Stevens Alfred  (1817-1875): “La verdad y la falsedad”. Grupo escultórico espléndido y audaz, con mucha grandeza y vigor. La verdad está urgiendo a que la falsedad se coma sus palabras.

Stevens Alfred (1817-1875): “La verdad y la falsedad”. Grupo escultórico espléndido y audaz, con vigoroso diseño: La verdad está urgiendo a que la falsedad se coma sus propias palabras.

¿Veracidad o mala fe?

La veracidad, según Jean Paul Sartre, sería la concordancia de lo que el hombre piensa o dice de sí con lo que realmente es. Esta definición tiene cierto parecido con la formulación clásica de la verdad (correspondencia del pensamiento con la cosa); pero sus presupuestos son distintos.

El postulado más básico de Sartre está en su obra El ser y la nada, donde afirma que el hombre es incapaz de veracidad, porque su estado original es de mala fe (mauvaise foi). De modo que si intentara la veracidad, ello sería un signo inequívoco de mala fe. Para aclarar esa extraña tesis, Sartre dice que el hombre no tiene un “ser fijo” y permanente con propiedades concretas. El hombre no es un ser “fijo”, sino una “tarea” de hacerse a sí mismo libremente. La tarea de existir no es, pues, cómoda ni se apoya en una naturaleza previa y consistente; por lo tanto, la vida de cada cual exige un doble esfuerzo: el valor de no caer en un ser fijo, y el coraje de inventarse continuamente. La gran tentación que el hombre sufriría es la de gravitar plácidamente en un ser suyo ya dado; y si acepta esa tentación queda atrapado en una existencia falsa e inauténtica. Si el hombre es un quehacer, una tarea de existir, pero acepta a la vez que hay en él una propiedad concreta y firme (y por tanto “estacionaria”, inamovible), está operando de mala fe, pues se “cosifica” en vez de captarse a sí mismo en su ágil y móvil libertad. La pretendida veracidad (decir algo real y permanente) ocultaría el auténtico existir (fluido, inestable, discontinuo).

Pensando a fondo la tesis de Sartre sobre la veracidad, salta a la vista que el efectivo quicio de su pensamiento está en que no hay una “naturaleza racional” en el hombre. He realizado la refutación de esta tesis en el artículo sobre Naturaleza humana e historicidad. Por lo que a continuación será explicada la “veracidad” bajo el supuesto, para mí inequívoco, de que el hombre piensa, habla y obra en base a una naturaleza racional que le constituye y por la que se define y determina como hombre[1].

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Veracidad y mismidad

Veracidad es la cualidad de veraz. Y veraz es la persona que dice, usa o profesa siempre la verdad.

La estructuración de la personalidad requiere, en primer lugar, actitudes fundamentales que posibiliten el correcto comportamiento del hombre en su mundo y con su mundo; en ellas queda unas veces el yo ligeramente resaltado. Pero, en segundo lugar, requiere aquellas actitudes fundamentales que posibilitan comportamientos especiales del hombre respecto a sí mismo y respecto a los demás hombres. Tal es la veracidad, la fidelidad, la confianza, la esperanza. Una actitud radical y personal del hombre hacia los demás es la veracidad, plataforma de la confianza. El yo, la mismidad queda resaltada aquí de una manera más vibrante que en el comportamiento del hombre con su mundo.

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Verdad y veracidad

Tendríamos que empezar distinguiendo entre verdad y veracidad. La verdad es asunto del entendimiento. Según la definición tradicional, la “verdad” es la concordancia objetiva de una afirmación intelectual con la cosa real. O también: verdad es una adecuación del entendimiento o de las palabras con las cosas.

La veracidad, en cambio, es asunto de voluntad y, por tanto, de talante, de carácter, de personalidad: significa la fuerza volitiva impresa en una afirmación que se dirige a decir la verdad. “Veracidad” implica amor a la verdad y voluntad de que se reconozca y acepte la verdad. Es la actitud firme por la que alguien dice la verdad y, según esto, por ella decimos que uno es «veraz». Tal veracidad es necesariamente una actitud volitiva firme y permanente; y el mismo hecho de decir verdad es un acto bueno. La veracidad hace bueno a quien la tiene y también hace buenas sus obras.

