Doble conexión del hombre con el futuro
La filosofía moderna ha insistido en que para comprender al hombre debemos contar con que su vida está determinada internamente por una referencia al tiempo y, especialmente, al futuro. De modo que un instante singular y concreto no es un punto cerrado, sino que está determinado por una tensión temporal: se puede decir que estamos más en el futuro que en el presente. El tiempo es fugaz, claro está: pero en su estricta realidad anida también un don precioso, una oportunidad que el hombre ha de aprovechar en todas sus actividades. La actitud profunda del hombre que encara atinadamente esa futurición y el don que la habita se llama serenidad[1].
Trabajamos en el presente para el futuro; cambiamos nuestras circunstancias externas de vida, y con ellas transformamos también internamente nuestra personalidad.
Ahora bien, ese paso de futurición es cada vez más ligero por el papel que cumple en nuestra vida laboral la técnica moderna, la cual hace que el tiempo se despliegue con más apremio y celeridad. Este tiempo podría considerarse como una línea horizontal que no conoce ni puntos de parada naturales ni una articulación rítmica en sí mismo; corre sin hacer pausas; su marcha excitante siempre se apresura más, y conduce a la precipitación de la moderna existencia civilizada, que tiene un efecto agotador en el hombre. Sufrimos bajo este agotamiento; y preguntamos: ¿es inevitable este proceso? ¿Está el hombre entregado completamente a la temporalidad evanescente que acabamos de mencionar y que parece no tener otra salida, salvo la de correr sin término?
A propósito de esta línea temporal de marcha acelerada, que parece constituir para muchos contemporáneos lo específicamente humano, pregunto: ¿no existen acaso en el transcurso implacable del tiempo evanescente puntos de parada naturales, incisiones que posibiliten una articulación rítmica del acontecer y que respondan a la verdad de nuestra vida, pues no toda ella se pierde en el devenir temporal? Es decir, ¿existe un momento especial que corte en vertical ese “tiempo asfixiante” y posibilite una apertura a dimensiones humanas que, aun corriendo hacia adelante, no se deshagan en el tiempo mismo?
Efectivamente existen esas incisiones que pueden superar o trascender el movimiento lineal opresivo. Y esas incisiones se llaman “momentos oportunos”, lapsos gratuitos que los antiguos entendían por kairós (καιρός, tiempo especial, destiempo), un tiempo cualitativo que ellos distinguían del tiempo cuantitativo (κρόνοϛ, tiempo cronómetrico).
La vida humana no sólo es obra del mecanismo temporal, sino también de las distensiones del espíritu. En esos lapsos gratuitos ‒que pueden darse, por ejemplo, en la contemplación de una puesta de sol o en una fiesta familiar‒ se toca realmente una dimensión profunda de la vida: no otra vida, sino la vida corriente que es trascendida desde dentro. Se siente entonces un renacer, una renovación personal.
Poéticamente lo expresaba así Antoine de Saint-Exupery: “Hay un tiempo en el que se debe elegir la semilla; pero, cuando se verificó la elección, hay un tiempo en el que uno se debe alegrar del crecimiento. Hay un tiempo para la creación; pero hay también un tiempo para la criatura misma”[2].
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Ahí radica el significado del lapso gratuito o kairós que una respetable tradición ha fijado, por ejemplo, en las fiestas familiares ‒pero no sólo en ellas‒, las cuales están, entre otras cosas, para trascender la ordenación horizontal del tiempo laboral. Así lo explicaba también Saint-Exupery con las siguientes palabras: “Es positivo que el tiempo que fluye no se nos presente como algo que nos consume y destruye, sino como algo que nos perfecciona. Es bueno que el tiempo sea un monumento”. En el lapso gratuito hacemos que el tiempo utilitario y laboral no se desvanezca en su curso incesante; más bien la celebración hace de ese tiempo un monumento: pero el hombre ha de estar en situación de trascender ese tiempo para hacer precisamente el monumento, cuya mejor expresión ‒aunque no la única‒ es el don eminente de habitar en un hogar humano, la casa.
El medio más importante para articular el tiempo utilitario y laboral en la perfección humana son las “pausas existenciales” (que no son precisamente puntos espaciales de parada). El tiempo, tal como lo ve el mundo moderno, es un acontecer desarticulado y siempre en movimiento, como observa Bollnow. Se trata de un tiempo sin rostro. El hombre se pierde en una semana sin días y en un año uniforme y monótono. La incisión vertical de ese tiempo mediante un lapso gratuito logra que incluso el mismo tiempo lineal utilitario pueda servir para construir el hogar humano, un espacio de encuentro propiciado por la gratuidad.
