Tiziano Vacellio (1477-1576): Alegoría del tiempo. Un contraste de luces y sombras relata la inscripción latina que aparece bordeando las cabezas, y que quiere decir: "Del pasado al presente hay que actuar con prudencia para no dañar la acción futura". Se trata de una alegoría del Tiempo gobernado por la Prudencia del anciano. Las tres cabezas humanas manifiestan las tres edades del hombre, asociadas con tres cabezas de animales, símbolos respectivos de la memoria (el lobo devorador del pasado), la inteligencia (el león que se agita en el presen te) y la providencia (el perro que se apacigua en la esperanza del futuro). El cuadro parte de la penumbra del pasado o vejez, sigue en la luminosa transparencia del presente o madurez y resplandece con la luz del futuro o juventud.

Tiziano Vacellio (1477-1576): Alegoría del tiempo. Un contraste de luces y sombras relata la inscripción latina que aparece bordeando las cabezas, y que quiere decir: «Del pasado al presente hay que actuar con prudencia para no dañar la acción futura». Se trata de una alegoría del Tiempo gobernado por la Prudencia del anciano. Las tres cabezas humanas manifiestan las tres edades del hombre, asociadas con tres cabezas de animales, símbolos respectivos de la memoria (el lobo devorador del pasado), la inteligencia (el león que se agita en el presen te) y la providencia (el perro que se apacigua en la esperanza del futuro). El cuadro parte de la penumbra del pasado o vejez, sigue en la luminosa transparencia del presente o madurez y resplandece con la luz del futuro o juventud.

1. Presunción de una ley absoluta

En el hecho histórico se encuentran factores antropo­lógicos y sociológicos que limitan las preten­siones de quienes –como Hegel– construyen la historia de una manera ab­so­luta e inmanente: esos factores impiden que la historia se desarrolle conforme a leyes propias de un «modelo ab­soluto» o apriórico. Porque el factor más decisivo es la libertad huma­na.

¿Qué elementos fundamentales poseería un modelo absoluto que se decla­rase como disciplina filosófica y cientí­fica? Debería tener, en primer lugar, un ob­jeto determi­nado, pues sin objeto no hay disciplina; en segundo lugar, unos principios cier­tos y eviden­tes que garanticen unas conclusiones legítimas y cla­ras.

El objeto, para un modelo absoluto, sería la determina­ción de las leyes o ra­zones fundamentales de todas las vicisitudes históricas que se mostraran en el pa­sado, en el presente y en el porvenir. Los princi­pios que podrían guiarnos con certeza a determinar esa ley general de las trans­forma­ciones sólo los podríamos sacar del conocimiento de las conexiones de la li­bertad en el tiempo. Úni­camente en­tonces se definirían con seguridad los fines del nacimiento, de la elevación y de la decadencia de las dife­rentes naciones. Dicho de otro modo, el único criterio por el que se podría conocer con seguridad la ley del movimiento histórico –en su pasado, en su presente y en su futuro– sería la li­bertad indi­vidual, si ésta nos diese su secreto. De no poder lograr sus conexiones, es imposible hallar una ley o un fin universales.

Pero, ¿es posible conocer a priori las conexiones de la libertad individual en el tiempo? Se trata de la libertad. Y la única vía posible para hallar esas co­nexiones es la observación; y no una ob­servación cualquiera, sino una observa­ción que debe ser exacta y completa de los hechos históricos (propiamente li­bres). De esta exacta y com­pleta observación podríamos llegar a una generali­zación racional de estos hechos, en la que se decantasen los principios referen­tes al objeto apuntado. Pero ocurre que esta observación no podría ser exacta ni completa.

