Sección: 6.3. Tardomedievales (página 2 de 5)

Vitoria, Soto, Báñez, Medina, Suárez, Molina, Vázquez, Sánchez Sedeño, Araujo, Poinsot,

¿Es la ley natural la misma naturaleza humana? Una tesis de Vázquez (s. XVI)

Rodin: “Tougth” (1886). Cuando Rodin comenzó a modelar en mármol un retrato de Camille Claudel, al llegar al cuello se detuvo: la cabeza que emerge del bloque era suficiente para un símbolo: el pensamiento emergiendo de la naturaleza.

Rodin: “Tougth” (1886). Cuando Rodin comenzó a modelar en mármol un retrato de Camille Claudel, al llegar al cuello se detuvo: la cabeza que emerge del bloque era suficiente para un símbolo: el pensamiento emergiendo de la naturaleza.

1. La naturaleza humana y la doble ley natural

1. Que los derechos no se fundan en la voluntad de los pueblos, ni en las decisiones de los gobiernos, ni en las sentencias de los jueces, sino en una ley objetiva válida para todos: tal es la tesis de una tradición de filósofos que arranca de Platón. Fue quizás Cicerón el autor latino que en la antigüedad la defendió con más agudeza, en su libro De legibus (I, cap. 16, n. 43). Pero, ¿cómo habría que entender esa ley? ¿Qué pensaría de ella, por ejemplo, un físico? Ciertamente las leyes físicas enuncian hechos generales y constantes, expresando lo que es y suponiendo una necesidad en el despliegue de los fenómenos. Esas leyes posibilitan que, una vez establecido el antecedente, el científico espere la aparición necesaria del consiguiente. Habría un lazo necesario entre el primero y el segundo. La ley física señala un “proceder” necesario, pero no un “deber”: se expresa como una relación matemática que representa magnitudes mensurables; bajo la forma de una ecuación enuncia que un estado está siempre ligado o vinculado determinadamente a otro estado. Pero en el orden moral la ley dice lo que debe ser y expresa el fin determinado al que un acto habrá de dirigirse, suponiendo que se obra con libertad, y no con necesidad.

Sin embargo, aunque tan distintos, ambos tipos de leyes coinciden, de una manera muy general, en ser “normas”,  ejemplares o reglas conforme a las cuales se pueden expresar las cosas.

2. Me permito adelantar la conclusión que, a propósito de la ley moral natural, se puede sacar de las amplias explicaciones que ofrece el maestro jesuita Gabriel Vázquez de Belmonte (1549-1604)[1]: la ley natural es propiamente el conjunto de exigencias radicales o estructurales de la naturaleza humana como tal, o sea, biológica y racional a la vez. De modo que, en sentido estricto, ella no es una “ley”, un precepto racional, sino algo previo: es el fundamento estructural de las leyes y preceptos racionales. Afirmaba que “la ley natural no se incluye en mandato ni en juicio alguno, sino que debe ser algo anterior a toda intelección y volición”.  Otros grandes maestros de su tiempo (como Domingo de Soto o Francisco Suárez) habían enseñado que la ley natural es formalmente un acto del entendimiento, una especie de “mandato”, praeceptum o imperio racional. Continuar leyendo

Radiografía espiritual del odio

Artemisia: Judit mata a Holofernes

Artemisia Lomi Gentileschi (1593-1654): “Judith decapitando a Holofernes”. Es una pintura inspirada en el claroscuro de Caravaggio; impresiona por la violencia de la escena que representa, como un deseo de venganza.

El odio como deseo del mal ajeno

Dice el Diccionario que odio es «antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea». Esa definición tan condensada exige una explicación. En parte porque el odio no es simple antipatía, ni tampoco mera aversión. El odio se opone en realidad al amor, primera tendencia del ser humano. Y así como hay un amor perfecto, afirmación y donación sin retorno, también existe un amor imperfecto, en el que no se cumple algún aspecto de esa afirmación y donación. Paralelamente existe un odio perfecto y un odio imperfecto.

En cuanto a la oposición entre el odio perfecto y el amor perfecto debe indicarse que se oponen directamente, puesto que el odio perfecto desea para otro un efecto malo o un perjuicio, al igual que, en sentido contrario, la amistad quiere para el amigo un efecto bueno. Pero hay un matiz importante que no debe quedar desapercibido: y es que en el odio perfecto el efecto malo se reviste de apariencia de un bien, debido a una causa externa y en orden a mí, puesto que el daño que se hace a otro aparece como un bien para mí; sin embargo, en el amor perfecto, dado que el bien que deseo al amigo es en sí intrínsecamente un bien, no necesita de una relación externa, para que por causa de ella se convierta en un bien y en una cosa apetecible. No obstante, es cierto que el bien deseado para el amigo es también un bien para mí; pues toda amistad hacia otro comienza por el amor a uno mismo: ciertamente, yo personalmente no amaría al amigo si no viera que eso es conveniente y bueno para mí[1].

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Libertad: la «Concordia» de Molina

Segunda edición de la "Concordia" de Molina, en Amberes, 1592.

Primera edición de la «Concordia» de Molina, en Lisboa, 1588.

