1. Presunción de una ley absoluta
En el hecho histórico se encuentran factores antropológicos y sociológicos que limitan las pretensiones de quienes –como Hegel– construyen la historia de una manera absoluta e inmanente: esos factores impiden que la historia se desarrolle conforme a leyes propias de un «modelo absoluto» o apriórico. Porque el factor más decisivo es la libertad humana.
¿Qué elementos fundamentales poseería un modelo absoluto que se declarase como disciplina filosófica y científica? Debería tener, en primer lugar, un objeto determinado, pues sin objeto no hay disciplina; en segundo lugar, unos principios ciertos y evidentes que garanticen unas conclusiones legítimas y claras.
El objeto, para un modelo absoluto, sería la determinación de las leyes o razones fundamentales de todas las vicisitudes históricas que se mostraran en el pasado, en el presente y en el porvenir. Los principios que podrían guiarnos con certeza a determinar esa ley general de las transformaciones sólo los podríamos sacar del conocimiento de las conexiones de la libertad en el tiempo. Únicamente entonces se definirían con seguridad los fines del nacimiento, de la elevación y de la decadencia de las diferentes naciones. Dicho de otro modo, el único criterio por el que se podría conocer con seguridad la ley del movimiento histórico –en su pasado, en su presente y en su futuro– sería la libertad individual, si ésta nos diese su secreto. De no poder lograr sus conexiones, es imposible hallar una ley o un fin universales.
Pero, ¿es posible conocer a priori las conexiones de la libertad individual en el tiempo? Se trata de la libertad. Y la única vía posible para hallar esas conexiones es la observación; y no una observación cualquiera, sino una observación que debe ser exacta y completa de los hechos históricos (propiamente libres). De esta exacta y completa observación podríamos llegar a una generalización racional de estos hechos, en la que se decantasen los principios referentes al objeto apuntado. Pero ocurre que esta observación no podría ser exacta ni completa.
Exacta no, porque los hechos históricos son resultado y efecto de la libertad individual, o sea, manifestaciones y síntomas de la voluntad libre del hombre, como agente de la historia. Sólo el que tuviere en sus manos el conocimiento de las relaciones que entre sí poseen los actos sucesivos de la libertad tendría la clave de la ley universal de la historia. Es obvio que no se puede penetrar en el secreto de la voluntad libre, ni prever sus futuras determinaciones. En ese ámbito sólo podemos entrar por tanteo y conjetura, nunca con exactitud. La tentación más frecuente que se siente ante esta imposibilidad es negar la libertad o, al menos, declararla como apariencia: la verdadera realidad histórica no estaría en el ámbito de los hechos individuales libres; tales hechos serían ‑como sostiene Hegel‑ síntomas de una realidad mucho más profunda, a saber, la Razón universal, de cuya evolución sería exteriorización el propio acto individual libre. La libertad concreta vendría explicada por esa Razón profunda, objeto de la historia; con lo cual ya no sería libertad, sino conexión necesaria.
Completa, tampoco. En la inducción científico-física no se requiere que la observación sea completa, porque las leyes que busca obran de manera constante y uniforme, o sea, están regidas por determinación fija. Pero en la obra por libertad se requiere que la observación sea completa y universal, justo porque las acciones libres no están determinadas naturalmente. Completa en sentido horizontal, no ya por referencia al pasado y al presente, sino también al porvenir. Completa, además, en sentido vertical, pues también debe abarcar las manifestaciones tales como el arte, la política, la moral y las ciencias. Es claro que en el estado actual, la ciencia histórica no ha llegado a ese conocimiento exhaustivo en el espacio y en el tiempo. Ni tampoco se le pide que llegue en un futuro. Suponiendo que alguna vez lo consiguiera, no podrá conocer con seguridad, evidencia y rigor el decreto futuro de la libertad, suspendida siempre sobre sí misma. Como este conocimiento completo de lo espacial y temporalmente dado condiciona el acercamiento a esta ley histórica, y como la inteligencia humana no puede adquirirlo, se sigue que el modelo absoluto es inviable.
