Autor: Juan Cruz Cruz (página 22 de 22)

Ontología y etiología de la virtud, según Santo Tomás

Paolo Veronese (1528-1588): “El joven entre la virtud y el vicio”. Con una técnica que usa el empaste ligero y el resalte de transparencias, le interesa la perfección del dibujo: un joven con talante serio y tenso se mueve entre dos posibilidades existenciales: la positiva y la negativa. La escena está enmarcada en un rico y suave colorido, preferentemente de tonos grises, plateados, azules y amarillos. Los fastuosos trajes son propios de un ambiente suntuoso.

Paolo Veronese (1528-1588): “El joven entre la virtud y el vicio”. Con una técnica que usa el empaste ligero y el resalte de transparencias, le interesa la perfección del dibujo: un joven con talante serio y tenso se mueve entre dos posibilidades existenciales: la positiva y la negativa. La escena está enmarcada en un rico y suave colorido. Los fastuosos trajes son propios de un ambiente suntuoso.

Las virtudes humanas forman un orden, un organismo psicológico  

 

Santo Tomás recibe de una larga tradición –griega, romana, patrística– suficientes piezas psicológicas y elementos morales que le sirven para construir su doctrina de las virtudes cardinales. Pero todo ese caudal es inmediatamente aglutinado y ordenado jerárquicamente bajo una forma nueva, de modo que su modulación expresa también la originalidad de todo su sistema, alentado por una visión analógica de lo real.

El conjunto de virtudes adquiridas es propiamente un organismo, a la vez psicológico y moral. O sea, la pluralidad de virtudes no expresa una suma de elementos atomizados, sino una unidad de orden y, por lo tanto, una pluralidad jerarquizada, conforme a una relación posicional respecto a algo primero y principal. A ese orden de las virtudes le cabe el nombre de unidad analógica. Lo cual significa que las virtudes cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza– no convienen entre sí unívocamente, sino analógicamente. Pero no con la superficial analogía que resulta de una denominación extrínseca –que le asignara desde fuera un orden–; sino con una intrínseca y real analogía, porque en el hombre virtuoso –o lo que es igual, en una personalidad bien formada– varias fuerzas morales se refieren a una principal, guardando una disposición jerárquica. Cada una de las virtudes, en este caso, viene a ser parte o modo de un todo dinámico. De una manera precisa, y con abundantes textos, Santiago Ramírez aclaró esta índole analógica del organismo de las virtudes, en su libro De ordine[1], a cuyas páginas me remito en la esta exposición. Continuar leyendo

Las excepciones a la ley natural: Domingo de Soto

A la pregunta de si Dios puede dispensar de la ley natural y, por tanto si la ha dispensado alguna vez, los maestros de la Escuela de Salamanca siguen decididamente la solución que Domingo de Soto había hecho en su obra De iustitia et iure.

Soto se enfrenta a dos tendencias de su tiempo.

En primer lugar, una que arranca de la escuela franciscana que va de San Buenaventura a Duns Escoto y del nominalista Gabriel Biel, y que llamaré semi-dispensadora: estos autores están de acuerdo en que algunos preceptos de derecho natural son indispensables y algunos otros pueden ser dispensables, pero varían mucho al señalar la diferencia entre ellos; están perplejos antes los casos que registra la Sagrada Escritura en los que parece que Dios ha hecho dispensa de un precepto de ley natural, y de ahí coligen que Dios es capaz de ello, argumentando del hecho al derecho, o mejor, del acto a la potencia.

En segundo lugar, se enfrenta a la tendencia toti-dispensadora, propia de otros autores –entre ellos Ockham– que afirman que todos los preceptos de derecho natural son dispensables: de modo que en cualquier precepto natural puede darse la dispensa, incluso en el precepto de no obrar contra la propia conciencia.

Domingo de Soto ve en ambas tendencias, a pesar de su argumentación escriturística, la larva del relativismo anidando en la ley natural; y argumenta –bajo el pensamiento del Aquinate– que los preceptos de la ley natural no son propiamente dispensables por potestad alguna, ni siquiera la divina.