Recapitulando: el tiempo lineal utilitario se articula mediante lapsos gratuitos determinados. Frente a la imparable tendencia evanescente del tiempo cronométrico y laboral, el hombre se detiene entonces y celebra o contempla o juega o confía…
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- Los descansos del tiempo utilitario
Alguien podría objetar diciendo: ¡Pero en el tiempo utilitario y laboral también hay descansos que sirven para tomar fuerzas y seguir luego trabajando tenazmente! Eso es muy cierto. Pero es preciso alterar la orientación propia del tiempo utilitario. Los descansos propiciados en ese tiempo son en realidad escasamente creativos, pues pertenecen esencialmente a las exigencias del mismo acento laboral. Pero cuando el hombre establece en el flujo del tiempo “pausas existenciales”, entonces, en lugar de un movimiento que corre rumbo a una meta que será inmediatamente sustituida por otra meta, en un curso indefinido, en lugar de eso, hay ahora incisiones geniales: el hombre se vive entonces orientándose por el momento gratuito y creativo, se alegra esperándolo y reúne sus fuerzas para alcanzarlo, evitando perderse en un tiempo horizontal que ocupa tantas jornadas. Si no podemos lograr la plenitud de este momento gratuito y creativo tampoco podemos lanzarnos luego con pleno dominio personal al flujo de aquel tiempo. El hombre viviría, claro está, para la acción laboral; pero también para celebrar su condición humana, para la personalización creativa.
Por lo que nada tiene de extraño que Saint-Exupery, después de haber indicado lo antes dicho, afirme: “Marcho así de aniversario en aniversario, de vendimia en vendimia, así como de niño iba de la sala del consejo a la sala del descanso, en la casa sólidamente estructurada de mi padre, donde todos los pasos tienen un sentido”.
El tiempo laboral que pudiera articularse mediante lapsos gratuitos se convertiría así en un “proceso armónico”, remansado también en forma de hogar, de casa propia. Ese proceso orgánico no se debe entender como el recorrido callejero que hace una insulsa vida boyante y próspera, sino como la determinación esencial íntima de la vida plena personal. Pero, en su sentido profundo, la vida personal puede afirmarse frente al tiempo horizontal escurridizo sólo cuando marcha “entre lapsos gratuitos”, aunque disten entre sí en el tiempo cronométrico. No se puede articular el tiempo laboral si no existen esos momentos oportunos.
Por lo que acabo de decir, se comprende que el malogro del lapso gratuito, por ejemplo, el del domingo, se debe a la precipitación que caracteriza a la existencia moderna civilizada. El domingo no es tan sólo un día de descanso, sino lapso gratuito de celebración, aunque raras veces sea sentido debidamente de acuerdo con su esencia: como un punto que corta verticalmente la marcha evanescente de nuestra existencia.
Por dos motivos nos es muy difícil experimentar en la actualidad el lapso gratuito, por ejemplo, en el hogar. En primer lugar, porque tomamos nuestros quehaceres profesionales de modo muy absorbente y nos dejamos arrastrar por ellos sin atender a esa inflexión temporal que una respetable tradición nos ha indicado en el día séptimo. En segundo lugar, permanecemos en una tensión continua, sin pausas, que va dirigida a un punto inconcreto del futuro. Nos desgastamos en esta perenne ocupación que nos encandila, porque falta el giro mental que podría relajarnos psicológicamente.
En otros casos, la vida profesional acaba por carecer de todo sentido, de manera que los hombres, como si estuvieran hambrientos, se precipitan al día de descanso y a las tasadas vacaciones para encontrar, en ese tiempo horizontal desgastador, el sentido vital que ya no les puede dar la existencia profesional. Los medios de tal satisfacción horizontal son numerosos: desde las diversiones urbanas hasta el deporte. Común a todo ello es la precipitación, con la cual se quiere alcanzar el mayor número posible de vivencias satisfactorias en un tiempo limitado; de manera que los hombres vuelven agotados al trabajo y regresan fatigados de sus vacaciones, exigiendo reponerse de la extenuación que sufrieron en el tiempo de reposición. Lo que debió ser gratuitamente recreo, descanso, celebración, se convierte en un estado de creciente tensión, del que luego hay que reponerse, y para este nuevo período de reposición queda de nuevo sólo el ajetreo de la existencia laboral, que, naturalmente, no puede ofrecer el ámbito y el modo propicio para tal relajamiento.
