Rosetón de la Puerta Principal de la Catedral de Burgos. El símbolo de Salomón es una estrella de seis picos dentro de un círculo. Simboliza la unión de los opuestos y del cosmos entero.

Rosetón de la Puerta Principal de la Catedral de Burgos. El símbolo de Salomón es una estrella de seis picos dentro de un círculo. Simboliza la unión de los opuestos y del cosmos entero.

1. La cuestión del fin de la historia

El curso histórico del hombre forma un tejido com­plicado, cuyas articulaciones muestran aspectos religiosos, políticos, psicológicos y eco­nómicos, de varia­dos matices. Contemplando panorámicamente este vasto tejido, surge una pregunta insoslayable, refe­rente al fin delcurso temporal: ¿es posible indicar en este despliegue, tomado en conjunto con sus logros y quebrantos, un término que, a modo de fin, polarice todas las obras humanas y dé sentido total al proceso?

La respuesta a esta pregunta forma un núcleo fun­damental de temas llamado Historiología, la cual pretende entender no sólo la constitución ontológica o la estructura esencial de los hechos históricos[1], sino la génesis y la finalidad de esos hechos tomados como un todo procesual internamente concatenado. Esta tarea compete a una investigación que cabría llamar teleológica (de télos =fin), en cuanto considera el curso histórico como una serie de nexos y se pregunta por el fin y, en consecuencia, por el sentido de ese curso[2]. No otro fue el objetivo que se propuso Hegel en sus Lecciones de Filosofía de la Historia: buscar un fin último (Endzweck) del mundo por encima de los fines particulares de los individuos, suponiendo que la presencia de un fin último se debe a una causa uni­versal (llámese razón o voluntad). El tratado de la historia universal expresaría la relación existente entre fines particulares y fin universal, relación que, a su vez, debe mostrarse como acto de esa misma ra­zón[3]. Hegel pensaba que se podía conocer la ley his­tórica bajo la cual se desenvuelve concreta y com­plejamente el género humano; ley que, como razón suficiente, explicaría el porqué de todas las vicisitudes de los pueblos.

Pero una de las más graves dificultades con las que el filósofo se encuentra en este punto concierne al rendimiento especulativo de la pregunta por la causa final universal del curso temporal del hombre. ¿Qué significado puede tener la historia para nosotros más allá de los puros hechos? Esta pregunta es acuciante, pues en ella está comprometido el destino de la misma existencia humana; es, además, insoslayable, porque el hombre necesita orientar continuamente su vida. Ya los griegos se plantearon esta cuestión, a la que generalmente contestaron con una concepción cíclica de la historia humana, la cual se repetiría de manera similar a los procesos naturales. Con el judaísmo primero y el cristianismo después el problema se planteó en términos mucho más apremiantes y desde una nueva perspectiva, la teológica: el curso del hombre comienza al ser creado, al salir de la nada; y el término de su recorrido terreno es un Juicio Uni­versal en el que se dilucida la felicidad eterna o el sufrimiento para siempre; la historia es así, con el cristianismo, un acontecer comprometido y de riesgo personal, orientado, con uncomienzo y un fin supra­histórico.

Esta solución teológica tuvo su remedo filosófico más resonante a lo largo del siglo XIX en las figuras de Hegel y Marx, pensadores que culminaron lo que puede llamarse la historiología dialéctica moderna. Ellos han respondido a esa cuestión del fin a través de dos núcleos temáticos: el concerniente al sentido del tiempo recorrido por el ser histórico, y el referente a la índole universal de la comunidad polarizada por el fin último de esa misma historia. No es posible de­sarticular ambos núcleos temáticos, los cuales apa­recen en cada propuesta historiológica.

Dilthey indicó en su Introducción a las Ciencias del Espíritu que el origen de ese enfoque “se halla en la idea cristiana de la conexión interna de una educación progresiva de la historia de la humanidad. San Cle­mente y San Agustín la preparan; Vico, Lessing, Her­der, Humboldt y Hegel la desarrollan”[4]. La idea cris­tiana de la Providencia –que rige el curso histórico sin que los hombres sepan su misterioso modo de actua­ción– prestó impulso a tal enfoque, aunque la Provi­dencia misma acabara perdiendo su sentido tras­cendente. Aquellas propuestas son en realidad un su­cedáneo de la idea de Providencia. En esa seculariza­ción reside un extraño poder de atracción.

Para esclarecer este punto analizaremos a conti­nuación brevemente las antiguas doctrinas acerca del sentido circular del tiempo histórico, ya que como re­acción a ellas se construyó en parte la doctrina cris­tiana y, como prolongaciones secu­larizadas de ésta, a su vez, las teorías mo­dernas.

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2. Circularidad temporal y fatalismo en el mundo antiguo.

Cabría formular en tres proposiciones ‑aceptando el riesgo de un discurso sumario‑ la vivencia y el sen­tido del proceso histórico para un antiguo:

Proposición 1ª. El hombre antiguo carece de una idea cabal de la igualdad perfecta entre los hombres y, por tanto, de un destino social común de la humani­dad en el curso temporal.

Proposición 2ª. La historia humana se asimila a la del mundo de las cosas naturales, cuyo despliegue temporal posee una estructura circular; de modo que la libertad del hombre singular es absorbida por lo inexorable del acontecer cósmico, el cual se refleja en los períodos cíclicos de las civilizaciones.

Proposición 3ª. El mundo cambiante de la natura­leza y de la historia tiene su explicación racional no en sí mismo, sino en el mundo inmutable de las ideas y leyes inteligibles.

Estas tres proposiciones expresan un tejido viven­cial difícilmente desarticulable. Por lo que habrán de ser esclarecidas en su conexión interna.

Alguien podría poner en duda la tesis de que los antiguos no conocieron la idea de una «sociedad uni­versal» que formara la ciudad única de todo el género humano. Diría, por ejemplo, que los estoicos pensa­ron que el universo es uno y que su orden no depende de los hombres, siendo la adaptación del individuo a ese orden la primera regla de la sabiduría. Citaría a Marco Aurelio, quien decía: “el hombre es verdadero ciudadano de la urbe más elevada, en la cual las de­más ciudades, por decirlo así, sólo son como casas”[5]. O a Séneca, quien confesaba que “teniendo gallardía de ánimo, no nos hemos encerrado en las murallas de una ciudad, antes hemos salido a relacionarnos con todo el orbe, juzgando por patria a todo el mundo (in totius orbis commercium emisimus, patriamque nobis mundum professi sumus), para dar con esto más an­cho campo a la virtud”[6].