Polémicas sobre la libertad humana anteriores a Molina

El tema central de la Concordia –quizás el libro más célebre de su época– es la libertad humana. Para entrar en su mé­du­la el lector debería tener la misma animosa ilusión con que Molina puso en circulación esta obra, donde trata de mostrar, frente a la doc­trina luterana, la existencia rotunda de nuestra libertad de hombres y la armonía que hay entre esta libertad y el influjo preciso que toda criatura recibe de Dios para obrar, cada una en su orden. Esta preocupación viene de lejos en el pensamiento cristiano: baste recordar, en el siglo V, la obra de San Agustín De gratia et libero arbitrio; en el siglo IX, la obra de J. Scoto Eriúgena Liber de praedestinatione; en el siglo XI, el libro de San Anselmo Tractatus de concordia praescientiae et praedestinationis necnon gratiae Dei cum libero arbitrio; en el siglo XII la obra de San Bernardo De gratia et libero arbitrio. En los grandes tratados teológicos de los insignes pensadores del siglo XIII, como San Buenaventura o Santo Tomás, aparece estudiado este tema de modo amplio y sistemático. Ahora bien, aquella audaz ilusión de Molina acabó siendo también el empeño de la entera Compañía de Jesús, cuyos miem­bros sen­tían, justo por espíritu fundacional, la necesidad de afrontar con claridad las invectivas protestantes que –negando la libertad humana– tomaban cuerpo siste­mático en toda Europa[1].

La conceptuación de esa armonía acabó siendo bandera de discordia entre Órdenes católicas –principalmente entre dominicos y jesui­tas–; y esfuerzos agotadores de muchos pensadores preclaros quedaron absorbidos por la diatriba y la disputa en el seno de una misma religión. Es cierto que las diferencias no eran de escaso calado –cabe reconocer que res­pon­den a distintos enfoques metafísicos, que no es poco–, pero con ellas se protagonizó un enfrentamiento entre individuos o grupos rele­vantes de las mismas creencias[2]. El exceso provocó una dolo­rosa historia de desencuentros –que se prolonga del siglo XVI al siglo XVIII, bajo el rótulo de “polémica de auxiliis”– entre molinistas y bañecia­nos: algunos sectores de esas mismas Órdenes hicieron vanidosamente en ello señas de identidad colectiva[3]. Y las bibliotecas europeas se llenaron de cientos y cien­tos de sesudas investigaciones referidas a repetir hasta la saciedad los mismos argumentos con la misma rival acritud. Continuar leyendo

¿Podemos amar lo imposible?

Orlando Yanes (1926-). "La niña de la paloma" Especialista en la técnica de oleo sobre lienzo, crea en esta obra una sensación imaginaria de deseos que se disparan a lo imposible

Orlando Yanes (1926-). «La niña de la paloma». Especialista en la técnica de oleo sobre lienzo, crea en esta obra una sensación imaginaria de deseos que se disparan a lo imposible.

El objeto de nuestra voluntad

La voluntad está entre el entendimiento y  la operación exterior, pues el entendimiento propone a la voluntad su objeto y la misma voluntad causa la acción exterior. Así pues, el principio del movimiento de la voluntad se remonta al entendimiento que aprehende algo como bien en universal. Pero la terminación o perfección del acto de la voluntad se halla en la operación por la que alguien tiende a conseguir algo; pues el movimiento de la voluntad va del sujeto a la cosa. De ahí que la perfección del acto de la voluntad se considere que es un bien para el que obra. Y esto es posible. Por eso la voluntad completa no es sino de lo posible, que es el bien para el que está queriendo. Pero la voluntad incompleta es de lo imposible, que para algunos es la veleidad[1], porque alguien querría eso si fuera posible.

Puede en esto haber equivocaciones. Pues como el objeto de la voluntad es el bien aprehendido, se ha de juzgar de él tal como se halla en la aprehensión: y, así como la voluntad se propone a veces lo que estima bueno, no siéndolo en realidad; del mismo modo la elección recae alguna vez sobre una cosa que, a juicio del que elige, es posible, y que sin embargo no lo es para él.

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Metahistoria. La teleología trascendente de Molina

Miguel Angel (1475–1564): “El Juicio Final: La barca de Caronte”. Los elegidos son atraídos por la fuerza de Cristo; mientras que los impíos son condenados y les espera Caronte, que los tira al río del Infierno desde su barca.

Miguel Angel (1475–1564): “El Juicio Final: La barca de Caronte”. Los elegidos son atraídos por la fuerza de Cristo; mientras que los impíos son condenados y les espera Caronte, que los tira al río del Infierno desde su barca.

1. ¿Qué es la Metahistoria?

Si buscamos un concepto preciso y unívoco –“claro y distinto”– de la palabra  “Metahistoria” entre los autores que la utilizan, podemos llevarnos una gran decepción.  Suponiendo que no tenemos problemas epistemológicos para entender la palabra “historia” –aunque problemas los hay– tendríamos que dar en ella un paso adelante, un paso que los griegos designaban como μετὰ (que viene después).

Y como por historia se entiende tanto el relato mismo de los hechos temporales humanos (los libros de historia) como la realidad procesual de esos hechos (la realidad histórica misma que luego es relatada o contada), para unos la Metahistoria se reduce a los elementos lingüísticos y culturales subtendidos en los relatos históricos; y para otros, la Metahistoria está constituida por principios y fundamentos que dirigen la realidad histórica. La primera faena es propia de una Epistemología de la historia. La segunda, de una Ontología o Metafísica de la historia.

