Memoria y olvido en amor y desamor
Por la confluencia intencional de todos los actos humanos, cabe afirmar que tanto el olvido como la memoria tienen un carácter selectivo marcado por los valores que la persona ejerce. Es lo que llamo la “ley personal de la memoria y del olvido”, que nos lleva a dos consideraciones. Primera, mi pasado real no puede estar presente en su totalidad a mi conciencia finita; ni puede ser considerado como un tosco montón de cosas ya acaecidas en mi vida: porque así no reviste una significación personal, ni sería abarcable por evocaciones fortuitas, parecidas a la conducta frenética del pájaro que picotea alocadamente a un lado y a otro, en una dispersión temporal que es incompatible con la articulación coherente de un pasado personal. Segunda, es preciso tener en cuenta que toda afirmación y elección de un valor positivo pone al mismo tiempo la actuación de todas las energías vitales para alcanzarlo, dejando aparcada, u olvidada, otra posible realización de valores menos importantes que no son realizables con los primeros. La memoria de lo prioritario, determina el olvido de otras cosas[1].
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Lo que acabo de decir me sirve para pasar a una tesis especial. El olvido puede ser el ingrediente de un acto de despreciar; y la memoria puede ser el ingrediente de un acto de estimar, opuesto relativamente al primero. Esta es una hermenéutica que corre a lo largo de toda la literatura ascética y mística del Siglo de Oro y confluye a veces con la explicación metafísica. Responde también a los niveles más altos de la ley personal de olvidar y recordar.
Memoria de sí: San Agustín
Para corroborar esta tesis quiero referirme brevemente a la figura histórica de Agustín de Hipona, quien en el libro X de sus Confesiones no sólo sintetiza el hecho de su conversión, sino que traza la más interesante fenomenología de la memoria que se haya intentado en Occidente[2]. Se presenta como un pecador arrepentido que, después de su conversión, no vive paralizado mentalmente por los recuerdos de su pasado inmoral. Describe su arrepentimiento como triunfo de su esperanza y de su amor. Lo que en su conversión perdió Agustín fue el gusto del pecado, de los placeres, hasta el punto de no pensar luego en ello, aunque le vinieran ráfagas lejanas. Es cierto que Agustín no podía dejar de saber lo que había sido antes de entregarse a Cristo. Pero el sentido de este recuerdo quedó transformado en su corazón. Su conversión significó la conmoción y transformación de sus tendencias dominantes, una reorganización completa de sus valores personales, reorganización acaecida gracias a la memoria. En la memoria se estructura su personalidad. Tras su conversión empieza a hurgar en su memoria, donde encuentra adherida, además de la gama horizontal de cosas creadas, la serie vertical de su propia alma (memoria sui) y del absoluto personal que la sostiene (memoria Dei). La exploración de su memoria responde al fuerte recuerdo de Cristo que invadió toda su vida. Ahora, una memoria de valores superiores cura el recuerdo de sus pasos anteriores. Está entregado a la gozosa memoria del amor del Maestro que le había perdonado[3]. Dios habita en su memoria, la cual es fulcro de mediación entre el mundo y Dios.
Estoy hablando de la intervención del valor esencial y personal que orienta toda la actividad del sujeto, en su conjunto, y no solamente en el detalle. No mirarlo así sería omitir que existe una afirmación personal que, en la memoria y en el olvido, conforma a través del tiempo la unidad de la realidad humana[4].
Tanto el recuerdo como el olvido nos definen profundamente, también a Séneca y a San Agustín. Tienen una significación positiva, intervienen en un momento dado de nuestra historia y realizan en el orden personal horizontal un ajuste entre mi ayer y mi hoy[5]; y en el orden vertical una composición entre el valor inferior y el superior.
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Olvido de sí: San Juan de la Cruz
Pero es todavía insuficiente este análisis de la función del olvido en la trama de la vida espiritual, orientada a valores superiores.
Podemos advertir que en esta línea hermenéutica de la totalidad intencional y personal se movían también las indicaciones sobre la memoria y el olvido que San Juan de la Cruz ofreció en la “Noche oscura” del alma. Por lo que voy a terminar haciendo referencia a la fenomenología y ética de la memoria según el místico español.
La noche oscura sobreviene muy principalmente a la memoria[6], un archivo y receptáculo que recibe todas las formas e imágenes cognoscibles: ella es “posesión” de todo lo que hemos experimentado y conocido, pero especialmente posesión de nosotros mismos: la memoria nos integra y nos da la posesión de nuestro ser en el mundo, es la que totaliza nuestra experiencia vital[7]. ¿Qué significa esta noche de la memoria? Significa que la persona humana, para ascender a lo divino, tiene que sufrir la purgación moral de todos los contenidos finitos arraigados en sus recuerdos. Esos contenidos, que en realidad son la totalidad de su vida, y llevan la marca de la finitud y dispersión, no le dejarían contactar en su interior con lo divino, con el amado buscado. De modo que, para olvidarse de todo eso y no volar en un vacío indefinido ‒quizás similar al de los paraísos perdidos de Proust‒ era también preciso olvidarse en alguien, efecto que el místico llama “absorbimiento de la memoria en Dios” (Subida, III, 2, 8). Ese olvido no acontece fuera de la relación interpersonal: no hay ahora en la memoria nada que no sea la persona divina. La purificación de la memoria, la poda ascética, tenía como meta negativa el olvidarse de todo lo finito, quedarse sin las cosas tocadas por el tiempo, pero tenía como meta positiva olvidarse serenamente en alguien que justificara y acogiera la sustanciación del olvido; esta era la misma estructura de olvido y memoria de San Agustín, sin los ribetes hiperrealistas y platónicos del Santo de Hipona. Sólo así la memoria humana, que fue del pasado, transforma su orientación retrospectiva en otra dirección, viviendo una esperanza prospectiva, sin tiempo. Cuando el Doctor místico, tras filtrar su memoria, describe el más alto fenómeno amoroso y personal de la vida espiritual, acaba diciendo en la Noche oscura [8]:
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
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[1] G. Gusdorf, Mémoire et personne, PUF, París (1950), 2ª 1993, p. 312.