Pero habría que responder que estas expresiones estoicas no tienen propiamente un significado socio-político, sino más bien cosmológico o metafísico. El primero es un «orden de hombres»; el segundo, un «orden de cosas», regido por la homonoia o simpatía y armonía universales. La patria, la ciudad del sabio estoico es este universo como orden cósmico. Por eso lleva razón Etienne Gilson cuando afirma que el sabio estoico no es un cosmopolita social, sino metafísico: ”Insertarse en un orden físico universal del que se aceptan las leyes y del que se es solidario, posiblemente es hacer acto de sabiduría, pero no de ciudadanía. Los estoicos no parecen por tanto haber concebido el ideal de una sociedad universal coextensiva a nuestro planeta y capaz de unir la totalidad de los humanos”[7] .

Hasta el cristianismo, el mundo antiguo careció de la idea de una sociedad humana universal. Y aunque monarcas como Alejandro o Augusto hubieran tenido la intención de dominar la tierra, su pretensión se li­mitaba a “lograr la unidad de todos en una sumisión común, no la unión en el acuerdo de todas las volun­tades”[8].

Los griegos ‑insertados por una ley armónica en el orden universal‑ no vieron la historia progresiva porque su actitud ante el mundo estaba soportada por la vivencia cósmica de la circularidad (kyklos) y del fatal destino (eimarméne) que ella arrastra .

El curso de la vida se interpretó circularmente; y ello estaba sugerido por el perpetuo turnarse, la constante alternancia de fenómenos naturales, tales como el día y la noche, la primavera (época del bro­tar) y el otoño (época del fenecer). De esta manera pensaron que el mundo retorna al caos primitivo, para después resurgir y seguir la alternancia.

Pero si se repiten los tiempos y las épocas, es obvio que la historia real no puede ser imprevisible y libre. El movimiento circular acontece con necesidad; o me­jor, es la imagen de la necesidad (ananké). El movi­miento circular excluye un comienzo y un fin abso­lutos. A lo sumo, el comienzo es relativo, pues volverá a ser comienzo en el próximo ciclo.

Comienzo temporal absoluto es aquél que contiene un instante primero que no es a su vez término de otro instante anterior. En cambio, comienzo relativo es aquél en que cualquiera de sus instantes es término del pretérito y comienzo del futuro; en este caso, tampoco habría un último instante que, siendo término de un instante anterior, fuera a su vez comienzo de otro si­guiente. La imagen plástica de un comienzo relativo se encuentra en cualquier punto de un círculo: dicho punto es, a la vez, término del anterior y comienzo del siguiente. El ciclo es reiteración perpetua e indefinida. Todos los acontecimientos vuelven a pasar por la rueda; e incluso el hombre individual se halla enro­lado en el giro.

La periodización que tanto griegos como romanos establecieron era, a su vez, cíclica. El principal docu­mento que se conserva es la obra de Hesíodo Los tra­bajos y los días. En ella se describen cinco edades su­cesivas: 1ª La edad del oro (en que los hombres “vi­vían como dioses”, sin males y en abundancia de bie­nes). 2ª La edad de plata (en que el hombre carecía ya de saber y no honraba a los dioses). 3ª La edad de bronce (donde los hombres se hacen guerreros y vio­lentos). 4ª La edad de los héroes (en que los hombres con esfuerzo se convierten en sabios y fuertes, como semidioses). 5ª La edad de los hombres (donde los hombres quedan sometidos a todos los males, aunque gozan también de bienes).

Platón sólo distinguió tres edades, que son una re­ducción de las de Hesíodo. En el Critias nos habla de la Edad de los dioses (en que estos colonizan la tierra y los hombres son creados), la Edad de los héroes (especialmente hombres creados por Hefestos y Ate­nea en el Atica, “región naturalmente apta para las virtudes y el pensamiento”, dotados de excelente or­denación política) y la Edad de los hombres (despro­vistos de las cosas necesarias para la vida, empeña­dos en superar las necesidades vitales). Tres edades distinguieron también Marco Terencio Varrón y Dio­doro Sículo. Pero si el curso de la vida es decadente, parece imposible suprimir el pesimismo y la melan­colía.

Esta sucesión de edades viene, pues, presidida por una visión pesimista de decadencia. Si se tiene pre­sente que en el comienzo del ciclo se encuentra la cuna del mundo, se comprenderá por qué los escritores griegos y latinos creyeron que la humanidad empieza con la perfección, progresivamente se va degene­rando hasta que, una vez llegada a su total decaden­cia, comienza el nuevo ciclo. Todo pronóstico, en el seno de esta creencia, es pesimista: a la edad de oro le sigue una edad de plata y otra más lamentable.

No han fenecido los motivos de la polémica que, sobre el origen histórico de la sociedad, dividió el pen­samiento occidental desde los griegos. A un lado se encuentran los «románticos» y «cordiales» de todos los tiempos que –como Platón o Rousseau, inspirados en Hesíodo– creían en un comienzo paradisíaco de los tiempos, en una «edad de oro» o «edad de los dioses» que fue decayendo o degenerando hasta acabar en una «edad de hierro» o «edad de los hombres». Al otro lado podemos hallar a los «ilustrados» y «raciona­listas» ‑como los Sofistas griegos o como Hobbes‑, para los que el hombre surgió en estado sal­vaje y bestial, enemigo de sus semejantes, y sólo fue redu­cido a convivencia por mecanismos sobreimpuestos. Cervantes resume en boca de Don Quijote, con un hermoso discurso a los cabreros, aquella postura ro­mántica: ”Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los anti­guos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquélla venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad to­das las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcan­zar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberal­mente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto”[9].

