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Escuela de Salamanca. Símbolo de un progreso crítico

Una calavera con rana encima. Detalle de la Portada de la Universidad de Salamanca, s. XVI

Lo más común y seguro

1.  Todas las doctrinas de inspiración nominalista, platónica, tomista o escotista, etc., que surgen en la España del siglo XVI, suelen llamarse «Escolástica española del Renacimiento». Y dentro de ella estaría la Escuela de Salamanca. Es cierto que, con dispares criterios, para unos la Escuela de Salamanca empieza con Vitoria y llega hasta finales del XVI con la jubilación de Báñez (1599); para otros, se prolonga durante el siglo XVII; y para otros, en fin, llega hasta el siglo XX. En el litigio de estos diversos pareceres ‒que cada uno pretende fundamentar con buenas razones‒, sólo me atrevo a decir que, tratándose de una «idea temporalizada», debemos intentar al menos precisar la estructura ideal de su comienzo, teniendo en cuenta siempre la limitación que exige el renuente binomio «idea y tiempo». Considero razonable decir que cronológicamente se desplegó en la dinastía española de los Austrias, hasta bien entrado el siglo XVII.

Pero, dejando aparte la limitada utilidad filosófica de la cronología, pienso que si el río es un símbolo de la vida, la Escuela de Sala­manca fue el símbolo de un torrente vital y cultural, históricamente concreto. Aplico aquí la palabra «símbolo» a un signo, figurado como un período de intenso e influyente trabajo intelectual (filosófico y teológico), protagonizado por prin­cipales profesores de la Universidad de Salamanca que enseñaron en el siglo XVI. Este símbolo remite a esfuerzo, sabiduría, método y cali­dad universitaria que, además, trasciende en el tiempo al objeto simbolizado: de modo que al nombrar el símbolo se evoca, en cualquier caso, un contenido emi­nente y auténtico. Representa la imagen de una causa ejemplar que sociológi­camente invita a la emulación. Y aunque fallecieron sus maestros principales, trascendió y perduró en su ejemplaridad. Tampoco pretendo aquí hacer la historia pragmática de esa ejemplaridad[1], sino apuntar su sentido.

Ella se originó en una ocasión histórica inigualable, en que la ciudad del Tormes recibió la confluencia de maestros[2] que ‒como Vitoria o Soto o Cano‒, brindaban recursos intelectuales para dialogar críticamente con el naturalismo, con el escepticismo, con el nominalismo; y teológicamente con el protestantismo y con el erasmismo: o sea, con «problemas» de largo alcance intelectual. Continuar leyendo

La costumbre como plebiscito político virtual, según Suárez

Julien Dupré: Les Foins. Las costumbres nacen de la relación constante del hombre con su entorno natural y humano.

Julien Dupré: Les Foins. Las costumbres nacen de la relación constante del hombre con su entorno natural y humano. Como un plebiscito permanente de su seguridad y de sus aspiraciones. [Conferencia de Juan Cruz pronunciada en el Congreso sobre Suárez en la Facultad de Derecho de la Universidad de Lisboa, el 4 de diciembre de 2017]

1. Poder, pueblo, gobernante

1. En este trabajo me centraré en destacar el carácter de lo normativo en el Derecho de Gentes, un derecho que, según Suárez[1], afecta a toda la humanidad.

La humanidad fue vista desde la Edad Media como un todo que se ramifica en diversas naciones, una comunidad de pueblos basada en la mutua ordenación de unos a otros.  

Para entender el nacimiento político de una sociedad, todas las Escuelas españolas y portuguesas del Siglo de Oro, explicaban con mucho cuidado la conexión que existe entre el poder y el gobernante. El poder político, dice Suárez, está directamente en la naturaleza del hombre, como ser social. El hombre no puede vivir en cuevas, sino en casas; y vivir además ordenadamente, no en el desorden de un arbitrio individual, sino bajo directrices para vivir, o sea, con jerarquía de mando y obediencia. Y no porque le falte algo a su naturaleza, sino porque su naturaleza es radicalmente social. Así ocurre en la familia, en la ciudad, en el Estado.