También la verdad obliga, porque es algo incondicionado y supremo. Y al ser incondicionada no me puedo rebajar a decirla cuando me es agradable, o a silenciarla cuando me es desagradable. La verdad que pienso y siento he de ponerla en palabras, a pesar del daño o peligro que pueda causarme el decirla. Debo decirla en absoluto, sin abreviarla ni deformarla. Puedo callarla cuando la situación recomienda un prudente silencio. Eso es también bueno.

Pero lo “bueno” implica un orden. Ahora bien: hay un orden especial por el que nuestros actos externos, palabras u obras, guardan la debida relación con otras cosas: por ejemplo, el signo o la palabra con lo significado. Y para esto se dispone voluntariamente el hombre mediante la veracidad; una actitud radical muy especial. Por tanto, la veracidad no es una simple actitud mental arraigada en la inteligencia, sino más profundamente está radicada en la voluntad, en el ánimo. Vista así, la veracidad es uno de los fundamentos integradores de la personalidad; y actúa no por instantes evanescentes, sino con la fuerza de lo permanente. La veracidad exige que se diga siempre la verdad, una y mil veces: decirla como brote de una actitud permanente interior.

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Mentira y mendacidad

El concepto opuesto a verdad es falsedad; el concepto opuesto a veracidad es mendacidad, con su carga frecuente de hipocresía y deformación.

La afirmación volitiva puntual que no es objetivamente verdadera se llama mentira (que es un acto); pero esta es distinta de la mendacidad, que es un hábito, una disposición constante o permanente. Por radicar en el fondo de la voluntad, los conceptos de veracidad y mendacidad caracterizan al hombre total y no sólo al hombre en relación con éste u otro enunciado mental determinado. Designan dos actitudes distintas, una positiva y otra negativa, dos talantes de hombre.

Un mentiroso puntual no es, sin más, un hombre mendaz. Tanto la mentira como la mendacidad se dirigen hacia fuera, pues pretenden  engañar a otro, conseguir un determinado fin en el mundo; pero la mentira (o afirmación mentirosa) quiere conseguir una determinada ventaja o evitar un perjuicio concreto; la mendacidad quiere gozar permanentemente de los demás con el engaño. Tampoco el que dice puntualmente una verdad es un hombre veraz; para que lo sea es preciso que persista en su voluntad de verdad, que se haga voluntariamente firme en la verdad.

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El hombre interior: veraz o mendaz

Con lo dicho se comprende que la veracidad y la mendacidad afectan muy profundamente al hombre concreto, al edificio de su personalidad. El ánimo firme, la voluntad decidida por la verdad, tiene dos direcciones, ambas concomitantes: una hacia fuera, hacia la cosa que requiere nuestra voluntad de verdad; otra hacia dentro, pues vive o se mantiene persistentemente, en la relación del hombre consigo mismo. Podría decirse que la veracidad es radicalmente interior. Y por eso, la verdadera educación debería llevar a que la juventud viva «en la veracidad interior y en la propia responsabilidad», o sea  no violentada por una fuerza exterior colectiva.  Se habla de «veracidad interior», para acentuar un aspecto muy preciso, dado ya en el concepto mismo de veracidad. En sentido estricto, hablar de una veracidad interior es redundante, como hablar de un círculo redondo, porque toda veracidad es, por su misma esencia, interior, en forma de hábito, de talante permanente. No existe otra.

La veracidad se refiere, pues, a la conducta que ejercita el hombre consigo mismo de cara a los demás. Es la voluntad permanente que uno se propone para decir la verdad; y conlleva la interna transparenciay el libre responder de sí mismo. Y distinguiendo entre lo puntual y lo permanente, se podría decir que también el hombre internamente veraz puede mentir alguna vez; está esa posibilidad dentro de la finitud y de la fragilidad humana; pero advertida y superada esa mentira a tiempo, no llega a la mendacidad. Bollnow indica acertadamente que con una mentira el hombre miente y sabe que con ello hace una cosa injusta. Pero si enseguida se hace responsable de su mentira, no por eso es mendaz: la mendacidad ocurre cuando un hombre se hace creer a sí mismo que con la mentira continuada se construye la propia personalidad,  disponiendo las cosas de forma que mantengan la apariencia de honradez incluso ante sí mismo (Bollnow, 238).