Únese a esto el hecho de que siempre son varios los motivos y las causas que se entrecruzan en cada fenómeno histórico. No sólo las direcciones claramente perceptibles y los principios evidentemente comprendidos, sino también ocultos factores y acciones que escapan a un normal análisis confluyen en el hecho histórico, desde las intrigas y apetitos personales, hasta el entusiasmo político. Si todos esos factores tan volubles tuviesen que entrar en ese lecho de Procusto de una fórmula única, se violentaría «la complejidad de los hechos para salvar una teoría»[1].
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2. Esquemas de periodización.
Muchas de las dificultades y contradicciones de los modelos absolutos se ponen de manifiesto en la periodización que realizan de las épocas históricas.
Hegel llegó a decir, con manifiesta exageración, que la periodización o la división de la historia universal nos ofrece una visión que hace «resaltar la conexión según la Idea, según la necesidad interna»[2]. A su vez, la época suele ser determinada como una estructura relativamente cerrada en sí misma; de ahí que las relaciones que en ella se captan objetivamente muestren una afinidad interna, un común patrón de acción, una semejanza en el modo de sentir y apreciar.
A través de las periodizaciones se suele exponer la historia como un proceso que –según la filosofía de cada autor– puede acontecer de modo rectilíneo o de modo cicloide.
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a) Periodización rectilínea
Para las teorías que consideran un proceso lineal puro, la existencia histórica apunta a una meta. Esta meta puede ser, para unos, transcendente (lo suprahistórico hace que haya historia), para otros, inmanente (no hay razón suprahistórica que explique la historia). A su vez las teorías inmanentistas pueden ser pesimistas (descensionales) u optimistas (ascensionales). Entre las pesimistas se encuentra la postura de E. von Hartmann. Las optimistas (como la de Voltaire, Condorcet, Hegel y Marx) admiten que la historia es una línea de progreso creciente en lo económico, lo científico, lo cultural y lo moral.
Muchas de las filosofías que admiten el sentido generalizado del progreso aceptan también un plan universal que rige el curso histórico, por el cual se define la futura renovación total del hombre y su colocación en un estado perfecto y definitivo. A esta última tesis se le ha llamado milenarismo o quiliasmo, y afirma que habrá (en un tiempo futuro o, como decían los antiguos, en un milenio) una renovación radical y definitiva del hombre. Los primeros tiempos del cristianismo conocieron el milenarismo, influídos por el Apocalipsis de San Juan: al cumplirse el milenio vendría una época definitiva. Precisamente Joaquín de Fiore (1135-1202), o sus discípulos, dividía así la historia: 1º Estadio del Padre: coincide con la creación y el dominio de la Ley veterotestamentaria. 2º Estadio del Hijo: es la época de la Encarnación del Verbo; la Redención duraría hasta el tiempo de Joaquín de Fiore, que asumía así el papel de profeta del Espíritu Santo. 3º Estadio del Espíritu Santo: de perfección y dominio del Evangelio Eterno, de plena liberalización bajo el imperio del amor, de transfiguración generalizada. Kant llegó incluso a indicar un quiliasmo filosófico «que espera un estado de paz perpetua, fundada en una liga de las naciones»[3]. Con aspectos de milenarismo se presenta en Hegel y en Marx el proceso histórico.
Indicaremos, a título de complemento, dos modelos modernos de periodización rectiforme: el positivista de Comte (s. XIX) y el existencialista de Jaspers (s. XX).
Comte aplica a la historia su «ley de los tres estadios»: cada una de las ramas del conocimiento y de la cultura pasa sucesivamente por tres fases diferentes: 1º Estadio teológico o ficticio (de niñez); el hombre quiere saber aquí el «por qué» del mundo, y da una respuesta absoluta o ficticia (irracional), apelando, mediante mitos, a poderes sobrenaturales. 2º Estadio metafísico o abstracto (de juventud); el hombre desea conocer aquí también el «por qué» del mundo, pero responde con abstracciones o con entidades abstractas (sustancia, esencia, ser, causalidad, etc.). 3º Estadio científico o positivo (de madurez); el hombre pregunta ya por el «cómo» (no por el «por qué»), renuncia a la explicación absoluta, y se centra en las relaciones causales entre fenómenos, en las leyes de la naturaleza y de la historia. También el individuo concreto es teólogo en la infancia, metafísico en la juventud y físico en la edad adulta. El proceso es una sucesión lógica (en el orden indicado) y necesaria.
