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La plenitud milenarista del progreso. El caso Fiore

 

Liber Figurarum (Libro de las Figuras): Tabla XIb "Códice Reggiano" (s.XIII) sobre Joaquin de Fiore(1135-1202)

Liber Figurarum (Libro de las Figuras): Tabla XIb «Códice Reggiano» (s.XIII) sobre Joaquin de Fiore(1135-1202). La figura simboliza en tres círculos la «Santísima Trinidad». El círculo de color verde simboliza al «Padre» (I), el círculo de color azul simboliza al «Hijo» (U), el círculo de color rojo simboliza al «Espíritu Santo» (E).

Acerca de las fases de la historia

La actitud psicológica y social del Milenarismo -que pronostica la aparición de una nueva y prodigiosa era, pasados mil años- reaparece en la historia de nuestra cultura con relativa frecuencia, especialmente en momentos de profundas crisis.

Desde Hegel, buena parte de la filosofía moderna llegó a pensar que la histo­ria es constituida y guiada por un absoluto inmanente, no necesaria­mente consciente. Así lo explicó Hegel en la Introducción Gene­ral a sus lecciones de Filosofía de la Historia Univer­sal.

Pero ese absoluto viene a pasar internamente por tantas fases como épocas históricas puedan contarse. Varias veces pone Hegel en relación las épocas históricas con las Personas de la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo), bajo un principio dialéctico (tesis o inmediatez, antítesis o ex­trañamiento, síntesis o conciliación) frecuentemente expresado por el filósofo:

«El reino del Padre es la masa sustancial e indivisa, en mero cambio, como el reinado de Saturno que devora a sus hijos. El reino del Hijo es la aparición de Dios, pero en relación solamente con la existencia temporal, aparecien­do en ésta como algo extraño (ein Fremdes). El reino del Espíritu es la reconciliación (Versöhnung[1]. Continuar leyendo

La pérdida actual del padre

Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): “La vuelta del hijo pródigo”. La composición del padre abrazando tiernamente al hijo que vuelve andrajoso y maltrecho, resalta no sólo por la hermosura del color, sino sobre todo por la expresión del ánimo de las figuras. No sólo mantiene las reglas de la perspectiva y de la óptica, sino también representa las virtudes y las pasiones del corazón humano.

Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): “La vuelta del hijo pródigo”. La composición del padre abrazando tiernamente al hijo que vuelve andrajoso y maltrecho, resalta no sólo por la hermosura del color, sino sobre todo por la expresión del ánimo de las figuras. No sólo mantiene las reglas de la perspectiva y de la óptica, sino también representa las virtudes y las pasiones del corazón humano.

Emancipación y paternidad

En la modernidad se ha calificado de «culpable minoría de edad» la situación del hombre que todavía no se ha atrevido a pensar por sí mismo, que todavía no se ha emancipado. Jurídicamente el hombre se emancipa cuando se libera de la autoridad legal que tienen los padres sobre los hijos, de la tutela o de la servidumbre. Pero la emancipación de la que habla la modernidad tiene mayor amplitud: es también liberación de los prejuicios, de las formas tradicionales de mando, de las ideas inveteradas no suficien­temente sometidas a crítica, y sobre todo –en lo político, en lo social, en lo moral– liberación de toda sujeción, de toda autoridad ajena a la iniciativa propia de cada individuo[1].

Lo decisivo en este punto es entender qué significa «pensar por sí mismo». Negativamente significa, claro está, que otro no piense por mí. Positivamente quiere decir algo más que pensar una realidad objetiva y previa a mi acto de pensarla; indica, más bien, que el conjunto de la natu­raleza y del espíritu ha de ser repensado «desde el principio», pues hasta que yo no lo piense, ese conjunto carece de sentido, de realidad y de obje­tividad. El momento fundante de buena parte del pensamiento moderno viene presidido por la agresividad: la crítica es primariamente ataque y destrucción de lo dado. Pero el atrevimiento de «pensar por sí mismo» no es sólo antropológico o moral, sino sobre todo metafísico, porque median­te mi acto de pensar queda fundada, puesta, la realidad toda, investida de un mensaje nuevo. Y en ese atrevimiento se comprometen no sólo las fuer­zas puramente intelectuales, sino las volitivas, las prácticas y las técnicas.

No está, pues, plenamente «emancipado» en sentido moderno el hom­bre que, ejerciendo su actividad intelectual, se «atiene a lo real» y respeta un orden de seres en el que el propio pensador se halla previamente colo­cado e instado a aceptar tanto una jerarquía de seres como las consecuen­cias objetivas que de ésta pueden seguirse. Me emancipo cuando «quedo exento de principio real», cuando comienzo desde un acto creador que se identifica con mi propia decisión subjetiva de pensar. Emancipación signi­fica, por tanto, negación de una creación real, no puesta por mí: es nega­ción de un origen distinto del yo. Y como «ser hijo» equivale a «ser origi­nado», la emancipación, en su sentido más profundo, significa anulación de la paternidad original. Al emanciparse, el hombre se hace hijo de sí mismo.

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