Es claro que esta aglomeración de holganzas y diversiones convulsivas se debe a que nuestra vida de trabajo profesional acaba perdiendo todo sentido. Es extravagante y ridícula esa distorsión, a saber, que nuestro tiempo vacacional se convierta en algo que exige luego más recreación y descanso. Esa distorsión muestra que en el planteamiento de nuestra vida hay un error profundo que nos induce siempre a un nuevo estado de tensión y no nos permite llegar a un descanso verdadero y profundo.
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Habitar en la casa familiar
Tiene Bollnow unas indicaciones muy atinadas sobre el lapso gratuito en el hogar, que me ayudan a rocordar lo que ocurría en la casa familiar. Porque en ella los descansos semanales no eran como el mundo moderno los considera. El domingo empezaba realmente el sábado por la tarde. Cuando mi abuelo, que era un sencillo artesano, arreglaba y ordenaba su taller; cuando la abuela limpiaba y hacía brillar toda la casa; cuando por fin niños y mayores se preparaban sus vestidos; cuando todo esto se realizaba con sencilla aplicación, entonces las personas que vivían en la casa quedaban invadidas por un temple anímico relajado que lo llenaba todo de un profundo encanto.
Por ejemplo, el abuelo realizaba el sábado por la tarde mucho más de lo necesario. Yo creo que no preparaba el taller para reanudar el trabajo en el lunes siguiente, sino que lo preparaba para que fuera inundado, como dice Bollnow, por una eternidad. Con esto, el abuelo hacía que la vida cotidiana desapareciera y se implantara un orden nuevo y con distinto significado real.
Este es precisamente el lapso gratuito que llenaba el domingo de honda placidez. Ya al despertar nos embargaba a todos un nuevo y feliz ánimo de gratuidad (de kairós). Parecía que, desde el amanecer, el sol brillaba más claramente y excitaba en los árboles el canto alegre de los pájaros. En realidad despertaba un sentimiento liberador. Había, pues, una conciencia, un temple anímico liberador que se extendía sobre este día. No se tenía ni prisa ni urgencia: se tenía tiempo, un tiempo nuevo que ya no nos apresuraba precipitadamente. Parecía que el tiempo se detenía y tomaba otro sesgo. En la misma línea del tiempo laboral lleno de ocupaciones se había producido un corte radical que, desde arriba, se le daba al hombre como un regalo, un don. En la casa familiar era inconcebible querer pasar el tiempo gratuito tal como se acostumbraba en la vida cotidiana.
Ahora comprendo, con una visión retrospectiva, que en aquel tiempo gratuito eran importantes el orden y la limpieza de toda la casa; todo ello significaba que irrumpía una nueva claridad y transparencia del mundo que habitábamos, una superación de las preocupaciones profesionales que llenaban la semana. Era el mundo entero, y no sólo la casa, lo que quedaba “arreglado” y pulcro. El punto de alegría de ese mundo era “toda una eternidad”, un “don personal”, por gracia de un estado de creatividad y “sencillez”. Este temple anímico gratuito se mostraba en todas las personas que nos disponíamos a experimentar un tiempo nuevo.
Constituía este estado muchas cosas más: por ejemplo, el atuendo para la ocasión (kairós): con los vestidos flamantes ‒no necesariamente recién comprados‒ uno mismo se sentía nuevo. En esa casa no se debía seguir usando en aquel día la ropa de faena. También era especial la comida, el pastel hecho el sábado, etc. En fin, el almuerzo común unía a la familia en un estado de regalo, que no acontece en el tiempo laboral. Era la hora de estar abierto para los otros; era el fresco sentimiento de pertenecer a una unidad acogedora.
Como acabo de indicar, una parte constitutiva del lapso gratuito era la forma selecta de la comida, el convite, una “comida en común” que es capaz de unir corazones y suprimir enemistades. En ella se procuraba que el gasto económico fuera siquiera mínimamente generoso; rasgo éste que pertenece a la esencia de la gratuidad, aunque parezca otra cosa.