Es evidente que el griego no desconoce el devenir, el cambio. Recordemos la afirmación rotunda de He­ráclito: “todo fluye”;o el énfasis que la sofística da al kairós (el momento oportuno) frente a la rigidez del derecho positivo vigente. Tengamos sobre todo en cuenta la idea de vida (bíos). La vida para el griego es algo sometido a influjos extraños, algo capaz de mo­dificarse, bien por la paideía (acción pedagógica o moral), bien por la therapeía (acción psicológica o fí­sica). Pero el hombre está regido por la anánke, por la rueda de la fortuna. El devenir, la temporalidad, es­taba asumida en el contexto de la circularidad. Dicho de otro modo, el devenir era cíclico.

Un griego y un latino son capaces de destacar in­cluso lo típico y diferencial del propio pueblo; Heró­doto y Tucídides son, entre los griegos, buen ejemplo de ello, aunque por aceptar lo típico quedara en la sombra lo común, lo que enlaza a todos los hombres. Pero desconocen el curso progresivo del tiempo. ”El conocimiento analítico de esta nación genial ‑dice Dilthey refiriéndose a Grecia‑ se concentró sobre todo en su propia cultura, que declinaba tan rápidamente. El bro­tar, florecer y marchitar, a la manera de las plantas, el cambio rápido de sus constituciones, la decadencia acele­rada de su gran arte, el trabajo inútil para asegurar dura­ción a la pequeña pólis, he aquí la oscura sombra que acompaña a la magnífica y radiante marcha de la existen­cia griega. Consecuencia necesaria es ese sentimiento pe­simista de la inutilidad de la existencia humana que brota de continuo en este pueblo de vida tan bella y lumi­nosa”[10].

El retorno cíclico está regido por la moira, una ley necesaria. De ahí que el antiguo esté ocupado con el pasado; si todo retorna, es posible predecir el porve­nir mirando a lo que sucedió. El historiador es por eso un profeta al revés: Heródoto, Tucídides, Polibio[11], Tito Livio, Tácito, están marcados por esta actitud. Todo progreso visible, pues, queda asumido en el proceso circular y, por tanto, en la necesidad.

Trágico es sobre todo el destino que en este giro fatal deben cumplir las almas humanas de tornar a otros cuerpos mortales. San Agustín comenta con tristeza la doctrina de Platón sobre la reencarnación de las almas humanas después de la muerte en los cuerpos de las bestias: ”El maestro de Porfirio, Plotino, sostuvo también esta sen­tencia. Con todo, desagradó razonablemente a Porfi­rio. Creyó que las almas de los hombres tornaban, no a los cuerpos que habían dejado, sino a los cuerpos de otros hombres. Se avergonzó de creer que una madre, tornada en mula, sirviera de montadura a su hijo. Y no se aver­gonzó de creer que quizá una madre, tornada en joven, se casara con su hijo”[12].

Si la periodicidad cíclica de los acontecimientos ocurre de un modo constante y necesario, si todo acontece “en virtud de una necesidad primordial y será repuesto en el mismo estado, y de nuevo todas las cosas serán restablecidas exactamente según sus antiguas condiciones”[13], ¿qué impide que haya una ciencia de lo acaecido, no simplemente en cuanto aca­ecido, sino en cuanto eso ocupa un puesto im­permutable en el orden cíclico del universo? Adivinar el futuro será conocer el orden de los acontecimientos en la confluencia de los astros, en la medida en que la cosa futura está establecida ya en sus causas perfec­tamente, porque, en realidad, ya aconteció. ”Puesto que estamos atados a las estrellas por una forma de parentesco, no debemos, por discusiones sacrílegas, pri­varlas de los poderes que les son propios; es por sus cursos por lo que cada día somos a la vez creados e informa­dos”[14].

De este modo queda abierta la ciencia de posición de los astros, en tanto que por ella se descubren las condiciones mismas de la existencia. La Astrología, la ciencia en cuestión, debe penetrar el marco o la me­dida de la duración de las cosas, el número que mide la revolución completa de los cuerpos celestes y la vida entera.

Pero lo que más agudamente se muestra en toda doctrina del tiempo circular es la marginación del ca­rácter personal, único, del hombre, el cual pasa a convertirse en ejemplar repetible de una especie.

En resumen, la doctrina de la eterna recurrencia hizo que el mundo antiguo desconociera el tiempo humano y la significación espiritual de la historia: cada acontecimiento puede ser a la vez pasado y fu­turo. ”En el interior del ciclo ‑dice Guitton‑ el tiempo histórico es un tiempo de disolución y, por tanto, no puede consti­tuirse ninguna relación estable y profunda entre el es­fuerzo del pensamiento y la vida de la ciudad. Los perío­dos en que hay acuerdo entre el espíritu (el nous) y la ley (nómos) son por así decir suprapolíticos y, en todo caso, son supratemporales. El ideal no trabaja la realidad a la manera de un fermento que podría corregirla y desple­garla. Se queda atrás, a nuestra espalda. Todo trabajo del sabio consiste en escapar del tiempo trazando el cuadro de un orden Ideal”[15].

Aclaremos que el universo en que pensaba un griego como Aristóteles es circular y concéntrico: su centro está en la tierra y se halla rodeado de esferas. Tal universo es heterogéneo, pues hay en él unas esfe­ras incorruptibles (inmateriales o estrellas), y otras corruptibles (como la tierra). Pero está regido por un único tiempo: el tiempo real cosmológico, úni­co, objetivo, uniforme, común a todos los movimien­tos que se dan por debajo de él[16].

El aspecto de la uniformidad circular del tiempo primaba sobre cualquier otra consideración que hu­biese permitido ampliar su tratamiento. Por ejemplo, dado que el tiempo es una propiedad objetiva del mo­vimiento ‑aparece con el movimiento, aunque no se identifica con él‑ se podría haber pensado que el mo­vimiento del viviente, llamado de «aumento y altera­ción» ‑un movimiento que no es “uniforme” como el local‑, posibilitaba un específico “tiempo del viviente” y, en un grado superior, el “tiempo antropológico o existencial”. Sin embargo, el tiempo, el verdadero tiempo real, siguió siendo el circular y uniforme. En cualquier movimiento –incluido el curso de mis viven­cias íntimas– estoy percibiendo el tiempo circular, el cual no se multiplica por la multiplicidad de movi­mientos[17]. Llevado por esta concepción circular del tiempo, Aristóteles afirma que las civilizaciones se alternan y repiten en un proceso de ascensión y caída: ”Las artes y la misma filosofía fueron muchas veces in­ventadas por la mente humana y muchas veces perdi­das”[18].