En la actualidad hay una porción de investigadores que se consuelan reductivamente identificando la Metahistoria con el conjunto de categorías lingüísticas y culturales que se precisan para contar historias (véase: Hayden White  Metahistoria. La imaginación histórica en el siglo XIX, 1973). Pero desde la Edad Moderna la Metahistoria ha sido más ontológica, más implicada en la realidad histórica como tal.

Está claro que, en una perspectiva horizontal, lo que viene después de la historia es la cesación misma de la historia, por lo tanto, nada.  Pero en una perspectiva vertical, quizás la historia esté fundada por un acto que la trasciende y la lleva a un cierto fin: la historia tendría propiedades, principios y causas que no afloran empíricamente en los sucesos temporales, pero que actúan y dirigen el curso histórico. Ciertamente ese fin y aquellos principios quedan velados a una primera mirada. Y el investigador se afana, después de indagar los hechos conectados históricamente, por encontrar el sentido de todos ellos, un fundamento o una motivación que los explique en su globalidad: un fin que anidaría en el seno de la historia y que la arrebataría más allá (μετὰ) de su desarrollo empírico. Es la Metahistoria. Continuar leyendo

La riqueza filosófica de las Escuelas Españolas del Siglo de Oro

Fachada principal de la Universidad de Salamanca (s. XVI): “Rana encima de una calavera”. Terminando el primer cuerpo de la fachada, en la pilastra de la derecha hay labradas a modo de capitel tres calaveras: las de los tres hijos de los monarcas, infantes que fallecieron antes de la construcción de la fachada (Isabel, María y Juan); la que está en la izquierda simboliza al príncipe Juan y porta encima una rana que simboliza al médico que no pudo salvar la vida del heredero. Con mucha frecuencia los visitantes pierden mucho tiempo buscando ese ornamento, pasando por alto la asombrosa riqueza estética de todo el monumento. El caudal especulativo de la Escuela de Salamanca está representado por el todo arquitectónico; quedarse en un detalle, interpretando el todo por la parte, es un modo de desenfocar u olvidar la opulencia sapiencial de esta Escuela. Decía Unamuno: “No es lo malo que vean la rana, sino que no vean más que la rana”.

Fachada principal de la Universidad de Salamanca (s. XVI): “Rana encima de una calavera”. Terminando el primer cuerpo de la fachada, en la pilastra de la derecha hay labradas a modo de capitel tres calaveras: las de los tres hijos de los monarcas, infantes que fallecieron antes de la construcción de la fachada (Isabel, María y Juan); la que está en la izquierda simboliza al príncipe Juan y porta encima una rana que simboliza al médico que no pudo salvar la vida del heredero. Con mucha frecuencia los visitantes pierden mucho tiempo buscando ese ornamento, pasando por alto la asombrosa riqueza estética de todo el monumento. El caudal especulativo de la Escuela de Salamanca está representado por el todo arquitectónico; quedarse en un detalle, interpretando el todo por la parte, es un modo de desenfocar u olvidar la opulencia sapiencial de esta Escuela. Decía Unamuno: “No es lo malo que vean la rana, sino que no vean más que la rana”.

1.    PRESENTACIÓN

 

El Proyecto de investigación que durante una larga década (1998-2011) he dirigido en la Universidad de Navarra sobre las Escuelas Españolas del Siglo de Oro[1], en los siglos XVI y XVII, pretendía estudiar y dar a conocer aquellas categorías filosóficas que, presentes en la actualidad, fueron ya discutidas y profundizadas interdisciplinar­mente por esas Escuelas con un rigor altamente sis­tematizado y vanguardista: especialmente asentadas tanto en la Universidad de Salamanca (con Vitoria, Soto, Medina, entre otros muchos), como en la Universidad de Coimbra (con Molina y Suárez, entre otros muchos). De alguna manera, otras instituciones universitarias españolas, como la de Alcalá, fueron inspiradas por aquellos pensadores.

En todo su desenvolvimiento histórico es preciso destacar el influjo del fundador de la Es­cuela de Salamanca, Francisco de Vitoria, quien se caracterizó por la modernidad de algunos de sus planteamientos, los cuales, con el descubrimiento del Nuevo Mundo, dieron origen, por ejemplo, a la revisión de  básicas ideas antropológicas y jurídi­cas antiguas, transformando la conciencia política de Europa, supe­rando en muchos aspectos la mentalidad medieval y proponiendo un cuadro de derechos y deberes del hombre, como ser individual y social, en toda clase de pueblos, dentro de una comunidad univer­sal («totus orbis»). El Siglo de Oro español quedó animado por el espíritu de Vitoria.

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Vitoria: Derecho de gentes y ley natural

 

Emanuel Gottlieb Leutze (1816-1868), «Colón ante la reina». La reina Isabel medita preocupada la manera de extender a los nativos americanos una ley justa, el «derecho de gentes».

1. Las leyes que rigen al hombre libre, ser finito y contingente

1. Los autores de la Escuela de Salamanca distinguieron en el ámbito humano dos tipos extremos de leyes: la natural –reflejo de la ley eterna– y la positiva –obra propiamente humana–. Entre ambas habría una ley intermedia, llamada “derecho de gentes”. El caso es que entre los autores del Siglo de Oro no hay un punto más controvertido –acerca de la calidad fundante de las leyes que regulan la conducta de los hom­bres– que el referente a lo que se llamaba “derecho de gentes”. Para unos pocos, identificable con el derecho natural. Para la mayoría, adscribible al derecho humano o positivo.