Otro elemento del lapso gratuito era también la conversación, el diálogo, el coloquio suelto y expansivo, libre de toda utilidad: el que acaba llegando a profundidades que en otra situación no se lograrían franquear. Esas conversaciones estaban libres de toda finalidad laboral. Se establecía así un temple anímico, alegre y sereno, que suelta las lenguas y los corazones. El Banquete, de Platón, es un ejemplo magnífico de ello.
Como se puede comprender, el hombre vive en el lapso gratuito un estado de elevación, muy diferente de las formas del tiempo utilitario propio de la vida activa. Ese lapso es un momento suprautilitario de superación, la irrupción inmediata en el hombre de un presente eterno que frena el pasado y el futuro y abre una actualidad que descansa en sí misma.
En todo lo que hasta aquí ha sido dicho se indica la íntima relación que existe entre la conciencia de gratuidad y la experiencia de la trascendencia, pues se eclipsa el tiempo utilitario. Esta irrupción a través del tiempo significa que en el hombre mismo existe un estrato de esencia más profunda: e indica el camino hacia ese nuestro mejor yo que existe en el hondón de nuestra alma; mientras que el yo superficial, que sólo sirve para el contacto con el mundo de las cosas, queda durante el lapso gratuito en un segundo plano. En definitiva, el hombre se vuelve en ese momento hacia lo más profundo de sí mismo. Allí el hombre se da cuenta de su referencia a fundamentos metafísicos.
Un desarraigo metafísico lleva a la actividad incesante, al tiempo utilitario, y finalmente a una angustia desesperante.
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El lapso gratuito y la “serenidad”
Ahora bien, en el lapso gratuito emerge una fuerza interna que articula y configura realmente al tiempo lineal y no sólo lo divide exteriormente. Esa es la fuerza de una conciencia personal y se llama “serenidad”.
En el movido mundo moderno, lleno de prisas y precipitaciones, con exceso de velocidad en tantos comportamientos, ¿quién busca actualmente serenidad en la vida? ¿No es actualmente la serenidad una actitud anticuada? Por otra parte, ¿sabemos exactamente en qué consiste la serenidad? ¿Sabemos cuál es su esencia?
La serenidad no es lo contrario de la prisa y de la velocidad. Cuando el niño corretea alterado junto a su madre, ella le dice “¡hijo, quédate tranquilo!”. Pero de ninguna manera le diría “¡hijo, quédate sereno!”. En este ejemplo notamos ya la diferencia entre serenidad y tranquilidad. La serenidad está en un nivel anímico mucho más hondo que el de la tranquilidad.
La madre no le pide al niño que se quede en reposo, sino sencillamente que se sosiegue; ella sabe que existe también un movimiento tranquilo o sosegado. Hay movimientos sosegados y movimientos desasosegados. Pero el movimiento tranquilo y sosegado no es sencillamente lento, aunque normalmente lo sea. El motor de mi coche marcha sosegadamente y eso no quiere decir que vaya despacio, sino que yendo a buena velocidad va seguro, uniforme, y marcha en buena forma; pero marcha desasosegado o inquieto cuando tiene irregularidades que me obligan a prestarle atención y me hacen temer que no todo está allí en orden.
Lo mismo ocurre principalmente con mi propio estado psicológico. En un sentido análogo, la respiración es tranquila, sosegada, cuando es uniforme y no demasiado rápida. Siempre se trata de un movimiento que conserva un ritmo uniforme.
Por lo tanto, lo contrario del sosiego o tranquilidad es el desasosiego, la intranquilidad, la excitación, estado de un movimiento interno que a veces se apodera de nosotros, nos invade y atenaza; estado del que somos más pacientes que agentes: pues lo sufrimos.
La expresión de la intranquilidad o del desasosiego son los gestos excitados y nerviosos, que no tienen por qué ser movimientos rápidos, sino arrítmicos, sin dirección ni sentido.
En resumen, es tranquilo o sosegado el movimiento calculado, intencionado, disciplinado, que consigue su fin con el mínimo esfuerzo: algo que es muy eficaz en el tiempo utilitario. Por eso, en sentido estricto, sólo son sosegados y tranquilos los movimientos humanos, no los del motor de mi coche.