Exacta no, porque los hechos históricos son resultado y efecto de la libertad individual, o sea, manifestaciones y síntomas de la voluntad libre del hombre, como agente de la historia. Sólo el que tuviere en sus manos el conocimiento de las relaciones que entre sí poseen los actos sucesivos de la libertad tendría la clave de la ley universal de la historia. Es obvio que no se puede penetrar en el secreto de la voluntad libre, ni prever sus futuras determinaciones. En ese ám­bito sólo podemos entrar por tanteo y conjetura, nunca con exactitud. La tenta­ción más frecuente que se  siente ante esta imposibilidad es negar la libertad o, al menos, declararla como apariencia: la verdadera realidad histórica no esta­ría en el ámbito de los hechos individuales libres; tales hechos se­rían ‑como sostiene Hegel‑ síntomas de una realidad mucho más profunda, a saber, la Razón universal, de cuya evolución sería ex­teriorización el propio acto indi­vidual libre. La libertad concreta vendría explicada por esa Razón profunda, objeto de la historia; con lo cual ya no sería libertad, sino conexión necesaria.

Completa, tampoco. En la inducción científico-física no se re­quiere que la observación sea completa, porque las leyes que busca obran de manera cons­tante y uniforme, o sea, están regidas por determinación fija. Pero en la obra por libertad se requiere que la observación sea completa y universal, justo porque las acciones li­bres no están determinadas naturalmente. Completa en sentido ho­rizontal, no ya por referencia al pasado y al presente, sino también al porve­nir. Completa, además, en sentido vertical, pues también debe abarcar las mani­fes­taciones tales como el arte, la política, la moral y las ciencias. Es claro que en el estado actual, la ciencia histórica no ha llegado a ese conocimiento ex­haus­tivo en el espa­cio y en el tiempo. Ni tampoco se le pide que llegue en un futuro. Suponiendo que alguna vez lo consi­guiera, no po­drá conocer con seguridad, evidencia y rigor el decreto futuro de la libertad, suspendida siempre sobre sí misma. Como este cono­cimiento completo de lo espacial y temporalmente dado condi­ciona el acercamiento a esta ley his­tórica, y como la inteligencia humana no puede adquirirlo, se sigue que el mo­delo ab­soluto es inviable.

Únese a esto el hecho de que siempre son varios los motivos y las causas que se entrecruzan en cada fenómeno histórico. No sólo las direcciones claramente perceptibles y los principios evidente­mente comprendidos, sino también ocultos factores y acciones que escapan a un normal análisis confluyen en el hecho his­tórico, desde las intrigas y apetitos personales, hasta el entusiasmo polí­tico. Si todos esos factores tan volubles tuviesen que entrar en ese lecho de Procusto de una fórmula única, se violentaría «la comple­jidad de los hechos para salvar una teoría»[1].

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2. Esquemas de periodización.

Muchas de las dificultades y contradicciones de los modelos abso­lutos se ponen de manifiesto en la periodización que realizan de las épocas histó­ricas.

Hegel llegó a decir, con manifiesta exagera­ción, que la periodización o la división de la historia universal nos ofrece una visión que hace «resaltar la co­nexión según la Idea, según la necesidad in­terna»[2]. A su vez, la época suele ser determi­nada como una estructura relativamente ce­rrada en sí misma; de ahí que las re­laciones que en ella se captan objetivamente mues­tren una afinidad inter­na, un común patrón de acción, una seme­janza en el modo de sentir y apreciar.

A través de las periodizaciones se suele exponer la historia como un proceso que –según la filosofía de cada autor–  puede acontecer de modo rectilíneo o de modo cicloide.

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a) Periodización rectilínea

Para las teorías que consideran un proceso lineal puro, la exis­tencia histórica apunta a una meta. Esta meta puede ser, para unos, transcendente (lo suprahis­tó­rico hace que haya historia), para otros, inmanente (no hay razón suprahistó­rica que explique la his­toria). A su vez las teorías inmanentistas pueden ser pe­simis­tas (descensionales) u optimistas (ascensionales). Entre las pesimistas se en­cuentra la postura de E. von Hartmann. Las optimistas (como la de Voltaire, Condorcet, Hegel y Marx) admiten que la historia es una línea de progreso cre­ciente en lo económico, lo científico, lo cultural y lo moral.

