Franciso de Goya (1746- 1828): "El Quitasol". “scena costumbrista dentro del ambiente del pueblo: una jovencita vestida a la moda francesa, sentada en un ribazo, y un criado vestido de “majo” acompaña a la mujer haciéndole sombra con un quitasol. Goya hay resalta con espontaneidad, realismo y naturalidad la expresión de una serenidad alegre. El estudio lumínico situa el rostro de la dama en el centro der la composición. La matizada difusión del a luz sombreada en el rosotro del aj oven están resueltos para expresar serenidad.

Franciso de Goya (1746-1828): «El Quitasol». Escena costumbrista: una jovencita vestida a la moda francesa está sentada en un ribazo, y un criado vestido de “majo” acompaña a la mujer haciéndole sombra con un quitasol. Goya hace resaltar con realismo y naturalidad la expresión de una serenidad alegre: procurada por la matizada difusión del la luz sombreada en el rostro de la joven.

Doble conexión del hombre con el futuro

La filosofía moderna ha insistido en que para comprender al hombre debemos contar con que su vida está determinada internamente por una referencia al tiem­po y, especialmente, al futuro. De modo que un instante singular y con­creto no es un punto cerrado, sino que está determinado por una tensión temporal: se puede decir que estamos más en el futuro que en el presente. El tiempo es fugaz, claro está: pero en su estricta realidad anida también un don precioso, una oportunidad que el hombre ha de aprove­char en todas sus actividades. La actitud profunda del hombre que encara atinadamente esa futurición y el don que la habita se llama serenidad[1].

Tra­bajamos en el presente para el futuro; cambiamos nuestras circunstancias externas de vida, y con ellas transfor­mamos también  interna­mente nuestra personalidad.

Ahora bien, ese paso de futurición es cada vez más ligero por el papel que cumple en nuestra vida laboral la técnica mo­derna, la cual hace que el tiempo se despliegue con más apremio y celeridad. Este tiempo podría considerarse como una línea horizontal que no conoce ni puntos de parada naturales ni una arti­culación rítmica en sí mismo; corre sin hacer pau­sas; su marcha excitante siempre se apresura más, y con­duce a la preci­pitación de la moderna existencia civiliza­da, que tiene un efecto agotador en el hombre. Sufrimos bajo este ago­tamiento; y pre­guntamos: ¿es inevitable este proceso? ¿Está el hombre entre­gado completamente a la temporalidad evanescente que acaba­mos de mencionar y que parece no tener otra salida, salvo la de correr sin término?

A propósito de esta línea temporal de marcha acelera­da, que parece cons­tituir para muchos contemporáneos lo específica­mente humano, pregunto: ¿no exis­ten acaso en el transcurso implaca­ble del tiempo evanescente puntos de parada naturales, incisio­nes que posibiliten una arti­culación rítmica del acontecer y que respon­dan a la verdad de nuestra vida, pues no toda ella se pierde en el devenir temporal?  Es decir, ¿existe un momento espe­cial que corte en vertical ese “tiempo asfixiante” y posibilite una apertura a dimensiones humanas que, aun corriendo hacia ade­lante, no se deshagan en el tiempo mismo?

Efectivamente existen esas incisiones que pueden superar o trascender el movimiento lineal opresivo. Y esas inci­siones se llaman “momen­tos oportunos”, lapsos gratuitos que los anti­guos entendían por kairós (καιρός, tiempo especial, des­tiempo), un tiempo cualitativo que ellos distinguían del tiempo cuantita­tivo (κρόνοϛ, tiempo cronómetrico).

La vida humana no sólo es obra del mecanismo temporal, sino también de las distensiones del espíritu. En esos lapsos gra­tuitos ‒que pueden darse, por ejemplo, en la contemplación de una puesta de sol o en una fiesta familiar‒ se toca real­mente una dimen­sión profunda de la vida: no otra vida, sino la vida co­rriente que es trascendida desde dentro. Se siente entonces un renacer, una re­novación personal.