Es esta una tesis que en la Escuela de Salamanca se hizo común, y la encontramos en Vitoria y Medina, así como en los autores jesuitas que coincidieron en el tiempo con la floración de aquella Escuela, como Suárez y Valencia, entre otros.

Véase: Las excepciones a la ley natural

La técnica ya no imita a la naturaleza

El Jerome van Aken, El Bosco (1450?-1516), “Jardín de las delicias”. El pintor muestra el lado tenebroso del ser humano, rodeado de demonios, magos y brujas. Invita a mirar más allá de las imágenes haciaun trasfondo expresado en figuras simbióticas entre hombre y animal, alertando acerca de la quiebra del hombre por una técnica que pretende ser creadora.

Varios autores modernos, como Marcel o Jaspers, han llamado la atención hacia un fenómeno, extremadamente grave, producido en la Edad Moderna y concerniente a una forma de la razón práctica, a saber, aquélla que establece la objetivación tecnológica del mundo.

Como es sabido, la razón práctica referida a lo factible –a las obras que hacemos en el mundo– fue llamada por los medievales arte (tékhne por los griegos), habitud que se diferencia del comportamiento natural; pues natural es lo que surge a partir de lo que ya está ahí, sin colaboración humana alguna, mientras que el arte es la producción intencional de algo por obra del hombre.

El arte era para un antiguo o un medieval imitación de la naturaleza. La proposición de que “el arte imita a la naturaleza” era entendida en un sentido muy preciso. Sólo en las cosas que pueden hacerse por el arte y por la naturaleza, el arte imita a la naturaleza: pues si un sujeto enferma por causa de un elemento frío, la naturaleza lo sana calentándolo; y por tanto, también el médico, si lo ha de curar, lo sanará calentándolo.

Pero en su esfuerzo imitativo el arte tan sólo alcanzaba a realizar objetos de una esfera muy limitada. En sentido absoluto es el arte lo ontológicamente deficiente respecto a la operación de la naturaleza: ésta otorga la forma sustancial, cosa que no puede hacer el arte, porque todas las formas artificiales son accidentales; a lo sumo el arte aplica un agente estricto natural a la materia misma natural, como el fuego al combustible. Lo vinculante e importante era lo que existía ya desde siempre por obra de la naturaleza, lo envidiablemente imitable, lo susceptible de mímesis. La naturaleza era una entidad independiente, a la que el hombre obedece en gran medida, no sólo para obtener los frutos de su subsistencia, sino para lograr el ejemplar de las cosas factibles. Dicho de otro modo, el objeto factible nunca era completamente técnico, pues había mucho comportamiento natural en su seno. Lo cual significa que el arte era imitación cuando es capaz de repristinar en su propia operación los modos de la naturaleza misma.

En cambio, durante la Edad Moderna el quehacer técnico deja de ser imitación de la naturaleza y pretende la originalidad de las obras hechas por el hombre. El objeto factible es tecno-lógico, o sea: su logos, su esencia viene dada por la técnica. La naturaleza misma viene a ser un objeto de explotación. Por objetivación tecnológica no entiende el simple cálculo de aquellos procesos naturales que se realizan sin nuestra intervención, como los movimientos de los astros; más bien, la objetivación tecnológica consiste en producir artificialmente procesos naturales, conociendo previamente las condiciones y las leyes que los obligan a discurrir conforme al fin que el hombre se ha propuesto.

El hombre deja de ser paulatinamente hijo de la naturaleza; y el objeto técnico abandona su antigua impregnación natural.

Véase: La técnica frente a la naturaleza

La presencia de la ley natural en los títulos de guerra: Siglo de Oro

Otto Dix (1891-1969) pinta la quietud macabra y siniestra de la guerra en el borde las trincheras. Hace así una crítica social y política de difícil refutación.

 

La guerra es otro modo expresivo de la fragilidad humana, pues, según la tradición judeocristiana, no existía en el estado de inocencia: es uno de los desórdenes más graves introducidos en la humanidad.

