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Un estilo inteligente de vida: la contemplación

Salomon Koninck, "Un filósofo" (1635)

Salomon Koninck (1609-1656), «Un filósofo». Las manos del personaje nos hablan de una extraña serenidad, una quietud activa, unida a una expresiva potencia. La escasez de luz natural no impide mostrar la tez blanca de la ancianidad.

Obrar y contemplar

Los clásicos griegos y latinos no dejaron de preguntarse cuál era en la sociedad humana el estilo de vida más funda­mental. No se trataba de buscar en qué consiste realmente la vida misma, la vida sustancialmente tomada, cuestión que equi­vale a la del ser propio de los vivientes[1]. Se preguntaban sólo por las ope­raciones vitales específicamente humanas, las que rigiéndose por la inte­ligencia polarizan radi­calmente en la sociedad el vivir mis­mo del hombre, en tanto que éste busca individualmente su perfección y socialmente sus mejo­res relaciones con los demás. Para responder bastaba con indicar los fines más generales a los que  podían dirigirse las distintas operaciones, pues «cada uno reputa como su propia vida aquello a lo que se siente máxi­ma­mente atraído, como el filósofo a filosofar y el cazador a cazar»[2]. Estos fines ge­nerales hacen surgir dos estilos de vida funda­mentales: un fin gene­ral es la «con­templación de la ver­dad»; y otro fin general es la «opera­ción exte­rior». Los rasgos funda­men­tales de la vida humana en sociedad son la dedica­ción a con­tem­plar la verdad y la dedi­ca­ción a las obras exterio­res[3].

He ahí los estilos de vida básicos: operar y contemplar; pero son estilos «intelectuales» de vida, puesto que es la inteligencia la que capta y conoce tales fines. Por ejemplo, el aisla­miento del hombre en el goce pura­mente sensible, desconec­tado de relaciones espirituales y persona­les, hace que la vida humana baje un pel­­daño en la escala de la perfección que le es propia; asimismo, el «activismo», la «praxis», la «tecnifi­cación» unilateral y la obsesionada entrega al mundo del trabajo, tan característicos de la vida moderna, no pueden con­siderarse cono partes de la vida activa humana, sino como modos de su mixtificación. «La vida hu­ma­na ordenada –ya que de la desorde­nada no tratamos aquí, ni es propiamente humana, sino más bien animal– consiste en las operaciones de la inteligencia. Pero la vida intelectual tiene dos opera­ciones: una que pertenece a la misma inteligencia en sí misma consi­derada, y otra que le pertenece en cuanto que rige las facultades y fuerzas inferiores. Luego la vida humana será doble: una que consiste en la opera­ción propia de la inteligencia en sí misma, y ésta se llama contem­plativa; y otra que consiste en las opera­ciones de la inte­ligencia diri­gidas a ordenar, regir e impe­rar las facultades inferio­res, y ésta se llama vida acti­va»[4]. Continuar leyendo

Intimidad y contemplación, según los clásicos espirituales

Antonio Díaz Cazalla: «Mirando el horizonte». El óleo recrea una atmósfera de tranquilidad culminante y el sosiego de una persona que mira el horizonte, como una invitación a contemplar y trascender.


1. La posible «gradación» de la intimidad

 

1. Mientras la intimidad se va constituyendo con el logro de aquellas actitudes vitales que son radicales en la otreidad social –como el amor, la esperanza, la justicia, la vergüenza, el agradecimiento, etc.– comparece también la necesidad humana de colmar una tensión de otreidad suprasocial, hacia el absoluto otro. Porque el prójimo es un absoluto, pero no “el absoluto” divino por excelencia. Precisamente el logro de la más alta cumbre de la intimidad acontece, según el neoplatónico Dionisio Areopagita, purificando la mente de todas las formas creadas, no sólo por exclusión de errores e imaginaciones, sino por remoción de formas espirituales[1]. Porque a las cosas divinas se sube por tres grados: “el primero es abandonando el sentido; el segundo, abandonando las imágenes; y el tercero, abandonando la razón natural”[2].

Para aclarar el concepto de intimidad –en esa línea de otreidad suprasocial– es interesante recoger las indicaciones y sugerencias psicológicas transmitidas por la tradición mística occidental. Son pautas que exigen ser sistematizadas. Aunque no es posible hacer aquí un elenco de tales testimonios[3], baste citar uno de los más vibrantes, el de Las Moradas de Santa Teresa de Jesús: “Considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos […]. Pues consideremos que este castillo tiene –como he dicho– muchas moradas, unas en lo alto, otras en bajo, otras a los lados, y en el centro y mitad de todas estas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma […]. Pues tornando a nuestro hermoso y deleitoso castillo, hemos de ver cómo podremos entrar en él. Parece que digo algún disparate; porque si este castillo es el ánima, claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mismo; como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro. Mas habéis de entender que va mucho de estar a estar; que hay muchas almas que se están en la ronda del castillo –que es adonde están los que le guardan– y que no se les da nada de entrar dentro ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar ni quién está dentro ni aun qué piezas tiene”[4]. Vertido en un esquema teórico lo expresado en estas líneas de las Moradas, se concluye en síntesis que los elementos psicológicos con que se configura el «alma» están jerarquizados –hay distintos niveles– y orientados a un centro. Continuar leyendo

Tomás de Jesús (1563-1627): Semblanza biográfica

El primer tomo de Opera Omnia de Tomás de Jesús se publicó en 1684

No es fácil entender en perspectiva histórica la profunda reflexión teórica que el baezano Diego D’Ávila Herrera (Tomás de Jesús, en su Orden) sostiene en el Siglo de Oro para proyectar claridad psicológica en el denso fenómeno místico. Una reflexión que pudo iniciar ya en su período de estudio en las Universidades de Baeza, Salamanca y Valladolid, leyendo lo más espigado de la Patrística, los escritos neoplatónicos de Dionisio Areopagita (muy citados en aquellas aulas entonces, como Los nombres divinos, La jerarquía celeste y La teología mística), San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, así como las obras manuscritas de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, entre otros muchos autores. A finales del siglo XVII era considerado, con Santa Teresa y San Juan de la Cruz, la persona que mejor representaba al Carmen Descalzo[1]. Y por su reconocido prestigio intelectual algunos investigadores recientes han llegado a atribuirle la redacción de comentarios al Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz[2].

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