Ideología y utopía
La reacción antiidealista del siglo XIX no fue, en modo alguno, un rompimiento con el principio de absoluta afirmación antropocéntrica. El método de las ciencias modernas ofrecía un estímulo para refugiarse en una fluctuante actitud antimetafísica, cómoda en muchos aspectos. Por otra parte, los fenómenos de masas unidos a la creciente industrialización originaban problemas sociales, económicos y políticos de gran magnitud. A la actitud filosófica, oscilantemente antimetafísica, volcada a la solución de estos problemas socio-económicos, se le llamó positivismo social o socialismo positivista, cuyos inspiradores fueron Saint-Simon, Fourier y Proudhon; su máximo exponente fue Comte. Para todos ellos, los fenómenos sociales debían de ser tratados como los acontecimientos físicos: hasta ese punto primaba el poder del método científico-positivo.
La doctrina social de estos autores ofrece contenidos que ya fueron conocidos por pensadores antiguos incluso, como la comunidad de bienes y la supresión de la propiedad privada. Pero se presentan ahora bajo el apremio de la sociedad industrial, de las grandes masas obreras, sometidas a una larga e insegura jornada laboral. El liberalismo económico, enfundado en la gran revolución industrial de finales del s. XVIII, llevó a la proletarización o empobrecimiento de muchedumbres ciudadanas. La moral que mantiene y empuja la empresa de justicia está regida por la ley del progreso, en virtud del cual la sociedad entera marcha hacia una futura felicidad perfecta y justa. Pues bien, a una sociedad ideal sin taras y sin clases, similar a la preconizada por los filántropos decimonónicos, ciudad realizada en la comunidad de bienes, llamó Tomás Moro, en el siglo XVI, «utopía».
La palabra «utopía» puede significar bien «lugar inexistente», bien «lugar feliz», según se interprete su etimología. El término fue utilizado por Tomás Moro en 1516 para designar la isla imaginaria en la cual se da el Estado perfecto. De aquí vino a significar toda concepción de orden práctico (ético, político, religioso) que propone un arquetipo de cosas morales y sociales, un ideal de armonía o justicia. La utopía presenta un aspecto positivo: su imagen centrada en el afán de concordia y justicia. Su aspecto negativo es la actitud crítica y recusante de los ideales vigentes, del ser actual del mundo humano, en el que impera el desorden y el sufrimiento.
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Utopías conjeturales y utopías dogmáticas
El Renacimiento fue la época en que con más vigor surgió la literatura utópica. Junto a las obras clásicas de Moro (1516) y Campanella (1611-20) cabe citar la Ciudad Cristiana de J. Val Andreae (1619), la Nova Atlantis de Fr. Bacon (1626) y The Commonwealth of Oceana de J. Harrington (1656). A estas imágenes y estructuras mentales que a lo sumo estaban movidas por un vago deseo de efectividad, pero que permanecían fluctuando en el mundo de la ilusión y del ensueño, sólo cabe llamar «utopías conjeturales». Tales utopías, es cierto, cumplen la función positiva de incitar y estimular.
El esquema más o menos fingido de las utopías conjeturales se justifica en cierto modo. Lo decisivo son los proyectos mentales e imaginativos que llevan consigo el deseo imperioso de hacerse efectivos, de irrumpir inexorablemente en la realidad. Tratamos entonces con utopías dogmáticas, a cuyo análisis dedicamos estas reflexiones. Las llamaremos sin más «utopías».
Según Mannheim, podemos llamar «utópica» a la mentalidad que está en contradicción con la realidad presente, porque se orienta hacia objetos que no existen en una situación real. Ahora bien, para Mannheim no es «utópico» todavía el estado de la conciencia que contrasta simplemente con la realidad inmediata, transcendiéndola y situándose fuera de ella. Sólo es utópica la orientación que, rebasando la realidad y la experiencia, se traduce en la práctica como un factor que rompe el orden establecido. Esto quiere decir, para Mannheim, que hay dos tipos de mentalidades que transcienden la experiencia y la realidad: la ideología y la utopía. La primera, orientada hacia objetos que son extraños a la vida efectiva y a sus fines inmediatos o presentes, sólo sobrepasa la existencia actual, en la medida en que concurre a consolidar el orden de cosas existentes. Tienen, pues, las ideologías una transcendencia en cierto modo «cómoda», ya que, lejos de despertar una actitud hostil por parte de los que rigen un orden social, vienen a ser mimadas y sostenidas mientras sirven a los fines del poder. Son algo así como explosivos sin mecha, pues no ofrecen posibilidades revolucionarias. Sólo cuando esas ideas transcendentes penetran en las aspiraciones concretas de un hombre o de un pueblo y entran en vías de realización, asumiendo una función transformadora o revolucionaria, la ideología se transmuta en «utopía»[1].