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Veracidad y justicia

La veracidad coincide en parte con la justicia y en parte no llega a la esencia misma de la justicia. La veracidad coincide con la justicia en dos notas: una, en lo de referirse a otro, en la alteridad: y en efecto, manifestar es acto de la veracidad dirigido a otro en cuanto que un hombre expone a otro lo que piensa y siente. La segunda, en cuanto que la justicia establece cierta igualdad entre las cosas, que es lo mismo que hace la veracidad al establecer una igualdad y equilibrio entre las palabras y la realidad (Santo Tomás, STh II-II, q. 109, a. 3).

En cambio, la veracidad no implica un débito en sentido estricto, como el que implica la justicia. Pues lo que implica la veracidad no es el débito legal, objeto de la justicia, sino más bien el débito moral, según el cual un hombre está obligado a decirle la verdad a otro, por integridad moral. La presencia insobornable de este débito moral hace que  un hombre, por ser social –un ser de convivencia– le deba a otro naturalmente todo aquello sin lo cual sería imposible la conservación de la sociedad. Ahora bien: la convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad. En este sentido, la veracidad implica de algún modo una especie de débito.

También nuestra existencia entera reposa en la verdad. Las relaciones de las personas entre sí, las formas de la sociedad, la ordenación del Estado, la educación, la política, o sea, la obra humana en sus múltiples formas, todo ello descansa en que la verdad conserve validez, no solamente en sí misma, sino también en nuestra voluntad de mantener esa verdad.

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Primacía de la veracidad

Veracidad, pues, significa que el hombre tenga la voluntad o el ánimo espontaneo de que la verdad ha de decirse, sin más. Naturalmente, en el supuesto previo de que el otro tenga derecho a ser informado. Si no, entonces es cosa de la experiencia vital y de la prudencia encontrar la forma adecuada de no decir (Guardini, 28).

La veracidad –lo acabo de indicar– es un modo de comportarse el hombre consigo mismo en la convivencia. Por eso no basta definir la veracidad como concordancia de lo dicho y lo pensado. La veracidad es un comportamiento del hombre respaldado por la libre y permanente voluntad de decir la verdad. La veracidad es anterior a todas las actitudes básicas que integran la personalidad humana, como pueden ser la honradez, la honestidad, la fidelidad y otras más. Ella es la condición de posibilidad de toda actitud que arraigue y constituya el fondo de la personalidad.

Sólo viviendo en la interna veracidad llega el hombre a ser él mismo y, en el fondo, no hay ninguna otra posibilidad de mismidad para quien intente liberarse de las exigencias de la veracidad.

Como indica Bollnow, en este punto la oposición veracidad-mendacidad está próxima a la oposición radical, que Karl Jaspers y Heidegger han estudiado, entre la Eigentlichkeit (mismidad) de la existencia humana y la Verschwommenheit (vaguedad) del hombre que vive en la “masa” y es irresponsable; en el fondo ambos pares de conceptos son muy próximos. Pues la realización incondicional de la veracidad interna es la única forma en que puede ser lograda  la personalidad propiamente tal. Lo peligroso es la más pequeña traición a la veracidad, ya que en ella el hombre pierde el fondo de su mismidad. El hombre ruin es malo en su fondo, pero todavía tiene fondo; el mendaz, en cambio, ha perdido el fondo. Se hunde en una indiferenciación que se asimila a la vacía nada. Por eso la decisión entre la veracidad y mendacidad corre paralela a la elección entre el bien y el mal: es la decisión entre el ser uno mismo y el no tener consistencia. De aquí que la educación para la veracidad sea el decisivo punto de partida para llevar al hombre a su mismidad, a su ser él mismo (Bollnow, 239-240).