En el orden utilitario laboral es sosegado y tranquilo el movimiento de una mano que trabaja, como la de un cirujano, de cuyo éxito depende la vida del paciente. Es sosegado el movimiento de la mano del cocinero que cuidadosamente vierte su pizca de canela o la gota de limón en la preparación del bizcocho. El sosiego y la tranquilidad es, en este caso, expresión de la seguridad con que se hacen los movimientos y de la responsabilidad profesional correspondiente, pues del efecto que se sigue depende un resultado importante para muchas personas.
Pero la tranquilidad y el sosiego no definen la serenidad. Esta es una actitud más profunda.
Si observamos bien un movimiento tranquilo debemos concluir que no es, en cuanto tal, un movimiento sereno. La tranquilidad puede aplicarse a los movimientos, por distintos y diversos que sean, los internos y los externos; pero sólo el hombre puede ser sereno en su más profundo centro. Jamás se puede decir de un animal que sea sereno, pero sí tranquilo.
La serenidad significa un comportamiento muy especial, y se refiere a las cosas que reclaman y urgen seriamente al hombre.
Es sereno el hombre, por ejemplo, en el modo equilibrado de recibir una mala noticia. ¿Quiere ello decir que la serenidad es la indiferencia? De ninguna manera, el indiferente no escucha las emociones y no se deja alcanzar por los sucesos. En cierta manera, está huyendo del mundo. Pero el hombre sereno tiene la seguridad de poder rechazar cualquier ataque con fuerzas superiores[3].
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¿En qué estriba la seguridad del hombre sereno? La serenidad es una actitud interior, propia de quien no se liga nada más que a lo esencial.
Sereno es quien ha dejado lo contingente del mundo y, en su obrar ‒no sólo en su conocer teórico‒, queda abierto a lo esencial: tanto a lo esencial interno (a la intimidad, al centro del propio ser personal), como a lo esencial del mundo. Cuando el hombre sabe que está arraigado en un plano más hondo (lleno de relaciones morales, estéticas y religiosas), puede dejar que las cosas se le acerquen en un plano superficial. Ante las amenazas que le asedian, incluidas las de una mala noticia, puede afirmar su ser frente a ellas. Creo que por este profundo carácter moral, estético y religioso que tiene la serenidad han hecho profusa mención de ella los espirituales y los místicos. Y aquí podríamos recordar los versos teresianos: „nada te turbe, nada te espante“. O todavía más lejos, ir hasta Platón[4].
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Serenidad y fundamento
Es claro que para todos los que están buscando aceleradamente el sentido de la vida humana en la lucha por su existencia exterior, la serenidad es un comportamiento inútil. La serenidad surge únicamente de la conciencia de un fundamento más profundo, en el que no logran penetrar todas las amenazas que vienen de la existencia exterior. La serenidad, por tanto, en su más hondo sentido, está unida a la íntima perfección humana.
Es preocupante que en nuestra época se esté deformando la vivencia de lo esencial, pues sólo se pretende la tranquilidad que surge de una existencia asegurada por la economía, por el estado del bienestar. Y cuando esto no se alcanza, cosa que suele ocurrir muy a menudo, nos invaden los principales peligros de nuestra presente existencia y nos entra el desasosiego, la intranquilidad que muchas veces degenera en vacía excitabilidad. Y para vencer eso es necesaria la serenidad, apoyados en lo esencial. Y aunque a veces no podamos estar tranquilos, sí podemos ser serenos. Por eso la serenidad no es una actitud anticuada, sino que es precisamente la actitud vital que más necesita el mundo moderno, perdido en lo contingente y accidental.
Con lo dicho podremos comprender que hay dos ritmos existenciales en nuestra vida: el de la serenidad y el del frenesí. Lo contrario de la serenidad no es la intranquilidad o el desasosiego, sino el frenesí. La serenidad, ligada al lapso gratuito; el frenesí, ligado al tiempo utilitario y laboral.
El hombre que no se deja invadir por una precipitación que huye hacia adelante, gana en el auténtico lapso gratuito el contacto con un fondo personal que descansa en lo que ya no es un tiempo de desgaste. De él regresa no solamente recreado sino realmente rejuvenecido, para incorporarse luego al acontecer temporal cotidiano. Mantiene así su equilibrio interior de manera que no queda arrastrado por la huida siempre frenética que caracteriza a la vida en las grandes ciudades.
La función del lapso gratuito consiste entonces en posibilitar que el hombre se retraiga y libere siempre de la corriente que le arrastra en el tiempo utilitario y horizontal del proceso laboral.