Tenemos que esperar hasta el siglo XV para asistir a la pulverización del cosmos aristotélico y al declinar definitivo de la vivencia del tiempo a él aparejada. Es desplazado aquel cosmos cerrado, finito y jerarqui­zado (centrado en la tierra) y heterogéneo en su ma­teria (de un lado, la materia astral, divina e inco­rruptible, y de otro lado, la materia sublunar, cam­biable y corruptible). El universo moderno es ya ho­mogéneo e infinito. Nicolás de Cusa (s. XV) es uno de lo primeros en afirmar que el universo es infinito e ilimitado; que no está centrado en la tierra, pues el mundo carece de centro; que es homogéneo en todas sus partes y, por tanto, semejante a sí mismo en todas ellas. Con el heliocentrismo del cosmos de Copérnico (s. XVI) se invierte la tesis clásica, por lo que la tierra queda reducida al papel de simple planeta que gravita alrededor del sol. La mentalidad ha cambiado: todo tiene ya la misma naturaleza; los cielos no son ya in­mutables ni incorruptibles. Las tesis de Kepler dieron el golpe final, proponiendo el carácter elíptico de las órbitas planetarias, con lo que se vio comprometida la veneración por el movimiento circular.

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3. Creacionismo y tiempo rectilíneo en la Ciudad de Dios agustiniana.

Si los estoicos conciben el universo como la gran ciudad de todas las cosas, para Agustín de Hipona la sociedad universal sólo existe entre seres dotados de razón, no entre meras cosas: el universo es sólo el es­cenario “donde transcurre la historia de las socieda­des”[19].

Y si el tiempo, para un griego, es circular perpe­tuamente ‑sin comienzo ni fin absolutos‑, en cambio, para San Agustín ‑y antes para un hebreo‑, el tiempo es rectilineo, con un comienzo y un fin absolutos: el comienzo es el momento en que Dios pone en la exis­tencia al hombre; el fin es el momento en que se acaba su desarrollo y pasa al Juicio. Si un griego queda prendido en el destino, es obvio que lo predicho den­tro de la circularidad venga a ser para él lo redicho; hay una fijación del destino al ritmo de los ciclos. Mas si el hombre bíblico es llamado, su suerte no es ya fortuna o inexorable destino (tykhé), sino vocación. Dios llama: “et vocavi te nomine tuo“[20]; su llamada lleva el cuño firme y básico de la fidelidad infinita. Y el hombre responde a ella libremente. Ahora el tiempo es intrínsecamente histórico, pues es irreversible e imprevisible su curso. Además, el comienzo y el fin dependen de un acto extratemporal de Dios, por lo que la historia se mueve de lo eterno a lo eterno.

Estos dos puntos concernientes a la historia ‑el de la universalidad social y el de la plenitud temporal‑ son los que abordaremos seguidamente, no sin antes hacer referencia al comienzo absoluto de uno y otro.

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a) Sentido de la creación.

El comienzo de la historia está en la creación del hombre ‑al menos en lo que se refiere a su dimensión espiritual‑. Hay dos modos de ver la «creación»: o activamente, en cuyo caso aludimos a la misma causa creadora, a la esencia divina en cuanto libre­mente efectuadora; o pasivamente, a saber, el efecto, lo creado, la criatura “entera” con su ser. Cuando se hable sin más de creación, nos referimos al aspecto pasivo de ella, al efecto entero.

Lo creado puede considerarse por relación a su término o punto de llegada (ad quem) y por relación a su punto de partida (a quo).

El término de la creación es el ser de lo producido; no solo un aspecto de éste, sino todo el ser, con su in­dividuación (“este” ser), su especificación (“tal” ser) y su ser en cuanto ser (“todo” el ser). Si bien se mira, las realidades particulares o humanas (causas finitas) producen siempre un efecto “particular”: causan en parte algo determinado. Este viene de algo que no es lo producido mismo: exige algo precedente, una mate­ria preexistente; por ejemplo, una sinfonía pre­cisa de sonidos ya establecidos anteriormente, una estatua precisa de mármol y colores, etc. Platón y Aristóteles únicamente llegaron a esta intelección de la creación homologada a la producción humana. Para Platón, la creación operada por el demiurgo no sería nada más que la ordenación  de un caos inicial, la información de lo informe previo: pues hay dos cosas eternas, a saber, la materia y la idea. También para Aristóteles es eterna e ingenerada la materia, de ma­nera que toda generación supone la materia preexis­tente, de la cual es “educida” o sacada la forma. Mas lo que el mensaje bíblico ha propuesto a la razón hu­mana es que, pensado en sentido estricto, lo producido por creación no procede de algo preexistente: en la producción creadora, el efecto es donación de exis­tencia total. La causa universal otorga el ser de modo absoluto y completo.

Esto nos reconduce al punto de partida (a quo) de la creación, a saber, la nada. Crear es sacar algo de la nada. La creación es la producción de todo el ser de una cosa, siendo su punto de partida la nada. Esta po­sición del ser carece de todo presupuesto, tanto esencial como existencial. Ni siquiera puede enten­derse la creación, al modo humano, como la existen­cialización de una previa esencia concebida posible. En el acto de creación son puestas a la vez tanto la esencia como la existencia de una cosa. Posición que se hace de la nada. Este “de”, que indica punto de partida, no expresa una causalidad material: como si la nada fuese la materia preexistente “de” la cual se hace algo. Justamente indica negación de causalidad material: “ex nihilo” (de la nada) significa “ex non ali­quo”. Por eso mismo hay que excluir en la creación cualquier disposición subjetiva previa que estuviese en estado real-potencial. Creación significa produc­ción de todo el ser de una cosa, incluida la potencia que tiene. Como este “de” no es expresivo de una cau­salidad material, tampoco lo es de movimiento, porque antes de la creación no hay nada que pueda ser movido. La creación se hace sin movimiento: no hay un hacerse del efecto, como si éste existiera ger­minalmente y luego se desarrollara o hiciera. En la creación es a la vez el crear y lo creado. Y por lo mismo que la creación se da sin movimiento, se da también sin tiempo: el tiempo va entrañado en el mo­vimiento; y donde no hay movimiento tampoco hay tiempo. La creación es “intemporal”.

