Nuestro mundo es de signos
Decimos que la cara es el espejo del alma. La mirada vuela calladamente desde el rostro hacia la hondón invisible del ser humano: se deja guiar por un signo. Incluso el mundo que nos rodea es un depósito inagotable de elementos que nos llevan a conocer algo distinto de ellos mismos: esos elementos son los signos. Nuestro quehacer cotidiano es un trajín ininterrumpido del signo a lo designado. Por ejemplo, quien conduce por carretera es asaltado por una falange de signos o señales: algunos convencionales, como el disco rojo, signo de paso cortado, o el tenedor, signo de un restaurante; otros naturales, como el humo, signo de un fuego; la huella, signo de un ciervo, etc. Y nuestra vida en el mundo es una comprensión de signos, una interpretación constante: a veces rápida e intuitiva, como la que va del gesto del amigo a su estado de ánimo; a veces, discursiva y lenta, como la que progresa desde el fenómeno sensible a la fórmula físico-matemática. Por sus actos los conoceréis, dice el adagio popular: viendo lo que un hombre hace, advertimos su talento, su porte moral y lo que es capaz de hacer. Por el signo, además, progresamos en nuestra conciencia y tomamos posesión de nosotros mismos. Lo único que necesitamos es que los órganos de la comprensión estén abiertos, disponibles, afinados. Si quedan despejados, enseguida nos ponen en marcha, llevándonos del signo a lo designado.
*
Los sentidos, puertas de la mente
Cuando los órganos sensibles están cerrados –como en el caso de ese triple confinamiento del individuo que simultáneamente es sordo, mudo y ciego–, cuando el alma ha quedado fieramente encarcelada, el hombre reposa en un estado infantil de atontamiento, sin dominio de sí mismo, sin vías de educación y adiestramiento. Aunque en su entorno haya signos, estos no encuentran en el sujeto medios de relación y comunicación por los que transitar. De posible cosmopolita, el hombre acaba en un mísero reducto tenebroso.
Si ese sujeto aprisionado conserva todavía siquiera el tacto, tiene una posible vía de liberación. Varios libros se hicieron eco, hace ya tiempo, de célebres casos de almas en prisión –recordando, por ejemplo, lo sucedido con Helen Keller en Estados Unidos, con Lydwine Lachance en Canadá y con Marie Heurtin en Francia–. Estas almas encarceladas aprendieron a identificar cosas, por ejemplo, si se les hacía en las manos el signo del objeto deseado. Palpando, repitiendo el mismo movimiento, quitándole y devolviéndole el objeto, llegaron a pedir por medio de gestos apropiados lo que apetecían. Los movimientos agitados y desordenados que predominaban en un principio quedaron controlados: esos movimientos corporales se transformaron en signos.
A estos gestos naturales se les fue añadiendo señales convencionales alfabéticas; y a los sujetos se les enseñaba su equivalencia con los primeros. Ayudados solamente por sensaciones táctiles, prontamente aprendieron el alfabeto dactilológico y el Braille. A través del dominio de signos su inteligencia se ampliaba, llegando a ganar ideas abstractas, certezas esenciales, sentimientos estéticos, verdades morales. Comenzando por el lenguaje táctil de las manos, de modo repentino y veloz fueron descubriendo el lenguaje. La causa de este destello es el signo mismo. Pero su naturaleza y fundamento está en el acto que forja el signo: un acto de índole supramaterial, suprasensible, universalizable.
En las almas encarceladas el gesto táctil y el movimiento de las manos están ligados a un objeto, lo sustituyen, con el fin de que el sujeto aprisionado reconozca ese enlace, lo haga suyo y lo utilice. Porque, en este caso, el signo no es otra cosa que ese gesto que indica algo distinto de sí mismo. Cuando el alma aprisionada reconoce en una determinada posición de las manos un objeto deseado, ya está formándose una idea de él y de su utilidad. El gesto sustituye al objeto, lo reemplaza y revela el deseo de poseerlo: representa algo distinto del gesto mismo y distinto también del sujeto, de lo exterior y lo interior, opuestos y a la vez unidos. Tomando conciencia del mundo exterior, el sujeto aprisionado va tomando también conciencia de su mundo interior, de sí mismo.
