Jerónimo Bosch, El Bosco (1450-1516), “La creación del hombre”. Poniendo en su arte perfección técnica y calidad de dibujo, presenta con imaginación y originalidad el paraíso terrenal en que aparecen Dios, Adán desnudo sentado y Eva arrodillada.

Jerónimo Bosch, El Bosco (1450-1516), “La creación del hombre”. Poniendo en su arte perfección técnica y calidad de dibujo, presenta con imaginación y originalidad el paraíso terrenal en que aparecen Dios, Adán desnudo sentado y Eva arrodillada.

No es posible comprender sistemáticamente  la ley natural, sin referirla a su autor. Me gusta recordar que el presente blog me ha sido sugerido por una frase de Sartre: «No hay naturaleza humana, porque no hay un Dios que pudiera haberla pensado». Cabría decir entonces que «si no hay Dios, todo está permitido». La legalidad, el deber, el compromiso, los fines y lo valores se deciden, por tanto, en la solución que se le de a la frase de Sartre.

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1. Dos enfoques diferentes del origen del mundo: las ciencias físicas y la metafísica

El segundo libro del Comentario a las Sentencias empieza desarrollando el formidable asunto de la creación. Lo creado –el resultado de la creación– es el conjunto de las cosas finitas, tanto las materiales como las espirituales, conjunto que Santo Tomás llama “mundus”, el mundo o universo. El estudio de su pro­ducción se hace primordialmente desde un punto de vista metafísico, donde se contrapone radicalmente el ser a la nada; y así es abordado en la primera distin­ción. Pero el Comentario pregunta además –al hilo del relato del Génesis, y después de haber considerado la existencia y la naturaleza de los ángeles (d2-d11)– por la constitución o esencia física del conjunto de cosas finitas que, en­globadas en los cielos y la tierra, llevan marbete de materia, o sea, por el mundo material, por los seres que lo componen, las relaciones que guardan entre sí, su jerarquía, su causalidad, su finalidad concreta, etc. (d12-d15). El tratamiento de la esencia física del “mundo” acontece ahí bajo un enfoque propio de la ciencia natural, matizado a veces con realces ontológicos.

El enfoque metafísico de la creación como producción a partir de la nada [productio ex nihilo] supone una imponente novedad no sólo frente al pensa­miento griego, sino también frente a ciertas orientaciones de la edad moderna y contemporánea. El “mundo” aparece, bajo la perspectiva de la creación, como una unidad de orden, en cuanto en él unas cosas están referidas a otras, y todas a su creador. En tal sentido, no hay dos, ni tres mundos: todas las cosas creadas pertenecen al mismo mundo, porque todas deben estar ordenadas dentro de un solo orden y hacia un mismo fin. Que este mundo ha surgido por una “productio ex nihilo” es el tema que expondré en la primera parte de este trabajo.

En cambio, el enfoque que la ciencia natural medieval hace del “mundo” corpóreo prolonga un concepto antiguo, explicado por Aristóteles, sin apenas cambios significativos, modulando el relato del Génesis –o la obra de los seis días de la creación– con el bagaje de una física y una astronomía hoy periclita­das. Como este asunto lo he tratado prolijamente en la introducción al Co­mentario de Santo Tomás sobre El cielo y el mundo [1], remito allí al lector. El enfoque “físico” del mundo no pertenece a la “metafísica” –como en el caso de la creación– sino a lo que los medievales entendían por “ciencia natural”, cuyas preguntas se dirigían a la esencia física y concreta de las cosas afectadas por la materia[2]. Al hilo del relato del Génesis sobre la aparición sucesiva del mundo corpóreo (los seis días de la creación), aplicaban a ese mundo lo que creían conocer por la ciencia natural: su constitución, su jerarquía, sus acciones recíprocas, etc.

En realidad es imposible comprender el sistema medieval de Santo Tomás sin su cosmología celeste: la historia del pensamiento (filosófico o teológico) no debería silenciar el todo orgánico de ese sistema.

