Ciego, Brueghel

Pieter Brueghel, el Viejo: Detalle del cuadro «Los ciegos» (1568). El personaje se deja guiar por los signos que le proporcionan el tacto y el oído.

Nuestro mundo es de signos

Decimos que la cara es el espejo del alma. La mirada vuela calladamente desde el ros­tro hacia la hondón invisible del ser humano: se deja guiar por un signo. Incluso el mundo que nos rodea es un depósito inagotable de elementos que nos llevan a conocer algo distinto de ellos mismos: esos elementos son los signos. Nuestro quehacer cotidiano es un trajín ininterrumpido del signo a lo designado. Por ejemplo, quien conduce por carre­tera es asaltado por una fa­lange de signos o señales: algunos convencionales, como el disco rojo, signo de paso cortado, o el tenedor, signo de un restau­ran­te; otros natura­les, como el humo, signo de un fuego; la huella, signo de un ciervo, etc. Y nuestra vida en el mundo es una comprensión de signos, una interpretación constante: a veces rápida e intuitiva, como la que va del gesto del amigo a su estado de ánimo; a veces, discursiva y lenta, como la que pro­gresa desde el fenómeno sensible a la fórmula físico-matemática.  Por sus actos los conoceréis, dice el adagio popular: viendo lo que un hombre hace, ad­vertimos su talento, su porte moral y lo que es capaz de hacer. Por el signo, además, progresamos en nuestra conciencia y tomamos posesión de noso­tros mismos. Lo único que necesitamos es que los órganos de la compren­sión estén abiertos, disponi­bles, afinados. Si quedan despejados, ense­guida nos ponen en marcha, lle­vándonos del signo a lo designado.

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Los sentidos, puertas de la mente

Cuando los órganos sen­sibles están cerrados –como en el caso de ese tri­ple confinamiento del indivi­duo que simultáneamente es sordo, mudo y cie­go–, cuando el alma ha queda­do fieramente encarcelada, el hombre reposa en un estado infantil de atonta­mien­to, sin dominio de sí mismo, sin vías de edu­ca­ción y adiestramiento. Aun­que en su entorno haya signos, estos no en­cuen­tran en el sujeto medios de relación y comunicación por los que transi­tar. De posible cosmopolita, el hombre acaba en un mísero reducto tene­bro­so.

Si ese sujeto aprisionado conserva todavía siquiera el tacto, tiene una po­si­ble vía de liberación. Varios libros se hicieron eco, hace ya tiempo, de céle­bres casos de almas en prisión –recordando, por ejemplo, lo sucedido con Helen Keller en Estados Unidos, con Lydwine Lachance en Canadá y con Marie Heurtin en Francia–. Estas almas encarceladas aprendieron a identi­fi­car cosas, por ejemplo, si se les hacía en las manos el signo del ob­jeto de­se­ado. Palpando, repitiendo el mismo movimiento, quitándole y de­volvién­dole el objeto, llegaron a pedir por medio de gestos apropiados lo que ape­tecían. Los movimientos agitados y desordenados que predomina­ban en un prin­ci­pio quedaron controlados: esos movimientos corporales se trans­for­maron en signos.

A estos gestos naturales se les fue añadiendo señales con­vencionales al­fabéticas; y a los sujetos se les enseñaba su equivalencia con los prime­ros. Ayudados solamente por sensaciones táctiles, prontamente aprendie­ron el alfabeto dactilológico y el Braille. A través del dominio de signos su inteli­gen­cia se ampliaba, llegando a ga­nar ideas abstractas, certezas esenciales, sentimientos estéticos, verdades morales. Comenzando por el lenguaje táctil de las manos, de modo repentino y veloz fueron descubriendo el len­guaje. La causa de este destello es el signo mismo. Pero su naturaleza y fundamento está en el acto que forja el signo: un acto de índole suprama­terial, suprasen­sible, universalizable.

En las almas encarceladas el gesto táctil y el movimiento de las manos es­tán li­gados a un objeto, lo sustituyen, con el fin de que el sujeto aprisio­nado reco­nozca ese enlace, lo haga suyo y lo utilice. Porque, en este caso, el signo no es otra cosa que ese gesto que indica algo distinto de sí mismo. Cuando el alma aprisionada reconoce en una determinada posición de las manos un ob­jeto deseado, ya está formándose una idea de él y de su utili­dad. El gesto sus­tituye al objeto, lo reemplaza y revela el deseo de po­seerlo: representa algo distinto del gesto mismo y distinto también del su­jeto, de lo exterior y lo interior, opuestos y a la vez unidos. Tomando con­ciencia del mundo exte­rior, el sujeto aprisionado va tomando también con­ciencia de su mundo inte­rior, de sí mismo.