Ahora se entienden las consecuencias fatales de un apresuramiento que ignora estas incisiones naturales que son los lapsos gratuitos y creativos. No se podrá cumplir esta exigencia de la creatividad con una vacación planeada de acuerdo con una finalidad laboral utilitaria, ni con una diversión buscada convulsivamente. Se la podrá cumplir sólo entregándose uno con serenidad a la conciencia de un elevado sentimiento creativo.
De modo que el lapso gratuito, en todo su contenido esencial, es algo más que un momento relajado después del trabajo cumplido. Percibirlo como tiempo de descanso sería una interpretación muy superficial orientada a una finalidad de conveniencia. Sería un mero medio para restablecer la fuerza de trabajo. En el lapso gratuito, realmente vivido en su plenitud, hay un sentido vital y personal mucho más agudo que trasciende todo mero descansar; y está impregnado de un temple anímico alegre y suelto. Es precisamente este temple anímico positivo el que no puede ser comprendido por el acelerado mundo actual.
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Serenidad y amor
El movimiento suelto y jovial del hombre que celebra momentos gratuitos y libres no choca contra nada ni encuentra ningún límite y se siente en un estado disponible completo. Si el momento libertado celebra algo bueno, es porque el bien que se le propone es querido por la voluntad. Por lo que la actitud profunda de la serenidad está siempre informada por el amor.
El espacio abierto en sus determinaciones fundamentales por la conciencia amante es muy especial. En el correr del tiempo utilitario un hombre puede abrirse campo empujando a los otros o quitándoselo a los otros. Pero otra cosa ocurre en la actitud de serenidad basada en la relación amorosa. En lugar de quitarle ‘al otro’ su puesto en una región prefijada y de ocupar su lugar acontece que, como decía un poeta, precisamente allí donde tú estás ‘surge’ un lugar para mí; en vez de quedar el otro desplazado, ocurre un ‘aumento’ ilimitado del espacio, en el que yo y el otro habitamos por la amistad. En lugar del espacio en que uno pelea con ‘el otro’ por el ‘lugar’ o la ‘posición’, se presenta una ‘amplitud’ y ‘profundidad’, que destella y brilla inexplicablemente, en la cual no hay ni posiciones ni lugares; y por tanto tampoco existe la pelea por ellas; sino solamente la ‘placidez’ de una incesante ‘ampliación’ del encuentro.
Se podría decir que cuanto más lapsos gratuitos surgen, tanto más espacios libres hay para todos, pues la esencia del lapso gratuito está precisamente en crear también espacios nuevos, que son ámbitos de encuentro personal.
Y repito, no hay serenidad si no se presenta empujada por el amor. La serenidad es un fenómeno fundamental que puede ser contrapuesto al frenesí y a la desesperación existencial, determinaciones anímicas incompatibles con el auténtico momento de libertad y, sobre todo, con el don del habitar en un espacio de encuentro personal.
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BIBLIOGRAFÍA
[1] Indico algunos libros de referencia que me han ayudado a centrar este capítulo sobre el tiempo y la serenidad. Uno ha sido el de Otto Friedrich Bollnow, titulado Neue Geborgenheit. Das Problem einer Überwindung des Existentialismus, Stuttgart 1955, 1979. Un segundo libro, también valioso, es el de Josef Pieper, Zustimmung zur Welt: eine Theorie des Festes, Kösel-Verlag, 1963. Otros dos libros me han sugerido varias ideas de tipo sociológico, antropológico e histórico: el de Winfried Gebhardt: Fest, Feier und Alltag. Über die gesellschaftliche Wirklichkeit des Menschen und ihre Deutung, Frankfurt -New York -Paris; y el de Michael Maurer (ed.): Das Fest. Beiträge zu seiner Theorie und Systematik. Böhlau-Köln-Wien, 2004
[2] Antoine de Saint-Exupery, Citadelle, París, 1948.
[3] Es lo que resalta Bollnow en un capítulo sobre la Gelassenheit, la serenidad. Debemos recordar que en varias predicaciones de Eckhart se halla esta expresión alemana, Gelassenheit o serenidad: Meister Eckharts Traktate, Deutsche Werke, Bd. 5, Stuttgart, Kohlhammer 1963, p. 225. De ella hizo Martin Heidegger una sutil glosa, Gelassenheit, 1959.
[4] Platón, Las Leyes, II 653 d.
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