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Pesimismo y optimismo
Ahora bien, esta primera caracterización de la utopía, hecha al filo del planteamiento de Mannheim, es todavía insuficiente. Todos los movimientos utópicos expresan insatisfacción o descontento con la situación presente, con los males del mundo, entre los que hay que contar el esfuerzo del trabajo, la enfermedad, los deseos insatisfechos y la muerte. Este sentimiento irritado toma la forma de un pesimismo cósmico, según el cual sólo la mala organización de la existencia en el mundo es causa de los males padecidos. El orden de la existencia no es bueno en sí mismo, ni desde el punto de vista ontológico, ni desde el punto de vista ético-social. Este pesimismo cósmico no desemboca en la parálisis, porque paradójicamente va indisolublemente unido a un optimismo antropológico, o sea, a la convicción de que el hombre es bueno ontológica y moralmente. Por lo tanto, el hombre se libera de los males en la medida en que transforma el mundo. Los movimientos utópicos están empeñados en un proceso ontológico de transformación del mundo; por él quedará abolida la estructuración de la existencia, antaño considerada como pendiente del ser divino. La fórmula por la que se consigue dicha transformación, o sea, el conocimiento que sirve para cambiar el orden de la existencia, es precisamente la utopía.
Se puede apreciar que la utopía es difícilmente compatible con la tesis cristiana de que el mundo seguirá en la historia tal como es y que la liberación del hombre tendrá lugar en la muerte por una transposición que el hombre mismo no puede efectuar. La escatología religiosa y la utopía son las dos imágenes que, como afirma F.L. Polak, siendo hostiles entre sí, se reparten hoy en occidente[2].
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Utopía, secularización de la escatología
Escatología significa «consumación de la creación», mediante una transposición a una vida perfecta, por un acto decisivo que viene no de la voluntad humana, sino de arriba, de la divina. Se trata de un paso que la vida humana experimenta de lo temporal a lo intemporal y eterno. Este tránsito no puede ser efectuado por las fuerzas de un ser histórico, como el hombre, sino por la energía suprahistórica divina. Así, toda la historia humana tiende hacia el momento de transposición, como hacia una meta salvadora. Con la transposición también se da un «final» del curso de lo que se va a transponer. Quiere esto decir que el final de la historia no coincide con el fin de ella. El final de la historia es un acabamiento, el último estado antes de la transposición; en cuanto último, es catastrófico: ya no habrá más tiempo. Mas este final intrahistórico está separado del fin, de la meta, de la realización del sentido de la historia, consistente en la transposición que desde fuera adviene al ser temporal. Aunque haya catástrofe, no todo estará perdido.
La utopía elimina el fin suprahistórico del ser temporal; y suprime también el final catastrófico de éste. No obstante, opera una curiosa metamorfosis: mantiene la estructura de la «transposición», del tránsito, del paso a un mundo nuevo. El polo estructural del final catastrófico es retrotraído al presente histórico, de modo que la ordenación ontológica y moral del mundo aparece como actualmente mala. El polo estructural del fin o de la meta es desplazado horizontalmente en el sentido del tiempo terreno: habrá una nueva tierra mediante el dominio de las fuerzas naturales y la reorganización de esta existencia mundana. La historia queda sin misterio: su sentido último está ya comprendido de antemano. Su figura es la utopía.
Según Martin Buber, la fuerza de la escatología es la que, al secularizarse, se transforma modernamente en utopía. Para él hay dos formas fundamentales de escatología: con términos que no son de Buber, pueden llamarse libertaria y necesitante. La escatología libertaria se cumple si media la fuerza de resolución del hombre a quien se dirige; en cambio, la necesitante adviene como un proceso fijado desde la eternidad en sus fechas y plazos. El hombre cumple en la segunda un papel pasivo o instrumental; allí un papel activo y preparador. La forma libertaria de escatología secularizada refluye en los llamados «pensadores utópicos» del siglo XIX (Saint-Simon, Enfantin, Owen, Fourier, Blanc, Weitling); la forma necesitante, en cambio, operó especialmente en el «marxismo».
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Los socialistas utópicos
Los llamados socialistas utópicos escriben mientras ocurren las luchas de clases en el siglo XIX. Basándose en la idea de la personalidad humana libre y adoptando los puntos de vista de la justicia y de la compasión, proyectan transformar el orden existente, especialmente el social. Intentan, pues, superar las escisiones y las dificultades inherentes a las luchas civiles que vivieron, mediante reformas totalitarias de la sociedad, según principios y leyes determinados que pensaban haber descubierto[3].