Pero ocurre que los postulados en que reposan las explicaciones ontológicas de Santo Tomás sobre la estructura del cielo y del cosmos en general son in­compatibles con los datos de la ciencia actual. Aunque algunas de sus generali­zaciones tengan una excusa psicológica plausible.

En un primer nivel psicológico, el más común, la aceptación, por ejemplo, del postulado del geocentrismo, se explica por el claro apoyo que esa hipótesis tiene en la inmediata apariencia de las cosas, la cual era por todos ordinaria­mente interpretada geocéntricamente; lo mismo cabría decir, en ese mismo nivel común, de la tesis referente al influjo universal de los cuerpos celestes sobre los seres del mundo inferior: ella se justificaría por la influencia –generalmente admitida– del sol sobre casi todos los fenómenos de nuestro planeta.

Pero hay otros postulados que ya no poseen una amable justificación psico­lógica en un horizonte tan común. Aunque sí la tienen en un nivel psicológico más culto: se trata, por ejemplo, de la tesis referente a la existencia de esferas transparentes e invisibles para el ojo humano, con extraordinarias propiedades trascendentes, tales como incorruptibilidad, unicidad en la especie y causalidad “equívoca”. Se comprende que tesis semejantes fuesen aceptadas sin crítica, debido a la presión psicológica originada por dos hechos culturales: pues de un lado, Aristóteles y los astrónomos árabes gozaban en la Edad Media de una autoridad indiscutible, ofreciendo una visión del mundo compatible con la fe cristiana; de otro lado, las tesis que sobre el orden jerárquico de los espíritus y del cosmos había establecido Dionisio Areopagita –aquél autor que la cristian­dad medieval consideró como discípulo de San Pablo– se insertaban fácilmente en el cosmos aristotélico. No se podía pedir más coherencia “cultural”.

Fuera de esta justificación psicológica, los datos de la ciencia actual exigen que del sistema filosófico de Santo Tomás sea amputada la reflexión ontológica sobre las esferas celestes, para enfocar una nueva filosofía del universo y dar “una respuesta válida al problema de la finalidad en el universo material, al mismo tiempo que una epistemología y una crítica de las ciencias”[3].

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2. El principio moderno de extranihilidad

1. La primera objeción metafísica que Santo Tomás recoge en su Comenta­rio a las Sentencias cuando afronta la cuestión de si algo puede salir de Dios por creación es la siguiente: “Todo lo que se hace, se hace de algún ente pre­existente en acto. Pero tal cosa no puede ser creada, porque crear es hacer algo de la nada. Luego Dios no puede crear nada”[4]. Esta objeción no se agota en el momento concreto en que fue así formulada. Tiene un asombroso abolengo histórico; y comparece intermitentemente en el pensamiento occidental desde los presocráticos hasta nuestro días, bajo distintos sistemas, y siempre que los filósofos se han preguntado acerca del origen y el fin del mundo o del hombre.

En lo que concierne a esas preguntas básicas acerca del origen y del fin, el pensamiento contemporáneo que hunde sus raíces en los filósofos de la Ilustra­ción y del Idealismo alemán se ha constituido como una secularización de la escatología, o más concretamente, como una inmanentización del fin transempí­rico [ad quem] propuesto por el cristianismo. Aunque no ha hecho meramente eso. Antes que nada ha procurado la inmanentización del origen, del punto de partida [a quo] del hombre y de su historia misma. El origen de la nada [ex nihilo] es el punto negado por aquel pensamiento contemporáneo que ha que­rido por eso llamarse emancipatorio. “Emancipación” y “negación de la crea­ción” son expresiones equivalentes. La mayor dificultad de este pensamiento se encuentra en una hueca profundización de su propio límite inicial. Y desde este límite decide con energía el destino, el fin del hombre. En realidad, la “secularización” de la escatología (inmanentización del fin) se apoya en una “emancipación” del origen (inmanentización del acto creador).