La veracidad no es, por tanto, un estado natural completo y regalado, sino el resultado de un costoso esfuerzo moral. El superar continuamente la ambigüedad, el doble sentido (y con ello el paso del disimulo a la simulación), es un ejercicio moral y en él conquista el hombre la verdadera consistencia de su personalidad. La veracidad es exigida razonablemente porque, al ser el centro de la intimidad; es la herramienta con el hombre se labra una personalidad. Solo sobre este centro pueden elevarse después la fidelidad y la confianza.

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Modo largo y modo corto de la veracidad

Como ya he dicho, la veracidad, como manifestación de la verdad, no es obra sola del entendimiento, sino primeramente de la voluntad: el hombre, por su propia voluntad, se sirve de sus facultades y miembros, propone a los demás hombres signos externos para comunicarles la verdad.

Por eso mismo, la veracidad guarda la armonía de la personalidad. Decían los clásicos que la veracidad, por su propia naturaleza, implica cierto equilibrio e igualdad, entre lo mucho y lo poco. Así que, por referencia a los demás, el hombre veraz guarda equilibrio entre el que exagera las cualidades del otro y el que acorta o aminora esas cualidades. Y por referencia a uno mismo y al propio acto de decir verdad, el hombre veraz guarda el equilibrio de la propia personalidad si dice la verdad cuando conviene y como conviene, o sea, si dice la verdad en tiempo y modo. Pues hay exceso en quien dice lo que hay, pero a destiempo; y hay defecto en quien oculta lo que hay, cuando convendría decirlo.

Lo cual significa que en la veracidad uno puede excederse hacia la mentira diciendo de más y diciendo de menos. Este es un asunto que ya planteó Aristóteles en el libro IV de su Ética, a propósito de la veracidad. Él apuntaba al hecho frecuente de que uno incurre en falsedad tanto cuando dice de más como cuando dice de menos: pues no es más falso decir cuatro es igual a cinco que cuatro es igual a tres. Toda falsedad es de suyo un mal del que se debe huir. Pero considerando la unidad de la vida personal, esto hay que matizarlo.

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Decir con defecto respecto a uno mismo

Supongamos que alguien está hablando de sí mismo ante los demás. Ese puede por atenuación y desestimación alejarse de la verdad de dos maneras.

En la primera, por ejemplo, no manifiesta íntegramente cuanto de bueno hay en él, en ciencia, honradez, etc. Procediendo así no falta a la verdad, puesto que en lo más está también lo menos. Según esto, la veracidad propende a aminorar. Dice, en efecto, Aristóteles que esto parece ser lo más prudente por lo enojosas que resultan las fanfarronadas. Y lo cierto es que los hombres que dicen de sí mismos más de lo que hay terminan molestando, pues parece que quisieran sobreponerse a los demás; mientras que si al hablar de sí rebajan en algo, se los escucha con gusto, como si condescendieran con los otros por modestia.

En la segunda, llega al punto que niega rotundamente el propio mérito o valor. Porque también el que está hablando de sí mismo ante los demás puede por atenuación alejarse de la verdad negando tener lo que tiene. Y, en este caso, semejante propensión a empequeñecer no hay por qué atribuirla a la veracidad; pues se incurre, obrando así, en falsedad.

Y, a pesar de todo, es más peligroso y causa mayor enojo a los demás el que uno juzgue o se jacte de tener lo que no tiene que el pensar o afirmar no tener lo que tiene.

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Decir por defecto respecto a los demás

 

A veces ocurre que, por querer proteger demasiado la fragilidad de los demás, les colocamos una defensa o un escudo que impide ver con claridad lo que pasa a su alrededor:

“Hay personas en quienes está muy desarrollada la sensibilidad para los demás. Notan inmediatamente qué les pasa, perciben su modo de ser y su situación; adivinan sus necesidades, temores, apuros. Y por eso están en peligro de ceder a ese mundo vital. Entonces no sólo tienen atenciones, sino que se acomodan y crean un escudo protector, debilitando la verdad o subrayándola excesivamente; hacen ver una igualdad de opinión donde en realidad no la hay. Es más, el influjo puede ya determinar previamente los propios pensamientos, de tal modo que no sólo se pierda la independencia exterior de decir y actuar, sino incluso la anterior, la del juicio.

