La explicación “científica”
¿Cómo ha interpretado la historiografía el Descubrimiento de América por Colón?
Para responder a esta pregunta es preciso indicar que para muchos autores modernos fue el fruto de una deducción lógica que el navegante hizo, basado, de un lado, en el espejismo de la cosmografía medieval y, de otro lado, en testimonios que ciertos pilotos ya habrían hecho y que corrían por círculos marineros y académicos[1]. De hecho el fiscal de Su Majestad habría tenido una incierta noticia de que Colón, cuando llegó a Palos de Moguer, recibió la oferta de los servicios de Martín Pinzón, quien a su vez “había oído decir cómo navegando tras el sol por vía templada se hallarían grandes y ricas tierras”[2]. Nunca se supo quién podría ser ese “piloto anónimo”[3] que entró en la leyenda del Descubrimiento[4]. Se dijo, a partir de ahí, que Colón sólo habría vuelto a encontrar una ruta ya trazada[5]. En el siglo XVIII apareció la tesis, por ejemplo, con Humboldt, de que el mismo progreso humano, la fuerza teleológica de la razón, acabó tomando posesión del universo al descubrir América, sin necesidad de recurrir a poderes supraterrenales[6].
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La explicación “providencialista”
Mas, ¿qué significó el Descubrimiento para los protagonistas, hombres del siglo XVI? Habría sido obra de la divina providencia, que habría empujado finalmente el corazón del navegante para lanzarse a encontrar un mundo desconocido, las supuestas islas orientales, pues ni siquiera América era percibida como el continente que hoy conocemos.
En este último caso se decía que había una disposición anticipada o prevención divina que condujo a Colón al logro de un fin, que era América, un fin más admirable y muy superior al que imaginó. En el siglo XVI, desde los escritos de Las Casas[7], la empresa de Colón se vio en perspectiva providencialista, explicable desde una metahistoria que, pensada en clave teológica, se despliega entre la creación y el juicio final y queda marcada por los hitos del pecado original, de la encarnación y de la redención. Todo lo que acontece está fijado por la providencia. Esa solución teológica fue abrazada por Colón y por todos los españoles del siglo XVI. Hasta el hijo de Colón, Fernando, afirmó que el nombre de su padre, Christophoro, significa el “Portador de Cristo”, enviado para la salvación de las naciones indígenas. Gómara llegó a decir que “la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias”. La causa final del Descubrimiento no es, desde esta perspectiva, el poder de España, sino la consumación de la cristiandad[8].
Esta actitud teológica se eleva a profetismo escatológico en los franciscanos Toribio de Benavente, Bernardino de Sahagún y Jerónimo de Mendieta[9], convencidos de que la conversión del Nuevo Mundo marcaría el fin de los tiempos[10]. Hasta San Juan de Avila escribió que la conversión de los indios anunciaba la proximidad del juicio final. Tanto para Bartolomé de Las Casas como para José de Acosta[11], Colón era un elegido.
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Los hechos y los fines
Pero ocurrió que los “providencialistas” jamás negaron que, para iniciar la navegación hacia occidente, pudieran existir testimonios humanos, deducciones científicas de los geógrafos, o sea, motivos lógicos. No encontraban contradicción entre el hecho científico y el acto providencialista.
Carecía, en este caso, de importancia que un piloto anónimo entregara a Colón un secreto, o que un geógrafo avispado le hubiera indicado las razones para navegar en una dirección. Dice Las Casas: “Pudo ser que nuestro Señor lo uno y lo otro le trujese a las manos, como para efectuar obra tan soberana que, por medio de él, con la rectísima y eficacísima voluntad de su beneplácito determinaba hacer. Esto, al menos, me parece que sin alguna duda podemos creer: que, o por esta ocasión, o por las otras, o por parte de ellas, o por todas juntas, cuando él se determinó, tan cierto iba a descubrir lo que descubrió y hallar lo que halló, como si dentro de un cámara, con su propia llave, lo tuviera”. La llave podía tener varios dientes –unos científicos, otros culturales, otros económicos, otros políticos, otros casuales–, pero el destino exacto hacia la cerradura no dependía de ninguno de ellos.
Y así concluye Las Casas: “Porque la Providencia divina, cuando determina hacer alguna cosa, sabe bien aparejar los tiempos así como elige las personas, da las inclinaciones, acude con los adminículos, ofrece las ocasiones, quita eso mismo los impedimentos para que los efectos que pretende finalmente se hayan por sus causas segundas de producir”. En el mismo sentido se pronunció después el cronista Juan Suárez de Peralta[12].
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¿Providencia o progreso indefinido?
Años más tarde, en el siglo XVIII, empieza a difuminarse –mejor, a secularizarse– el concepto de providencia en la idea de un “progreso indefinido” de la humanidad, donde los avances científicos y técnicos del hombre ya no están gobernados por un orden providencial trascendental, sino por una fuerza interna, inmanente, a la razón humana.