Muchas de las filosofías que admiten el sentido generalizado del progreso aceptan también un plan universal que rige el curso his­tórico, por el cual se de­fine la futura renovación total del hombre y su colocación en un estado perfecto y definitivo. A esta última te­sis se le ha llamado milenarismo o quiliasmo, y afirma que habrá (en un tiempo futuro o, como decían los antiguos, en un mile­nio) una renovación radical y definitiva del hombre. Los primeros tiem­pos del cristianismo conocieron el milenarismo, influídos por el Apocalipsis  de San Juan: al cumplirse el milenio vendría una épo­ca definitiva. Precisamente Joaquín de Fiore (1135-1202), o sus discípulos, dividía así la historia: 1º Esta­dio del Padre: coincide con la creación y el dominio de la Ley veterotes­tamentaria. 2º Estadio del Hijo: es la época de la Encarnación del Verbo; la Redención duraría hasta el tiempo de Joaquín de Fiore, que asumía así el papel de profeta del Espíritu Santo. 3º Estadio del Espíritu Santo: de perfección y do­minio del Evangelio Eterno, de plena liberalización bajo el im­perio del amor, de transfiguración ge­neralizada. Kant llegó incluso a indicar un quiliasmo filosófico «que espera un estado de paz per­petua, fundada en una liga de las naciones»[3]. Con aspectos de mi­lenarismo se presenta en Hegel y en Marx el proceso histórico.

Indicaremos, a título de complemento, dos modelos modernos de periodiza­ción rectiforme: el positivista de Comte (s. XIX) y el existencialista de Jaspers (s. XX).

Comte aplica a la historia su «ley de los tres estadios»: cada una de las ramas del conocimiento y de la cultura pasa suce­sivamente por tres fases di­ferentes: 1º Estadio teológico o ficticio (de niñez); el hombre quiere saber aquí el «por qué» del mundo, y da una respuesta absoluta o ficticia (irracional), ape­lando, me­diante mitos, a poderes sobrenaturales. 2º Estadio metafísico o abs­tracto (de ju­ventud); el hombre desea conocer aquí también el «por qué» del mundo, pero responde con abstracciones o con en­tidades abstractas (sustancia, esencia, ser, causalidad, etc.). 3º Es­tadio científico o positivo (de madurez); el hombre pre­gunta ya por el «cómo» (no por el «por qué»), renuncia a la explica­ción abso­luta, y se centra en las relaciones causales entre fenómenos, en las le­yes de la naturaleza y de la historia. También el individuo concreto es teólogo en la in­fancia, metafísico en la juventud y físico en la edad adulta. El proceso es una sucesión lógica (en el orden indicado) y necesaria.

Jaspers distingue cuatro etapas. La primera avanza desde la época prome­teica hasta el año 5000 a. C.; en ella nace el lenguaje articulado, el uso del fuego y los más modestos instrumentos o utensilios. La segunda etapa se extiende hasta el año 3000 a. C. y abraza las últimas culturas antiguas (Egipto, Mesopotamia, India, China). La tercera tiene un énfasis especial, según Jaspers: se ex­tiende hasta el año 200 a. C. y en ella se ponen las bases espiritua­les de la humanidad; hacia el año 500 a. C. aparece el tiempo-eje, la verdadera unidad de medida que aclara la importancia de los pueblos históricos: significa un rom­pi­miento (Durchbruch) o irrupción, un salto, y los pueblos que (como los egip­cios y babilo­nios) no entraron en el tiempo-eje, quedaron sin significado histó­rico. En primer lugar, surgen los grandes hombres: en China, Confucio, Lao-Tse, Mo-Ti, Chunang Tse (no sabemos por qué Jaspers omite a los King, que tanto influyeron en los citados: qui­zás los omita porque son muy anteriores a di­cho tiempo-eje); en la India aparecen los Upanisad y Buda (no habla de los Vedas, que son anteriores); en Irán, Jeremías (curiosamente omite el Génesis, el Exodo, los Salmos, que son anteriores); en Grecia, Homero, Platón, Tucídides, Arquímedes. En segundo lugar se constituyen en ese tiempo-eje las religiones mundiales «de las cuales viven to­davía los hombres» (lógicamente, para su es­quema, ha tenido que prescindir del judaísmo, del cristianismo y del islamismo, por ser posteriores al tiempo citado). Para Jaspers, la diferencia de pueblos es­triba en su modo de comportarse ante la crisis de tiempo-eje. La cuarta etapa (desde el año 200 a. C.) es la era científico-técnica: en ella la historia se hace por vez primera universal; en su ámbito, los pueblos germanos tienen la prima­cía, practicando una racionalidad sin sosiego.

