Etiqueta: amor

¿Qué es la fidelidad?

Briton Rivière (1840-1920): “Fidelidad”. Sus pinturas destacan por la participación de animales; procura reflejar emociones sociales del hombre a través de la conducta animal, en este caso del perro.  Procura conocer al animal, antes de pintar su imagen.

Briton Rivière (1840-1920): “Fidelidad”. Sus pinturas destacan por la participación de animales; refleja emociones sociales del hombre a través de la conducta animal, en este caso del perro. Procura conocer al animal, antes de pintar su imagen.

¿Puede darse la fidelidad entre los humanos?

La actitud de mantener la fe que una persona debe a otra fue llamada por los latinos fidelĭtas. Cuando alguien cumple las exigencias de la fidelidad y las del honor decimos que es “leal”. ¿Qué significa mantener la fe en alguien, tenerle fidelidad?

La más frecuente objeción contra la fidelidad estriba en afirmar que la “mutabilidad continua” del ser humano hace imposible una voluntad de no cambiar: el hombre, por su finitud, no puede hacer un propósito incondicional, ni es capaz internamente de mantener una actitud firme, de ser leal.  Y aunque tuviera una esencia perdurable, ésta no podría ser otra cosa que la libertad misma. El hombre no tiene una naturaleza fija, pues es libertad, capacidad de cambio: así se expresan todas las doctrinas de inspiración existencialista.

En esta objeción se encierra toda una antropología, una teoría del hombre, de su ser y de sus posibilidades. Viene a decir que es una limitación humana no recuperar la libertad una vez que se ha entregado. Nadie podría proponerse un compromiso definitivo, que acabaría siendo coactivo. Todo hombre tiene derecho a recomenzar. De manera que, por ejemplo, la opción por sólo una mujer sería limitadora, ya que sobreviviría sacrificando las posibilidades excluidas: arrastraría un empobrecimiento, una pérdida de contactos.

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Radiografía espiritual del odio

Artemisia: Judit mata a Holofernes

Artemisia Lomi Gentileschi (1593-1654): “Judith decapitando a Holofernes”. Es una pintura inspirada en el claroscuro de Caravaggio; impresiona por la violencia de la escena que representa, como un deseo de venganza.

El odio como deseo del mal ajeno

Dice el Diccionario que odio es «antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea». Esa definición tan condensada exige una explicación. En parte porque el odio no es simple antipatía, ni tampoco mera aversión. El odio se opone en realidad al amor, primera tendencia del ser humano. Y así como hay un amor perfecto, afirmación y donación sin retorno, también existe un amor imperfecto, en el que no se cumple algún aspecto de esa afirmación y donación. Paralelamente existe un odio perfecto y un odio imperfecto.

En cuanto a la oposición entre el odio perfecto y el amor perfecto debe indicarse que se oponen directamente, puesto que el odio perfecto desea para otro un efecto malo o un perjuicio, al igual que, en sentido contrario, la amistad quiere para el amigo un efecto bueno. Pero hay un matiz importante que no debe quedar desapercibido: y es que en el odio perfecto el efecto malo se reviste de apariencia de un bien, debido a una causa externa y en orden a mí, puesto que el daño que se hace a otro aparece como un bien para mí; sin embargo, en el amor perfecto, dado que el bien que deseo al amigo es en sí intrínsecamente un bien, no necesita de una relación externa, para que por causa de ella se convierta en un bien y en una cosa apetecible. No obstante, es cierto que el bien deseado para el amigo es también un bien para mí; pues toda amistad hacia otro comienza por el amor a uno mismo: ciertamente, yo personalmente no amaría al amigo si no viera que eso es conveniente y bueno para mí[1].

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El gozo en paraísos perdidos: nostalgia y melancolía

Juana la Loca

Francisco Pradilla y Ortiz: «Doña Juana la Loca» (1877). Resalta uno de los momentos en que el cadáver de Felipe el Hermoso, marido de doña Juana, es trasladado por la noche de Burgos a Granada. La reina, muy enamorada de su difunto marido, llevaba un largo velo en forma de manto que la cubría de la cabeza a los pies. Ordenó que la comitiva caminara durante la noche, alegando que el único sol era don Felipe.