En primer lugar, el poder político no está en un agregado de individuos sueltos, sino en la interconexión originaria del hombre con otro hombre, o sea, en lo que se llama “pueblo”. Para unificar unos criterios que se ordenen a vivir todos los valores sociales, el pueblo necesita transferir su poder a una persona, física o moral, que gobierne para todos. Por la transferencia del poder a un gobernante, el pueblo no pierde completamente el poder, pues lo mantiene implícita o virtualmente. Cuando un pueblo funciona con un poder directivo se llama “nación”, considerada como “sociedad perfecta”, una persona moral colectiva con capacidad jurídica en su propio orden.

Mas, en segundo lugar, la capacidad política de los pueblos no se agota en la nación, sino que se abre a una comunidad de naciones. Las varias naciones están sujetas a su vez al Derecho de Gentes. Bajo esta perspectiva escribie­ron Vitoria y Suárez acerca de la esencia y alcance de ese derecho. El Derecho de Gentes abarcaba también a las naciones no cristianas, convirtiéndose así en derecho internacional privado y público.

Quiero explicar de qué manera, para Suárez, el Derecho de Gentes articula o informa algunas relaciones propias de la nación y otras relaciones propias de la comunidad de naciones.

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Honor herido, motivo de guerra

 

Jacques David: “Juramento de los Horacios” (1784). Obra neoclasicista, representa el juramento que tres hermanos “Horacios” hacen para defender el honor de su estirpe, frente a los “Curiacios”. Es una alegoría sobre el cumplimiento del deber, la lealtad a la familia y, más allá, al Estado, por encima de cualquier sentimiento personal. Los vencedores habrán decidido la suerte de dos ciudades.  Ambas familias sufren muy ásperos conflictos de conciencia. Vence el último “Horacio”, haciendo una encendida defensa del honor frente al amor.

Jacques David: “Juramento de los Horacios” (1784). Obra neoclasicista, representa el juramento que tres hermanos “Horacios” hacen para defender el honor de su estirpe, frente a los “Curiacios”. Es una alegoría sobre el cumplimiento del deber, la lealtad a la familia y, más allá, al Estado, por encima de cualquier sentimiento personal. Los vencedores habrán decidido la suerte de dos ciudades. Ambas familias sufren muy ásperos conflictos de conciencia. Vence el último “Horacio”, haciendo una encendida defensa del honor frente al amor.

La iniuria como título general de guerra

1. La guerra es un modo expresivo de la fragilidad humana, pues, según la tra­dición judeocristiana, no existía en el estado de inocencia[1].

Entre las razones suficientes que inducen a emprender acciones bélicas hay una, la injuria al honor, ya señalada por Tucídides entre otras dos: “el honor, el temor y el interés”.

Y bajo la tesis de que el honor ha sido una causa importante de las guerras escribió no hace mucho Donald Kagan un libro Sobre las causas de la guerra y la preservación de la paz[2]. Para probarlo repasa los momentos anteriores a la Guerra del Peloponeso (431-404 a. de C.), a la Primera Guerra Mundial (1914-1918), a la Segunda Guerra Púnica (218-202 a. de C.), a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y a la Crisis de los Misiles en Cuba (1962). No relata el desarrollo de cada contienda, sino los actos anteriores al desenlace bélico, las relaciones diplomáticas y las deliberaciones previas de los gobiernos de cada país. Kagan concluye que la lucha -propiciada por los antagonismos- busca fundamentalmente el poder. Pero no siempre la búsqueda del poder tiene su aguijón en el miedo o en la consecución de la seguridad o de ventajas mate­riales, porque hay otra razón igualmente desencadenante: “un prestigio mayor, respeto, deferencia, en resumen, honor”[3]. Continuar leyendo

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