Sólo queda, pues, pensar la creación ‑eliminados de ella la causalidad material, el movimiento y el tiempo‑ como una “relación” del efecto a la causa. No hay otros elementos de comparación. Esa relación es, por cierto, real: es la real dependencia en el ser. Por eso, toda criatura de suyo puede ser devuelta a la nada (“omnis creatura vertibilis est in nihil”). Carece de toda disposición subjetiva que, con anterioridad a la creación, la pueda mantener en el ser. Pero la crea­ción no pone en Dios una realidad. El ser perfectísimo divino no admite, al obrar, incremento esencial o existencial. La única relación que de Dios a la criatura puede predicarse es ideal o de razón. Cuando en mi habitación digo que «yo estoy aquí y Dios está aquí», la primera y la segunda presencia no son de la misma especie. Yo estoy presente en la habitación con una doble relación real: a las cosas que me rodean y a Dios como creador de mi ser. Pero Dios está presente en mi habitación simplemente en sí mismo, sin relación con ninguna cosa.

Aristóteles ‑y en general, el hombre griego‑ no co­nocía un tránsito del no-ser al ser distinto de la mera generación realizada a partir de una materia pre­existente. Desconocía la creación de la nada (“ex ni­hilo”). Así, la materia prima era un ser potencial, con­dición y sujeto de toda generación; en virtud de este carácter previo era ingenerada. Existía por necesidad natural; su necesidad era similar a la de Dios. Man­tenía, pues, Aristóteles un dualismo claro. De su ca­rácter ingenerado e increado se seguía que es eterna. Y eterno era el mundo con ella. Toda generación su­pone otra anterior y ésta, a su vez, otra, etc.; por lo tanto el mundo es eterno.

Podría Aristóteles, es cierto, haber planteado esta cuestión de otra manera, a saber: 1º Del hecho de que la materia prima es condición de toda génesis se sigue que es ingenerada ‑no generada de materia preexis­tente‑. 2º Del hecho de que es ingenerada se sigue que, por su condición potencial, ha de ser absoluta­mente puesta por un acto distinto de la generación, a saber, por un acto creador (“ex nihilo”, de la nada). Pero este segundo punto quedó ajeno al Estagirita. Con la materia y el mundo, el tiempo es eterno; todos los instantes son, a la vez, término del momento pre­cedente y principio del siguiente. De este modo, la aceptación de un mundo eterno implica la admisión de que se han sucedido, unos a otros, infinitos mun­dos. Aristóteles no tiene a mano otro modelo más ilustrativo del tiempo que el círculo[21].

Pues bien, de la creación en general sabemos por nuestra razón “que” se ha dado: puede ser demos­trada racionalmente en la metafísica esa dependencia de lo contingente respecto de lo absoluto. Pero no sa­bemos racionalmente “cómo” se ha dado la creación: nuestro entendimiento no puede probar de ella ni que tiene comienzo temporal ni que es coeterna.

No hay contradicción en que la creación fuese coe­terna con Dios: Dios seguiría siendo absoluto y la criatura seguiría siendo dependiente. No es necesario que el mundo haya existido siempre, porque no es ne­cesario que Dios quiera algo, excepto a sí mismo. Por tanto, el mundo existe en cuanto Dios quiere que exista; porque la existencia del mundo depende de la voluntad de Dios como de su causa. Al faltarle al mundo la necesidad “tampoco se puede demostrar su existencia eterna”[22].

Un tiempo coeterno sería aquél cuyos instantes to­dos son, a la vez, término del instante precedente y principio del siguiente. En cambio, el tiempo no coe­terno requiere únicamente que el primer instante sólo sea principio del siguiente, sin funcionar como tér­mino de otro anterior. Sólo el último instante sería término del anterior. Eso sí, en este caso, los instantes intermedios habrían de ser, cada uno, término del anterior y principio del siguiente.

Un mundo eterno, por lo tanto, sería  aquél en el que se han sucedido unos a otros infinitos mundos. Y un mundo creado “desde el principio” es aquél cuyo comienzo es absoluto, sin tener prolongación de mo­mentos a sus espaldas.

Si se puede demostrar que el mundo ha sido creado, es decir, que ha tenido una causa eficiente, no se pue­de demostrar que el mundo creado es eterno o no eterno. La causa creadora no tiene, respecto al efecto creado, prioridad de duración (porque la creación se realiza sin movimiento y sin tiempo), sino prioridad de naturaleza. Dios puede obrar eternamente, o sea, desde que existe;  en cuyo caso el mundo sería creado y eterno. Pero también puede obrar poniendo al mundo en un instante que no supusiera otro instante anterior: también el mundo sería aquí creado, pero no eterno.

El concepto de creación no incluye, así, el de “co­mienzo temporal”. Que la creación sea “de la nada” (ex nihilo) no implica metafísicamente que sea “desde la eternidad” (ab aeterno), pero tampoco implica metafísicamente que sea con un comienzo “en el tiempo” (in tempore). Fuera de la revelación, el pro­blema del comienzo del mundo ha de ser resuelto por los datos positivos de las ciencias físicas[23].

Mientras no se pruebe apodícticamente por estas ciencias el comienzo del mundo en el tiempo no será “racionalmente” descabellada la postura que afirma el retorno cíclico de las cosas[24].

No sabemos racionalmente cuál puede ser el de­creto divino que decidiera que la creación fuese o eterna o no eterna. Tanto si fue eterna como si tuvo comienzo, persiste la dependencia de la criatura res­pecto del creador. Pero sabemos por revelación que la creación tuvo comienzo: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra”, leemos en el Génesis. Hubo un co­mienzo, un principio temporal, sabido únicamente por una revelación.

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b) La «universalidad» de la historia: la gran ciudad del género humano.

El contenido social ‑o comunitario‑ que aporta la concepción cristiana de la historia es el siguiente: la comunidad ontológica de esencia (igualdad esencial de todos los hombres, definida por la filosofía griega) se refuerza con la comunidad ontológica de sentido (polarización de la historia hacia un fin común tras­cendente) que gravita en todo el curso temporal del hombre.