Poéticamente lo expresaba así Antoine de Saint-Exupery: “Hay un tiempo en el que se debe elegir la semilla; pero, cuando se verificó la elección, hay un tiempo en el que uno se debe ale­grar del creci­miento. Hay un tiempo para la creación; pero hay tam­bién un tiempo para la criatura misma”[2].

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Ahí radica el significado del lapso gratuito o kairós que una respetable tradición ha fijado, por ejemplo, en las fiestas familiares ‒pero no sólo en ellas‒, las cuales están, entre otras cosas, para trascender la ordenación horizontal del tiempo laboral. Así lo explicaba tam­bién Saint-Exupery con las siguientes pala­bras: “Es positivo que el tiempo que fluye no se nos presente como algo que nos con­sume y destruye, sino como algo que nos perfecciona. Es bueno que el tiempo sea un monumento”. En el lapso gratuito hace­mos que el tiempo utilitario y la­boral no se desvanezca en su curso incesante; más bien la celebración hace de ese tiempo un monumento: pero el hombre ha de estar en situación de tras­cender ese tiempo para hacer precisamente el monumento, cuya mejor expresión ‒aunque no la única‒ es el don eminente de habitar en un hogar hu­mano, la casa.

El medio más importante para articular el tiempo utilitario y laboral en la perfección humana son las “pausas existenciales” (que no son precisamente puntos espaciales de parada). El tiempo, tal como lo ve el mundo moderno, es un aconte­cer des­articulado y siempre en movimiento, como observa Bo­ll­now. Se trata de un tiempo sin rostro. El hombre se pierde en una se­mana sin días y en un año uniforme y monótono. La inci­sión vertical de ese tiempo mediante un lapso gratuito logra que in­cluso el mismo tiempo lineal utilitario pueda servir para cons­truir el hogar humano, un espacio de encuentro propiciado por la gratuidad.

Recapitulando: el tiempo lineal utilitario se articula median­te lapsos gratuitos de­terminados. Frente a la imparable tenden­cia evanescente del tiempo cronométrico y laboral, el hombre se detiene entonces y celebra o contempla o juega o confía

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  1. Los descansos del tiempo utilitario

 

Alguien podría objetar diciendo: ¡Pero en el tiempo utili­tario y la­boral también hay descansos que sirven para tomar fuerzas y seguir luego tra­bajando tenazmente!  Eso es muy cierto. Pero es preciso alterar la orienta­ción propia del tiempo utilitario. Los descansos propiciados en ese tiempo son en reali­dad escasamente creativos, pues pertenecen esen­cialmente a las exi­gencias del mismo acento laboral. Pero cuando el hombre establece en el flujo del tiempo “pausas existenciales”, enton­ces, en lugar de un movimiento que corre rumbo a una meta que será inmedia­tamente sustituida por otra meta, en un curso in­defi­nido, en lugar de eso, hay ahora incisiones geniales: el hom­bre se vive entonces orientándose por el momento gratuito y crea­tivo, se alegra esperándolo y reúne sus fuerzas pa­ra alcan­zarlo, evitando perderse en un tiempo horizontal que ocupa tantas jorna­das. Si no podemos lograr la plenitud de este momento gratuito y crea­tivo tampoco podemos lanzarnos luego con pleno dominio per­sonal al flujo de aquel tiempo. El hombre viviría, claro está, para la acción laboral; pero también para celebrar su condición humana, para la personalización creativa.

Por lo que nada tiene de extraño que Saint-Exupery, des­pués de haber indi­cado lo antes dicho, afirme: “Marcho así de aniversario en aniver­sario, de vendimia en vendimia, así como de niño iba de la sala del con­sejo a la sala del descanso, en la casa só­lidamente estructurada de mi padre, donde todos los pa­sos tienen un sentido”.

El tiempo laboral que pudiera articularse mediante lapsos gratui­tos se convertiría así en un “proceso armónico”, re­mansado también en forma de hogar, de casa propia. Ese pro­ceso orgá­nico no se debe entender como el recorrido callejero que hace una insulsa vida boyante y próspera, sino como la determina­ción esencial íntima de la vida plena personal. Pero, en su sen­tido profundo, la vida personal puede afirmarse frente al tiempo horizontal escurridizo sólo cuando marcha “entre lapsos gra­tuitos”, aunque disten entre sí en el tiempo cronomé­trico. No se puede articular el tiempo laboral si no existen esos momentos oportunos.