[2] Véase en San Agustín la enumeración de las tres facultades humanas de memoria, entendimiento y voluntad: De Trinitate, IX, 4, 4: mens, notitia, amor; X, 11, 17: memoria, intelligentia, voluntas; XI, 3, 6: memoria, interna visio, volitio; XIV, 12, 15: memoria Dei, intelligentia Dei, amor Dei; V, 21, 40-41. Asimismo, la correlación entre las divinas personas ‒Pater, Filius, Spiritus Sanctus‒ y memoria, intelligentia, voluntas, de la mente humana. “En San Agustín, las tres potencias constitutivas del alma ‒memoria, intelecto y voluntad‒ corresponden, por su mismo nombre, a tres personas divinas; y esta correspondencia se extiende además más lejos, porque no basta decir que hay en el hombre tres potencias espirituales como hay en Dios tres personas divinas: es preciso decir además que estas tres potencias del alma, ancladas en la unidad del alma a la cual pertenecen, reproducen un plan interno, cuyo modelo es ofrecido por la esencia divina. En Dios hay unidad de esencia y distinción de personas; en el hombre hay unidad de esencia y distinción de actos. Aun mejor: hay correspondencia exacta entre el orden y las relaciones recíprocas de elementos que constituyen estas dos trinidades. Al igual que el Padre engendra el conocimiento eterno del Verbo que lo expresa, y que el Verbo a su vez se liga al Padre por el Espíritu, asimismo la memoria o pensamiento, en la plenitud de ideas que encierra, engendra el conocimiento del intelecto o verbo, y el amor nace de uno y del otro como el lazo que los une. Pero aquí sólo hay una mera correspondencia accidental. La estructura de la Trinidad creadora condiciona y, por consiguiente, explica la estructura del alma humana”. Étienne Gilson, La philosophie de Saint Bonaventure, 2a ed. Paris, J. Vrin, 1978, p. 180.
[3] G. Gusdorf, Mémoire et personne, PUF, París (1950), 2ª 1993, p. 320-321.
[4] Algo parecido acontece en el acto de perdonar. Es claro que el rencor o la ira ‒que nacen de un mal inferido‒, abren una herida en la persona. Cuando el agresor se muestra arrepentido y lo demuestra, el perdón no sólo domina en el agraviado el deseo de rechazarlo y castigarlo; el perdón no busca venganza, sino que incluso puede olvidar la ofensa injustamente recibida, superando el resentimiento. El perdón no es propiamente la aceptación indulgente de una ofensa, ni se reduce a no guardar resentimiento, ni a excusar la acción negativa del agresor, ni conformarse con ser una persona humillada. El que perdona experimenta hacia el ofensor pensamientos positivos y una actitud generosa, clemente. Pero el perdón no produce automáticamente olvido. Ahora bien, para que el perdón sea constructivo, higiénicamente maduro, ha de cambiar el modo en que recordamos la ofensa pasada, sin la angustia y la ansiedad que inicialmente produjo. De modo que los recuerdos que puedan permanecer han de servir para sanar nuestra memoria. El perdón no consiste en tener lástima del otro: eso es desdén. El perdón es un paso hacia la reconciliación; y en primer lugar, la interior, una curación del rencor.
[5] Este fenómeno ha sido muy bien descrito en dos libros de la segunda mitad del siglo XX: Mémoire et personne, de Georges Gusdorf, y La mémoire, l’histoire, l’oubli, de Paul Ricoeur. Entre otros.
[6] He aquí algunos textos en los que hace referencia San Juan de la Cruz a las tres potencias del alma (entendimiento, memoria y voluntad): Subida: I,8,2; I,9,6; II,4,8; II, 5,1; II, 6,1; II,7,1; II, 8,5; II,13,4; II,14,6; III,1,1; III,2,1 y 14; III,3,6; III, 19,8; Noche: I,9,7; Il,3,3; Il,4,1-2; Il,8,2; Il,21,11; Cántico: 2,6-7; 16,10; 18,5; 19,4; 20-21,4 y 8; 26,5-9; 27,7; 28: 3, 5 y 8; 35,5; Llama: 1,17 y 20; 2,33-34; 3: 18,29,41,68-69; Carta 20,2.
[7] Elizabeth Wilhelmsen, “La memoria como potencia del alma en San Juan de la Cruz”, Carmelus, 37 (1990), 89-145.
[8] San Juan de la Cruz, Noche oscura, última estrofa.
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