Estaban convencidos de que la ley es el principio intrínseco –medida y regla– de nuestras acciones; en tal sentido, la ley prescribe y prohíbe.

Como tal, en primer lugar, la ley pertenece de modo principal y sustancial al intelecto: porque la ley viene a ser una luz que dirige las acciones hacia el fin debido: pues siendo ciega la voluntad, la iluminación ha de venir del intelecto.

En segundo lugar, la ley pertenece al intelecto práctico. El intelecto espe­cu­la­tivo y el práctico no se distinguen esencialmente entre sí, sino sólo por su dirección a distintos fines: el fin del intelecto especulativo es conocer la ver­dad; el fin del intelecto práctico es dirigir las operaciones. La praxis empieza donde termina la especulación, pues el intelecto especulativo se hace práctico por extensión: extiende el conocimiento de la verdad a las operaciones mediante una ordenación e intimación imperativa.

En tercer lugar, la ley es una operación emitida por un hábito intelectual lla­mado “prudencia gubernativa”; mas no por la “prudencia del simple ciudadano”. Una y otra coinciden en ser una “recta razón de lo que el hombre puede hacer [agibi­lium]”. Pero mientras la prudencia del ciudadano dirige –desde los súbditos– las operaciones de cada hombre singular, la prudencia gubernativa dirige –desde el gobernante– las operaciones de la multitud. La prudencia gubernativa es una virtud intelectual, propia del gobernante que preside una multitud que es regida y conducida políticamente. De esta prudencia emana directamente la ley.

En cuarto lugar, el propio sujeto de la ley es el intelecto del gobernante. De manera esencial está en él –que es el regulador–, siendo arquitectónico su arte; pero está de manera participativa en el intelecto del súbdito –el regulado–, cuyo arte es meramente manual, aplicativo.

Y en quinto lugar, la ley incluye por participación un acto de la voluntad, acto que propiamente no puede llamarse ley: porque sólo ilumina o da claridad el intelecto, no la voluntad.

En lo que concierne a las competencias internas de la ley natural y de la ley positiva, así como las del derecho de gentes, aquellos maestros se hallaban envueltos en una cuestión polémica que arrancaba de muchos siglos atrás, especialmente de los juristas romanos, quienes a su vez habían recogido las enseñanzas de Cice­rón. Continuar leyendo

La costumbre y el derecho de gentes, según Suárez

Alonso Vázquez (1564-1608): “San Pedro Nolasco redimiendo cautivos”. Vázquez pinta el tema con rasgos manieristas: en la parte superior izquierda del lienzo, aparece el momento en que se efectúa el trato económico; en el plano central San Pedro Nolasco habla con un sarraceno guardián; en la zona inferior izquierda, se representa al grupo de los cautivos. Hasta bien entrado el siglo XIX se consideraba muchas veces normal la esclavitud o el cautiverio, como consecuencia de una guerra o como trato debido a individuos de otros países y lenguas. Las Escuelas Españolas del Siglo de Oro, especialmente a partir de Vitoria, proponían que por “derecho de gentes” tales excesos debían ser corregidos.

 1. La originalidad de lo normativo en el derecho de gentes

 

a) A la busca de una diferencia en la universalidad

 

1. Urgido Suárez por motivos prácticos –los del convulso momento histórico español que le tocó vivir, con guerras de conquista en América y guerras de expansión en el norte de Europa– abordó el problema teórico de las relaciones que debían ser observadas por todas las naciones, señalando normas plausibles de acción y reacción. Tales relaciones se incluían en el llamado ius gentium, ya elaborado y guardado por los romanos[1].

La humanidad fue vista más tarde como un todo que se ramifica en diversas naciones, una comunidad de pueblos basada en la mutua ordenación de unos a otros. La nación quedó considerada como “sociedad perfecta”, persona moral colectiva con capacidad jurídica en su propio orden, siendo las naciones esen­cial­mente varias, sujetas al derecho de gentes. Bajo esta perspectiva escribie­ron Vitoria y Suárez acerca de la esencia y alcance de ese derecho. El derecho de gentes abarcaba también a las naciones no cristianas, convirtiéndose así en derecho internacional privado y público.

Aunque para comprender la doctrina de este derecho, expuesta por Suárez, se requeriría repasar lo que de ella se enseñó en épocas anteriores, bastará en el presente trabajo referirnos al problema de su fundamentación, indicando breve­mente los motivos que le llevaron a Suárez a rechazar, sobre este punto, otros tipos anteriores de enfoque. Continuar leyendo

¿Qué significa dar? Por una justicia trascendental

Jacques-Louis David (1748-1825): “Belisario pidiendo limosna”. Belisario fue un importante y victorioso general romano durante el mandato del emperador Justiniano (s. VI). El emperador, celoso de su fama, lo redujo a la pobreza y mandó que le sacaran los ojos, teniendo que pedir limosna para sobrevivir. El pintor muestra el contraste entre el éxito y la desgracia más absoluta, y hace patente la injusticia a través de la expresión del soldado.

Dación y donación

 

El presente artículo –que es un apunte fenomenológico sobre Santo Tomás– responde a la intención de configurar el núcleo dinámico de la “intimidad” (esperanza, fidelidad, amor, vergüenza, etc.), la cual quedaría prácticamente desarmada sin ese núcleo dinámico. Algunas de esas actitudes fundamentales ya las he publicado en este blog. Ahora me pongo a reflexionar sobre otro fenómeno dinámico de la intimidad, el dar, del que la gratitud es su réplica expresiva.