Entre las razones suficientes que inducen a emprender acciones bélicas hay una, la injuria al honor, ya señalada por Tucídides entre otras dos: “el honor, el temor y el interés”. O sea, no siempre la búsqueda del poder tiene su aguijón en el miedo o en la consecución de la seguridad o de ventajas materiales, porque hay otra razón igualmente desencadenante: “un prestigio mayor, respeto, deferencia, en resumen, honor”.

Aunque de la obra de Vitoria se sigue claramente la doctrina de que la “gloria” del príncipe, su “fama” o su “honor” pueden ser puestos en balanza para justificar la guerra misma; sin embargo el maestro dominico no elaboró explícitamente este punto. Lo harían Molina y Suárez. Lo decisivo para Vitoria es la “iniuria”, la violación clara de un derecho.

En realidad, cuando un Maestro del Siglo de Oro se pregunta por los títulos de guerra –o la causa fundamental para declarar lícitamente la guerra– señala inmediatamente la “iniuria”, la violación de un derecho –una injusticia hecha y no reparada–. Es lo que sustancialmente había enseñado ya San Agustín, el referente intelectual más alto que, con Santo Tomás, se tenía entonces para afrontar moralmente el problema de la guerra.

En los círculos intelectuales españoles del siglo XVI se vivió con gran intensidad el problema del decisivo título de guerra, debido a dos hechos fundamentales: de un lado, el descubrimiento y la conquista de América, asunto que planteaba el problema moral de la licitud de la conquista y de la guerra contra los indios; de otro lado, el rompimiento de la unidad de la cristiandad europea por causa de la rebelión protestante, hecho que hacía muy difícil organizar un sistema de defensa colectiva, aflorando el peligro de la guerra internacional. Vitoria piensa estas razones en tiempos de Carlos V (†1558); Molina y Suárez en los tiempos de Felipe II (†1598); y Suárez también en la época de Felipe III (†1621).

Véase: Honor herido, motivo de guerra

La extensión de la ley natural al poder político: Siglo de Oro

Para comprender la teoría del poder civil mantenida en el siglo XVI es preciso tener presente el ardor polémico con que entonces se quiso rebatir el absolutismo monárquico de Jacobo I, para quien no había diferencia entre el poder espiritual del soberano Pontífice y el poder temporal de los reyes: ambos poderes vendrían inmediatamente de Dios a la persona que ejercía el poder.

Para este monarca, además, por autoridad legítima se entendía sencillamente la establecida bajo una concepción dinástica y territorial. A Suárez no le interesaron en realidad las cuestiones de hecho, sino las de derecho con sus implicaciones morales: ¿cómo puede constituirse un estado, tomando como punto de partida la naturaleza del hombre y de su fin social?

Si Suárez clamó y escribió contra aquella postura legitimadora de índole absolutista, lo hizo desde la concepción clásica, según la cual, la autoridad tiene siempre como misión general la consecución del fin del estado, el bien común y el orden público: en el cumplimiento de esta misión se basa su legitimidad. En esa misión es decisiva la voluntad del pueblo, el cual no debía ser concebido como mera multitud inorgánica. ¿Qué decía esa tradición clásica acerca de la legitimidad de obedecer a un soberano? 

Véase: La extensión de la ley natural al poder político

La imperatividad absoluta del deber. Apunte sobre Millán Puelles

 

También sobre la conciencia humana irradian las exigencias absolutas del deber.

También sobre la conciencia humana irradian las exigencias absolutas del deber.