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2. Uno de los pensadores que, en la Edad Contemporánea, intuyó y fustigó tal deriva ontológica y ética fue, a finales del siglo XVIII, Heinrich Jacobi[5]. Este filósofo alemán estaba convencido de que el sistema más pujante de los moder­nos es el de Espinosa. Entendía que el espinosismo se basa en un aserto princi­pal, a saber: que de la nada, nada se hace. Espinosa rechaza cualquier paso de lo infinito a lo finito: pone una primera causa inmanente, eternamente inmuta­ble, del mundo; esta causa, naturalmente, había de ser una sola y misma cosa con todas sus derivaciones [Folge] tomadas conjuntamente: lo que se llama efecto no sería propiamente efecto, porque la causa inmanente se extiende por todo. La causa primera, por ser de naturaleza infinita, tampoco obraría por cau­sas finales: también la sucesión y la duración serían meras apariencias[6].

Espinosa realiza una aproximación radical entre Dios y la Naturaleza guiado por el principio de que “todo lo que es, existe en Dios, y nada puede ser ni con­cebirse sin Dios” (Quicquid est, in Deo est, et nihil sine Deo esse, neque concipi potest). De ahí que “ninguna sustancia puede ser producida o ser creada por otro”[7].

Jacobi consideraba que si la sustancia infinita y única de Espinosa no tiene una existencia propia o particular fuera de las cosas individuales, entonces Dios se convierte en un movimiento ciego y necesario; y todas las cosas serían tan necesarias como él. En efecto, Espinosa explica el sentimiento de la libertad mediante el ejemplo de una piedra que se imaginara que ella misma es la que quiere caer cuando alguien la lanza a las alturas.

Reconoce Jacobi –con atinada penetración– que los errores del sistema de Espinosa no están propiamente en el tan celebrado método geométrico, sino en el contenido, concentrado en el axioma presocrático ex nihilo nihil. Todo se hace de la sustancia inmanente; y todo vuelve a ella. Por lo que se niega cual­quier comienzo de acción y se excluyen las causas finales.

Dejando aparte los vericuetos por los que discurre la filosofía del siglo XVIII, es claro que lo denunciado por Jacobi –lo que podría llamarse el princi­pio moderno de extranihilidad– parasitó tenazmente en el pensamiento contem­poráneo.

El principio de extranihilidad –de la nada, nada se hace, y nada puede vol­ver a la nada– es una negación de la tesis creacionista o de la producción de lo finito por el infinito mediante un acto libre; prohibe también que surja algo desde el infinito por una acción intencionada. El inicio puro [reiner Anfang] de una acción implicaría que de la nada se produce algo[8]. Con la admisión del principio de extranihilidad se expresa que hay coincidencia o identificación entre lo infinito y la serie ilimitada de cosas finitas. De aquí se deriva inmedia­tamente una tesis ontológica (el monismo de la sustancia), otra antropológica (el determinismo de la libertad) y otra cosmológica (la eternidad inmanente del tiempo, en la que se había detenido Aristóteles). Porque,aceptado el principio de extranihilidad, se comprende que ni el ser ni el devenir pueden tener un co­mienzo[9].

En efecto, si Espinosa admite la infinitud sustancial, acepta también que lo finito existe desde la eternidad con lo infinito y no puede estar fuera de éste como una esencia subsistente, la cual debería ser producida de la nada por la sustancia existente. De la identidad entre finito e infinito en la totalidad se des­prende la incausación universal y, por lo mismo, el relacionalismo universal. En efecto, ninguna cosa individual puede derivar inmediatamente del infinito; ni hay causas transitorias[10].

Fatalismo, ateísmo y nihilismo serían categorías ontológicas ligadas indiso­lublemente a la postura espinosista.

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3. Harms observó en el último tercio del siglo XIX que “lo señalado por Ja­cobi como una falta de la filosofía –el fatalismo, el ateísmo, el nihilismo–, en eso consistió para Schopenhauer la esencia verdadera de la filosofía. Mucho antes que Schopenhauer, subrayó Jacobi el fatalismo, el ateísmo y el nihilismo como un déficit de filosofía, el cual proviene de su forma de demostrar. Pero fue Schopenhauer el que reconoció en esa falta la esencia de la filosofía”[11]. La ob­servación de Harms es atinada, porque el nihilismo es quizá –como indicó Ja­cobi– el punto final de una evolución necesaria del mero pensar discursivo[12], pero no es constitutivo de un pensamiento abierto a la riqueza de lo real a través de la intuición sensible y de la percepción espiritual.