Por lo que acabo de decir, se comprende que el malogro del lapso gratuito, por ejemplo, el del domingo, se debe a la preci­pitación que ca­racteriza a la existen­cia moderna civilizada. El domingo no es tan sólo un día de descanso, sino lapso gratuito de celebración, aunque raras veces sea sentido debidamente de acuerdo con su esen­cia: como un punto que corta verticalmente la marcha evanescente de nuestra existencia.

Por dos motivos nos es muy difícil experimentar en la ac­tualidad el lapso gratuito, por ejemplo, en el hogar. En pri­mer lugar, porque tomamos nuestros quehaceres profesio­nales de modo muy absorbente y nos dejamos arrastrar por ellos sin atender a esa inflexión temporal que una respetable tradición nos ha indicado en el día séptimo. En segundo lugar, permane­cemos en una tensión continua, sin pausas, que va dirigi­da a un punto inconcreto del futuro. Nos desgastamos en esta perenne ocupación que nos encandila, porque falta el giro mental que podría relajarnos psicológicamente.

En otros casos, la vida profesional acaba por carecer de todo sentido, de manera que los hombres, como si estuvieran ham­brientos, se precipitan al día de descanso y a las tasadas vaca­ciones para encontrar, en ese tiempo horizontal desgastador,  el sentido vital que ya no les puede dar la existencia profesional. Los medios de tal satisfacción horizontal son numerosos: desde las diversiones urbanas hasta el deporte. Común a todo ello es la precipitación, con la cual se quiere alcanzar el mayor núme­ro posible de vivencias satisfactorias en un tiempo limitado; de ma­nera que los hombres vuelven agotados al tra­bajo y regresan fatigados de sus vacaciones, exigiendo repo­nerse de la extenua­ción que sufrieron en el tiempo de reposi­ción. Lo que debió ser gratuitamente recreo, descanso, celebración, se con­vierte en un estado de creciente tensión, del que lue­go hay que reponerse, y para este nuevo período de repo­sición queda de nuevo sólo el aje­treo de la existencia laboral, que, natural­mente, no puede ofrecer el ámbito y el modo propicio para tal relajamiento.

Es claro que esta aglomera­ción de holganzas y diversiones convulsivas se debe a que nues­tra vida de trabajo profesional acaba perdiendo todo sentido. Es extravagante y ridícula esa distorsión, a saber, que nuestro tiempo vacacional se con­vierta en algo que exige luego más recreación y des­canso. Esa distor­sión muestra que en el planteamiento de nuestra vida hay un error profundo que nos induce siempre a un nuevo estado de tensión y no nos permite llegar a un des­canso verdadero y pro­fundo.

 

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Habitar en la casa familiar

 Tiene Bollnow unas indicaciones muy atinadas sobre el lapso gratuito en el hogar, que me ayudan a rocordar lo que ocurría en la casa familiar. Porque en ella los descansos semanales no eran como el mundo moderno los considera. El domingo em­pezaba realmente el sábado por la tar­de. Cuando mi abuelo, que era un sencillo artesano, arreglaba y ordenaba su taller; cuan­do la abuela limpiaba y hacía bri­llar toda la casa; cuando por fin niños y mayores se preparaban sus vesti­dos; cuando todo esto se realizaba con sencilla aplicación, entonces las personas que vivían en la casa quedaban invadidas por un temple anímico relajado que lo llenaba todo de un profundo encanto.

Por ejemplo, el abuelo realizaba el sábado por la tarde mucho más de lo ne­cesario. Yo creo que no preparaba el ta­ller para reanudar el trabajo en el lunes siguien­te, sino que lo preparaba para que fuera inundado, como dice Bollnow, por una eterni­dad. Con esto, el abuelo hacía que la vida cotidiana desapare­ciera y se implantara un orden nuevo y con distinto sig­nificado real.

