la conservación del pasado en el presente? Solamente análoga –dice Millán[8]– a la que tienen los elementos físicos (como el cloro y el sodio) en la estructura de un compuesto (como la sal). El ser vir­tual, en el caso de lo histórico, es tenido por el pasado, el cual en­tra en el presente por sus consecuencias o repercusiones: influye en el presente de un modo condicionativo y material.

3º La virtualidad histórica es parcialidad. Dada la virtualidad del hecho histórico, la historia se resume en cada hecho histórico; o lo que es lo mismo: cada hecho histórico es a la vez un todo y una parte. Es un todo, por cuanto acumula las virtualidades del pasado; es pues, un todo, en su dimensión retrospectiva. Pero es una parte, por cuanto pervive virtualmente en presentes ulteriores; en su di­mensión prospectiva el hecho histórico es una parte.

Puesto que las partes son como la materia del todo, cabe decir que cada hecho histórico es materia presupositiva del siguiente; pues el presente histórico no surge «de la nihilidad de sus pasados inmediatos»[9], sino que implica a éstos al menos como el efecto implica no la causa, sino la condición. La virtualidad del pasado en el presente no equivale al influjo de la causa eficiente sobre su efecto: «los pasados históricos no son la causa eficiente de la histo­ria»[10], sino sólo la condición inmanente, que es una determinación interna, pero no eficiente. Que la virtualidad del pasado en el pre­sente no pueda ser causa, sino condición, significa –como dice Millán– que es sólo materia presupositiva del presente, pero no materia constitutiva. Esa materia es condición inmanente, a partir de la cual se establece una nueva situación: en ella se apoya el pre­sente para afirmarla, modificarla o rechazarla.

La distinción entre causa y condición tiene aquí excepcional valor, pues sirve para entender la insuficiencia del determinismo histórico. Una forma de éste es el que se apoya en argumentos es­tadísticos. Ya desde finales del siglo XIX muchos historiadores estaban convencidos de que con el método estadístico –y con la matematización de la naturaleza humana– podrían estudiarse no sólo los grandes movimientos colectivos, sino también la moral y la civilización; con ello se refutaría la idea de una voluntad libre. La información estadística, por ejemplo, sobre índices de natalidad y mortalidad, índices de matrimonios y divorcios, índices de cri­minalidad y drogadicción, etc., es cada vez más amplia y exacta. ¿Podría demostrarse que cada acontecimiento está ligado inexo­rablemente a su antecedente, e incluso vaticinarse lo que va a ocu­rrir? No sólo el mundo físico, sino el orbe moral –dicen los de­terministas– está sometido a una conexión necesaria: «Las accio­nes del hombre están determinadas únicamente por sus anteceden­tes y tienen que poseer un carácter de uniformidad, de modo que, en circunstancias idénticas, desembocarán en los mismos resulta­dos»[11]. ¿Qué decir acerca de este determinismo? En primer lugar, se debe reconocer que existen ámbitos de la vida humana en que pueden aplicarse estrictas reglas numéricas. La historia –dice Cassirer– admite la uniformidad y la regularidad de ciertas accio­nes humanas, justo las que son «resultado de causas amplias y ge­nerales que actúan sobre los agregados de la sociedad»; tales ac­ciones «producen ciertas consecuencias con independencia de la voluntad de los individuos que componen la sociedad; pero cuando tratamos de describir históricamente un acto individual nos enfrentamos con un problema diferente. Por su propia naturaleza, los métodos estadísticos se limitan a los fenómenos «colectivos». Las leyes estadísticas no sirven para determinar un caso singular, tratan únicamente de fenómenos colectivos»[12]. Las leyes estadísti­cas (como las que indican el índice del suicidio en algunos países) no son fuerzas o causas que producen ciertos fenómenos, sino me­ras fórmulas que los describen. Las causas pueden ser múltiples (locura, inconsciencia, o también libertad), tantas como individuos existen. Y cuando éstos son vistos como muñecos de guiñol movi­dos por cuerdas ocultas, desaparece su vida real y el drama de la historia. «Si el historiador nos habla de un caso individual –diga­mos, el suicidio de Catón–, es obvio que para la interpretación histórica de este hecho individual no puede esperar ayuda alguna de los métodos estadísticos. Su intención primaria no consiste en fijar un acontecimiento físico en el espacio y en el tiempo, sino en revelar el sentido de la muerte de Catón […]. El suicidio de Catón no era sólo un acto físico, sino un acto simbólico. Era la expresión de un gran carácter; la última protesta de la mentalidad republi­cana romana frente a un nuevo orden de cosas»[13]. Un orden sos­tenido por múltiples libertades individuales.