Schopenhauer, para explicar su postura, estableció una dicotomía entre el mundo como “representación” y el mundo como “voluntad”, similar a la que hay entre lo accidental y lo esencial, entre lo contingente y lo necesario, o –en los propios términos kantianos preferidos por Schopenhauer– entre el fenómeno y la cosa en sí.

La individualidad humana es tan sólo la concentración de la cosa en sí en formas de espacio, tiempo y causalidad. Vivir es hacerse individual, revestirse de espacio y tiempo. Morir, en cambio, es perder la envoltura espacio-temporal, volver a lo esencial.

Esto significa que nuestra identidad con el mundo es mayor de lo que nor­malmente pensamos. En el capítulo 41 del libro II de El mundo como voluntad y como representación conecta esta idea con el problema del valor del principio de extranihilidad y hace suyas algunas tesis fundamentales combatidas por Ja­cobi medio siglo antes.

Para Schopenhauer, la esencia del mundo es voluntad; su fenómeno es nues­tra representación. La identidad de la voluntad con la esencia hace desaparecer, después de la muerte, toda diferencia entre la permanencia del mundo exterior y nuestra propia permanencia. Ambas continuidades se confunden en una misma y única permanencia; solo una ilusión las mantiene separadas. En esta indes­tructibilidad ontológica se basa el sentimiento de nuestra inmortalidad.

El elemento metafísico imperecedero y eterno del hombre no está, pues, en la inteligencia, sino en la voluntad, cuya naturaleza es completamente diversa y primaria (colocada fuera de las formas del fenómeno y del tiempo): es, por lo tanto, indestructible, mientras que la inteligencia es un fenómeno secundario, dependiente del cerebro, con el cual comienza y acaba. Aunque la vida se ex­tinga, el principio de la vida –la voluntad– subsiste eternamente.

Ahora bien, sólo si el hombre admite que su ser no ha tenido principio –o que es eterno, que no está sujeto al tiempo–, puede reconocerse indestructible. “Todo aquel que crea que ha sido creado de la nada, tiene que admitir también que se volverá a la nada, pues suponer que ha habido una eternidad durante la cual no existía y que en seguida ha comenzado una segunda eternidad, durante la cual no cesará de existir, es una concepción monstruosa. La razón más sólida de nuestra eternidad es la máxima: ex nihilo nihil fit et in nihilum nihil potest reverti”.

Además, el principio de extranihilidad conduce a la afirmación de que cuando se considera el nacimiento como el comienzo absoluto de la existencia del hombre, “hay que considerar también su muerte como un fin absoluto. En el mismo sentido, ambos, nacimiento y muerte, son lo que son; no se puede consi­derar al hombre inmortal si no se le tiene a la vez y en igual sentido por in­creado”. La muerte significa esencialmente lo mismo que el nacimiento: la misma línea prolongada en las dos direcciones. “Si el nacimiento fuese real­mente una creación de la nada, la muerte tendría que ser un retorno a la nada. Pero en realidad, la eternidad de nuestro propio ser es lo que hace posible que concibamos su permanencia, que no es, por tanto, temporal. La hipótesis de que el hombre ha sido creado de la nada conduce fatalmente a la de su fin absoluto”.

Y si bien el hombre es pasajero en cuanto fenómeno, su esencia íntima es in­destructible, aunque no podamos atribuirle la permanencia, porque excluye absolutamente toda razón de tiempo. “De este modo llegamos a la razón de una indestructibilidad que no es permanencia”.

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4. De esta postura de Schopenhauer partió Nietzsche para afirmar también que el fundamento de lo real es la voluntad. Esa voluntad encuentra algo que no puede dominar: el pasado; y por pasado debe entenderse todo aquello a lo que la voluntad se enfrenta sin haberlo elegido: los instintos mismos son así pasado. Por no poder dominar el pasado, la voluntad se venga, imaginándose un mundo de compensación o sustitución: el mundo de los fines y valores platónicos, reli­giosos, etc., configurados en todo tipo de providencialismo. Este orbe cons­truido sustitutivamente es nada, y en ello consiste el nihilismo, tanto antiguo como moderno.