Este es precisamente el lapso gratuito que llenaba el do­mingo de honda placidez. Ya al despertar nos embargaba a to­dos un nuevo y fe­liz ánimo de gratuidad (de kairós). Pa­recía que, desde el amanecer, el sol brillaba más claramente y excitaba en los árboles el canto alegre de los pá­jaros. En realidad despertaba un sentimiento liberador. Había, pues, una conciencia, un tem­ple anímico liberador que se extendía sobre este día. No se tenía ni prisa ni urgencia: se tenía tiempo, un tiempo nuevo que ya no nos apresuraba precipitadamente. Parecía que el tiempo se dete­nía y tomaba otro sesgo. En la misma línea del tiempo laboral lleno de ocupaciones se había producido un corte radical que, desde arriba, se le daba al hombre como un regalo, un don. En la casa familiar era inconcebible querer pasar el tiempo gratuito tal como se acostumbraba en la vida cotidiana.

Ahora comprendo, con una visión retrospectiva, que en aquel tiempo gratuito eran importan­tes el orden y la limpieza de toda la casa; todo ello signifi­caba que irrumpía una nueva clari­dad y transpa­rencia del mundo que habitábamos, una supera­ción de las preocupaciones profesio­nales que llenaban la se­mana. Era el mundo entero, y no sólo la casa, lo que quedaba “arreglado” y pulcro. El punto de alegría de ese mundo era “toda una eternidad”, un “don personal”, por gracia de un es­tado de creatividad y “sencillez”. Este temple anímico gratuito se mostraba en todas las personas que nos disponíamos a expe­rimentar un tiempo nuevo.

Constituía este estado muchas cosas más: por ejemplo, el atuendo para la ocasión (kairós): con los vestidos flamantes ‒no necesaria­mente recién comprados‒ uno mismo se sentía nuevo. En esa casa no se debía se­guir usando en aquel día la ropa de faena. También era especial la comida, el pastel hecho el sábado, etc. En fin, el almuerzo común unía a la familia en un es­tado de regalo, que no acontece en el tiempo laboral. Era la hora de estar abierto para los otros; era el fresco sentimiento de pertenecer a una unidad acogedora.

Como acabo de indicar, una parte constitutiva del lapso gra­tuito era la forma selecta de la comida, el convite, una “comida en común” que es capaz de unir corazo­nes y suprimir enemista­des. En ella se procuraba que el gasto económico fuera siquiera mínimamente generoso; rasgo éste que pertenece a la esencia de la gratuidad, aunque parezca otra cosa.

Otro elemento del lapso gratuito era también la conversación, el diálogo, el colo­quio suelto y expansivo, libre de toda utilidad: el que acaba llegando a profun­didades que en otra situación no se lograrían franquear. Esas conversaciones estaban libres de toda finalidad labo­ral. Se establecía así un temple anímico, ale­gre y sereno, que suelta las lenguas y los cora­zones. El Banquete, de Platón, es un ejemplo magnífico de ello.

Como se puede comprender, el hombre vive en el lapso gratuito un estado de eleva­ción, muy diferente de las formas del tiempo utilitario propio de la vida activa. Ese lapso es un mo­mento suprautilitario de superación, la irrupción inme­diata en el hombre de un presente eterno que frena el pasado y el futuro y abre una actualidad que descansa en sí misma.

En todo lo que hasta aquí ha sido dicho se indica la íntima relación que existe entre la conciencia de gratuidad y la expe­riencia de la trascendencia, pues se eclipsa el tiempo utilitario. Esta irrupción a través del tiempo signi­fica que en el hombre mismo existe un estrato de esencia más profunda: e indica el ca­mino ha­cia ese nuestro mejor yo que existe en el hondón de nuestra alma; mientras que el yo super­ficial, que sólo sirve para el contacto con el mundo de las cosas, queda durante el lapso gratuito en un segundo plano. En defini­tiva, el hombre se vuelve en ese momento hacia lo más profundo de sí mismo. Allí el hombre se da cuenta de su referencia a fun­damen­tos metafísi­cos.