En época reciente se viene prestando atención al fenómeno sociológico del dar; y se suele citar como pionera al respecto la obra de Mauss Essai sur le don[1]. Según este autor, el don crea en las sociedades arcaicas (como las de Polinesia, Samoa, Trobriand y Maorí) un vínculo  comunitario de intercambios no remunerados, vín­culo que «obliga» a quien lo recibe, el cual reacciona con un «contra-don». Mauss indica que el don es esencial en la sociedad humana y un elemento central de la economía arcaica. El don es “agonista”, lo mismo que lo es el músculo que efectúa un movimiento contrario al del músculo opuesto. Los intercambios son respetados con la exigencia de devolverlos; devolución que se hace no por justicia, sino por deber moral, bajo el supuesto de que la cosa que es dada encierra algo así como un espíritu que instiga a ser devuelta. Comparecen en ese libro categorías antropológicas y morales que ya habían sido estudiadas, aunque con mentalidad ético-metafísica, por los medieva­les: así el honor, la generosidad, la hospitalidad, la misericordia o la limosna; todas ellas marcadas por la exigencia de dar, recibir y devolver. Este fenómeno del don abre para la sociología económi­ca y para la economía política un camino intere­sante de reflexión: pues el intercam­bio sería articulador de relaciones entre los grupos, en cuanto el donar un objeto hace grande al donante y al receptor. En sus conclusiones Mauss se inclina a pensar que las sociedades desarrolladas podrían mejorar en sus estructuras econó­micas si reconociesen la práctica del don, como intercambio de regalos[2]. Se ha llegado incluso a decir, con notable exageración, que el software libre viene a ser un reactualización de la economía del don[3].

Estimulado por la tesis central de Mauss y las categorías antropológicas que estudia, vuelvo la mirada hacia los medievales y tardomedievales que sobre esas y otras categorías hacen descripciones fenomenológi­cas y antropológicas de enorme calado ontológico. Y hasta tal punto son importantes esas descripciones, que ellas permiten avanzar un paso más adelante que el de Mauss, hasta el punto de poder concebir no sólo una correcta justicia conmutativa y distributiva, sino una justicia trascendental. Es a lo que en este artículo me interesa acercarme, porque con el dar y el don se articulan y crecen también la intimidad y la personalidad[4]. Continuar leyendo

Origen y sentido del hilemorfismo

Javier Serrate (1969-): “Materia que busca la forma”. Con gran fuerza expresiva, pone atención a la materia que parece acoger los rastros técnicos del ser humano, aunque no se muestren de manera visual, lo cual permite que la intuición encuentre soprendentes caminos de expresión.

1. El llamado “hilemorfismo”

 

Se suele denominar “hilemorfismo” (del griego ὕλη, materia, y μορφή, forma) la explicación filosófica de la composición de los cuerpos en materia y forma, términos que no han de entenderse en el sentido descriptivo de la Física y demás ciencias positivas, sino en sentido filosófico. Aristóteles sentó las bases del hilemorfismo, respondiendo a las aporías de Parménides y de Heráclito respecto de las mutaciones sustanciales del cosmos. Posteriormente se ha consolidado con mayor número de argumentos. El tema suele estudiarse dentro de la parte de la Filosofía llamada Filosofía de la Naturaleza, al tratar de la estructura de los cuerpos y, concretamente, la esencia de los cambios que se dan en la naturaleza[1].

 

Origen histórico.- Se remonta a la problemática suscitada por los antecesores de Aristóteles; Parménides y Heráclito quedaron absorbidos por el doble problema de la unidad-pluralidad y el de la mutabilidad-permanencia de las cosas. Parménides negaba la pluralidad y la mutabilidad, afirmando la unidad y permanencia monolítica del ser: todo es y nada cambia. Heráclito sostenía que la unidad y la permanencia bajo las distintas mutaciones son algo ilusorio, por lo que sólo admitía la pluralidad y la mutabilidad: todo pasa, todo es puro devenir. Pero Aristóteles comprende que no se puede negar la mutabilidad del ente, y que hay que hacerla compatible en el cambio con la entidad; y esto es posible porque las cosas constan de acto y potencia. Hay potencia porque se da un sujeto capaz de múltiples mutaciones, permaneciendo siempre el mismo; hay acto, porque la capacidad de determinación está realizada por algo distinto de la potencia, por lo actualizante de la potencia. Así quedan superadas las aporías anteriores, pues se le da su realidad correspondiente a la pluralidad y a la unidad.

Aplicando estos principios a la realidad física, Aristóteles llega a explicar cómo los cuerpos constan de materia prima y forma sustancial. La materia prima es una sustancia incompleta que, como parte determinable, constituye el compuesto sustancial material. No es un principio ya “determinado” (quod), sino un principio determinante (quo), parte constitutiva de la sustancia; no es una sustancia completa, porque de suyo es siempre parte de una sustancia, determinable, indiferente a cualquier forma, ya que no da la determinación y la especificación del cuerpo; no es cuerpo, sino constitutivo del cuerpo, como su parte potencial y determinable. La forma sustancial es, entonces, la realidad que determina la indiferencia y potencialidad de la materia, actuando intrínsecamente sobre ella; es lo que actualiza o realiza la posibilidad de la materia en el orden sustancial; por tanto, es una sustancia simple e incompleta que, como acto de la materia, constituye con ella a la sustancia completa. La materia segunda es un cuerpo que está ya constituido en su propia especie y que está todavía en potencia para recibir otras determinaciones accidentales.