El hombre antiguo carecía de una idea cabal de la igualdad perfecta entre los hombres y, por tanto, de un destino común de la humanidad en el curso tem­poral. Le faltaba la función unificadora de un ideal común (universal) al que tendiera el proceso histórico. Se inclinaba a subrayar lo peculiar o carac­terístico del propio pueblo, pero no prestaba atención sufi­ciente al elemento común que podría conectar a todos los hombres. Sí fue ésto destacado, en cambio, por el hebraísmo y el cristianismo.

Hay, empero, una diferencia notable entre el he­braísmo y el cristianismo en el modo de vivenciar en el tiempo esta comunidad de sentido. Para el hebraísmo, Dios es fiel a su pueblo único, el israelita. Para el cris­tiano la fidelidad de Dios se extiende a todos los hombres y no sólo al pueblo israelita. En el hebraísmo la historia queda confinada o limitada al pueblo de Is­rael, y con ello de algún modo se paraliza el sentido histórico, pues acaba cayendo en el exclusivismo na­cionalista: la propia nación israelita es el sujeto de la historia universal. Así se pierde el sentido de solidari­dad humana, de comunidad histórica universal. El hebreo, al confinar la historia, pone además su centro en el porvenir.

Con el cristianismo acontece la irradiación de la historia en un plano universal: no sólo el pueblo de Is­rael, sino la gentilidad entera, sin discriminación de razas ni de pueblos, entra en la historia abarcada por una comunidad de sentido. Es más, la espera de lo futuro se funda en la posesion de lo pasado: el centro no está en el porvenir, sino en un evento magnífico ya sucedido, a saber, la venida del Hijo de Dios. «Con el cristianismo ‑reconoce el agnóstico Dilthey‑ se tra­ban las grandiosas ideas del reino de Dios, de la herman­dad de los hombres y de su independencia, en sus ocasio­nes más altas, de todas las condiciones naturales de la exis­tencia; esa conexión comienza su marcha triunfal. La rea­lizó el orden social de la comunidad cristiana”[25]. “Y así na­ció, si lo tomamos en el sentido más alto, la conciencia histórica”[26].

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c) La identidad de destino.

Fue San Agustín, en su Ciudad de Dios, el pensador cristiano que mejor explicaría la doble intervención presente en la historia humana: de un lado Dios, y, de otro, la libertad en gracia o en pecado. No hay, pues, historia sin Dios (que vence al pecado), pero tampoco sin libertad (o sea, sin gracia y sin pecado). La histo­ria, no obstante, no es un asunto privado o particular, sino asunto público y común, porque es el tejido de lo individual y lo social. El hombre individual, que puede tener dos amores (el de sí y el de Dios) se reabsorbe temáticamente en una de las dos sociedades que están regidas por dos amores tambien: «civitas Dei» y «civitas terrena»: ”Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios, porque aquélla busca la gloria de los hombres y ésta tiene por máxima gloria a Dios”[27].

Si en el orden del amor a Dios de un lado, y del amor a sí mismo de otro lado, incluímos también a los dos tipos de ángeles (los buenos y los malos), por ello no obtenemos cuatro ciudades, dos de ángeles y dos de hombres, sino sólo dos: ”Fundada una en los buenos, otra en los malos, no sólo en los ángeles, sino también en los hombres”[28].

La operatividad humana es ahora solidaria: nues­tros actos se funden en el sentido común de las dos ciudades.

No habría, pues, una sociedad universal única, sino dos que son universales, con fines últimos distintos: la tierra o el cielo.

Esto significa que la «civitas Dei» no es propia­mente la Iglesia, sino una comunidad transempírica de orden ideal-místico, simbólico; tampoco la «civitas terrena» es el Estado, sino igualmente una comunidad de orden ideal-místico: ”Damos a estos grupos místicamente el nombre de ciuda­des, que es decir sociedades de hombres. Una de ellas está predestinada a reinar eternamente con Dios, y la otra a su­frir un suplicio eterno con el diablo”[29].

La Ciudad de Dios es una sociedad invisible de los que son llevados por el amor de Dios y están unidos por el común amor de las cosas celestiales; por tanto, no sólo no es terrena ‑no comenzó en la tierra, sino en Dios‑, ni tiene su fin en la tierra ‑pues pasa por Cristo y se constituye, tras el Juicio Final, en ciudad celeste‑. La «civitas terrena» es tambien una sociedad invisible de los que son llevados por el amor de sí mismos y están unidos por el común amor de las cosas terrenas y por la común decisión de ponerse contra Dios, lu­chando incansablemente contra el bien; es terrena, pues comienza en la tierra (con Caín) y terminará en la tierra.

A la Ciudad de Dios pertenecen todos los predesti­nados por Dios, sean cristianos o no. A su vez, la Ciudad Terrena está formada por todos los que no se han de salvar, pertenezcan o no a la Iglesia.

No obstante, ambas ciudades muestran un carácter ambiguo, pues aunque son básicamente realidades místicas, pueden aflorar como realidades históricas, fenoménicas. La «civitas Dei» se deja notar parcial­mente en la Iglesia. La «civitas terrena»  surge par­cialmente en aquel Estado que se hace instrumento para perseguir o desbaratar la obra moral del cristia­nismo. Los componentes de la «civitas Dei», mientras están en la tierra, deben salvar la sociedad política humana de la corrupción, haciendo del Estado una morada habitable, sin vicios ni injusticias.

La Iglesia tiene un fin supramundano, pues busca en Dios la pax aeterna. El Estado, que es una realidad sociopolítica y no mística, tiene un fin intramundano, pues busca la pax temporalis, entendida como la con­cordia entre los hombres, el logro de leyes justas, de progreso cultural y de bienestar terreno; esta pax temporalis es de suyo buena. Pero en la perspectiva cristiana la pax temporalis es un mero medio, el cual no ha de ser gozado como fin. Porque fin propiamente dicho es para el hombre solamente Dios. Establecer la paz terrestre en contra de la paz celeste es propio de la «civitas terrena».