Aquí está en peligro la vitalidad de la verdad, pues de ella forman parte muchos elementos psicológicos. Así, para que haya vitalidad en la veracidad tiene que existir: la libertad del espíritu para ver lo que es; la decisión de la responsabilidad, que mantiene en pie su juicio, aun respecto a sus simpatías y su disposición a la ayuda; la fuerza de la persona que sabe que su propia dignidad se mantiene o cae junto con la fidelidad a la verdad.

Así, ya hay dos elementos que han de añadirse a la voluntad de verdad para que se produzca plena verdad: preocupación respecto a quien oye y fuerza o valor cuando decirla es difícil” (Guardini, p. 31-32).

Y aunque se ha dicho que la veracidad es una actitud permanente de la voluntad, es imprescindible añadir que esa voluntad ha de ser debidamente informada, esclarecida por el entendimiento. No hay un querer recto si no hay un conocimiento correcto. Comprender los caminos de las vidas humanas es el supuesto de una actitud de veracidad.

“Quien ve la vida con demasiada simplicidad cree expresar la verdad mientras que, por el contrario, la daña.

“Por ejemplo, dice de otro: ¡Ése es un perezoso! En realidad, ese hombre tal vez no esté seguro de sí mismo: es de conciencia miedosa, y no se atreve a actuar. El juicio parece acertado, pero quien lo pronunció carecía de conocimiento de la vida, pues, si no, habría comprendido en el otro las señales de su cohibimiento”.

“O bien el juicio es que el otro es un atrevido, mientras que, por el contrario, es tímido y trata de superar sus obstáculos interiores …” (Guardini, 32)

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Decir por exceso respecto a los demás

También ocurre que la veracidad es a veces manejada como una tranca, aporreando cabezas para echar fuera los engaños, los fingimientos y los enredos, sin atender al cuidado y respecto que se debe a la persona. Dice Guardini:

“Hay personas veraces por naturaleza. Son demasiado limpias para poder mentir, demasiado de acuerdo consigo mismas; esto, en principio, es espléndido; pero a veces también se debe decir: demasiado orgullosas; pero una persona así fácilmente está en peligro de decir cosas en momentos en que no vienen a cuento, de herir a otros o de perjudicarlos”.

“Una verdad dicha en mal momento o de mala manera puede también confundir a una persona de tal modo que le cueste trabajo enderezarse otra vez. Esta veracidad no sería viva, sino unilateral, perjudicial, incluso destructora. Cierto es que hay momentos en que no se debe mirar a derecha ni a izquierda, sino lanzarse hacia adelante con la pura verdad. Pero, por lo regular, importa permanecer en el contexto de la vida; y en éste, aparte de la exigencia de verdad, también cuenta la atención a las demás personas. Así, el expresar la verdad, para que adquiera su pleno valor humano, también está determinado por la prudencia, el tacto y el amor”.

“La verdad no se dice en el espacio vacío, sino hacia otro; por eso el que habla debe sentir también lo que causa con eso. San Pablo dijo unas palabras cuya fuerza de sentido no admite traducción: aquellos a quienes se dirige la carta, esto es, los cristianos de Éfeso, deben aletheúein en agápe. Ahí la palabra principal es alétheia, verdad, convertida en verbo: «decir verdad», pero «en amor», Ef 4, 15. Para que la verdad se haga viviente, debe añadirse el amor” (Guardini, 30-31).

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La veracidad viva

La vida personal no está constituida por una sola actitud interior: es más bien una integración solidaria de varias actitudes fundamentales. No hay en ella un sonido aislado: siempre hay acordes. De la misma manera, tampoco puede existir la «pura» veracidad: sería dura y ella misma sería inhumana. Lo que existe es la veracidad viva, en la que influyen los demás elementos del bien: la comprensión, el amor y el cuidado que debemos a la persona.


[1] En el curso de esta exposición incluyo explicaciones de Aristóteles (Ética,IV) y de Santo Tomás (Suma Teológica, II-II, cuestiones 109 y 110); también de Romano Guardini (Una ética para nuestro tiempo, 1994) y O. F. Bollnow (Esencia y cambio de las virtudes, 1960).