 

El hilemorfismo en la escolástica.- Tomó un nuevo sesgo, aunque el hallazgo fundamental anterior fue respetado; sobre todo, se opuso al dinamismo y al mecanicismo filosóficos.

La tesis del mecanicismo es que el mundo corpóreo está formado por una masa material, inerte y homogénea en sí misma; la diversidad de los seres no proviene de cualidades intrínsecas, sino de movimientos exteriores que agitan las partes de esa masa. El mecanismo geométrico de Descartes consideraba esa masa material como continua, haciendo de la extensión la esencia misma de los cuerpos; también las plantas y los vivientes son meros mecanismos complicados, carentes de cualidades activas. El mecanicismo atomista de Gassendi (s. XVII) afirmaba que tal materia es discontinua, compuesta de corpúsculos indivisibles o átomos separados por el vacío.

El dinamismo, en cambio, niega la extensión en favor de la actividad: los cuerpos están compuestos de fuerzas inextensas. La más célebre teoría dinámica es la de Leibniz, el cual veía en las mónadas fuerzas simples, inextensas, espirituales y desiguales; también Boscovich (1711-87) y Kant se adhirieron al dinamismo. El energetismo, de Meyer, March, Ostwald y Duhem, considera la energía como la última y única realidad sustancial de la materia, siendo, por eso, una teoría dinamista.

El hilemorfismo filosófico considera que las sustancias corpóreas no están constituidas por otras sustancias completas, materiales (atomismo) o espirituales (dinamismo), sino por principios físicos realmente distintos: uno, indeterminado, fundamento de la cantidad extensa y de la inercia, desempeña el oficio de potencia (materia prima); el otro, determinante, razón de ser de las propiedades y actividad específicas, desempeña el oficio de acto (forma sustancial). En este sentido el hilemorfismo fue ampliamente estudiado y desarrollado en la filosofía escolástica. El fundamento necesario del hilemorfismo es, a juicio de algunos modernos escolásticos, la realidad de las mutaciones sustanciales, donde se da corrupción de una forma anterior, generación o producción de una nueva forma y, finalmente, privación de la nueva forma a la que la materia está ya dispuesta antes de que esa forma advenga; tal privación es, por eso, una exigencia de nueva forma. Para otros, en cambio, el hilemorfismo puede defenderse sin acudir al supuesto de la diversidad esencial o sustancial en el mundo inorgánico. Procuraremos a continuación exponer con la mayor imparcialidad los principales argumentos propuestos y las críticas que los mismos escolásticos les han hecho.

 

3. La diferencia esencial de los cuerpos elementales.- Para los modernos escolásticos mencionados, cuerpo es un ente extenso y activo, divisible e impenetrable ordinariamente. El cuerpo elemental es aquel que no se compone de cuerpos de diversa especie y ni aun por análisis podría resolverse en otros de diversa especie. El cuerpo mixto, en cambio, se compone de cuerpos de diversa especie, no por simple agregación, sino por combinación química. Los cuerpos elementales suman hoy más de cien. Estos cuerpos difieren esencialmente entre sí; la mayoría de ellos son de diversa especie, aunque no todos. Estos cuerpos simples tienen propiedades físicas y químicas completamente diversas, pero de modo fijo y constante.

Bastaría fijarse en la tabla de los elementos de Mendelejeff para percatarse de la gran diversidad de propiedades: número atómico, peso atómico, valencia, oxidación, densidad, etc. Aunque algunos cuerpos tienen propiedades semejantes a las de otros, el tipo de propiedades es muy distinto en todos ellos. Estas propiedades, además, no son aditivas, sino constitutivas: de ser aditivas, aumentarían o disminuirían proporcionalmente con los elementos aditivos (peso atómico, número atómico, etc.), cosa que no ocurre. Si consideramos las columnas verticales de la tabla de Mendelejeff, veremos que algunas tienen el mismo grado de oxidación y de hidrogenación, la misma valencia, aunque son diversos los estratos de electrones, el número atómico y el peso atómico; por tanto, sus propiedades no dependen de elementos aditivos. Si consideramos los períodos horizontales, veremos que se conserva el número de los estratos de electrones, aunque el peso atómico, la valencia, la oxidación y la hidrogenación varían; por tanto, la propiedad que consiste en el número de estratos y de órbitas no depende de elementos aditivos, sino constitutivos. Pues bien, estas propiedades diversas y constantes exigen una entidad esencialmente distinta, deben tener una razón suficiente en el núcleo entitativo de la sustancia. Así, pues, los cuerpos elementales convienen en el aspecto genérico de cuerpo, pero difieren sustancialmente en el aspecto específico. El fundamento intrínseco y último de tal conveniencia y de tal diferencia se encuentran en la composición hilemórfica.