Jaspers distingue cuatro etapas. La primera avanza desde la época prometeica hasta el año 5000 a. C.; en ella nace el lenguaje articulado, el uso del fuego y los más modestos instrumentos o utensilios. La segunda etapa se extiende hasta el año 3000 a. C. y abraza las últimas culturas antiguas (Egipto, Mesopotamia, India, China). La tercera tiene un énfasis especial, según Jaspers: se extiende hasta el año 200 a. C. y en ella se ponen las bases espirituales de la humanidad; hacia el año 500 a. C. aparece el tiempo-eje, la verdadera unidad de medida que aclara la importancia de los pueblos históricos: significa un rompimiento (Durchbruch) o irrupción, un salto, y los pueblos que (como los egipcios y babilonios) no entraron en el tiempo-eje, quedaron sin significado histórico. En primer lugar, surgen los grandes hombres: en China, Confucio, Lao-Tse, Mo-Ti, Chunang Tse (no sabemos por qué Jaspers omite a los King, que tanto influyeron en los citados: quizás los omita porque son muy anteriores a dicho tiempo-eje); en la India aparecen los Upanisad y Buda (no habla de los Vedas, que son anteriores); en Irán, Jeremías (curiosamente omite el Génesis, el Exodo, los Salmos, que son anteriores); en Grecia, Homero, Platón, Tucídides, Arquímedes. En segundo lugar se constituyen en ese tiempo-eje las religiones mundiales «de las cuales viven todavía los hombres» (lógicamente, para su esquema, ha tenido que prescindir del judaísmo, del cristianismo y del islamismo, por ser posteriores al tiempo citado). Para Jaspers, la diferencia de pueblos estriba en su modo de comportarse ante la crisis de tiempo-eje. La cuarta etapa (desde el año 200 a. C.) es la era científico-técnica: en ella la historia se hace por vez primera universal; en su ámbito, los pueblos germanos tienen la primacía, practicando una racionalidad sin sosiego.
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b) Periodización cicloide
El carácter cicloide de algunas explicaciones modernas debe parte de su contenido a los esquemas griegos del tiempo circular. En general consideran la historia como un movimiento que cumple ciclos determinados, aunque para algunos modernos no esté en perpetua circularidad cerrada. Los ciclos no darían vueltas sobre sí mismos, sino que de algún modo progresarían hacia adelante. Por eso, la mayoría de las veces nos encontramos, como en el caso de Vico, con modelos helicoidales, donde se combina el círculo griego con la línea recta. Apuntemos tres autores: Vico, Spengler y Toynbee.
En la Scienza Nuova expone Vico que existe una historia ideal eterna, modelo o ejemplar de las historias particulares, sobre la cual transcurren en el tiempo las historias nacionales. Pueden distinguirse en el corso de la historia humana tres edades: 1ª Divina, que representa la infancia de la humanidad; es teocrática y sacerdotal: su idioma es sagrado (el jeroglífico). Responde al nivel sensorial; como el mundo exterior es sorpresivo, el hombre tiende a explicarlo por recurso a la divinidad o a poderes mágicos. 2ª Heroica, cuya explicación, aunque simbólica, tiene cierta carga intelectual; en ella se da un triunfo de la imaginación sobre los sentidos. 3ª Humana: su explicación es plenamente racional. En la época divina, el gobierno es teocrático; en la heroica, aristocrático; en la humana, monárquico. Por fin, el exceso racionalista de la última propicia la anarquía y la barbarie reflexiva, y así prepara un recomienzo, un ricorso.