Un desarraigo metafísico lleva a la actividad incesante, al tiempo utilitario, y final­mente a una angustia desesperante.

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El lapso gratuito y la “serenidad”

Ahora bien, en el lapso gratuito emerge una fuerza in­terna que articula y configura realmente al tiem­po lineal y no sólo lo divide exteriormente. Esa es la fuerza de una conciencia perso­nal y se llama “serenidad”.

En el movido mundo moderno, lleno de prisas y precipita­ciones, con exceso de velocidad en tantos comportamientos, ¿quién busca actualmente serenidad en la vida? ¿No es actual­mente la serenidad una actitud anticuada? Por otra parte, ¿sa­bemos exactamente en qué consiste la serenidad? ¿Sabemos cuál es su esencia?

La serenidad no es lo contrario de la prisa y de la velocidad. Cuando el niño corretea alterado junto a su ma­dre, ella le dice “¡hijo, quédate tranquilo!”. Pero de ninguna manera le diría “¡hijo, quédate sereno!”. En este ejem­plo nota­mos ya la diferen­cia entre serenidad y tranquilidad. La sereni­dad está en un nivel anímico mucho más hondo que el de la tranquilidad.

La madre no le pide al niño que se quede en re­poso, sino sen­cillamente que se sosiegue; ella sabe que existe también un movi­miento tranquilo o sosegado. Hay movimientos sosegados y movimien­tos desasosegados. Pero el movimiento tranquilo y sosegado no es sencilla­mente lento, aunque normalmente lo sea. El motor de mi coche mar­cha so­segada­mente y eso no quiere decir que vaya despacio, sino que yendo a buena veloci­dad va seguro, uniforme, y marcha en buena forma; pero mar­cha desasosegado o inquieto cuando tiene irregularidades que me obligan a prestarle atención y me hacen temer que no todo está allí en orden.

Lo mismo ocurre principalmente con mi propio estado psi­cológico. En un sen­tido análogo, la respiración es tranquila, so­segada, cuando es uniforme y no demasia­do rápida. Siempre se trata de un movimiento que conserva un ritmo uniforme.

Por lo tanto, lo contrario del sosiego o tranquilidad es el desasosiego, la in­tranquilidad, la excitación, estado de un mo­vimiento interno que a veces se apodera de nosotros, nos invade y atenaza; estado del que somos más pacientes que agentes: pues lo sufrimos.

La expresión de la intranquilidad o del desasosiego son los gestos excitados y nervio­sos, que no tienen por qué ser movi­mientos rápidos, sino arrítmicos, sin dirección ni senti­do.

En resumen, es tranquilo o sosegado el movimiento calcu­lado, intencionado, disciplinado, que consigue su fin con el mí­nimo esfuerzo: algo que es muy eficaz en el tiempo utilitario. Por eso, en sentido estricto, sólo son sosegados y tranquilos los movimientos humanos, no los del motor de mi coche.

En el orden utilitario laboral es sosegado y tranquilo el movimiento de una mano que tra­baja, como la de un cirujano, de cuyo éxito depende la vida del pa­ciente. Es sosegado el movi­miento de la mano del cocinero que cuidadosamente vierte su pizca de canela o la gota de limón en la preparación del bizcocho. El sosiego y la tranquilidad es, en este caso, ex­presión de la seguridad con que se hacen los mo­vimientos y de la responsabilidad profesional correspon­diente, pues del efecto que se sigue depende un resultado im­portante para mu­chas personas.

Pero la tranquilidad y el sosiego no definen la serenidad. Esta es una actitud más profunda.

Si observamos bien un movimiento tranquilo debemos con­cluir que no es, en cuanto tal, un movimiento sereno. La tran­quilidad puede aplicarse a los mo­vimientos, por distintos y di­versos que sean, los internos y los externos; pero sólo el hombre puede ser sereno en su más profundo centro. Jamás se puede decir de un animal que sea sereno, pero sí tranquilo.

La serenidad significa un comportamiento muy especial, y se refiere a las cosas que reclaman y urgen seriamente al hombre.