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b) Periodización cicloide

 

El carácter cicloide de algunas explicaciones modernas debe parte de su contenido a los esquemas griegos del tiempo circular. En general consideran la historia como un movimiento que cumple ciclos determinados, aunque para al­gunos modernos no esté en perpetua circularidad cerrada. Los ciclos no darían vueltas sobre sí mismos, sino que de algún modo progresarían hacia adelante. Por eso, la mayoría de las veces nos encontramos, como en el caso de Vico, con modelos helicoidales, donde se combina el círculo griego con la línea recta. Apuntemos tres autores: Vico, Spengler y Toynbee.

En la Scienza Nuova expone Vico que existe una historia ideal eterna, mo­delo o ejemplar de las historias particulares, sobre la cual transcurren en el tiempo las historias nacionales. Pueden dis­tinguirse en el corso de la historia humana tres edades: 1ª Divina, que representa la infancia de la humanidad; es teocrática y sa­cerdotal: su idioma es sagrado (el jeroglífico). Responde al nivel sensorial; como el mundo exterior es sorpresivo, el hombre tiende a explicarlo por recurso a la divinidad o a poderes mágicos. 2ª He­roica, cuya explicación, aunque simbólica, tiene cierta carga inte­lectual; en ella se da un triunfo de la imaginación sobre los senti­dos. 3ª Humana: su explicación es plenamente ra­cio­nal. En la épo­ca divina, el gobierno es teocrático; en la heroica, aristocrático; en la humana, monárquico. Por fin, el exceso racionalista de la última propicia la anarquía y la barbarie reflexiva, y así prepara un reco­mienzo, un ricorso.

Oswald Spengler se fija en el desarrollo de las culturas, las cua­les son para él como enormes organismos biológicos, sometidos al ciclo del nacimiento, de la maduración y de la muerte. Distingue ocho culturas: egipcia, babilónica, china, índica, mexicana, apolí­nea (griega y romana), mágica (irania, hebrea y árabe) y fáustica (occidental actual). Entre las culturas hay analogías externas (de forma), pero sobre todo homologías internas (de contenido). La morfología de­muestra que cada cultura pasa por cuatro fases y siempre por el mismo orden: primaveral, varaniega, otoñal e in­vernal. La edad primaveral es un período mí­tico-místico (o reli­gioso) en el que se forma la aristocracia (Spengler encuentra aquí homologías entre la Edad Media griega y la Edad Media europea). La edad veraniega es de reforma, porque se rebela contra lo pa­sado; en ella empieza una filosofía y una matemática (aquí son co­etáneos Pericles y Luis XIV). La edad otoñal es ilustrada: confía en la razón y por exceso de racionalismo comienza a desintegrar al estado; la ciudad se extiende y surge la masa urbana (en esta edad son coetáneos Alejandro y Napoleón). En la edad invernal se ex­tiende el mate­rialismo y el escepticismo; se absolutiza el dinero y comienza la corrupción de los imperios. Pues bien, para Spengler, las culturas son independientes entre sí, aunque presentan identi­dad morfológica (son organismos análogos con las mis­mas fases). Por eso es posible predecir el futuro, en razón de la necesidad con que los ciclos se suceden. La comparación nos permite saber el punto exacto en que se halla una cultura y el camino que le queda por recorrer. Occidente –dice Spengler– está ya en las últimas: asistimos a su ocaso. De ahí el título de su fa­moso y polémico li­bro La decadencia de Occidente.