Ch. Fourier, en su Théorie des quatre Mouvements (1808) concibe unas leyes determinadas de la vida social, mediante las cuales funda un sistema de «armonía universal»; especialmente importante es la llamada ley de asociación. Buscó incluso un filántropo que le financiara la instalación de su sociedad, a la que llamó falansterio, célula y modelo de la última fase del progreso humano. Pero su aplicación en Francia y América fue un completo fracaso. También R. Owen pretendió reformar la sociedad mediante la supresión de la familia, de la propiedad privada y del dinero como instrumento de cambio, imponiendo bonos de trabajo (según las horas empleadas) para adquirir subsistencias. Owen, que murió en 1858, intentó su proyecto en New-Lamark, asistiendo también a su descalabro. Lo perdurable en la obra de Owen es la construcción del movimiento cooperativo. Por otro lado, E. Cabet, en su Voyage en Icarie (1842), pretende abolir la propiedad privada y exigir a cada individuo según sus capacidades, para retribuirle asimismo según sus necesidades. El más angelical de los pensadores utópicos es posiblemente H. de Saint-Simon, quien, de un lado, exalta el industrialismo y, de otro lado, se interesa por las clases pobres. Teniendo en cuenta ambos aspectos, desea construir un «nuevo cristianismo» fundado en una ética social, a la cual esperaba convertir, mediante la propaganda y el diálogo, a las clases ricas; éstas acabarían reconociendo las ventajas que la nueva situación deparaba. Entre los pensadores utópicos tendríamos que incluir a W. Weitling, quien en 1884 escribió su Evangelio de los pobres pecadores[4].
La importancia de estos movimientos reside en el lado negativo de sus doctrinas, o sea, en la crítica áspera y profunda de los defectos de la sociedad y de sus circunstancias. En cambio, sus tesis positivas sobre la sociedad futura y sus ideales de armonía y solidaridad perdieron valor a medida que el desarrollo histórico de la sociedad dejó a los utopistas en una posición cercana a las tendencias conservadoras. A juicio de Karl Marx, tales pensadores no fueron suficientemente críticos y profundos; proponían mudar las estructuras sociales y políticas existentes sin fundamentarse sobre un análisis científico de la realidad. Este análisis, según Marx, debería de haber destacado dos hechos: el papel decisivo que históricamente ha asumido el proletariado y la función social de la lucha de clases. Marx utiliza, no obstante, benévolamente el término «utopía» cuando lo aplica a los socialistas utópicos, los cuales serían tales por la inmadurez de su época (Saint-Simon, Fourier, etc.). En cambio, utiliza de manera negativa este término cuando designa con él a los teóricos sociales que continuaron extrayendo de su propio cerebro elementos que ya entonces, dado el desarrollo de las condiciones económicas, quedaban, según Marx, superados por la misma realidad social de su tiempo. La utopía se convertiría en el arma más poderosa de la lucha del marxismo contra el socialismo no-marxista: la acción social del pensador utópico quedaba desacreditada como inútil y no científica. Los socialistas utópicos sólo habrían intentado que la sociedad desquiciada volviera a su lugar mediante la rectificación de la razón y de la voluntad humanas, en vez de hacer patente lo que se había preparado ya dialécticamente por las condiciones de producción.
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La utopía marxista.
Pero también califica Buber al marxismo de utópico: justo porque éste propone un socialismo que no adviene desde la fuerza de la voluntad del hombre, sino necesariamente: «lo único que pide es que se ejecute lo necesario para la revolución». Buber destaca atinadamente que «la fe en el camino de la humanidad a través del error hasta su superación adopta en Marx la forma de la dialéctica hegeliana cuando se sirve de una investigación científica de los procesos de producción; mas la visión de las revoluciones venideras lo mismo que de las pasadas, en «la cadena de la necesidad absoluta», como dice Hegel, no la tomó de éste. La actitud fundamental apocalíptica de Marx es más pura y más intensa que la de Hegel, que carece de un genuino impulso hacia el futuro […]. El punto en que el ímpetu apocaliptico-utópico de Marx se desencadena y convierte todo concepto económico y científico en pura utopía, es cuando habla de la transformación de todas las cosas que seguirá a la revolución social»[5]. Ralf Dahrendorf llega incluso a indicar una doble utopía en Marx: «Una es la utopía de la primera sociedad humana, el mundo fabuloso de los tiempos antiguos, en el que el hombre, todavía no alienado, tampoco estaba historizado. Aquí se encuentran ya las raíces del moderno pesimismo cultural marxista, que enlaza sobre todo con las primeras obras de Marx. Más importante, empero, es la otra utopía, la de la sociedad final. Marx traza solamente un esbozo de esta imagen y lo hace con una cierta vacilación; pero está fuera de discusión que se ha dejado guiar por ella»[6].
[1] Karl Mannheim, Ideología y Utopía, 268 y 281.
[2] Fred L. Polak, The image of the future, 13.
[3] Martin Buber, Caminos de utopía, 20-21.
[4] Para una visión panorámica de los distintos pensadores utópicos, con selección de textos originales, son útiles, entre otras, las obras de Massimo Baldini, Arhelm Neussus y Jean Servier, donde se cita abundante bibliografía.
[5] Martin Buber, Caminos de utopía, 20.
[6] Ralf Dahrendorf, Uscire dell’ utopia, 24.
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