Es sereno el hombre, por ejemplo, en el modo equilibrado de recibir una mala noticia. ¿Quiere ello decir que la serenidad es la indiferencia? De nin­guna manera, el indiferente no escucha las emociones y no se deja alcanzar por los sucesos. En cierta ma­nera, está huyendo del mundo. Pero el hombre sereno tiene la se­guridad de poder rechazar cualquier ataque con fuerzas supe­riores[3].

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¿En qué estriba la seguridad del hombre sereno? La sereni­dad es una actitud interior, propia de quien no se liga nada más que a lo esencial.

Sereno es quien ha dejado lo contingente del mun­do y, en su obrar ‒no sólo en su conocer teórico‒, queda abierto a lo esen­cial: tanto a lo esencial interno (a la intimidad, al centro del pro­pio ser per­sonal), como a lo esencial del mundo. Cuando el hom­bre sabe que está arrai­gado en un plano más hondo (lleno de relaciones morales, estéticas y religio­sas), puede dejar que las cosas se le acerquen en un plano superficial. Ante las amenazas que le asedian, incluidas las de una mala noticia, puede afir­mar su ser frente a ellas. Creo que por este profundo carácter moral, estético y religioso que tiene la serenidad han hecho profusa mención de ella los espirituales y los místicos. Y aquí podríamos recordar los versos teresianos: „nada te turbe, nada te espante“. O todavía más lejos, ir hasta Platón[4].

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Serenidad y fundamento

Es claro que para todos los que están buscando acelerada­mente el sentido de la vida humana en la lucha por su existencia exterior, la serenidad es un com­portamiento inútil. La serenidad surge únicamente de la conciencia de un fun­damento más pro­fundo, en el que no logran penetrar todas las amenazas que vie­nen de la existencia ex­terior. La serenidad, por tanto, en su más hondo sen­tido, está unida a la íntima perfección humana.

Es preocupante que en nuestra época se esté deformando la vivencia de lo esencial, pues sólo se pretende la tranquilidad que surge de una existencia ase­gura­da por la economía, por el estado del bienestar. Y cuando esto no se al­canza, cosa que suele ocu­rrir muy a menudo, nos invaden los principales pe­ligros de nues­tra presente existencia y nos entra el desasosiego, la intran­quili­dad que muchas veces degenera en vacía excitabilidad. Y para vencer eso es necesaria la serenidad, apoyados en lo esen­cial. Y aunque a veces no podamos estar tranquilos, sí podemos ser serenos. Por eso la serenidad no es una actitud anti­cuada, sino que es precisamente la actitud vital que más necesita el mundo mo­derno, perdido en lo contingente y accidental.

Con lo dicho podremos comprender que hay dos ritmos existenciales en nuestra vida: el de la serenidad y el del frenesí. Lo contrario de la serenidad no es la intranquilidad o el desaso­siego, sino el frenesí. La serenidad, ligada al lapso gratuito; el frenesí, ligado al tiempo utilitario y laboral.

El hombre que no se deja invadir por una precipitación que huye hacia adelante, gana en el auténtico lapso gratuito el con­tacto con un fondo personal que des­cansa en lo que ya no es un tiempo de desgaste. De él regresa no solamente recreado sino realmente rejuve­necido, para incorporarse luego al acontecer temporal coti­diano. Mantiene así su equilibrio interior de ma­nera que no queda arrastrado por la huida siempre frenética que caracteriza a la vida en las grandes ciudades.

La función del lapso gratuito consiste entonces en posibili­tar que el hombre se re­traiga y libere siempre de la co­rriente que le arrastra en el tiempo utilitario y horizontal del proceso labo­ral.

Ahora se entienden las consecuencias fatales de un apre­sura­miento que ignora estas incisiones naturales que son los lapsos gratuitos y creativos. No se podrá cumplir esta exigen­cia de la creatividad con una vacación planeada de acuerdo con una fi­nalidad laboral utilitaria, ni con una diversión buscada convulsiva­mente. Se la po­drá cumplir sólo en­tregándose uno con serenidad a la con­ciencia de un elevado sen­timiento creativo.

