Franciso de Goya (1746- 1828): "El Quitasol". “scena costumbrista dentro del ambiente del pueblo: una jovencita vestida a la moda francesa, sentada en un ribazo, y un criado vestido de “majo” acompaña a la mujer haciéndole sombra con un quitasol. Goya hay resalta con espontaneidad, realismo y naturalidad la expresión de una serenidad alegre. El estudio lumínico situa el rostro de la dama en el centro der la composición. La matizada difusión del a luz sombreada en el rosotro del aj oven están resueltos para expresar serenidad.

Franciso de Goya (1746-1828): «El Quitasol». Escena costumbrista: una jovencita vestida a la moda francesa está sentada en un ribazo, y un criado vestido de “majo” acompaña a la mujer haciéndole sombra con un quitasol. Goya hace resaltar con realismo y naturalidad la expresión de una serenidad alegre: procurada por la matizada difusión del la luz sombreada en el rostro de la joven.

Doble conexión del hombre con el futuro

La filosofía moderna ha insistido en que para comprender al hombre debemos contar con que su vida está determinada internamente por una referencia al tiem­po y, especialmente, al futuro. De modo que un instante singular y con­creto no es un punto cerrado, sino que está determinado por una tensión temporal: se puede decir que estamos más en el futuro que en el presente. El tiempo es fugaz, claro está: pero en su estricta realidad anida también un don precioso, una oportunidad que el hombre ha de aprove­char en todas sus actividades. La actitud profunda del hombre que encara atinadamente esa futurición y el don que la habita se llama serenidad[1].

Tra­bajamos en el presente para el futuro; cambiamos nuestras circunstancias externas de vida, y con ellas transfor­mamos también  interna­mente nuestra personalidad.

Ahora bien, ese paso de futurición es cada vez más ligero por el papel que cumple en nuestra vida laboral la técnica mo­derna, la cual hace que el tiempo se despliegue con más apremio y celeridad. Este tiempo podría considerarse como una línea horizontal que no conoce ni puntos de parada naturales ni una arti­culación rítmica en sí mismo; corre sin hacer pau­sas; su marcha excitante siempre se apresura más, y con­duce a la preci­pitación de la moderna existencia civiliza­da, que tiene un efecto agotador en el hombre. Sufrimos bajo este ago­tamiento; y pre­guntamos: ¿es inevitable este proceso? ¿Está el hombre entre­gado completamente a la temporalidad evanescente que acaba­mos de mencionar y que parece no tener otra salida, salvo la de correr sin término?

A propósito de esta línea temporal de marcha acelera­da, que parece cons­tituir para muchos contemporáneos lo específica­mente humano, pregunto: ¿no exis­ten acaso en el transcurso implaca­ble del tiempo evanescente puntos de parada naturales, incisio­nes que posibiliten una arti­culación rítmica del acontecer y que respon­dan a la verdad de nuestra vida, pues no toda ella se pierde en el devenir temporal?  Es decir, ¿existe un momento espe­cial que corte en vertical ese “tiempo asfixiante” y posibilite una apertura a dimensiones humanas que, aun corriendo hacia ade­lante, no se deshagan en el tiempo mismo? Continuar leyendo