De la belleza y el gusto
Los pensadores griegos llamaban kalós a lo «bello»; y logos a la «contemplación» o «intelección»; de manera que la intelección profunda de la esencia o éidos de lo bello podría llamarse caleológica, un vocablo que ya fue utilizado en el siglo XIX. Y similarmente podría llamarse caleotécnico al modo artístico o técnico (del griego tekné) de conseguir belleza contemplable. Tanto uno como otro término son categorías de una Estética que se precie de serlo.
Al sentimiento de la belleza se ha llamado «gusto». Y sobre el gusto han escrito los más prestigiosos pensadores, desde antiguo hasta aquí. El gusto ha sido primeramente significado en los sentidos corporales que tienen terminales nerviosas específicas (en la lengua, en el oído, en el olfato, etc.), destinadas a percibir el buen sabor de los alimentos. Mas por analogía se atribuye el gusto a los sentidos implicados en la contemplación de las bellas artes, como la vista en las artes visuales y el oído en la música. Y más hondamente se traslada «gusto» a significar la facultad que tenemos de gozar la belleza de las cosas. En este último sentido, «gusto» es un acto del espíritu que, regulado por las leyes de la realidad misma, está volcado hacia lo bueno de las cosas, especialmente determinado como belleza. El gusto es una dote esencial de la naturaleza racional. Sólo un ser espiritual es capaz de discernir lo bello de lo feo, lo más bello y lo menos bello. Por tanto, el juicio sobre la belleza no es meramente empírico o urgido por el efecto agradable que las cosas nos producen; más bien, excede de la experiencia. Sin el factor racional de un espíritu que fuera capaz de gozar la contemplación de la belleza, las cosas existirían, pero no serían bellas. Es más, sólo una razón absoluta -increada y eterna- sería el gusto absoluto.
Las leyes supraempíricas que regulan nuestro conocimiento de la verdad, del bien y de la belleza son objetivas, pero independientes, en cierto modo, de la experiencia. Leyes o principios que, en lo que aquí respecta, forman el criterio supraempírico que, acerca de la belleza, puede ser llamado caleológico. Es la parte fundamental de la Estética. Pues bien, la explicación ordenada y sistemática o científica de tales principios y leyes que conforman el gusto racional es la parte arquitectónica de la Estética que debe llamarse caleotécnica o arte de juzgar rectamente de las obras producidas por las bellas artes. El juicio caleológico es supraempírico; el juicio caleotécnico se difunde en la experiencia. En la noción de «gusto» confluyen ambos criterios. El gusto es capaz de reconocer y juzgar la belleza tanto en su dimensión empírica como en su aspecto supraempirico.
Sólo la limitación de la razón, tensada en la individualidad de cada hombre, explica las discrepantes conclusiones que existen sobre las cosas bellas. Pues aunque la razón es común a todos los hombres, no es una potencia cultivada, pues necesita labrarse y desenvolverse. Lo cual conlleva el influjo de nuestras inclinaciones y de nuestros sentimientos sobre nuestros juicios. Hecho que obliga a poner la mayor atención sobre los pasos correctos de nuestros enfoques estéticos. Porque, en el caso de la belleza, el sentimiento se llama «amor»: la belleza produce deleite, satisfacción que es amor. Pero a veces este amor no es «puro amor» a la realidad de lo otro, sino amor dirigido al propio ser, más violento y sensible que el anterior. En ese momento, lo agradable corrompe el gusto de lo bello. Y se nombra «bello» lo que dista de serlo.
Lo bueno y lo bello
En un plano caleológico, aunque bien y belleza son lo mismo fundamentalmente, difieren de modo formal o conceptual. Si el bien se refiere a la facultad apetitiva, lo bello se refiere a la facultad cognoscitiva. De ahí que la definición del bien (bonum) y de lo bello (pulchrum), teniendo la misma esencia objetiva, ha de determinarse por un diverso orden o diversa relación, es decir, una relación a la facultad respectiva. Así, el bien será «lo que todos apetecen» (quod omnia appetunt), y lo bello será “lo que place a la mirada» (quae visa placent), incluyendo ahí principalmente la mirada intelectual.