Homologías en las culturas encuentra tambien A. Toynbee en su monumen­tal obra Estudio de la Historia. Para él hubo 21 socieda­des civilizadas, orgáni­camente constituídas, como Spengler dijo; ya han muerto catorce y sólo existen siete: cristiana occidental, hindú, islámica, cristiana ortodoxa o bizantina, orto­doxa rusa, principal del Lejano Oriente y japonesa. Para Toynbee el meca­nismo de la aparición de las culturas se resuelve en la dialéctica reto-respuesta: el ambiente lanza siempre un reto a la cultura, la cual debe ofrecer una respuesta creadora; una cultura se petrifica y comienza a desaparecer cuando las respues­tas fracasan o se debili­tan.

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3. Configuraciones de sentido

Si, de un lado, la libertad en su obrar temporal y social es el fac­tor funda­mental y elemento generador de la historia y, de otro lado, no es dado al hombre conocer con certeza la relación interna de las determinaciones libres de la vo­lun­tad (pasadas, presentes y futuras), parece seguirse que es impo­sible conocer científicamente una ley histórica universal que fuese la razón suficiente de las fases y vicisitudes históricas de todos los pueblos, en el pasado, en el presente y en el porvenir.

1. Ahora bien, excluido el modelo absoluto que pretende una ley a la vez universal y concreta, podríamos preguntar si es posible co­nocer alguna orde­na­ción del desarrollo histórico, si no en sus detalles particula­res (pretensión de aquel modelo) sí al menos en su aspecto genérico (limitación que, por su va­guedad, reprobaría Hegel). Se trataría de conocer «la ley que preside el desen­vol­vi­miento histórico de la humanidad, considerado este movimiento en general y sin descender a detalles, es decir, de una ley que contenga la explicación y la razón suficiente de las grandes fases, vicisitudes y mani­festaciones de la huma­nidad en el espacio y el tiempo»[4]. Claro está,, esa ley histórica sólo aspiraría a explicar las gran­des fases, mudanzas y síntomas de la humanidad en el tiempo.

En cualquier caso, la índole de tal explicación diferiría forzosamente de la matemá­tica, la metafísica o la biológica: sería la explicación de las constantes en el tiempo de hechos determinados por libertad. Podríamos, siguiendo a los antiguos, lla­mar a un conocimiento así «razón probable». Además, por su aproximación a la noción ideal de ciencia, sería un orden válido de investiga­ción.

En todo caso, parece problemático el intento de ampliar la consideración crí­tica e interna de la historia hacia un conocimiento que tuviera por objeto «des­cubrir y deter­minar la ley general y única que preside el movi­miento sucesivo o desarrollo de la humanidad»[5]. Aunque el historiador hiciera una «gene­ralización sistemática y científica de la historia de la hu­mani­dad»[6], ese esfuerzo –que surge cuando el his­toriador penetra en las entrañas de los grandes imperios anti­guos y observa que éstos «nacen, se levantan, se desa­rrollan, se desmoro­nan, caen y se suceden unos a otros, siguiendo en estos di­versos movimientos de as­censión y decadencia leyes más o menos cons­tantes y similares»[7]–, apenas con­seguiría una escuálida  y siempre rectificable formu­lación, de escaso rendi­miento científico.

2. Pero sí es cierto, por otro lado, que el historiador no se resigna a contem­plar la historia como pura even­tualidad. Y si no se quiere hablar siquiera de leyes, aunque sean genéricas y vagas, la tarea de «configurar» lo histórico se hace tanto más urgente cuando el histo­riador no puede eludir la pregunta por el significado que tiene el curso de la humanidad, siendo además tal pregunta útil y hasta imprescindible: «No hay historia verda­dera –afirma H. I. Marrou– que sea independiente de una filosofía del hombre y de la vida, de la que aquella toma sus conceptos fun­damentales, sus esquemas explicativos y, en primer lugar, las cuestiones mismas que en virtud de su con­cepción le planteara el pasado»[8].

Tal tipo de explicación no puede ser necesitante, o sea, de tal índole que acabe negando el factor libre. Si no debe venir a parar en leyes necesitantes (físicas o aprióricas), su ex­plicación debería parecerse al desc­i­framiento, a la interpretación de los aspectos gobernados por significados inteligibles, por «le­yes» morales. Trataría de ver –con palabras de Ortega y Gasset– «si en ese caos que es la serie confusa de los hechos históri­cos, pueden descubrirse líneas, fac­ciones, rasgos, en suma, fisonomía; no ha ha­bido época para la que el destino histórico no haya presentado algo así como una cara o sistema de facciones re­cognoscibles»[9].