De modo que el lapso gratuito, en todo su contenido esencial, es algo más que un momento relajado des­pués del trabajo cum­plido. Percibirlo como tiempo de des­canso sería una inter­preta­ción muy superficial orientada a una finalidad de conveniencia. Sería un mero medio para restablecer la fuerza de tra­bajo. En el lapso gratuito, realmente vivido en su plenitud, hay un sentido vital y personal mucho más agudo que trasciende todo mero des­cansar; y está impreg­nado de un temple anímico alegre y suelto. Es precisa­mente este temple anímico positivo el que no puede ser comprendido por el acelerado mundo actual.

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 Serenidad y amor

El movimiento suelto y jovial del hombre que celebra mo­mentos gratuitos y libres no choca contra nada ni encuentra ningún límite y se siente en un estado disponible completo. Si el momento libertado celebra algo bueno, es porque el bien que se le propone es que­rido por la voluntad. Por lo que la actitud profunda de la sereni­dad está siempre in­formada por el amor.

El espacio abierto en sus determinacio­nes fundamentales por la conciencia amante es muy especial. En el correr del tiempo utilitario un hombre puede abrir­se campo empujando a los otros o quitándoselo a los otros. Pero otra cosa ocurre en la ac­titud de serenidad basada en la relación amorosa. En lugar de quitarle ‘al otro’ su puesto en una región prefijada y de ocupar su lugar acontece que, como decía un poeta, precisamente allí donde tú estás ‘surge’ un lugar para ; en vez de quedar el otro desplazado, ocurre un ‘aumento’ ilimitado del espacio, en el que yo y el otro habitamos por la amistad. En lugar del espacio en que uno pe­lea con ‘el otro’ por el ‘lugar’ o la ‘posición’, se pre­senta una ‘amplitud’ y ‘pro­fundidad’, que destella y brilla inex­plicablemen­te, en la cual no hay ni po­siciones ni lugares; y por tanto tampoco existe la pelea por ellas; sino sola­mente la ‘placi­dez’ de una incesante ‘ampliación’ del encuentro.

Se podría decir que cuanto más lapsos gratuitos surgen, tanto más espacios libres hay para todos, pues la esencia del lapso gra­tuito está precisamente en crear también espacios nuevos, que son ámbitos de encuentro personal.

Y repito, no hay serenidad  si no se presenta empujada por el amor. La sere­nidad es un fenómeno fundamental  que puede ser contrapuesto al frenesí y a la desesperación existencial, determi­naciones anímicas incompatibles con el auténtico momento de libertad y, sobre todo, con el don del habitar en un espacio de encuentro personal.

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BIBLIOGRAFÍA

[1] Indico algunos libros de referencia que me han ayudado a centrar este capítulo sobre el tiempo y la serenidad. Uno ha sido el de Otto Friedrich Bollnow, titulado Neue Geborgenheit. Das Problem einer Überwin­dung des Existentialismus, Stuttgart 1955, 1979. Un segundo libro, también valioso, es el de  Josef  Pieper, Zu­stimmung zur Welt: eine Theorie des Festes, Kösel-Verlag, 1963. Otros dos libros me han sugerido varias ideas de tipo sociológico, antro­pológico e histórico: el de Winfried Gebhardt: Fest, Feier und Alltag. Über die gesellschaft­liche Wirklichkeit des Menschen und ihre Deutung, Frankfurt -New York -Paris; y el de Michael Maurer (ed.): Das Fest. Beiträge zu seiner Theorie und Systematik. Böhlau-Köln-Wien, 2004

[2] Antoine de Saint-Exupery, Citadelle, París, 1948.

[3] Es lo que resalta Bollnow en un capítulo sobre la Gelassenheit, la serenidad. Debemos recordar que en varias predicaciones de Eck­hart se halla esta expresión alemana, Gelassenheit o serenidad: Meister Eckharts Traktate, Deutsche Werke, Bd. 5, Stuttgart, Kohlhammer 1963, p. 225. De ella hizo Martin Heidegger una sutil glo­sa,  Gelassenheit, 1959.

[4] Platón, Las Leyes, II 653 d.