Pieter Brueghel, el Viejo: Detalle del cuadro «Los ciegos» (1568). El personaje se deja guiar por los signos que le proporcionan el tacto y el oído.
Nuestro mundo es de signos
Decimos que la cara es el espejo del alma. La mirada vuela calladamente desde el rostro hacia la hondón invisible del ser humano: se deja guiar por un signo. Incluso el mundo que nos rodea es un depósito inagotable de elementos que nos llevan a conocer algo distinto de ellos mismos: esos elementos son los signos. Nuestro quehacer cotidiano es un trajín ininterrumpido del signo a lo designado. Por ejemplo, quien conduce por carretera es asaltado por una falange de signos o señales: algunos convencionales, como el disco rojo, signo de paso cortado, o el tenedor, signo de un restaurante; otros naturales, como el humo, signo de un fuego; la huella, signo de un ciervo, etc. Y nuestra vida en el mundo es una comprensión de signos, una interpretación constante: a veces rápida e intuitiva, como la que va del gesto del amigo a su estado de ánimo; a veces, discursiva y lenta, como la que progresa desde el fenómeno sensible a la fórmula físico-matemática. Por sus actos los conoceréis, dice el adagio popular: viendo lo que un hombre hace, advertimos su talento, su porte moral y lo que es capaz de hacer. Por el signo, además, progresamos en nuestra conciencia y tomamos posesión de nosotros mismos. Lo único que necesitamos es que los órganos de la comprensión estén abiertos, disponibles, afinados. Si quedan despejados, enseguida nos ponen en marcha, llevándonos del signo a lo designado.
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