La posibilidad de ese in­tento se ve afianzada por el hecho de que la temporalidad del hombre trans­ciende tanto la contin­gencia, como la individua­lidad del acto hu­mano.

Algunos representantes de la tradición clásica negaban esa doble trascen­den­cia. Sostenían que si el historiador tiene ante sus ojos sólo hechos particula­res y contingentes, desprovistos de la universalidad y necesidad que requiere un ob­jeto científico, se sigue que lo narrado por el historiador no puede ser objeto de pensamiento científico.

Esta objeción buscó apoyo en la clasificación aristotélica (e in­cluso plató­nica) del saber. En ella la ciencia estricta versa sobre un objeto universal y ne­cesario. Mas como la historia tiene por objeto lo particular y contingente, se si­gue –se nos viene a decir– que de esto no puede haber ciencia estricta. Tal es la objeción que esgrimieron algunos autores, como J. Maritain[10].

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4. Contingencia y particularidad del hecho histórico

En la objeción apuntada se supone que la historia cientí­fica tendría por ob­jeto lo par­ticular y lo contingente que, como tal, se­ría brindado a su vez como objeto a una reflexión ulterior, de tipo más filosófico.

Ante tal planteamiento cabe responder que el objeto propio de la historia no es exactamente el hecho contingente y particular como tal, o sea, en su particu­laridad y contingencia.

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a) El objeto de la historia no es el hecho contingente

La historia propiamente dicha no trata de hechos físicos o natu­rales particu­lares y contingentes, sino de hechos humanos, o sea, hechos en los que inter­viene la libertad o están ligados al ejercicio de ésta. Ahora bien, el hombre no puede disponer ya de todo lo que le ha ocurrido, o sea, de todo lo que le es pa­sado; ni puede cambiarlo. Esto no quiere decir que en su momento no fuera li­bre: «La facilidad relativa de explicar los hechos históricos después que pasa­ron, no destruye la dificultad de preconoci­miento que en su día existiera cuando se hallaban en­vueltos en las sombras del porvenir»[11]. En el pasado, la posibili­dad ha quedado suprimida, de modo que lo «sido» se equipara a la esencia mate­mática. Como antes se dijo, una vez que los objetos contin­gentes se tornan ne­cesarios por entrar en el pasado, queda abierta la vía científica del conocimiento histórico, el cual con­sidera un objeto inmuta­ble, susceptible de ser captado con verdad y objetividad. La verdad de la histo­ria se basa en el sólido fundamento de la realidad de lo pretérito.

Cierto es que la ciencia estricta considera lo universal y lo nece­sario, por cuanto el modo universal de conocer es el que propia­mente permite captar lo necesario o inteligible de la realidad. Pero el propio Santo Tomás advierte que el conocimiento universal, aunque es en efecto abstracto, no es conocimiento de lo abstracto: es conocimiento universal, pero de los individuos en sus caracteres comunes. Asimismo, para Santo Tomás «tampoco el individuo, en sus caracte­res propios individuantes, está totalmente fuera del ám­bito cognoscitivo. No es so­lamente objeto de intuición sensible, sino que puede ser captado intelectiva­mente (aunque imperfecta e indirectamente), por un retorno a la imagen, retorno que es la con­tinuación del intelecto en los sentidos dentro de la unidad del com­puesto cognoscente»[12].

En fin, la realidad empírica no es tan contingente que carezca de algo nece­sario. Reconocía Santo Tomás que «no hay nada tan con­tingente que no tenga en sí algo necesario»[13]. Esta tesis debe apli­carse directamente a la realidad his­tó­rica, la cual no es pura con­tingencia o puro devenir: en el devenir histórico hay relaciones in­teligibles que constituyen un aspecto esencial o necesario. «Hay que aceptar relaciones inmutables en las cosas mudables»[14], si no quere­mos re­ducir el devenir histórico a pura apariencia. «En lo singular y contingente puede darse algo cierto, si no en absoluto, sí al menos relativamente al tiempo y a la acción. No es necesario que Sócrates esté sentado; pero sí es necesario que esté sentado mientras lo está. Y esto puede tomarse como algo cierto»[15]. Pues bien, «lo pasado es, de algún modo, necesario, ya que es imposible la no exis­tencia de lo que ha sucedido»[16].