De modo que realidades históricas son, hablando con propiedad, la Iglesia y el Estado. El saeculum, la historia, es mezcla de Ciudad de Dios y Ciudad Te­rrena: ”mezcladas en el cuerpo y separadas en el corazón se en­caminan a través de los siglos hasta el fin del mundo”[30]. En el Juicio se dará la separación de las dos ciuda­des, según el amor de los corazones. La Ciudad de Dios es peregrina; la Ciudad Terrena es, en cambio, fija y estable. La primera no tiene su final aquí abajo, y sí en cambio la segunda. Aquélla considera la histo­ria como camino de paso, que no ofrece sosiego; ésta sitúa su morada en lo temporal terreno[31]. En la Ciudad de Dios enseña, pues, Agustín tres te­sis decisivas:

Primera:  Que habrá un “final” intrahistórico, un último acontecer en la historia separado de una meta suprahistórica, la cual es alcanzable por medio de un acto de transposición. El final es intrahistórico; y aun­que tiene carácter catastrófico, no por eso signi­fica un malogro de sentido, porque no se identifica con la pérdida de la meta suprahistórica. El final de la historia es un acabamiento: el último estado antes de la transposición, después del cual ya no habrá más tiempo, y en esto estriba su carácter catastrófico; la meta de la historia es un cumplimiento, realizado mediante la transposición que desde fuera adviene al ser temporal.

Segunda:  Que la tesis del final de la historia con­tradice tanto el optimismo progresista como el pesi­mismo regresista. El primero dice que en la medida en que el hombre se hace más señor de las fuerzas natu­rales produce también una cultura moral cada vez más rica y armoniosa, realizando la idea de la huma­nidad de una manera progresiva o indefinida. El se­gundo cae en la desesperación. Pero la actitud ante el final de la historia no debe ser la “desesperación”, porque el hombre que tiene fe espera la meta supra­histórica que, como cumplimiento, es ofrecida por una transposición: aunque haya catástrofe, no todo estará perdido.

Tercera: Que el fin intrahistórico es para nosotros lo oculto: no sabemos (no se nos ha revelado) ni el día ni la hora; en cambio, el  fin extrahistórico es para no­sotros lo manifiesto y lo claro, siendo su nombre Nuevo Cielo y Nueva Tierra. No es de “cristiano” empeñarse en escrutar el fin de los tiempos. La tarea histórica del cristiano consiste en realizar en la tierra lo que ya se anuncia con seguridad: la plenitud de la justicia y del amor. En la tensión rectilínea que va del principio (creación) al fin (trascendente) la historia es vivida como un progreso y un desarrollo efectivo. Pero esta historia es vivida precisamente como una “Heilgeschichte”, historia de salvación, la cual abarca y aglutina la Historia universal del mundo (la “Welt­geschichte”).

La explicación de la historia universal posibilitada por la religión revelada comprende “todos” los hom­bres (universalidad humana). Esta doctrina de la his­toria es la que, a juicio de Dilthey, “constituye el cen­tro de la metafísica medieval del espíritu”[32] y aporta la conexión de la historia a través del tiempo, aunque esta conexión sea comprendida de un modo teológico, no filosófico.

Para terminar podríamos sintetizar en tres propo­siciones ‑en simetría con las apuntadas en un apar­tado anterior‑ el contenido de la concepción cristiana de la historia:

Proposición 1ª: La comunidad ontológica  de esen­cia (igualdad esencial de todos los hombres) se re­fuerza con la comunidad ontológica de sentido (polarización de la historia por un fin común tras­cendente) que gravita en todo el curso temporal del hombre.

Proposición 2ª: La historia humana tiene un  des­pliegue rectilíneo irrepetible, en el que se cumplen po­sibilidades inéditas para el mundo antiguo.

Proposición 3ª: La historia adquiere una inteligibi­lidad interna y propia (una ley peculiar), irreductible a la explicación etiológica que hacía el mundo antiguo, el cual prescindía de las condiciones de la historia. Pero dicha inteligibilidad no es meramente “racional humana”, sino teológica.  No se trata aquí de conocer las relaciones de lo cambiante con lo inmutable (esen­cias), sino la relación de la libertad con los cambios inexorables de la historia.

El griego decía tan sólo: todos los hombres son iguales en su constitución ontológica. El cristiano dice además: todos los hombres están también conectados vitalmente, existencialmente, formando una comuni­dad histórica, mediante una llamada a la salvación posibilitada por una redención dirigida a todos. Esta universalidad de sentido (identidad moral) hace que la historia sea historia universal. La universalidad de sentido (o de vocación) encierra, por una parte, la universalidad griega, entendida como igualdad en la forma de ser o esencia (todos los hombres son iguales en su naturaleza) y, por otra parte, la universalidad cristiana, entendida como comunidad en todas las formas de existir. Por eso el griego sólo señalaba en sus historias el carácter existencialmente extraño de los demás pueblos; acentuaba que hay seres ajenos, con lo cual no encontró la comunidad real entre los hombres de distintos pueblos; la igualdad ontológica no le daba todavía pie para aceptar una comunidad de sentido.

Pero el sentido común que el cristianismo aporta no es propiamente horizontal, sino vertical. Un sentido o un fin común horizontal sería una meta inmanente, por ejemplo, una comunidad política en la tierra. La historia política no es nunca universal, sino particular; y lo es porque su sujeto suele ser una comunidad de­terminada, cuyos objetivos coinciden sólo parcial­mente con los de otra. Y aun cuando se estableciera una comunidad mundial, dejaría al margen otras ac­tividades humanas también históricas. Si quisiera ab­sorber éstas, caería en el totalitarismo. De modo que, en la medida en que la historia es universal, la política es un accidente de la historia. La historia es universal porque, de un lado, abarca la totalidad de los hombres en su comunidad ontológica esencial y, de otro lado, engloba la totalidad de los actos en su comunidad ontológica operativa histórica.

El sentido o fin común vertical tiene una meta trascendente o supramundana: por ese fin la huma­nidad es, para el cristiano, una comunidad real; ade­más, esa meta trascendente se convierte no en un fin aplazado, sino en un fin presente. Por eso la herman­dad universal tampoco está aplazada: no es un ideal por conseguir, o que se consiga una vez superadas las situaciones concretas; por el contrario, es una realidad presente, una forma de ser constitutiva. El objeto central del cristianismo es un hecho histórico, Cristo, llegado en un punto y en una hora precisos, dentro de las coordenadas espacio-temporales.

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4. De la escatología a la historiología secularizada.