Por tanto, el bien y lo bello son dos cosas que dan quietud o complacencia a sus correspondientes facultades: pero eso lo han de hacer de diverso modo. Así, la quietud o complacencia del bien consistirá en su posesión: el bien tiene sentido de fin, de manera que el apetito es como un cierto movimiento hacia la realidad; y el bien, de suyo, tiene capacidad de aquietar el apetito. Por otro lado, la quietud y complacencia de lo bello consistirá en la sola y exclusiva contemplación: no tiende a la posesión de la cosa: el entendimiento sólo tiende a conocer la cosa. En la complacencia, como en su primera raíz, consiste la esencia de la belleza. La complacencia del apetito, que le sigue o acompaña, o el amor de aprobación y benevolencia acerca del objeto bello, no es sino una propiedad de la belleza.
Establecido el paralelismo trascendental entre lo bueno y lo bello, se solía dar una definición que no es expresión esencial de la belleza, sino sólo definición por los efectos, o sea, expresaba el modo peculiar de su complacencia (en contraposición a la tendencia o posesión del apetito): la sola contemplación o conocimiento; lo bello es aquello cuyo solo conocimiento causa placer: Pulchrum est id cuius ipsa apprehensio placet. (Cfr. Sanctus Thomas de Aquino, STh I q5 a4 ad2).
En fin, tres notas requiere la belleza, apuntadas por Aristóteles (Met. XIII 3, Bk 1078 a 36). Primero, integridad o perfección: pues por lo mismo que algo no es íntegro, también es feo. Segundo, debida proporción o consonancia. Y tercero, claridad, y de ahí que sean llamadas bellas las cosas que tienen un color nítido, sin prestarse a confusión. (STh I q39 a8; II-II q145 a2, q180 a2 ad2).
¿Qué significan esas tres notas en su unidad esencial? La belleza se funda sobre aquella perfección especial que es la consonancia armónica de las partes. A la facultad cognoscitiva se refiere lo bello como objeto bien ordenado en sí mismo, cuyas partes están bien proporcionadas entre sí y se unen de modo connatural entre sí para constituir una cosa. A su vez, el conocimiento aprehende la multiplicidad propuesta objetivamente como una cierta unidad, ordenando las partes entre sí en la unidad de la aprehensión. Si las partes están proporcionadas naturalmente, ellas y el todo constituido por ellas convienen como objeto de conocimiento y complacen a la mirada (visa) sensible o intelectual. Pero lo confuso, lo desordenado en sus relaciones, no es accesible a la inteligencia y con dificultad es aprehendido por los sentidos, ofende a los sentidos; el orden ha de ser claro, lúcido, o sea, bello. Ha de tener la conveniente proporción objetiva de la cosa misma, en cuanto las partes que son congruentes entre sí responden al natural ímpetu de la facultad cognoscitiva, impulso de conectar todas las cosas en unidad para obtener una aprehensión única.
Es cierto que ninguna cosa es tan tenue que, bajo algún respecto no unifique la multiplicidad de partes; y así es bello un sonido puro, en cuanto se extiende temporalmente y, por tanto, se compone de muchas partes que son congruentes entre sí; también el simple color puro, en cuanto extendido en el espacio contiene en sí, en unidad, la pluralidad de partes. Pero esta belleza es mínima. Mayor belleza tiene la consonancia de dos sonidos, como ocurre en la expresión sinfónica. Cuanto mayor es la multiplicidad y cuanto mayor es en ella la unidad, tanto mayor es la belleza.
Sobre el sentido de la «imitación» en la caleotécnica, véase mi artículo: http://regusto.es/2013/11/14/el-gusto-por-lo-esencial-autorretrato-con-machado-2)
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