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Los signos en el animal y en el hombre

También los animales utilizan signos. Por ejemplo, las abejas y las hor­mi­gas emiten señales, signos. Pero su alcance se limita al espacio y al tiempo concretos de sus propias necesidades e inclinaciones: queda inva­riablemente ligado a un objeto determinado o a una cierta operación. En el hombre, el sentido de los movimientos y los gestos se despega de la corpo­ralidad: estos se objeti­van y se presentan dentro de un cuadro universal; los signos huma­nos se extien­den a una infinidad de cosas. Y un mismo signo puede ser utili­zado con di­versas modulaciones teóricas o prácticas –como mandato, deseo, suposi­ción–. Lo que se ofrece puede ser elevado a una nueva y más general comprensión. El signo se hace ina­gotablemente disponible: pues ha quedado invadido intrínsecamente por una inteligencia  que se mueve en la atmósfera de lo universal y necesario. El sonido, por ejemplo, se hace consti­tutivamente signo –palabra vocal–, notado como tal por el hombre, y evoca en él las cosas que significa. De esta notación reflexiva del signo no es capaz el animal, el cual no detiene su intención sobre sus sentimientos. En cierto modo, el signo es verdadera­mente tal cuando manifiesta la autonomía o liber­tad de disposición del sujeto frente al orden sensible y meramente bio­lógico en que se inscribe: cuando el sujeto no queda englutido en el signifi­cado. El acto de significar manifiesta la libertad trascendental del sujeto, la situación de apertura y desligamiento en que se halla frente a sus necesida­des.

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La esencia del signo

El signo se produce cuando un elemento material –que puede ser un mo­vimiento corporal o un rasgo sensible– queda penetrado de una intención y un sentido, haciéndose así expresivo. A través del signo, el hombre esta­blece la relación entre sujeto y objeto, entre el cognoscente y lo conocido; y esa separación consciente de sujeto y objeto es una función mental que no la puede ejercer el animal, puesto que éste no se libera jamás del interés in­me­diato. Bajo la intención de conocer el objeto como tal, el sujeto se reco­noce a sí mismo como tal. Si en el ser infinito no cabe el desdoblamiento de sujeto y objeto –porque su conocimiento es posesión absoluta e interiori­zada de lo conocido– y por lo tanto tampoco cabe atribuirle la invención de signos, en cambio, definir al hombre como animal racional equivale a distinguirlo como un ser que es autor de signos a través de su condición sensible. Pero el signo no es el conocimiento mismo. El cometido del signo se agota en ser pura transparencia: remite al designado dejando que la in­teligencia, mediante su actividad inmanente, conozca lo real mismo. No en balde los autores aristo­télicos determinaron la índole del signo intelectual como un espejo, medio en el que se conoce lo real (medium in quo). Sin el signo no hay cono­cimiento.

Una atenta consideración del signo en las almas en prisión corrobora la doc­trina de que en nosotros, los signos son sensibles, porque nuestro co­nocimiento, que es discursivo, tiene su origen en los sentidos.

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Nombrar y establecer signos

Nos referimos aquí al signo que utilizan normalmente los hombres. El nombre de «signo»  ha sido im­puesto para in­dicarnos algo manifiesto que lleva al conocimiento de lo oculto; y, puesto que solamente las cosas sensibles nos son manifiestas di­rectamente, pues todo nues­tro conocimiento tiene su nacimiento en el sen­tido, por eso preci­samente solos los signos sensibles son propiamente sig­nos, si atendemos a su denominación primera. Pero el uso hizo que general­mente –pero con toda propiedad–, se llame signo a cualquier cosa que, de manera elíptica y con poder de subordina­ción, representa otra cosa distinta de él; y en esto consiste la esencia del signo. Incluso para que las realidades espirituales lleven al conocimiento de otra cosa, deben antes dárse­nos a conocer a través de lo sensible, del que todo nuestro conocimiento tiene su origen. Ahora bien, esencialmente las realidades espirituales no conducen al conocimiento del significado por las cosas sensibles como tales, sino por la relación y subordinación respecto al designado.

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Los signos nos llevan a la realidad

Esta reflexión sobre la índole de signo nos ayuda a comprender algo muy importante: que el signo debe ser más conocido que el designado, pero esto es condi­ción del signo,  no su índole formal y esencial. Para que el signo lleve al cono­cimiento del de­signado se requieren dos condiciones: el conocimiento del signo –o que se nos dé a conocer– y la rela­ción con el designado; lo primero se exige como presupuesto y condición; lo se­gundo, de manera esencial y formal.