En los cuerpos elementales se da una mutación sustancial de un elemento en otro; el ciclotrón, el bevatrón y el sincrotón desintegran los átomos en sus corpúsculos (protones, electrones, deutrones, neutrones). Estos corpúsculos pueden ser acelerados hasta alcanzar la velocidad de la luz, irrumpiendo contra el núcleo de otros átomos. En esa colisión los átomos dejan de ser lo que eran, para convertirse en elementos isóbaros u otros distintos (así, el platino se convierte en oro, el aluminio en helio y fósforo, etc.). En los cuerpos se dan, pues, dos géneros de mutaciones: unas en que los cuerpos se combinan sin mutación esencial de los elementos; otras en que un elemento se convierte en otro nuevo. Pues bien, si los elementos se distinguen sustancialmente, al modificarse uno en otro, la mutación es sustancial. Y esa transformación es ininteligible sin una forma sustancial nueva; en esas transformaciones se adquiere una nueva especificación, perdiendo la anterior, y sólo la especificación esencial proviene de la forma sustancial. De estos mismos hechos se desprende la existencia de un sujeto permanente potencial: en toda transformación se da un sujeto permanente, pues de lo contrario no habría mutación, sino aniquilación y creación sucesivas. Tal sujeto es potencial, ya que en esas mutaciones sustanciales el sujeto se ve actuado por formas diversas, es decir, el sujeto puede recibir aquellas formas, y en esto estriba su carácter potencial. Este sujeto potencial es la materia prima, entendida por lo menos en un sentido muy amplio. En efecto, la materia prima es el último sujeto permanente de las mutaciones sustanciales y coincide plenamente con aquel sujeto permanente y potencial que se mantiene en las mutaciones sustanciales. Es verdad que de estos hechos no se puede llegar a concluir la presencia de una materia prima en sentido estricto; la materia prima, en sentido estricto, es el sustrato de las mutaciones y carece de toda especificación y dinamismo. De los hechos arriba citados se desprende que hay un sustrato sustancial, permanente y potencial, pero no consta que tal sustrato, o materia segunda, no tenga una estructuración corpuscular; pues bien, aunque sea completo en su propio orden, tiene una capacidad pasiva de recibir diversas formas.

El argumento arriba propuesto es la versión moderna del que mantenían los filósofos medievales sobre las propiedades contrarias de los elementos. Los antiguos sostenían que estamos ante un cambio sustancial cuando, antes y después del cambio, se dan propiedades contrarias. Cuando el agua, que tiene la propiedad de tender hacia abajo, se convierte en aire, que tiende hacia arriba, se daría una mutación sustancial. Algunos ponen como reparo, a la forma antigua y moderna de este argumento, el que, según ellos, la concepción de las propiedades contrarias o diversas no tiene valor. En la física moderna, toda propiedad física se define por un procedimiento de medida; mas como todos los procedimientos de medida son aplicables a todas las porciones de materia, entonces todos los cuerpos tienen todas las propiedades, pero, en diferentes medidas, con lo cual, un cambio de grado no entraña necesariamente un cambio de naturaleza. El punto débil de este reparo sería: ¿hasta qué punto unas medidas físicas sirven para determinar la esencia de unas propiedades?

 

4. La nutrición de los vivientes.- Los alimentos orgánicos de que se alimenta el ser vivo quedan transformados en sustancias nuevas y vitalizadas; lo que no era mío queda transformado en mío; la sustancia de pan se convierte en mi sustancia. La sustancia que cambia no es simple, comporta determinabilidad (materia) y determinación (forma), una capacidad de poseer una propiedad y después otra diversa o contraria, junto a un modo de ser actual y determinado.

Una de las críticas que se le han hecho a este argumento es que no se puede comprobar que la nutrición lleve necesariamente consigo la generación y corrupción de sustancias, o sea, una transformación sustancial. En ésta es preciso que después de la mutación no estemos en presencia de las mismas sustancias que había antes de ella.

Otra consideración que suele hacerse es que, en la nutrición, los cuerpos inorgánicos se hacen materia viva sin dejar su propia determinación específica, sino adquiriendo una nueva forma vital. Con la muerte, los cuerpos vivos se hacen no-vivos, sin perder toda su determinación sustancial, sino perdiendo la forma del viviente; con la cual no estaríamos ante una materia prima, sino ante una materia segunda. La cuestión así planteada, depende de que se considere el aspecto material como conjunto de muchas sustancias o no; es decir, de que el conjunto de los elementos o cuerpos elementales se considere como una única sustancia o como tantas sustancias como elementos, de lo que ya se ha hablado antes.

 

2. Determinación y determinabilidad de los seres mundanos

 

1. La multiplicidad de sustancias de una misma especie.- Es un hecho incontrovertible que existe una multiplicidad de individuos en una misma especie, o sea, que hay seres que tienen la misma esencia o definición. Entonces un ser es individuo (dividido) por algo distinto de su esencia; de otro modo habría tantas especies como individuos. Luego hay un principio de determinación (forma) que constituye al individuo dentro de una misma especie, y un principio de determinabilidad (materia) por el que la esencia o especie es multiplicada en una pluralidad de individuos. El «principio de individuación», decían los escolásticos, es la materia. La esencia o especie es multiplicada en una pluralidad de individuos; y la esencia o especie no puede ser determinación pura, porque no podría multiplicarse. Si la esencia «hombre» fuera determinación pura, no compuesta de indeterminación, no podría haber «dos» hombres. «Ser hombre» significaría «ser lo que soy yo», y en mí se agotaría la esencia «hombre»: no habría más hombres. Mas si en realidad hay por lo menos «dos hombres», entonces la esencia hombre no es determinación pura, sino que está mezclada intrínsecamente de indeterminación.

