Pieter Brueghel el Viejo: “La torre de Babel” (1563). Es el símbolo del orgullo y la desmesura humana que quiere alcanzar lo más alto., una imagen que advierte del fracaso de la pura racionalidad que alienta a banqueros, ministros, clérigos, soldados y pensadores. Al final quedaron confundidos, sin poder entenderse entre sí,  y excluidos de un proyecto común.

Pieter Brueghel el Viejo: “La torre de Babel” (1563). Es el símbolo del orgullo y la desmesura humana que quiere alcanzar lo más alto: una imagen que advierte del fracaso de la pura racionalidad que alienta a  ministros, banqueros, clérigos, soldados y pensadores. Al final todos quedaron confundidos, sin poder entenderse entre sí, y excluidos de un proyecto común.

Perder el camino

Vico llama “corso” al camino que, partiendo de la inmediatez pura o prerreflexiva que el hombre guarda inicialmente con la realidad, en la forma poética o mítica, desemboca en el proceso racional y reflexivo que las sociedades avanzadas desarrollan en la filosofía, en la política, en la economía, etc.[1]

La conciencia mítica y poética es, para Vico, una estructura original del ser humano. Genéticamente, en la proyección histórica de la humanidad, expresa el primer sentido de la existencia comunitaria. Vico expulsa los prejuicios racionalistas de su tiempo y admite la conciencia mítica como un elemento de la existencia. Pero indudablemente no puede hacerlo renunciando a la razón, sino integrando razón e imaginación mítica en la trayectoria del hombre ha­cia la realidad y la verdad. Excluir la razón en be­neficio del mito, rechazar el mito en beneficio de la razón: he ahí dos extremos que evita. La alienación en el mito implica el regreso al primitivismo o primera barbarie; la alienación en la razón conlleva la esterilización y neutralización de los valores (la inhumanidad de una segunda barbarie, dice Vico).

La mente accede a la verdad y al designio divino según el grado evolutivo en que las facultades se or­ganizan. Pero la verdad es siempre una. Así, la hu­manidad primitiva, dotada de fuertes sentidos, de vastas fantasías y de raciocinio torpe, ve la verdad de manera proporcional a esa dote predominante­mente sensorial e imaginativa. La reflexión de la humanidad posterior posee la verdad conceptual, que es la forma abstracta y última que adopta la verdad, aunque al precio de alejarse de la lozanía de la pri­mera donación. La estructura subjetiva de la mente marcha desde la inadecuación primitiva de la inme­diatez sin reflexión a la inadecuación posterior de la reflexión sin espontaneidad. O como gusta decir Vico, la historia marcha de la barbarie del sentido a la barbarie de la reflexión.

En el orden genético de la humanización, en pri­mer lugar están las necesidades y las utilidades hu­manas; a continuación siguen las ideas humanas que se refieren a estas necesidades y utilidades; por úl­timo, surgen las expresiones de tales ideas, a saber, las lenguas. “El orden de las ideas debe proceder se­gún el orden de la cosas”. ¿Cuál es el orden de las cosas? Vico destaca un triple orden evolutivo: el psi­cológico, el social y el moral.

La reflexión, que es el vértice o la meta de la ci­vilización, realiza la situación óptima en que el hom­bre despliega su esencia, pero encierra también la condición del hombre caído y egoísta: y cuando el egoísmo es ayudado por la razón lleva a una rotunda degradación. El paso hacia una forma más perfecta de poseer la verdad no es necesariamente un pro­greso en seguridad y estabilidad de los valores. La posesión de la verdad se hace más frágil con el in­cremento de la conciencia reflexiva. Puede ocurrir incluso, por exceso de racionalización y pragma­tismo, un regreso: situación que Vico describe como una barbarie de la reflexión.

“No pudiendo ponerse siquiera dos de acuerdo so­bre un mismo asunto, por seguir todos su propio placer o capricho, llegan a hacer, con sus obstinadas facciones y desesperadas guerras civiles, selvas de las ciudades, y de las selvas cubiles de hombres. Así al cabo de muchos siglos de barbarie, llegan a arrui­nar las malvadas sutilezas de sus ingenios malicio­sos, que con la barbarie de la reflexión les habían convertido en fieras más crueles que las que habían sido con la barbarie del sentido”. [2]

Los tiempos de la segunda barbarie son, a juicio de Vico, peores que los de la anterior, pues yacen “en una oscuridad mayor aún que los de la primera barbarie”. El mundo y el hombre no son tan transparentes a la razón como la Ilustración moder­na proclama. De hecho, la ciencia no sólo no supri­me la opacidad de lo real, sino que proyecta un abrumador mundo de enigmas. Y es que el universo en que nuestra vida se despliega no es el que la ra­zón, replegada sobre sí, construye.

El conocimiento de la verdad y los valores es algo originario, y el principio de ese conocimiento es una luz intelectual, espiritual, que, en el hombre primi­tivo, opera iluminando la imaginación. Estas verda­des y estos valores, además, no son considerados por Vico como axiomas lógicos formales, afirmaciones vacías; su profundo sentido estriba en otorgar real fecundidad a la palabra y a la acción: manifiestan la intención originaria que anima nuestra vida.

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Retomar el camino

Cuando sobreviene la reflexión excluyente y el hombre rechaza la verdad, se corrompe la civiliza­ción y se disuelve el mundo social. Se ha cerrado el curso histórico (corso) del hombre, que va de la es­pontaneidad de los sentidos y la imaginación a la mediatez de la reflexión racional. Con el rechazo de la verdad, el estado social se deteriora y, con él, el uso civil de la razón, con sus maliciosas sutilezas.

Se trata de un retroceso de la humanidad, por el que ésta se encuentra en el comienzo y tiene que re-currir (ricorso), contando tan sólo con la esponta­neidad de la mente primitiva.