Oswald Spengler se fija en el desarrollo de las culturas, las cuales son para él como enormes organismos biológicos, sometidos al ciclo del nacimiento, de la maduración y de la muerte. Distingue ocho culturas: egipcia, babilónica, china, índica, mexicana, apolínea (griega y romana), mágica (irania, hebrea y árabe) y fáustica (occidental actual). Entre las culturas hay analogías externas (de forma), pero sobre todo homologías internas (de contenido). La morfología demuestra que cada cultura pasa por cuatro fases y siempre por el mismo orden: primaveral, varaniega, otoñal e invernal. La edad primaveral es un período mítico-místico (o religioso) en el que se forma la aristocracia (Spengler encuentra aquí homologías entre la Edad Media griega y la Edad Media europea). La edad veraniega es de reforma, porque se rebela contra lo pasado; en ella empieza una filosofía y una matemática (aquí son coetáneos Pericles y Luis XIV). La edad otoñal es ilustrada: confía en la razón y por exceso de racionalismo comienza a desintegrar al estado; la ciudad se extiende y surge la masa urbana (en esta edad son coetáneos Alejandro y Napoleón). En la edad invernal se extiende el materialismo y el escepticismo; se absolutiza el dinero y comienza la corrupción de los imperios. Pues bien, para Spengler, las culturas son independientes entre sí, aunque presentan identidad morfológica (son organismos análogos con las mismas fases). Por eso es posible predecir el futuro, en razón de la necesidad con que los ciclos se suceden. La comparación nos permite saber el punto exacto en que se halla una cultura y el camino que le queda por recorrer. Occidente –dice Spengler– está ya en las últimas: asistimos a su ocaso. De ahí el título de su famoso y polémico libro La decadencia de Occidente.
Homologías en las culturas encuentra tambien A. Toynbee en su monumental obra Estudio de la Historia. Para él hubo 21 sociedades civilizadas, orgánicamente constituídas, como Spengler dijo; ya han muerto catorce y sólo existen siete: cristiana occidental, hindú, islámica, cristiana ortodoxa o bizantina, ortodoxa rusa, principal del Lejano Oriente y japonesa. Para Toynbee el mecanismo de la aparición de las culturas se resuelve en la dialéctica reto-respuesta: el ambiente lanza siempre un reto a la cultura, la cual debe ofrecer una respuesta creadora; una cultura se petrifica y comienza a desaparecer cuando las respuestas fracasan o se debilitan.
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3. Configuraciones de sentido
Si, de un lado, la libertad en su obrar temporal y social es el factor fundamental y elemento generador de la historia y, de otro lado, no es dado al hombre conocer con certeza la relación interna de las determinaciones libres de la voluntad (pasadas, presentes y futuras), parece seguirse que es imposible conocer científicamente una ley histórica universal que fuese la razón suficiente de las fases y vicisitudes históricas de todos los pueblos, en el pasado, en el presente y en el porvenir.
1. Ahora bien, excluido el modelo absoluto que pretende una ley a la vez universal y concreta, podríamos preguntar si es posible conocer alguna ordenación del desarrollo histórico, si no en sus detalles particulares (pretensión de aquel modelo) sí al menos en su aspecto genérico (limitación que, por su vaguedad, reprobaría Hegel). Se trataría de conocer «la ley que preside el desenvolvimiento histórico de la humanidad, considerado este movimiento en general y sin descender a detalles, es decir, de una ley que contenga la explicación y la razón suficiente de las grandes fases, vicisitudes y manifestaciones de la humanidad en el espacio y el tiempo»[4]. Claro está,, esa ley histórica sólo aspiraría a explicar las grandes fases, mudanzas y síntomas de la humanidad en el tiempo.
En cualquier caso, la índole de tal explicación diferiría forzosamente de la matemática, la metafísica o la biológica: sería la explicación de las constantes en el tiempo de hechos determinados por libertad. Podríamos, siguiendo a los antiguos, llamar a un conocimiento así «razón probable». Además, por su aproximación a la noción ideal de ciencia, sería un orden válido de investigación.
En todo caso, parece problemático el intento de ampliar la consideración crítica e interna de la historia hacia un conocimiento que tuviera por objeto «descubrir y determinar la ley general y única que preside el movimiento sucesivo o desarrollo de la humanidad»[5]. Aunque el historiador hiciera una «generalización sistemática y científica de la historia de la humanidad»[6], ese esfuerzo –que surge cuando el historiador penetra en las entrañas de los grandes imperios antiguos y observa que éstos «nacen, se levantan, se desarrollan, se desmoronan, caen y se suceden unos a otros, siguiendo en estos diversos movimientos de ascensión y decadencia leyes más o menos constantes y similares»[7]–, apenas conseguiría una escuálida y siempre rectificable formulación, de escaso rendimiento científico.