La dificultad de este argumento es parecida a la del anterior: estriba en encontrar en el mundo estrictamente material lo que constituye una sola sustancia. Pero no es difícil aplicar al mundo material el mismo razonamiento que se ha hecho para el caso del hombre.

 

2. Oposición entre pasividad y actividad, divisibilidad y cohesión.- Los cuerpos elementales en los átomos y corpúsculos (protones, electrones, fotones, etc.) tienen una propiedad estrictamente pasiva (ligada siempre a la cantidad y a la extensión) y también propiedades activas (que se dan con el movimiento físico). Tales propiedades tienen que fundamentarse en un respectivo principio sustancial último, pues siendo completamente irreductibles y diversas, postulan principios distintos e irreductibles. El hecho mismo de la divisibilidad y de la cohesión nos llevaría al mismo resultado. La divisibilidad pertenece a la materia, pues el cuerpo es de suyo cuantitativo, es decir, divisible. La cohesión es debida a la forma sustancial, pues si la divisibilidad tiende a la dispersión del ente en sus íntimas partículas, o sea, a la destrucción del ente corpóreo y continuo, entonces tiene que haber un vínculo cohesivo, distinto realmente del principio de divisibilidad, para que el ente no se disperse.

La principal dificultad que se opone a este argumento viene de los aspectos de divisibilidad y de cohesión, de pasividad y de actividad. Sin embargo, ha de considerarse que la distinción real entre dos principios puede ser física o metafísica; en el primer caso, los principios son separables físicamente; en el segundo, aunque los principios se distingan realmente, no son físicamente separables, lo que sería el caso de la materia y de la forma.

 

3. El ser espacio-temporal, esencialmente compuesto.- Todo ser material existente está determinado por una localización en el espacio y en el tiempo. Entonces, todas las propiedades físicas tienen que reducirse al módulo de las determinaciones espacio-temporales. En primer lugar, estas determinaciones no son exigidas por la esencia del ser material; ellas cambian y pasan continuamente, sin transformar la esencia del ser material, el cual se hace distinto sin ser otro (cambio accidental). Se ve así que el ser material tiene capacidad de pasar a ser de un modo distinto, sin dejar de ser él mismo. Aunque le faltara una acción que le viniera de fuera, estaría sometido al cambio de la temporalización, a la duración, por la cual se hace en cada instante de un modo distinto a como era antes. El ser material sometido a la duración no puede ser simple, pues todo lo que es simple es necesaria y constantemente todo lo que es, o si no, no es. Pero no hay aquí una composición accidental formada de dos seres compuestos y yuxtapuestos, pues es el mismo ser el que es y el que cambia. La composición es metafisica y resulta de la unión de dos co-principios de ser que constituyen un solo ser complejo. El principio de determinación o forma sustancial explica que el ser material sea y siga siendo, en las sucesivas modificaciones, de una esencia determinada. El principio de determinabilidad o materia prima explica la sujeción de la esencia al cambio, a las modificaciones accidentales.

Algunos escolásticos niegan la validez de este argumento. No es contradictorio que el cuerpo esté totalmente en reposo. Si la afirmación de que el cuerpo está por esencia en un devenir espacio-temporal, significa que está sometido a mutaciones sustanciales, en las que permanece una parte sustancial (materia) y se adquiere otra parte sustancial (forma), entonces estamos ante una premisa que se debe probar y no ante una conclusión. La esencial aptitud de un cuerpo al devenir espacio-temporal sólo implica una composición accidental.

 

Una aclaración final. Los escolásticos explicaban que la “materia prima” contribuye a la “educción” (eductio) de las formas sucesivas que van apareciendo: Formae educuntur de potentia materiae.  No es que tal materia figure como un “saco” o “maleta” llena de formas sustanciales ya existentes en acto, aunque fuese de modo inacabado. Más bien, el aforismo citado significa que una forma sólo es producida en “tal” materia, pues depende de una materia concreta ya dispuesta por la alteración de las anteriores propiedades y abierta a la forma nueva.

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NOTAS

[1]     J. Bellido, Los cambios sustanciales y la ciencia moderna, «Salmanticensis» 3 (1956) 90-136. P. Descoqs, Essai critique sur l’hylémorphisme, París 1924 (cap. I-II). D. Dubarle, L’idée hylémorphique d’Aristote et la compréhension de l’univers, «Rev. des sciences philosophiques et théologiques» 36 (1952) 3-20, 205-230. J. Echarri, Autocrítica histórica del hilemorfismo, «Pensamiento» 8 (1952) 147-186. M. Fatta: “Ilemorfismo e física contemporánea”, Divus Thomas Piac, 38 (1935) 523-536; 39 (1936) 143-152; 229-242. G. Fraile: “En torno al problema de la materia”, Ciencia Tomista, 61(1941), 245-272; 62(1942), 232-258; 63(1942), 312-328. J. Hellín, Sistema hilemórfico y ciencias modernas, «Pensamiento» 12 (1956) 53-64; R. Masi, Le prove dell’ilemorfismo ed il loro significato metafísico, «Aquinas» 2 (1959) 60-94; J. M. Marling, “Hylemorphism an the Conversion of Mass in to Energy”, New Scholasticism 10(1936), 311-323. H. Straubingern, “Quantenphysik und Metaphysik”, Philosophisches Jahrbuch, 60(1950), 306-322.

 

 

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