Precisamente la posibilidad de encontrar siquiera una configuración de sen­tido  radica en la presencia de algo esencial e inteligible en el devenir histó­rico.

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b) El objeto de la historia no es el hecho individual

No todo lo particular de la vida humana tiene un valor específi­camente his­tó­rico, pues puede no hacer historia. El objeto de la historia no es lo pasado como tal: no todo lo pretérito tiene historia ni es historiable. Sólo entran en la historia los hechos particulares que tienen una característica influencia en los siguientes, una es­pecífica peractuación, por quedar retenidos en otros, o sea, porque se continúan y muestran cierta vigencia en un momento posterior. Justo la labor de la historia científica consiste en recoger, de entre el conjunto de he­chos particu­lares, los que presenten el carácter de continuidad. La recolección hecha por el historiador es objetiva cuando se funda en la misma realidad estu­diada, en la cual se opera una efectiva recolección debida a la permanencia pro­pia de sólo algunos hechos humanos. Ni siquiera considera el historiador todos los hechos humanos influyentes, sino aquellos que influyen de modo notable por su di­mensión social (civil o familiar); los actos libres del hombre entran en la histo­ria cuando muestran  eficacia en el aspecto científico, político, econó­mico o moral.

A propósito de la noción aristotélica de ciencia, que es de lo universal y ne­cesario, se ha dicho hasta la saciedad que no puede haber un saber científico de lo individual, porque el individuo, como tal, es inefable. Por lo tanto –y se pro­sigue ya en forma de objeción– la historia no es ciencia, porque trata precisa­mente de lo singular y concreto. «El individuo ‑dice L.E. Palacios‑ es inefable, nada puede hablarse de él, porque toda atribución que se le haga lo mismo puede convenirle a él que a todos los de su clase, siendo así que el individuo es único […]. Cuando enunciamos algo referido a la persona propia o ajena, esta­mos ya fuera de esa persona, porque le atribuimos algo que ciertamente le con­viene, pero que puede convenir también a muchas otras […]; el individuo es ine­fable […]. Todo esto abre horizontes a la consideración del filósofo del saber, a la par que los cierra a las presunciones de la Historia […] Lo más personal y propio es incapaz de ser encerrado en palabras y propo­siciones»[17].

Urge advertir que la objeción vale sólo para la noción de indivi­duo, tal y como en el contexto de la ciencia la toma Aristóteles. Este habla de los seres fí­sicos o seres de la naturaleza; por indivi­duo entiende entonces el sujeto mate­rial, v.gr. Pedro, que perte­nece a una especie determinada, en este caso la hu­mana. El cono­cimiento recae sobre la esencia específica presente en tal sujeto, y no sobre los caracteres que la individúan. Pero en el caso del sin­gular concreto estudiado por el historiador no estamos sólo ante un ser natural, sino ante un ser también cultural, producido por la libre acción humana, tenga éste carácter puntual (descubrimiento de América) o carácter global (el hecho subsiguiente de la Con­quista).