Baste lo dicho para comprender el hilo anticreacionista que une grandes ja­lones de la filosofía moderna. El nihilismo es también la “muerte de Dios” como persona, como conciencia y como libertad infinitas.

El nihilismo completo elimina el lugar de los antiguos valores, dejando sólo un mundo que no es creado y que, por tanto, carece de origen y de fin; un mundo sin teleología, porque no ha habido un ser infinitamente inteligente que se la otorgue: “El mundo existe. No es una cosa que deviene; una cosa que pasa. O mejor dicho: deviene, pasa; pero no comenzó nunca a devenir, ni a pasar. Y como sus excrementos son su alimento, vive de sí mismo. La hipótesis de un mundo creado no debe preocuparnos por un solo momento”[13].

Desde esa posturano hay posibilidad de hablar de una creación de la nada[ex nihilo nihil fit], ni de la posibilidad de un retorno a la nada [in nihilo nihil postest reverti]. Dos puntos que plantea Santo Tomás claramente desde su Co­mentario a las Sentencias –luego en la Suma Teológica y en el tratado De Po­tentia–, y que resuelve claramente desde principios metafísicos que afectan al orden del ser y al orden del conocimiento[14].

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[1] Estudio introductorio a la traducción del libro de Tomás de Aquino y Pedro de Alvernia, Comentario al libro de Aristóteles sobre El cielo y el mundo, Eunsa, Pamplona, 2002 (número 34 de esta Colección). En dicho libro introduje también bastantes notas explicativas que considero necesarias para entender la cosmología y la cosmografía antigua y medieval.

[2] Acerca de las doctrinas antiguas y medievales sobre cosmología y cosmografía, cfr.: Oliva Blanchette, The perfection of the universe according to Aquinas: a teleological cosmology, Pennsylvania State University, Philadelphia, 1992. –Abraham P. Bos, On the elements: Aristotle’s early cosmology, Van Gorcum, Assen, 1973. –P. Choisnard, Saint Thomas et l’influence des astres, Alcan, París, 1926. –Pierre Maurice Marie Duhem, Le système du monde: histoire des doctrines cosmologiques de Platon a Copernic, 10 vols., 2ª ed., Hermann, París, 1958-1959. –Alexandre Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo Veintiuno, México, 1979. –P. J. Legrand, L’univers et l’homme dans la philosophie de S. Thomas. Ed. Universelle, Bruxelles, 1946. –Thomas Litt, Les corps célestes dans l’univers de saint Thomas d’Aquin, Béatrice-Nau­welaerts, París, 1963. –Gregor Maurach, Cœlum empyreum: Versuch einer Begriffgeschichte, Steiner, Wiesbaden, 1968. –Jean Pépin, Théologie cosmique et théologie chrétienne: (Ambroise, Exam. I 1, 1-4), P.U.F, París, 1964. –P. J. De Tonquédec, Questions de cosmologie et de physique chez Aristote et chez S. Thomas, Vrin, París, 1950. –J. Edward Wright, The early history of heaven, Oxford University Press, New York, 2000.

[3] Thomas Litt, Les corps célestes dans l’univers de saint Thomas d’Aquin, Béatrice-Nauwelaerts, París, 1963, pp. 371-372.

[4] Tomás de Aquino, In II Sent d1 q1 a2.

[5] Véase J. Cruz Cruz, Razones del corazón: Jacobi entre el romanticismo y el clasicismo, Eunsa, Pamplona, 1993.

[6] Jacobi, Werke, F. Roth / F. Köppen (eds.), Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1968, IV/1, pp. 87-88.

[7] B. Espinosa, Ethica (1677) I, prop. 15, schol.

[8] Jacobi, Werke, IV/1, p. 157.

[9] Jacobi, Werke, IV/1, pp. 172-173.