“Y debido a este retorno a la primera simplicidad del primer mundo de los pueblos, los hombres son religiosos, veraces y fieles; de este modo vuelven a ellos la piedad, la fe y la verdad, fundamentos natu­rales de la justicia, gracia y belleza del orden eterno de Dios”. [3]

La ley de los ricorsi nada tiene que ver con la ley del eterno retorno. No expresa una necesidad de que los hechos singulares se repitan, puesto que no es una ley que afecte a los contenidos, o sea, al eje de las abcisas de los hechos concretos, sino a la forma de la historia, es decir, al eje de ordenadas, que va de la espontaneidad a la reflexión. Hay re-curso cuando la mente (en su estructura subjetiva de sentidos, imagi­nación y razón) retoma el contacto inmediato y es­pontáneo con el designio divino. Los ricorsi se hacen necesarios tan pronto como la verdad llega a dise­carse en la escueta abstracción; el espíritu necesita entonces tocar la lozanía de lo implícito y virtual, sentir espontáneamente lo que antes dejó escleroti­zado el pensar, aunque ello acontezca al precio de una renovada infancia (o barbarie) de los sentidos. Lo permanente es aquí la participación en la verdad; lo cambiante en el retorno es el modo de esa partici­pación.

Vico no habría tenido nada que objetar a Bruns­chvicg cuando éste dice que “si no consiguiéramos poner un orden razonable en el mundo que nos ro­dea, no llegaríamos a ser, para nosotros mismos, se­res racionales”. Vico confiesa que la aparición de la reflexión racional da lugar a la época propiamente humana y perfecta. Pero la razón replegada sobre sí misma ha fabricado un hombre y una sociedad abs­tractos, es decir, de espaldas a la existencia concreta.

Por ello no es de extrañar que algunos filósofos contemporáneos postulen que el mito sea conside­rado como un medio de expresión más flexible que la doctrina filosófica, por su apertura a las influen­cias concretas del vivir humano, aunque exagerada­mente haya sido considerado el mito como la norma misma de la reflexión. “La misma conciencia de sí -afirma Gusdorf- reconoce su imagen más auténtica en las fórmulas míticas que le propone la cultura como otros tantos estilos de vida posibles […]. Lo vivido provee las exigencias esenciales. La reflexión interviene para revalidar los valores. Pero esas nor­mas son normas segundas respecto de las normas primeras de lo vivido”. Y concluye Gusdorf: “La conciencia mítica interviene como el hogar de las formas humanas, como el principio último de nues­tras afirmaciones […] Si la Mitología es una metafí­sica primera, la Metafísica debe ser entendida como una mitología segunda” (Mito y Metafísica, 1960, 205-206). La metafísica tendría una función subordinada al mito.

Pero cuando se admite que el mito tiene que ser criticado, purificado, se debe exigir también la nor­ma y el principio de la crítica, los cuales no pueden darse, a todas luces, en el nivel del mito. Lo deci­sivo es conocer aquello que justifique el veredicto de la razón. Pero en este punto surge inflexible el pro­blema crítico.

Paul Ricoeur estima que es más fácil comprender la realidad humana partiendo de símbolos míticos. Pero, ¿cuál sería entonces el criterio de verdad acerca del logro de esta empresa? ¿Será la razón, la explicación, el logos? ¿O será la imaginación, el sentimiento, el pathos? Si el logos es visto sólo como momento formal-objetivante -y es lo que hace Rico­eur-, los símbolos en general y los mitos en parti­cular serían el único lenguaje capaz de expresar el ser y la verdad. Los símbolos primarios, imagina­tivos, constituirían un lenguaje no sólo originario, sino también excluyente: abrirían el campo funda­mental de la experiencia; y la razón, la filosofía, vendría después, como el buho de Minerva, para ve­rificar el carácter insustituible y originario de ese lenguaje.

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La ruta hacia los verdaderos valores

Aunque Vico admite que los mitos y símbolos constituyen un lenguaje originario, prerreflexivo, a partir del cual reflexionamos, no se opone al poder expresivo y revelador de la razón, siempre que se lo comprenda incrustado en el movimiento de apertura de la inteligencia intuitiva. Se puede aceptar que los símbolos y los mitos revelan originariamente el ser y la verdad, si el mito es producido por una imagina­ción llevada por el movimiento del espíritu hacia la verdad. Por eso Vico no concluye que el lenguaje más abstracto de la razón yerre el camino del ser, o, por lo menos, que no lo presente con tanta o más se­guridad. La vivencia imaginativa se da en estado complejo y borbollante. Justamente la función de la razón -a lo largo de lo que Vico llama el “corso”- estriba en armonizar aquella vivencia, integrándola en una experiencia total. La expresión racional es así la clarificación de la vivencia, pues dispone de una luz espiritual de la que ésta carece.

Vico afirma que la verdad es una: pero incoada primeramente en la vivencia imaginativo-afectiva (en el mito), desplegada después en el juicio (en la filosofía). El paso del mito a la filosofía no es más que “el paso de la verdad poseída acríticamente a la misma verdad críticamente poseída”.

En los ricorsi comparecen los rasgos formales por los que de manera permanente se distinguen ciertas edades, mas no el contenido concreto, los eventos mismos. Lo decisivo en la historia es, según Vico, la índole irrepetible del hecho temporal, guiado como está por el designio o la intención divina. El re-curso atañe a la forma; los contenidos, en cambio, son in­finitos, tanto en el nivel sensible e imaginativo como en el reflexivo o racional.

 

NOTAS

[1]  Scienza Nuova, nn. 238-242.

[2] Scienza Nuova, n. 1106.

[3] Sciena Nuova, n. 1106.