1. Sentido del argumento deontológico, o por el deber, para probar la existencia de Dios. 

«Era un deber para nosotros –dice Kant– promover el sumo bien; por tanto, no era sólo un derecho, sino una necesidad conectada con el deber, una exigencia, el presuponer la posibilidad de este sumo bien. El cual, en virtud de que se da únicamente bajo la condición de la existencia de Dios, enlaza inseparablemente la presuposición de esta existencia con el deber, y ello equivale a decir que es moralmente necesario admitir la existencia de Dios»  [1]. En estas palabras, que ponen en relación necesaria el deber con la existencia de Dios –porque es imposible conferir al deber un fundamento sin apelar a Dios–, se puede identificar una forma moderna del argumento deontológico. Sólo que para el Regiomontano a Dios no se puede llegar con la razón teórica, sino con la razón práctica. De este agnosticismo teórico se aleja la propuesta de Millán-Puelles. Su análisis viene a mostrar que la realidad práctica del deber tiene consecuencias teóricas, justo las mismas que desembocan en la formulación del argumento deontológico. Uno de los hilos que en la producción filosófica de Millán-Puelles conduce desde la Estructura de la subjetividad a La libre afirmación de nuestro ser [2] es el análisis fenomenológico y ontológico de la libertad. En este análisis aparece el deber como una realidad que, desde el ámbito de la libertad, posibilita una mostración de la existencia de Dios como Persona Absoluta. «A esta Persona Absoluta es a la que se accede en la reflexión filosófica sobre la experiencia del deber en su carácter de imperativo moral y en tanto que éste requiere –por su propio carácter absoluto […]– un fundamento último, incondicionado enteramente. Dios, la Persona Absoluta, es el imperante del imperativo moral, sin que ello le confiera al ser de Dios una relatividad real que tenga en ese imperativo su otro extremo» [3]. Continuar leyendo

El acto eminentemente libre: apunte sobre Juan Poinsot

 

La Casa de las Conchas (1493-1517) de Salamanca. Palacio urbano, de estilo gótico y elementos platerescos renacentistas. Decoran la fachada del edificio flores de lis, blasones, escudos y especialmente las Conchas de Santiago dispuestas a tresbolillo siguiendo la tradición mudéjar de decoración en rombo. Las cuatro grandes ventanas de estilo gótico son de excepcional belleza y variación, no habiendo ninguna igual entre sí. Símbolo de de una especial libertad y fuerza.

La Casa de las Conchas (1493-1517) de Salamanca. Palacio urbano, de estilo gótico y elementos platerescos renacentistas. Decoran la fachada del edificio flores de lis, blasones, escudos y especialmente las Conchas de Santiago dispuestas a tresbolillo siguiendo la tradición mudéjar de decoración en rombo. Las cuatro grandes ventanas de estilo gótico son de excepcional belleza y variación, no habiendo ninguna igual entre sí. Símbolo de de una especial libertad y fuerza.

1. Libertad dialéctica e indiferencia ontológica

 

1. Uno de los puntos que diferencian la filosofía medieval de la mo­derna con­siste en que aquélla admitió la posibilidad de una li­bertad que no fuese ni una expresión de mera fragilidad ni una búsqueda consti­tutiva y continua; o dicho de otro modo, consideró la posibilidad de un acto humano voluntario perfecta­mente saturable o saciable, no remitido a ulterior complemento.

Ese punto se encuentra ligado a los muchos vectores medievales metafísicos que sufrieron variaciones y reorientaciones en la modernidad. Por ejemplo el vector que une la “voluntad de fines” a la “voluntad de medios” lleva consigo el vector que une el intelecto a la razón, interpretado a veces de tal manera que hizo desaparecer la aportación original que el pensamiento medieval atribuyó al inte­lecto[1] y, con ello, a la voluntad de fines.

A propósito de la voluntad humana, esa reorientación moderna ha impedido valorar la tesis tomista[2] de que un acto “eminentemente libre” pueda no ser “formalmente libre”. Esta terminología expresa un problema que se refleja en algunas preocupaciones modernas.

Por ejemplo, cuando Schelling afirma que la libertad es un “poder del bien ‘y’ del mal”[3], obliga a pensar que con esa “y” copulativa se estructura formal­mente la libertad o que ésta no debe ser comprendida de otra ma­nera. La liber­tad humana sería constitutivamente dialéctica, braceando siempre entre los opuestos del bien y del mal: aquí se hermana la fragilidad antropológica con la pujanza dialéctica. Me propongo mostrar que, en la línea histórica interna que va de Santo Tomás a la Escuela de Salamanca, existe el convencimiento de que la voluntad se rige inter­namente por un ámbito meta-dialéctico universal que hace posible una libertad superadora de la “indiferencia” psicológica propia de la libertad dialéctica. Continuar leyendo

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