1. Amor y gozo

En el poema titulado Cántico espiritual San Juan de la Cruz exclama en una estrofa:

Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.

Está diciendo que una cosa es amar y otra distinta disfrutar o gozar. Pues, más allá del amor, el disfrutar añade deleite: de hecho se aman muchas cosas con tristeza y profunda aflicción. Del amor proceden el gozo y la tristeza, aunque por motivos opuestos. El gozo es causado por la presencia del amado o por el hecho de que el amado está en posesión del bien que le corresponde. Pero del amor puede venir también la tristeza, sea por la usencia del amado, sea porque el amado está privado de su propio bien.

En realidad el amor actúa mucho antes de que el deleite sea añadido a la posesión de la cosa amada. ¡Ojalá pudiésemos gozar siempre de lo que amamos! Por eso, cuando el gozo se toma como amor se convierte en un término equívoco. El gozo es un acto de la voluntad; y en él hay deleite o goce de la realidad poseída y alcanzada, si es deseada y amada con anterioridad.

La distancia que existe entre amar algo y gozarlo suele ser bastante larga y, en ocasiones dolorosa. El amor exige la consecución del objeto amado; pero si no es logrado, entonces el amante se altera y entristece, padece un “mal de amor” o, como decían los medievales, amor hereos, aegritudo amoris, enfermedad de amor. Algo de esto describía el poeta árabe Ibn Hazm –visir de Abderramán V en el Califato de Córdoba– en su libro El collar de la paloma (1023). Una ausencia de placer, una enfermedad de amor,  una tristeza y dolor, que no sería posible si antes lo amado no hubiera sido querido intensamente.

Viviendo de manera insoportable esa molesta distancia que existe entre el amor y el gozo, se forjaron personajes míticos en la literatura: así era el amor de Calisto por Melibea, el de Don Quijote por Dulcinea, el de Orlando por Angélica; y tanto otros. Continuar leyendo

¿Podemos amar lo imposible?

Orlando Yanes (1926-). "La niña de la paloma" Especialista en la técnica de oleo sobre lienzo, crea en esta obra una sensación imaginaria de deseos que se disparan a lo imposible

Orlando Yanes (1926-). «La niña de la paloma». Especialista en la técnica de oleo sobre lienzo, crea en esta obra una sensación imaginaria de deseos que se disparan a lo imposible.

El objeto de nuestra voluntad

La voluntad está entre el entendimiento y  la operación exterior, pues el entendimiento propone a la voluntad su objeto y la misma voluntad causa la acción exterior. Así pues, el principio del movimiento de la voluntad se remonta al entendimiento que aprehende algo como bien en universal. Pero la terminación o perfección del acto de la voluntad se halla en la operación por la que alguien tiende a conseguir algo; pues el movimiento de la voluntad va del sujeto a la cosa. De ahí que la perfección del acto de la voluntad se considere que es un bien para el que obra. Y esto es posible. Por eso la voluntad completa no es sino de lo posible, que es el bien para el que está queriendo. Pero la voluntad incompleta es de lo imposible, que para algunos es la veleidad[1], porque alguien querría eso si fuera posible.

Puede en esto haber equivocaciones. Pues como el objeto de la voluntad es el bien aprehendido, se ha de juzgar de él tal como se halla en la aprehensión: y, así como la voluntad se propone a veces lo que estima bueno, no siéndolo en realidad; del mismo modo la elección recae alguna vez sobre una cosa que, a juicio del que elige, es posible, y que sin embargo no lo es para él.

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¿Qué significa la veracidad?

Stevens Alfred  (1817-1875): “La verdad y la falsedad”. Grupo escultórico espléndido y audaz, con mucha grandeza y vigor. La verdad está urgiendo a que la falsedad se coma sus palabras.

Stevens Alfred (1817-1875): “La verdad y la falsedad”. Grupo escultórico espléndido y audaz, con vigoroso diseño: La verdad está urgiendo a que la falsedad se coma sus propias palabras.

