Se nace con una naturaleza abierta, como persona. Pero con el tiempo formamos una personalidad, un modo de ser en la realidad. A ese proceso de libre formación de la personalidad en el tenaz carácter recibido de la naturaleza, se llamó siempre educación.
Se comentaba a principios del siglo XVIII una historieta trágica y salvaje, que seguramente nunca podría haber ocurrido:
“De camino a la horca, pidió un ladrón a los jueces le permitieran, para su consuelo, decir a su madre dos palabras al oído. Acercóse la madre, y aquél cortóle media oreja con los dientes. Afeáronle los circunstantes, acción al parecer tan poco pía; mas él satisfizo, diciendo: la madre tiene la culpa del hijo. Hubiérame castigado cuando rapaz hurté a otro niño una cartilla, y no me hubiera yo adelantado en nuevos hurtos”.
Muestra este relato dos puntos importantes. Uno positivo y acertado: que la educación ayuda a conformar en valores el abierto carácter del niño. Otro negativo, arrastrado por un sentir histórico equivocado: que la educación es algo mecánico, como una relación rígida de causa a efecto. A veces se olvida que en medio está la libertad del educando ‒y luego la del hombre maduro‒: quizás ni los castigos hubieran hecho mella en una libertad indispuesta hacia valores, como pudo ser la de ese ladrón.
Vayamos a lo positivo, bajo el supuesto de que el educando es un ser libre, pero no totalmente… También el hombre en un ser corporeizado, agravado por el peso de la materia. No es un espíritu puro. Y lo cierto es que no puede sazonarse en otoño lo que no floreció por mayo. De las raíces proviene el jugo, que se endurece en el tronco, que reverdece en las hojas, que bermejea en la flor.
Por eso, desde los primeros años ha de ser instruido el hijo hacia el bien. Mientras dura el ánimo en la blandura de cera, has de imprimir en él la imagen de la virtud, antes que se convierta aquella ternura en resistencia de bronce.
Mucho ha de madrugar el que quiere coger a tiempo la blandura dulce de un infante. A la parte que le inclines, cuando es vara, hallarás inclinado el árbol, cuando es tronco. Y aquellas señas que formes en las tiernas cortezas de la plantas, veráslas con el tiempo crecidas, no borradas. No hay cosa que más tenazmente acompañe al hombre, que lo que en la faja mamó. Es increíble la fuerza de la leche, para doblar hacia una parte el natural. Y cierto es también, en lo que atañe a valores y fines, que el mal se imita fácilmente; y de quien no puedes aprender las virtudes tomarás fácilmente los vicios.
Acostúmbrales, pues, desde niños, a gobernar bien el gusto y dolor, para que desde la cuna al sepulcro hagan lo que deben y amen lo que deben amar. Ni es poco lo que esto importa, antes depende lo más del modo con que se acostumbre la niñez.
Lo que en la juventud no se aprende, toda la vida se ignora. ¿Por qué la primera edad es entre todos la mejor? Porque sola ella es apta para el culto del alma.
Quien de cachorrillo te enseñó a engordar de ajenos trabajos, te hizo para siempre poltrón.
Textos seleccionados de la obra de Francisco Garau,
Máximas políticas y morales (Barcelona, 1702), pp. 21-31.
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