*
Los signos en el animal y en el hombre
También los animales utilizan signos. Por ejemplo, las abejas y las hormigas emiten señales, signos. Pero su alcance se limita al espacio y al tiempo concretos de sus propias necesidades e inclinaciones: queda invariablemente ligado a un objeto determinado o a una cierta operación. En el hombre, el sentido de los movimientos y los gestos se despega de la corporalidad: estos se objetivan y se presentan dentro de un cuadro universal; los signos humanos se extienden a una infinidad de cosas. Y un mismo signo puede ser utilizado con diversas modulaciones teóricas o prácticas –como mandato, deseo, suposición–. Lo que se ofrece puede ser elevado a una nueva y más general comprensión. El signo se hace inagotablemente disponible: pues ha quedado invadido intrínsecamente por una inteligencia que se mueve en la atmósfera de lo universal y necesario. El sonido, por ejemplo, se hace constitutivamente signo –palabra vocal–, notado como tal por el hombre, y evoca en él las cosas que significa. De esta notación reflexiva del signo no es capaz el animal, el cual no detiene su intención sobre sus sentimientos. En cierto modo, el signo es verdaderamente tal cuando manifiesta la autonomía o libertad de disposición del sujeto frente al orden sensible y meramente biológico en que se inscribe: cuando el sujeto no queda englutido en el significado. El acto de significar manifiesta la libertad trascendental del sujeto, la situación de apertura y desligamiento en que se halla frente a sus necesidades.
*
La esencia del signo
El signo se produce cuando un elemento material –que puede ser un movimiento corporal o un rasgo sensible– queda penetrado de una intención y un sentido, haciéndose así expresivo. A través del signo, el hombre establece la relación entre sujeto y objeto, entre el cognoscente y lo conocido; y esa separación consciente de sujeto y objeto es una función mental que no la puede ejercer el animal, puesto que éste no se libera jamás del interés inmediato. Bajo la intención de conocer el objeto como tal, el sujeto se reconoce a sí mismo como tal. Si en el ser infinito no cabe el desdoblamiento de sujeto y objeto –porque su conocimiento es posesión absoluta e interiorizada de lo conocido– y por lo tanto tampoco cabe atribuirle la invención de signos, en cambio, definir al hombre como animal racional equivale a distinguirlo como un ser que es autor de signos a través de su condición sensible. Pero el signo no es el conocimiento mismo. El cometido del signo se agota en ser pura transparencia: remite al designado dejando que la inteligencia, mediante su actividad inmanente, conozca lo real mismo. No en balde los autores aristotélicos determinaron la índole del signo intelectual como un espejo, medio en el que se conoce lo real (medium in quo). Sin el signo no hay conocimiento.
Una atenta consideración del signo en las almas en prisión corrobora la doctrina de que en nosotros, los signos son sensibles, porque nuestro conocimiento, que es discursivo, tiene su origen en los sentidos.
*
Nombrar y establecer signos
Nos referimos aquí al signo que utilizan normalmente los hombres. El nombre de «signo» ha sido impuesto para indicarnos algo manifiesto que lleva al conocimiento de lo oculto; y, puesto que solamente las cosas sensibles nos son manifiestas directamente, pues todo nuestro conocimiento tiene su nacimiento en el sentido, por eso precisamente solos los signos sensibles son propiamente signos, si atendemos a su denominación primera. Pero el uso hizo que generalmente –pero con toda propiedad–, se llame signo a cualquier cosa que, de manera elíptica y con poder de subordinación, representa otra cosa distinta de él; y en esto consiste la esencia del signo. Incluso para que las realidades espirituales lleven al conocimiento de otra cosa, deben antes dársenos a conocer a través de lo sensible, del que todo nuestro conocimiento tiene su origen. Ahora bien, esencialmente las realidades espirituales no conducen al conocimiento del significado por las cosas sensibles como tales, sino por la relación y subordinación respecto al designado.
*
Los signos nos llevan a la realidad
Esta reflexión sobre la índole de signo nos ayuda a comprender algo muy importante: que el signo debe ser más conocido que el designado, pero esto es condición del signo, no su índole formal y esencial. Para que el signo lleve al conocimiento del designado se requieren dos condiciones: el conocimiento del signo –o que se nos dé a conocer– y la relación con el designado; lo primero se exige como presupuesto y condición; lo segundo, de manera esencial y formal.
Deja una respuesta