¿Veracidad o mala fe?

La veracidad, según Jean Paul Sartre, sería la concordancia de lo que el hombre piensa o dice de sí con lo que realmente es. Esta definición tiene cierto parecido con la formulación clásica de la verdad (correspondencia del pensamiento con la cosa); pero sus presupuestos son distintos.

El postulado más básico de Sartre está en su obra El ser y la nada, donde afirma que el hombre es incapaz de veracidad, porque su estado original es de mala fe (mauvaise foi). De modo que si intentara la veracidad, ello sería un signo inequívoco de mala fe. Para aclarar esa extraña tesis, Sartre dice que el hombre no tiene un “ser fijo” y permanente con propiedades concretas. El hombre no es un ser “fijo”, sino una “tarea” de hacerse a sí mismo libremente. La tarea de existir no es, pues, cómoda ni se apoya en una naturaleza previa y consistente; por lo tanto, la vida de cada cual exige un doble esfuerzo: el valor de no caer en un ser fijo, y el coraje de inventarse continuamente. La gran tentación que el hombre sufriría es la de gravitar plácidamente en un ser suyo ya dado; y si acepta esa tentación queda atrapado en una existencia falsa e inauténtica. Si el hombre es un quehacer, una tarea de existir, pero acepta a la vez que hay en él una propiedad concreta y firme (y por tanto “estacionaria”, inamovible), está operando de mala fe, pues se “cosifica” en vez de captarse a sí mismo en su ágil y móvil libertad. La pretendida veracidad (decir algo real y permanente) ocultaría el auténtico existir (fluido, inestable, discontinuo). Continuar leyendo

¿Qué significa respetar? El servicio a la persona

Juan Luis Blanes (1856-1895): “El limpiabotas”. Este pintor uruguayo refleja una página de época, con matices realistas e impresionistas: el pulcro soldado adelanta sus botines a un bolero.

Juan Luis Blanes (1856-1895): “El limpiabotas”. Este pintor uruguayo refleja una página de época, con matices realistas e impresionistas: el pulcro soldado adelanta sus botines a un bolero.

Mirar con respeto, mirar con utilidad

 

Hace unos años tuve la oportunidad de dar unas conferencias en la Universidad Panamericana de México. A la tarde solía dar largos paseos por la antigua ciudad; y recalaba casi siempre en el bullicioso Zócalo. En los soportales que hay enfrente de la Catedral solían ponerse los limpiabotas o “boleros” que prestaban sus servicios a unos clientes que se sentaban vistosamente, leyendo el periódico, en unas altas sillas o banquetas que les permitían, por una parte, dominar el amplio espacio animado y, por otra, descansar sus pies en un peldañito casi a ras de suelo. Allí, una veces hincado de rodillas y otras veces agachado, el bolero se aplicaba muy servicialmente a lustrar los zapatos. Los clientes estaban sentados arriba, dominando el gran espacio; los servidores abajo, charolando la piel del zapato. El de arriba casi nunca hablaba con el de abajo. Tuve yo necesidad de ese favor; y me senté como se suele hacer. A los pocos segundos sentí una enorme desazón. No podía aguantar mi situación regia, desligada de quien me asistía haciéndome el favor. Y me acordé del imperativo moral kantiano: “Que ni en tí, ni en otro, trates a la persona como un mero medio o una simple cosa, sino como un fin en sí”. Este mandato moral no dice que rehuyamos los servicios que los otros nos pueden hacer; sólo indica que no tratemos a esos sujetos como “meros” útiles, como puras cosas, sino como algo más, a saber, como personas que no deben agotarse en ser medios para otras cosas. Y empecé inmediatamente a dialogar con aquel hombre que agachado a mis pies tenía sus ojos fijos en el calzado. Acabamos hablando de nuestras respectivas familias.