La individualidad histórica es así muy característica. Es cierto, por tanto, que la historia considera los hechos humanos en su indi­vidualidad o particularidad: no estudia la muerte de un individuo como hecho biológico generalizado, sino la muerte, por ejemplo, de César en tanto que motivada por la idiosincrasia del emperador y de sus asesinos; no estudia las leyes biológicas de la muerte, ni el hecho estadístico del asesinato; esto, desde luego, lo tiene pre­sente, mas para re­ferirlo al conocimiento del hecho individual. No lo estudia, pues, en su nuda in­dividualidad ontológica o psicoló­gica; considera los hechos individuales inte­grados en un contexto cultural o de unos influjos; porque precisamente el hecho indivi­dual obtiene su categoría de histórico por las conexiones en que se halla. «Nos refiere –comenta Ortega– el asesinato de César. Pero hechos como éste ¿son la realidad histórica? La narración de ese asesinato no nos descubre una realidad, sino, por el contrario, pre­senta un problema a nuestra comprensión. ¿Qué significa la muerte de César? Apenas nos hacemos esta pregunta caemos en la cuenta de que su muerte es sólo un punto vivo dentro de un enorme volu­men de realidad histórica: la vida de Roma. A la punta del puñal de Bruto sigue su mano, y a la mano, el brazo movido por centros nerviosos donde actúan las ideas de un romano del siglo I antes de Jesucristo. Pero el siglo I no es com­prensible sin el II, sin toda la existencia romana desde los tiempos primeros. De este modo se advierte que el «hecho» de la muerte de Cesar sólo es histórica­mente real, es decir, sólo es lo que en verdad es, sólo está com­pleto cuando apa­rece como manifestación momentánea de un vasto proceso vital, de un fondo orgánico amplísimo que es la vida toda del pueblo romano»[18].

Sin conexión no hay historia. En esa continuidad y presencia, el hecho his­tórico no pierde su particularidad, ni deja de ser una ver­dad de hecho. Pero su específica virtualidad (que encierra la idea de influjo, de socialidad y de co­nexión) abre un orden categorial o un modo de ser privativo de lo histórico, y en él se funda la pecu­liaridad científica del conocimiento histórico.

De ahí que para encontrar el orden de causalidad, la razón inte­ligible del curso histórico, no es posible estancarse en el recono­cimiento de la individuali­dad del hecho mismo, justo porque su individualidad no está desnuda de im­plicaciones. Debemos entrar en la historia que el especialista nos narra como real para que sea la sucesión misma la que nos dicte si la serie temporal de he­chos humanos es indeterminada, o si está integrada como un proceso unitario y expresivo de un orden, cuya verdad de hecho pueda ser demostrable. Y por eso debe sugerir desde sí misma el posible principio de orden que su particular curso tenga.

La afirmación de las conexiones de los hechos humanos no es una negación de la libertad. Cierto es que la libertad puede obrar contra toda previsión. Pero de hecho el hombre se propone fines a los que subordina ciertos medios; por lo que de la observación de sus actos puede concluirse la índole de sus intenciones. Aparte de que el uso de su libertad llega a veces tardíamente, cuando el con­junto de una conducta está a punto de ser acabado. Ello sin contar el número de influjos físicos que padece cuando obra libremente, como las condiciones físi­cas o sentimentales y las costumbres. Por último, las circunstancias en las que los hombres se mueven gozan normalmente de relativa estabilidad. Por todo ello podemos pre­sumir que pueden encontrarse configuraciones de sentido dentro del desarrollo  del obrar humano, socialmente determinado: en ellas y por ellas se articula el hecho histórico.



[1]   C. Joad, A Guide to Philosophy, 489.

[2]     W. Dilthey, Einleitung in die Geisteswissenschaften, Gesammelte Schrif­ten,  vol. I, 201.

[3]     I. Kant, La religión dentro de los límites de la pura razón, 1,3.

[4]   Ceferino González, «La filosofía de la historia»,  84-85.

[5]     Ceferino González, 25.

[6]     Ceferino González, 9.

[7]     Ceferino González, 9.

[8]   H.I. Marrou, El conocimiento histórico, 173

[9]   José Ortega y Gasset, Una interpretación de la historia universal,  26

[10]   Jacques Maritain, Filosofía de la historia,18-20.

[11]   Ceferino González, 111.

[12]   G. Mattai, Le condizioni di possibilità della storia nel tomismo, 127.

[13]   I, q. 86, a. 3.

[14]   I, q.84, a.1.

[15]   I-II, q. 14, a. 6 ad 3.

[16]   II-II, q. 49, a. 6.

[17]   L. Eulogio Palacios, Las tres aporías de la historia, 116.

[18]   J. Ortega y Gasset. Proemio  a la Decadencia de Occidente  de Spengler, I, 13.