2. Pero sí es cierto, por otro lado, que el historiador no se resigna a contemplar la historia como pura eventualidad. Y si no se quiere hablar siquiera de leyes, aunque sean genéricas y vagas, la tarea de «configurar» lo histórico se hace tanto más urgente cuando el historiador no puede eludir la pregunta por el significado que tiene el curso de la humanidad, siendo además tal pregunta útil y hasta imprescindible: «No hay historia verdadera –afirma H. I. Marrou– que sea independiente de una filosofía del hombre y de la vida, de la que aquella toma sus conceptos fundamentales, sus esquemas explicativos y, en primer lugar, las cuestiones mismas que en virtud de su concepción le planteara el pasado»[8].
Tal tipo de explicación no puede ser necesitante, o sea, de tal índole que acabe negando el factor libre. Si no debe venir a parar en leyes necesitantes (físicas o aprióricas), su explicación debería parecerse al desciframiento, a la interpretación de los aspectos gobernados por significados inteligibles, por «leyes» morales. Trataría de ver –con palabras de Ortega y Gasset– «si en ese caos que es la serie confusa de los hechos históricos, pueden descubrirse líneas, facciones, rasgos, en suma, fisonomía; no ha habido época para la que el destino histórico no haya presentado algo así como una cara o sistema de facciones recognoscibles»[9].
La posibilidad de ese intento se ve afianzada por el hecho de que la temporalidad del hombre transciende tanto la contingencia, como la individualidad del acto humano.
Algunos representantes de la tradición clásica negaban esa doble trascendencia. Sostenían que si el historiador tiene ante sus ojos sólo hechos particulares y contingentes, desprovistos de la universalidad y necesidad que requiere un objeto científico, se sigue que lo narrado por el historiador no puede ser objeto de pensamiento científico.
Esta objeción buscó apoyo en la clasificación aristotélica (e incluso platónica) del saber. En ella la ciencia estricta versa sobre un objeto universal y necesario. Mas como la historia tiene por objeto lo particular y contingente, se sigue –se nos viene a decir– que de esto no puede haber ciencia estricta. Tal es la objeción que esgrimieron algunos autores, como J. Maritain[10].
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4. Contingencia y particularidad del hecho histórico
En la objeción apuntada se supone que la historia científica tendría por objeto lo particular y lo contingente que, como tal, sería brindado a su vez como objeto a una reflexión ulterior, de tipo más filosófico.
Ante tal planteamiento cabe responder que el objeto propio de la historia no es exactamente el hecho contingente y particular como tal, o sea, en su particularidad y contingencia.
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a) El objeto de la historia no es el hecho contingente
La historia propiamente dicha no trata de hechos físicos o naturales particulares y contingentes, sino de hechos humanos, o sea, hechos en los que interviene la libertad o están ligados al ejercicio de ésta. Ahora bien, el hombre no puede disponer ya de todo lo que le ha ocurrido, o sea, de todo lo que le es pasado; ni puede cambiarlo. Esto no quiere decir que en su momento no fuera libre: «La facilidad relativa de explicar los hechos históricos después que pasaron, no destruye la dificultad de preconocimiento que en su día existiera cuando se hallaban envueltos en las sombras del porvenir»[11]. En el pasado, la posibilidad ha quedado suprimida, de modo que lo «sido» se equipara a la esencia matemática. Como antes se dijo, una vez que los objetos contingentes se tornan necesarios por entrar en el pasado, queda abierta la vía científica del conocimiento histórico, el cual considera un objeto inmutable, susceptible de ser captado con verdad y objetividad. La verdad de la historia se basa en el sólido fundamento de la realidad de lo pretérito.
Cierto es que la ciencia estricta considera lo universal y lo necesario, por cuanto el modo universal de conocer es el que propiamente permite captar lo necesario o inteligible de la realidad. Pero el propio Santo Tomás advierte que el conocimiento universal, aunque es en efecto abstracto, no es conocimiento de lo abstracto: es conocimiento universal, pero de los individuos en sus caracteres comunes. Asimismo, para Santo Tomás «tampoco el individuo, en sus caracteres propios individuantes, está totalmente fuera del ámbito cognoscitivo. No es solamente objeto de intuición sensible, sino que puede ser captado intelectivamente (aunque imperfecta e indirectamente), por un retorno a la imagen, retorno que es la continuación del intelecto en los sentidos dentro de la unidad del compuesto cognoscente»[12].