Pero en el s. XVI, como muy bien dice Bataillon, no se podía reducir el Descubrimiento a términos estrechos o puntuales. Porque se trataba de un descubrimiento de hombres. “Y, si para la ciega codicia de los conquistadores de oro, los hombres no eran sino vil mano de obra, para quienes reflexionaban de acuerdo con la teología cristiana, para los evangelizadores y para los gobernantes que prestaban oído a sus consejos, para todos los clérigos y funcionarios en general, un gigantesco descubrimiento de hombres era un suceso lleno de sentido dentro de una historia providencial. La geografía, la historia y la metahistoria estaban indisolublemente unidas”[13]. Descubrimiento de unos hombres que estaban destinados a formar parte de la Ciudad de Dios, y no debían ser abandonados a otra suerte.
Así pensaban los hombres del siglo XVI, los del Siglo de Oro español, para quienes el descubrimiento del Nuevo mundo les concernía desde el punto de vista inmanente y trascendente.
[1] Podría incluirse en esta perspectiva la influencia de la doctrina de Aristóteles y de Séneca. Cfr. Charles Jourdain, “De l’influence d’Aristote et de ses interpretes sur la découverte du Nouveau Monde”, en Excursions historiques et philosophiques a travers le Moyen Âge, París, 1888.
[2] “Cuando fue el Almirante a descubrir el primer viaje, un Martín Alonso Pinzón tenía ya noticia de las Indias por cierta escritura que [vio] en Roma y quería irlas a descubrir”. Cfr. Pleitos de Colón (Colección de documentos inéditos relativos a Ultramar, t. VII, Madrid, 1892, p. 340; t. VIII, p. 126).
[3] Esta leyenda parece haber sido relatada por Oviedo, aunque la cita como de oídas (“Quieren algunos decir…”, “para mí yo lo tengo por falso”). Desde luego, no existe la menor huella escrita antes de Oviedo. Asimismo, la idea de que las tierras descubiertas eran “una nueva parte del mundo” se consigna ya en Oviedo, quien hace largos comentarios sobre la posición y distancia del Nuevo Mundo; y afirma que el descubrimiento de Colón hizo posible los otros, con el cual “ningún descubrimiento se puede comparar”. Cfr. Gonzalo Fernández de Oviedo (1478 -1557), Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano (1535, t. III). La inclusión de Américo Vespucio en esta perspectiva es “otra historia”: el papel desempeñado por Vespucio no fue decisivo para el Descubrimiento.
[4] Fue Francisco López de Gómara (1511-1566) quien más tarde consagró la leyenda del piloto anónimo, Historia general de las Indias (1552).
[5] El capítulo XIII Historia de Indias (1517) de Bartolomé de las Casas, lleva por título: “En el cual se contienen muchos y diversos indicios y señales de por diversas personas Cristóbal Colón era informado, que le hicieron certísimo de haber tierra en aqueste mar Océano hacia esta parte del Poniente”. Referencias sobre esta perspectiva “científica” pueden encontrarse en el libro de Enrique de Gandía, Historia de Cristóbal Colón. Análisis crítico de las fuentes documentales y de los problemas colombinos, Buenos Aires, 1942, 5ª ed. 1951.
[6] Sin embargo, los descubrimientos, tanto los iniciales como los sucesivos, no se emprendieron para ampliar el saber humano, sino para encontrar oro y perlas preciosas; por cuyo motivo estuvieron llenos de pleitos de poder y de intereses.
[7] Bartolomé de las Casas, Historia de Indias (1517).
[8] Marcel Bataillon, “L’idée de la découverte de l’Amerique chez les Espagnols du XVIe siècle”, Bulletin hispanique, nº 1, t. 55, 1953. Incluido en Dos concepciones de la tarea histórica, México, 1955, p. 47.
[9] Toribio de Benavente o Motolinía (1482-1569), Historia de los Indios de la Nueva España; Bernardino de Sahagún (1499-1590), Historia General de las cosas de Nueva España; Jerónimo de Mendieta (1525-1604), Historia Eclesiástica Indiana;
[10] J. L. Phelan, El reino milenario de los franciscanos en el Nuevo Mundo, México 1972; y J. A. Maravall, Utopía y reformismo en la España de los Austrias, Madrid 1982; G. Baudot, Utopía e Historia en México. Los primeros cronistas de la civilización mexicana (1520-1569), Madrid 1983; A. De Zaballa Beascoechea, Interpretaciones providencialistas de la Nueva España en el siglo XVI, Universidad del País Vasco, Vitoria 1990.
[11] José de Acosta (1540-1600), Historia natural y moral de las Indias (Sevilla 1590).
[12] “La guerra que se hizo a los indios fue toda hecha por Dios, y Él la favoreció, por el bien y remedio de aquellas almas, que los cristianos, a lo menos en la Nueva España, no fueran parte, los que fueron, para conquistar y pacificar aquella tierra, si Dios no mostrara su voluntad con milagro, que lo fue grandísimo vencer tan poca gente a tanta multitud de indios como había y muchos lugares muy fuertes; sino que, como he dicho, fue Dios servido, y así lo entendieron los cristianos”. Juan Suárez de Peralta (1537-1589), Tratado del descubrimiento de las Indias (Noticias históricas de Nueva España). Obra publicada tres siglos después de su muerte, en 1878; otra edición posterior en México, 1949, cap. 4, p. 20.
[13] Marcel Bataillon, “L’idée de la découverte de l’Amerique chez les Espagnols du XVIe siècle”, Bulletin hispanique, nº 1, t. 55, 1953. Incluido en Dos concepciones de la tarea histórica, México, 1955, p. 54.
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