[10] Jacobi, Werke, IV/1, p. 199, p. 202. J. G. Fichte declaraba que la “aceptación de una creación” es un craso error [Grundirrtum], surgido de una “falsa metafísica” que viene del judaísmo. Afirmaba, con ello, que solamente la voluntad eterna que hay en nosotros es la “creadora del mundo”, en tanto que tiende hacia la moralidad. Cfr. J. G. Fichte, Die Anweisung zum seligen Leben, Sämmtliche Werke, editadas por I. H. Fichte (1854 ss.) V, p. 479.

[11] J. G. Harms, Über die Lehre Fr. H. Jacobis, Berlín, 1876, p. 3.

[12] G. Baum piensa lo contrario, en Vernunft und Erkenntnis. Die Philosophie F. H. Jacobis, H. Bouvier, Bonn, 1969, p. 36.

[13] No hay para Nietzsche posibilidad de hablar de una creación “ex nihilo”: Der Wille zur Macht, en Sämtliche Werke, vol. XII, Kroner, Leipzig, 1964, §§ 1062-1066.

[14] Sobre la esencia de la creación, según Tomás de Aquino, cfr.: J. F. Anderson, The Cause of Being: The Philosophy of Creation in St. Thomas, Herder, Saint Louis, 1952. –J. M. Artola, Creación y participación. La participación de la naturaleza divina en las criaturas según la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Publicaciones de la Institución Aquinas, Madrid, 1963. –K. Ballmer, Von der Natur zur Schöpfung: Thomismus und Goetheanismus, Gessner, Fornasella, Besazio, 1979. –R. E. Barron, A Study of the “De potentia” of Thomas Aquinas in Light of the Dogmatik of Paul Tillich: Creation as Discipleship, Mellen Research University Press, San Francisco, 1993. –B. Bartmann, Die Schöpfung, Paderborn, 1928. –D. B. Burrell, Freedom and Creation in the Abrahamic Traditions, Georgetown University Press, Washington, 1995. –E. Dubois, De exemplarismo divino, 4 vols., Roma, 1895. –L. Dümpelmann, Kreation als ontisch-ontologisches Verhältnis: zur Metaphysik der Schöpfungstheologie des Thomas von Aquin, Alber, Freiburg im Br., 1969.–E. Haible, Schöpfung und Heil: ein Vergleich zwischen Bultmann, Barth und Thomas, Matthias-Grünewald, Mainz, 1964. –R. Macongue, La création, París, 1924. –D. V. Mendis, Philosophy of Creation in St. Thomas Aquinas: Making God Intelligible to Non-Theists, Pontificia Universitas Urbaniana, Roma, 1994. –K. Obenauer, Thomistische Metaphysik und Trinitäts-Theologie: Sein, Geist, Gott, Dreifaltigkeit, Schöpfung, Gnade, Münster-Hamburg-London, 2000. –J. Pérez Guerrero, La creación como asimilación a Dios. Un estudio desde Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 1996. – P. Pesnelle, Le dogme de la création et la science contemporaine, Arras, 1881. –F. Prezioso, De Aristotelis creationismo, secundum S. Bonaventuram et secundum S. Thomas, Officium Libri Catholici, Roma, 1942. –E. Reinhardt, La “imago creationis” según Santo Tomás de Aquino, Facultad de Teología, Universidad de Navarra, Pamplona, 1985, pp. 381-466. –A. Rohner, Das Schöpfungsproblem bei Moses Maimonides, Albertus Magnus und Thomas von Aquin. Ein Beitrag zur Geschichte des Schöpfungsproblems im Mittelalter, Aschendorff, Münster in Westfalen, 1913. –K. L. Schmitz, The Gift – Creation, Marquette University Press, Milwaukee, 1982. –S. C. Selner Wright, The Metaphysics of Creation in Thomas Aquinas’ De potentia Dei, Catholic University of America, Washington, 1992. –P. Vallin, Le prochain comme tierce personne dans la Théologie de la création chez saint Thomas d’Aquin, Vrin, París, 2000. –J. M. Vernier, Théologie et métaphysique de la création chez saint Thomas d’Aquin, Téqui, París, 1995.