En fin, la realidad empírica no es tan contingente que carezca de algo necesario. Reconocía Santo Tomás que «no hay nada tan contingente que no tenga en sí algo necesario»[13]. Esta tesis debe aplicarse directamente a la realidad histórica, la cual no es pura contingencia o puro devenir: en el devenir histórico hay relaciones inteligibles que constituyen un aspecto esencial o necesario. «Hay que aceptar relaciones inmutables en las cosas mudables»[14], si no queremos reducir el devenir histórico a pura apariencia. «En lo singular y contingente puede darse algo cierto, si no en absoluto, sí al menos relativamente al tiempo y a la acción. No es necesario que Sócrates esté sentado; pero sí es necesario que esté sentado mientras lo está. Y esto puede tomarse como algo cierto»[15]. Pues bien, «lo pasado es, de algún modo, necesario, ya que es imposible la no existencia de lo que ha sucedido»[16].
Precisamente la posibilidad de encontrar siquiera una configuración de sentido radica en la presencia de algo esencial e inteligible en el devenir histórico.
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b) El objeto de la historia no es el hecho individual
No todo lo particular de la vida humana tiene un valor específicamente histórico, pues puede no hacer historia. El objeto de la historia no es lo pasado como tal: no todo lo pretérito tiene historia ni es historiable. Sólo entran en la historia los hechos particulares que tienen una característica influencia en los siguientes, una específica peractuación, por quedar retenidos en otros, o sea, porque se continúan y muestran cierta vigencia en un momento posterior. Justo la labor de la historia científica consiste en recoger, de entre el conjunto de hechos particulares, los que presenten el carácter de continuidad. La recolección hecha por el historiador es objetiva cuando se funda en la misma realidad estudiada, en la cual se opera una efectiva recolección debida a la permanencia propia de sólo algunos hechos humanos. Ni siquiera considera el historiador todos los hechos humanos influyentes, sino aquellos que influyen de modo notable por su dimensión social (civil o familiar); los actos libres del hombre entran en la historia cuando muestran eficacia en el aspecto científico, político, económico o moral.
A propósito de la noción aristotélica de ciencia, que es de lo universal y necesario, se ha dicho hasta la saciedad que no puede haber un saber científico de lo individual, porque el individuo, como tal, es inefable. Por lo tanto –y se prosigue ya en forma de objeción– la historia no es ciencia, porque trata precisamente de lo singular y concreto. «El individuo ‑dice L.E. Palacios‑ es inefable, nada puede hablarse de él, porque toda atribución que se le haga lo mismo puede convenirle a él que a todos los de su clase, siendo así que el individuo es único […]. Cuando enunciamos algo referido a la persona propia o ajena, estamos ya fuera de esa persona, porque le atribuimos algo que ciertamente le conviene, pero que puede convenir también a muchas otras […]; el individuo es inefable […]. Todo esto abre horizontes a la consideración del filósofo del saber, a la par que los cierra a las presunciones de la Historia […] Lo más personal y propio es incapaz de ser encerrado en palabras y proposiciones»[17].
Urge advertir que la objeción vale sólo para la noción de individuo, tal y como en el contexto de la ciencia la toma Aristóteles. Este habla de los seres físicos o seres de la naturaleza; por individuo entiende entonces el sujeto material, v.gr. Pedro, que pertenece a una especie determinada, en este caso la humana. El conocimiento recae sobre la esencia específica presente en tal sujeto, y no sobre los caracteres que la individúan. Pero en el caso del singular concreto estudiado por el historiador no estamos sólo ante un ser natural, sino ante un ser también cultural, producido por la libre acción humana, tenga éste carácter puntual (descubrimiento de América) o carácter global (el hecho subsiguiente de la Conquista).