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5. El futuro histórico

 

a) La esencia del futuro

 

El futuro es lo que está por ser, o en general, el ser posible desde el presente. Sólo existe el presente; y el futuro debe ser en­tendido desde el presente.

Desde el presente nos las habemos con el futuro en la forma de anticipación. Esta anticipación puede ser interpretada de tres ma­neras, las cuales dan lugar a tres modos de entender el futuro[14]:

a) Como anticipación de una realidad existente: en este caso el futuro se convierte en una realidad actual.

b) Como anticipación de una posibilidad ideal: en este caso el futuro se convierte en un ente de razón.

c) Como anticipación de un posible real: en este caso el futuro es una posibilidad real.

a) Primer caso: anticipación de una realidad actual. En esta in­terpretación debemos considerar tanto el sentido del presente como el sentido de la existencia del futuro. El presente no sería aquí tensión hacia nuevas posibilidades, sino algo inmóvil, hacia lo cual se aproximaría el futuro: algo quieto que aguardaría la lle­gada de lo por venir. Por su parte la existencia lejana del porvenir sería tal que se adelantaría por sí misma hacia el presente: el futuro caminaría hacia el presente quieto. Aquí, el futuro está siendo ya. A esta interpretación se le debe objetar que el futuro no está siendo. Incluso tiene menos realidad que el pasado: éste tuvo una realidad, ya fue, aunque ahora no la tenga.

b) Segundo caso: anticipación de una posibilidad ideal. Ahora se interpreta también tanto el sentido del presente como el sentido de la existencia del futuro. El presente no estaría ya clausurado en la mera quietud; se encontraría en tensión hacia adelante, trans­cendiendo. Pero la existencia del porvenir sería sólo mental: el fu­turo tendría la misma existencia intencional, meramente mental, que la del acto de anticipar la idea. Su existencia consistiría en «estar enfrentado mentalmente», intencionalmente, a la inteligen­cia que lo piensa: se trataría de la existencia de un ser pensado, de un ente de razón, limitado a ser mentalmente objetivo. Tampoco es éste el futuro.

c) Tercer caso: anticipación de una posibilidad real. También en esta interpretación debe verse tanto el sentido del presente como la existencia del futuro. El presente está en tensión, transcendiendo abiertamente hacia adelante. La existencia del porvenir no es sólo mental: el futuro no agota su entidad en ser simple presencia men­tal, porque aparece además como viable. No por ello posee una existencia real; el futuro implica una negación de realidad: todavía no es.

Esta anticipación no reduce el futuro a mera existencia mental o pura existencia real, pero lo presenta como viable, apoyándose para ello en las posibilidades reales que el pasado ha legado.

Hay, pues, en el futuro una estructura integrada por dos caracte­res: una exigencia existencial –el futuro no es el puro ser posible o un mero ente de razón; no es un estricto poder ser, sino un haber de ser: exige llegar a ser– y una actual negación de existencia. Si el pretérito niega la conservación de la existencia, el futuro deja de ser futuro cuando empieza a existir. A su vez, esta negación de existencia implica dos aspectos: 1º. De un lado, la negación de su ser físico actual; o sea, el futuro no tiene aún la existencia física del presente. 2º. De otro lado, la negación de su ser metafísico de futuro: sólo puede ser futuro lo que ha de dejar de serlo. Pues el futuro del futuro es el pasado. Ha de ser, porque exige ser. Haber de ser implica que se pierda ese carácter de haber de ser. Carece de sentido un futuro eterno.

En resumen, sólo pasa a la realidad aquel posible que a su mero poder-ser añade una cierta exigencia de ser. La historia es un modo de este tránsito de lo posible a lo real, fundado a su vez en la presencia de posibilidades reales.