 

San Agustín ha hecho posible la noción de una his­toria universal, la idea de que los hombres, colectiva­mente tomados, desarrollan en el tiempo una única historia; aunque la explicación de esa historia uni­versal sea esencialmente religiosa, lograda a la luz de la revelación. Pero nadie como él ha contri­buido al nacimiento de lo que después se llamaría «filosofía de la historia». Quedaba sugerida ‑a pesar de que él ha­blase de dos sociedades entre las que se divide el género humano‑ la posibilidad de que todos los seres racionales se unieran en el mismo amor del bien per­fecto. Pero de su propuesta se llegó a derivar incluso la noción de una sociedad temporal universal. Por dos caminos:

Bien por el camino de un cristianismo generalizado temporalmente: como ocurriría en el caso de la con­versión de un Emperador que, poseyendo la fuerza legítimamente, pudiera reformar la ciudad temporal a imagen de la Ciudad de Dios. El César haría que lo temporal y terreno se convirtiera en medio y etapa hacia lo eterno. La Ciudad de Dios podría identifi­carse con la Iglesia cuya doctrina es obedecida por el mismo Emperador. Por esta derivación discurrieron varias propuestas bajomedievales de una sociedad política cristiana, como la Respublica fidelium de Ro­ger Bacon[33] y la Monarchia imperial de Dante[34].

Bien por el camino de la secularización de la uni­versalidad misma, pero sin cristianismo. Aquella uni­versalidad que San Agustín atribuía primeramente a la Ciudad de Dios vino a ser una pauta estructural que pudo transformarse en un ideal mundano tan pronto como se perdió el sentido de la fe que la sus­tentaba. Esta transformación implicaba la promulga­ción de un dogma único y la asignación a todos los hombres de un mismo bien terrestre. La historiología dialéctica del siglo XIX se debe en buena medida a esta transformación.

Sin embargo, la historiología dialéctica no se cons­tituye como una mera secularización de la escatolo­gía, o sea, como una inmanentización de aquel fin transempíricopropuesto por el cristianismo. No es exactamente eso. Antes que nada es la inmanentiza­ción del origen, del punto de partida (a quo) del hom­bre y de su historia misma. El origen de la nada (“ex nihilo”) es el punto negado por el pensamiento eman­cipatorio de la dialéctica. «Emancipación» y «nega­ción de la creación» son expresiones equivalentes. La mayor dificultad del pensamiento dialéctico moderno se encuentra en una hueca profundización de su propio límite inicial. Y desde este límite se decide con energía el destino, el fin del hombre. Por tanto, la «secularización» escatológica (inmanentización del fin) se apoya en una «emancipación» del origen (in­manentización del acto creador).

En este doble latido de emancipación y seculariza­ción coinciden los pensadores que van a ser estudia­dos como prototipos de la historiología dialéctica moderna. Con más detenimiento será tratado Hegel; y se indicarán las principales posturas que sobre los diversos temas historiológicos mantuvieron pensa­dores que en él llegarían a influir.


[1]       Temática  que he desarrollado en Libertad en el tiempo, Piura, 1986.

[2]       Tal investigación teleológica fué llamada en el siglo XVIII por Vol­taire «Filosofía de la Historia»: no como estudio de las características esenciales de la realidad histórica o delimitación del tipo de seres que están en ella ‑pues tal investigación correspondería a una investigación morfológica (de “morphé” = forma, esencia)‑, sino como indagación que pretende explicar el desarrollo efectivo, el despliegue de la historia real, buscando su sentido último concreto e incluso la ley general que regiría el curso de la humanidad.

[3]       Las obras de Hegel se citarán por la edición de H. Glockner, Hegel Sämtliche Werke, (reproducida por Frommann Verlag, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1961). Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte (cit. Philos. Gesch.), 35.

[4]       W. Dilthey, Einleitung in die Geisteswissenschaften, Gesammelte Schriften (Teubner, Stuttgart, 1957-60), vol I, 90.

[5]       Marco Aurelio, Pensamientos, III, 11.

[6]       Séneca, De tranquilitate animi, cap. III, 9.

[7]       Etienne Gilson, Las metamorfosis de la Ciudad de Dios, Rialp, Madrid, 1965, 19-20.

[8]       E. Gilson, o. c., 24.

[9]     Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, I, 11, «De lo que sucedió a Don Quijote con unos cabre­ros».

[10]    W. Dilthey, «Die achtzehnte Jahrhundert und die geschichtliche Welt», en  Studien zur Geschichte der deutschen Geistes, Gesam. Schr., III, 21.

[11]    W. Dilthey, «Die achtzehnte Jahrhundert …», loc. cit., 24.

[12]    Agustín de Hipona, De Civitate Dei (cit. Civ. Dei),  XII, 13.

[13]    Plutarco, De Fato, III.

[14]    Julius Firmicus, Astronomicorum libri octo, lib.I, cap. 3, a. V.

[15]    J. Guitton, Le temps et l’éternité selon Plotin et Saint Augustin,  París, 1933, 401.

[16]    Aristóteles, Phys., 287 a.

[17]    Tomás de Aquino, In IV Physic., c.14, lect. 23.

[18]    Aristóteles, Met.,  XII, 8, 1074 b.

[19]    E. Gilson, o. c., 90.

[20]    Is., 45,4.

[21]    Aristóteles, De Coelo, I, 3 y 14.

[22]    Tomás de Aquino, S. Th., I, 46,1.

[23]    Tomás de Aquino, C. G., I, XIII.

[24]    Tomás de Aquino, S. Th., I, 46, ad 4.

[25]    W. Dilthey, Einleitung in die Geisteswissenschaften, loc. cit., 252.

[26]    W. Dilthey, Einleitung in die Geisteswissenschaften, loc. cit., 254.

[27]    Agustín de Hipona, Civ. Dei, XIV, 28.

[28]    Agustín de Hipona, Civ. Dei, XVII, 20,2.

[29]    Agustín de Hipona, Civ. Dei, XI,1.

[30]    Agustín de Hipona, In Ps., 136,1.

[31]    Agustín de Hipona, De Gen. ad litt., XI, 15,20

[32]    W. Dilthey, Einleitung in die Geisteswissenschaften, loc. cit., 99.

[33]    E. Gilson, o. c., 98-137.

[34]    E. Gilson, o. c., 138-187.