La individualidad histórica es así muy característica. Es cierto, por tanto, que la historia considera los hechos humanos en su individualidad o particularidad: no estudia la muerte de un individuo como hecho biológico generalizado, sino la muerte, por ejemplo, de César en tanto que motivada por la idiosincrasia del emperador y de sus asesinos; no estudia las leyes biológicas de la muerte, ni el hecho estadístico del asesinato; esto, desde luego, lo tiene presente, mas para referirlo al conocimiento del hecho individual. No lo estudia, pues, en su nuda individualidad ontológica o psicológica; considera los hechos individuales integrados en un contexto cultural o de unos influjos; porque precisamente el hecho individual obtiene su categoría de histórico por las conexiones en que se halla. «Nos refiere –comenta Ortega– el asesinato de César. Pero hechos como éste ¿son la realidad histórica? La narración de ese asesinato no nos descubre una realidad, sino, por el contrario, presenta un problema a nuestra comprensión. ¿Qué significa la muerte de César? Apenas nos hacemos esta pregunta caemos en la cuenta de que su muerte es sólo un punto vivo dentro de un enorme volumen de realidad histórica: la vida de Roma. A la punta del puñal de Bruto sigue su mano, y a la mano, el brazo movido por centros nerviosos donde actúan las ideas de un romano del siglo I antes de Jesucristo. Pero el siglo I no es comprensible sin el II, sin toda la existencia romana desde los tiempos primeros. De este modo se advierte que el «hecho» de la muerte de Cesar sólo es históricamente real, es decir, sólo es lo que en verdad es, sólo está completo cuando aparece como manifestación momentánea de un vasto proceso vital, de un fondo orgánico amplísimo que es la vida toda del pueblo romano»[18].
Sin conexión no hay historia. En esa continuidad y presencia, el hecho histórico no pierde su particularidad, ni deja de ser una verdad de hecho. Pero su específica virtualidad (que encierra la idea de influjo, de socialidad y de conexión) abre un orden categorial o un modo de ser privativo de lo histórico, y en él se funda la peculiaridad científica del conocimiento histórico.
De ahí que para encontrar el orden de causalidad, la razón inteligible del curso histórico, no es posible estancarse en el reconocimiento de la individualidad del hecho mismo, justo porque su individualidad no está desnuda de implicaciones. Debemos entrar en la historia que el especialista nos narra como real para que sea la sucesión misma la que nos dicte si la serie temporal de hechos humanos es indeterminada, o si está integrada como un proceso unitario y expresivo de un orden, cuya verdad de hecho pueda ser demostrable. Y por eso debe sugerir desde sí misma el posible principio de orden que su particular curso tenga.
La afirmación de las conexiones de los hechos humanos no es una negación de la libertad. Cierto es que la libertad puede obrar contra toda previsión. Pero de hecho el hombre se propone fines a los que subordina ciertos medios; por lo que de la observación de sus actos puede concluirse la índole de sus intenciones. Aparte de que el uso de su libertad llega a veces tardíamente, cuando el conjunto de una conducta está a punto de ser acabado. Ello sin contar el número de influjos físicos que padece cuando obra libremente, como las condiciones físicas o sentimentales y las costumbres. Por último, las circunstancias en las que los hombres se mueven gozan normalmente de relativa estabilidad. Por todo ello podemos presumir que pueden encontrarse configuraciones de sentido dentro del desarrollo del obrar humano, socialmente determinado: en ellas y por ellas se articula el hecho histórico.
[1] C. Joad, A Guide to Philosophy, 489.
[2] W. Dilthey, Einleitung in die Geisteswissenschaften, Gesammelte Schriften, vol. I, 201.
[3] I. Kant, La religión dentro de los límites de la pura razón, 1,3.
[4] Ceferino González, «La filosofía de la historia», 84-85.
[5] Ceferino González, 25.
[6] Ceferino González, 9.
[7] Ceferino González, 9.
[8] H.I. Marrou, El conocimiento histórico, 173
[9] José Ortega y Gasset, Una interpretación de la historia universal, 26
[10] Jacques Maritain, Filosofía de la historia,18-20.
[11] Ceferino González, 111.
[12] G. Mattai, Le condizioni di possibilità della storia nel tomismo, 127.
[13] I, q. 86, a. 3.
[14] I, q.84, a.1.
[15] I-II, q. 14, a. 6 ad 3.
[16] II-II, q. 49, a. 6.
[17] L. Eulogio Palacios, Las tres aporías de la historia, 116.
[18] J. Ortega y Gasset. Proemio a la Decadencia de Occidente de Spengler, I, 13.
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