En casi todos los sectores de nuestra sociedad existen actividades que, bajo el amparo político, se dedican a “servicios”; por ejemplo, “servicio de salud”, “servicios inmobiliarios”, “servicios ecológicos”, etc. En todos los casos, hay alguien que “da” el servicio y otro que lo “recibe”; así, por ejemplo, un servicio es la actividad entre el proveedor (con sus manzanas tangibles) y el cliente (con su deseo tangible de consumirlas). Pero el interior del acto de servicio mismo no es algo objetivable y tangible ni se puede evaluar con medidas cuantitativas. Cuando de un soldado se dice que “murió en acto de servicio”, importa más la actitud subjetiva intangible del soldado, la cualidad moral, que la cantidad de cosas que podrían haberse salvado con su actitud. Continuar leyendo

Amor femenino y magnanimidad masculina. Una teoría de Fichte

 

William Hogarth (1697-1764): “Contrato matrimonial”. El tema es un matrimonio de conveniencia entre la hija de un adinerado burgués y el hijo de un arruinado noble, ambos sometidos a la voluntad de sus padres. Al fondo se encuentran el novio, que se mira en el espejo; y la novia que, con aspecto abatido, es consolada por su abogado. Una escena repudiada por Fichte.

1. Sentido supraindividualista del amor

 

Del amor parte Fichte con el objetivo de es­tructu­rar su teoría del ma­trimonio. Para cumplir ese obje­tivo, empero, Fichte asigna el amor a una de la partes, a la mujer primordialmente, dejando pa­ra la otra parte, el varón, el ejercicio paralelo de la magnani­midad. O sea, Fichte traza los parámetros definitivos de la femi­niza­ción del amor y de la masculinización del matrimonio.

Además, si para Kant existe el deber de casarse sólo cuando ha de dar­se la relación sexual, en cambio, para Fichte la determina­ción objetiva y moral del ser humano exige siempre entrar en el estado del matrimonio. Esta exigencia –también compartida des­pués por Hegel– proviene, según Fich­te, del ámbito antropoló­gico y moral, y proclama la absolutización de la conyugalidad.

El “amor” es considerado por Fichte desde dos perspectivas: la metafísica y la ético-antropológica. El enfoque metafísico fue tratado por él ampliamente en su obra Iniciación a la vida feliz (1806)[1], a propósito de la relación que tiene el hombre con el absoluto. Este amor expresa en el hombre a la vez un estado de división y una aspiración a la uni­dad. División, por ejemplo, entre dos dimensiones reales del existente; o entre lo que un existente fácticamente es y el modelo ideal de su ser verdadero. “El amor reúne y religa de la manera más íntima el yo dividido que, sin amor, sólo se contemplaría fríamente y sin ningún interés”[2]. Esa relación metafísica es sinó­nima de “amor”, el cual tiene carácter unitivo. La vida verdadera ama lo uno, inmutable y eterno, es decir, a Dios[3], que es un absoluto no personal.

Desde el punto de vista ético-antropológico, el tema del amor y del matrimonio fue estu­diado por Fichte, dentro de las obras que él mismo publicó, en Fundamento del Derecho Natural (1796)[4]y Sistema de teoría moral (1798)[5], cuyo clima mental es filosóficamente posrevolu­cionario, en el que conceptos tan fundamentales como libertad, responsa­bilidad y familia –junto con el de las relaciones entre los sexos– sufren un proceso de redefinición. Asimismo encon­tramos in­teresantes observaciones en algunas cartas y parciales desa­rrollos en los siguientes inéditos: Sistema de teoría del derecho[6], Lógica y Metafísica[7], Lecciones sobre los aforismos de Platner[8] y sobre Moral[9]

Al estudiar el matrimonio –punto focal del amor–, Fichte pretende superar el individualismo jurídico y el individualismo libertario[10]. Continuar leyendo

La fidelidad femenina. Apunte sobre la ética matrimonial de Fichte

Christina Robertson-Saunders (1796-1854): “Escena familiar”. Es el retrato de la Duquesa María de Leuchtenberg (Maria Nikolaevna de Russia) con sus hijos. Tratándose de la época en que Fichte reflexiona sobre el amor y la familia es probable que el filósofo tuviera en su mente escenas similares a esta.