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b) Futuro y posibilidad

 

Futuro histórico no es, pues, cualquier cosa que pueda venir. Figura como lo que aún no es, pero hay potencia para realizarlo. Esta potencia es, de una parte, la nuda potencia para ser de las fa­cultades y de las cosas reales y, de otra parte, todas las posibilida­des reales con que las facultades cuentan. El futuro está consti­tuido por el conjunto de posibilidades que estructuran nuestra si­tuación histórica: futuro es aquello con lo que puedo contar[15].

Estas tesis se explican desde la esencia abierta del hombre. Pues el hombre está abierto al futuro no de un modo unívoco como el animal, sino por tanteos y esbozos, por proyectos libres. El modo en que el hombre está abierto es el proyecto (bien el de mis ante­pasados, bien el mío propio). No cualquier estado venidero es fu­turo, sino aquél que se anuncia en el presente con la carga de pro­yectos hacederos. El futuro que pretendo ser sólo adquiere sentido desde las posibilidades con las que cuento en el presente.

Proyectar un futuro real equivale a contar con las posibilidades reales; si no cuento con ellas, sólo habrá futuro fingido.

Hablo de futuro real cuando me atengo a posibilidades reales; y así puedo decir que dentro de un año veré con lentillas de contacto similares a las de hoy. Hablo de futuro fingido (no necesariamente falso) cuando no me atengo a estas posibilidades reales, y digo, por ejemplo, que dentro de diez años veré con un ojo mecánico. Y es que tengo ya las posibilidades con que actuaré dentro de un mes (aunque su cuadro se modifique ligeramente); pero no tengo toda­vía las posibilidades para dentro de diez años. Al tener el hombre una esencia abierta, cada posibilidad elegida abre unas trayectorias y cierra otras; no permite predecir las que habrá dentro de diez o veinte años.

 



[1]     Confesiones, XI, 20.

[2]     Contando con esta doble síntesis se han formado dos nociones complementarias del tiempo.  La primera es la del tiempo antropológico o psíquico, «concreto» y vivencial («Erlebniszeit»), basado en el cambio vi­vido de cada sujeto, o sea, en la suce­sión de vivencias. Su rapidez o su lentitud están en función de las mudanzas que cada sujeto vive: si la actividad psíquica de este ser decrece, por ejemplo, en el sueño, parece que el tiempo se retarda; pero, si esa actividad se in­tensifica, el tiempo vuela. La segunda no­ción es la del tiempo cosmológico o físico, fun­dado en el mo­vi­miento real extra­psíquico, tiempo que se tiende a convertir en algo «abstracto», tiempo del reloj («Uhrzeit»), for­mado por la mente como término de referencia de todos los mo­vimientos, justo como uniforme medida de ellos: tiempo homo­gé­neo, determinable objetivamente. Dentro del sistema tolemaico, los antiguos y medievales referían todos los cambios y tiempos al movimiento del «primer cielo», que para ellos era regular (sin va­riaciones) y universal (afectaba a todos los seres sometidos a su influjo). Por su regularidad y univer­salidad era un tér­mino apto para servir de «unidad de medida» de todos los mo­vimientos físi­cos. Refutado y desechado el sistema tolemaico, los modernos prefieren referir todos los cambios a otra unidad, a la del movi­miento de la tierra sobre sí misma en veinticuatro horas. Aunque este patrón de medida es conven­cional –podría ha­berse tomado otro–, resulta válido por su regularidad y univer­salidad. En cual­quier caso, la vivencia misma de la duración concreta funda­menta la noción objetiva de tiempo.

[3]     Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, 9.

[4]     Mircea Eliade, El mito del eterno retorno,  41 y 80.

[5]     Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, 80.

[6]     Umberto Eco, «Il mito di Supermane la dissoluzione del tempo», 131-148.

[7]     X. Zubiri, «Nuestra actitud ante el pasado», 284-320; «La dimensión histó­rica del ser huma­no», 11-64.

[8]     A. Millán Puelles, Ontología de la existencia histórica,  51.

[9]     A. Millán Puelles, Ontología de la existencia histórica,  60.

[10]   A. Millán Puelles, Ontología de la existencia histórica,  60.

[11]   H.T. Buckle, History of Civilization in England, 14.

[12]   E. Cassirer, Antropología filosófica, 291.

[13]   E. Cassirer, Antropología filosófica, 292.

[14]   A. Millán Puelles, Ontología de la existencia histórica, 90-109.

[15]   X. Zubiri, «Nuestra actitud ante el pasado», 296.