 1. El compromiso de la unión matrimonial

a) Matrimonio y celibato

Para Fichte, sólo dentro del matrimonio se da el amor de la mujer y la magnanimidad del varón; y en ambos sentimientos reside la dis­posición natural a la moralidad, que es lo más bello que, según Fichte, proviene de la naturaleza, aunque la moralidad misma no es naturaleza. Dicho de otro modo, no hay verdadera moraliza­ción o cultura moral, antes de que aparezca la relación matrimo­nial en el mundo[1].

Fichte sostiene la tesis –de estricta raigambre luterana– de que el destino absoluto[2] del varón y de la mujer es casarse.

El ser humano, lo que en sentido general se llama  “hombre” (Mensch), puede ser considerado tanto desde el punto de vista fí­sico (conjunto de tendencias biológicas y facultades psíquicas), como desde el punto de vista moral (conjunto de actitudes firmes que desarrolla en su propio ser y en el cuerpo social). Pues bien, para Fichte, el uno y el otro, el “hombre” físico y el moral, no es ni varón (Mann) ni mujer (Frau), sino ambas cosas. El hombre se desarrolla en plenitud si se mantienen unidas sus dos dimensiones. Los más nobles aspectos del carácter humano, según Fichte, sólo pueden desplegarse en el matrimonio; y enumera los siguientes: “el amor entregado de la mujer; la magnanimidad oferente del varón que lo sacrifica todo por la propia compañera; la necesidad de ser una persona digna, no por sí misma, sino por el amor del cónyuge; la verdadera amistad (pues la amistad sólo es posible en el matrimonio, en el cual es además un fenómeno necesario), sensibilidad paterna y materna, etc.”[3].

Refuerza esta argumentación señalando un “egoísmo origina­rio” en el ser humano; egoísmo que, según Fichte, se dulcifica espontáneamente dentro del matrimonio. “La tendencia origina­ria del hombre es egoísta (egoistisch); en el matrimonio, la natu­raleza misma lo guía a olvidarse en otro ser; y partiendo de la naturaleza, el lazo matrimonial de ambos sexos es la única vía de ennoblecer al hombre”[4].

Considera que estos argumentos son  suficientes como para concluir rotundamente que “la persona no casada es un hombre a medias[5]. Continuar leyendo

Formas y génesis de la familia

Eugenio Zampighi (1859–1944): “Familia feliz”. Pintó con fuerte colorido especialmente un repertorio de escenas de género campesino, creando una imagen alegre de la vida rural italiana.

Realidad y abstracción de la familia.

La familia no es una abstracción, sino una realidad. Una realidad de un carácter único, que exige un tratamiento científico especial.

Hay un modo de acercarse a la familia que consiste en considerarla como un objeto de estudio puramente cuantitativo y experimental, como una cosa entre las demás cosas del mundo.

Y desde luego, la familia es una cosa; pero no como las demás cosas. En ella se articulan seres humanos, vidas, afanes, decepciones y alegrías. Si uno se acercara como frío investigador a la familia, y comenzara a diseccionarla para ver su anatomía interna, sólo obtendría el esquema limitado de la visión cuantitativa que ha echado sobre ella.

Diría, por ejemplo, cómo se ha extendido la familia hasta el momento por el mundo, qué tipos han existido, cómo se articulan sus relaciones con el todo social. Incluso con ayuda de ordenadores electrónicos podría hacer un estudio que simulara la experiencia de un comunidad de familias durante un largo período. Se construiría primero un modelo estructural de familia y se le irían aplicando luego elementos variables, como índices de natalidad y de mortalidad, duración de las uniones, incidencias socio-económicas, etc. Con ello se determinarían variedades de familia que podrían aparecer en diversas circunstancias.

Parece que estos ensayos sofisticados pueden incluso quedarse cortos a la hora de determinar la variedad de esos grupos domésticos. Porque el carácter indefinido o plástico del hombre es capaz de ocasionar muchas más variaciones, imprevistas para el programador de un ingenio electrónico.

Y lo que es más importante, el ordenador electrónico diría cómo ha sido la familia hasta el momento y cómo puede ser mañana; pero no diría nada acerca de lo que debe ser la familia. Continuar leyendo

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