Ferdinand-Victor-Eugène Delacroix (1798-1863): “La libertad guiando al pueblo”. Representa una escena del 28 de julio de 1830 en la que el pueblo de París levantó barricadas, oponiéndose a los decretos que el rey francés había dado para suprimir el parlamento y restringir la libertad de prensa. La libertad es una figura alegórica, pero real. A sus pies un moribundo la mira fijamente, convencido de que ha luchado por ella. La revolución, en cualquier caso, deja tras de sí un reguero de muertos, como ocurrió en 1792.

Ferdinand-Victor-Eugène Delacroix (1798-1863): “La libertad guiando al pueblo”. Representa una escena del 28 de julio de 1830 en la que el pueblo de París levantó barricadas, oponiéndose a los decretos que el rey francés había dado para suprimir el parlamento y restringir la libertad de prensa. La libertad es una figura alegórica, pero real. A sus pies un moribundo la mira fijamente, convencido de que ha luchado por ella. La revolución, en cualquier caso, deja tras de sí un reguero de muertos, como ocurrió en 1792.

 1. Revolución para «mejorar» al hombre

Cuando se habla de «revolución» acuden a la mente dos fechas que abarcan en Europa un período excepcional: 1789-1792. Revo­lución significó entonces liberación, entendida como superación de una injusticia que estaba encarnada en la tiranía, en el feu­dalismo, en la servidumbre, en la pobreza y en la privación de de­rechos.

Como la injusticia se define con unos criterios morales, cabría haber esperado que la Revolución implantara inmediatamente ins­tituciones jurídicas rectas. Sin embargo, la luz del criterio moral de la justicia no fue lo que guió totalmente la Revolución desenca­denada entonces en Francia.

Es cierto que con esa Revolución llegó el acontecimiento fun­damental europeo de la democracia. Pero su adquisición costó de­masiado: dos millones de muertos –de una población francesa de 27 millones de habitantes– y la desestabilización de un Continente que aún no ha encontrado su equilibrio.

La Revolución Francesa tuvo como preámbulo la Revolución Americana (1770) con su declaración de independencia[1]. Ésta fué vista desde Europa como un triunfo de las ideas de los ilustrados. Pero la Revolución Americana fue más política que social o eco­nómica: culminaba en una Constitución y una Declaración política de libertades y derechos humanos (1776).

La Revolución Francesa es un período que, teniendo como ob­jetivo la liberación, comenzó (1789) realizando una transforma­ción de la sociedad por el derecho[2] (suprimiendo un derecho in­justo y creando instituciones justas), para desembocar (1792) en una utopía racionalista que culminó en el Terror, un estadio al servicio de la liberación total del hombre. Quería inicialmente lograr un «hombre mejor», pero acabó deseando realizar «otro» hombre.

La Revolución de 1789 quiso ser una liberación por medio del derecho, quedando fijada a la mejora del presente y propiciando que todo dependiera del esfuerzo humano. 1º. Afirmó los derechos humanos. 2º. Como esos derechos no son nada si carecen de vali­dez jurídica, de eficacia real, defendió la distribución de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial): el poder ejecutivo estaba ligado al derecho y no podía quebrantarlo. 3º. Proclamó la forma demo­crática, o sea, la autodeterminación: libertad del pueblo para confi­gurar sus propias leyes y para controlar públicamente los tres po­deres, mediante el derecho de elección general y el derecho a la libre formación de partidos. El poder ejecutivo estaría mediatizado por las leyes, emanadas de una asamblea elegida democrática­mente; el poder legislativo estaría limitado por los derechos hu­manos y no podía promulgar leyes que impidieran el ejercicio de esos derechos, como la libre circulación, la libertad de expresión y la libertad de propiedad; el poder judicial sería independiente.

Pero en el seno de esta liberación por el derecho anidaban cier­tas paradojas que mostrarían el lado utópico de la Revolución[3]. La más evidente de ellas está en la relación entre la Revolución y la Iglesia católica. Pues siendo la Revolución proclamadora de li­bertad, igualdad y fraternidad, ¿por qué sintió como principal enemigo a la Iglesia católica? La Revolución no fue simplemente anticlerical, sino algo más grave: fue anticristiana, anticatólica. Intentó descristianizar el país, arrancando uno de los fundamentos culturales del hombre. Siguió las pautas de la Ilustración con su modelo de hombre sin visión trascendente. La libertad que pro­clamaba la Revolución no quedó jurídicamente garantizada. No toleraba a un hombre puesto en relación con Dios, porque este hombre –que no pasa primero por la ventanilla de las instituciones sociales o estatales– es difícilmente domesticable o controlable: es un ser demasiado libre. Si en 1789 la mayoría de los franceses eran católicos y practicantes, quince años más tarde un tercio de los católicos no cumplían ni el precepto dominical ni el pascual. La Revolución llevó a cabo la descristianización masiva de Francia.

Si en un Estado la libertad no es el fundamento de la democra­cia, sino el objetivo lejano del propio poder incontrolado, entonces este poder introducirá las condiciones para establecer lo que en­tiende por verdadera libertad. El retraso de la libertad queda al servicio de una liberación humana dirigida por un régimen absolu­tista. Las libertades presentes se sacrifican entonces a la idea de una libertad mayor para todos en el futuro: la libertad, por tanto, estaría siempre por venir[4]. Y este es el proceso utópico de la Revolución.

 

2. Revolución para «cambiar» al hombre

Volvamos otra vez al caso de la Revolución francesa. Se ha dicho en otro artículo Sobre la utopía que el pensamiento utópico se basa, de un lado, en un optimismo antropológico: el hombre es corrompido sólo por la sociedad, pero internamente no está dañado ni maleado; de otro lado, en un pesimismo cósmico y sociológico respecto del pre­sente. La causa de las deficiencias sociales no es aquí la maldad de los hombres, que son buenos en su constitución ontológica y personal, sino la defectuosa organización de los actos humanos. Se marginan por tanto aquellos aspectos humanos que son reacios a entrar en el marco utópico, como el crimen, la mentira y el afán de poder; se silencian también las situaciones geográficas y geológi­cas que condicionan la conducta. Pero el comienzo del nuevo es­tado no debe tener mancha alguna, por lo que el pensador utópico se ve compelido a eliminar todo lo que en el presente aparece como negativo respecto del ideal: la autoridad, las palabras, las le­yes, las costumbres. “En su deseo de partir de un comienzo de pu­reza, el pensador utópico siente que debe desembarazarse de todo lo admitido hasta el presente, desde el sentido habitual de las pala­bras hasta la autoridad aceptada tradicionalmente. Siente que po­see una luz que no ha sido concedida a los demás, una luz que es­capa al examen de la razón crítica”[11].

La preparación de ese estado final se hace eficazmente mediante la acción revolucionaria. No basta la corrección: primero es pre­ciso suprimir o transformar radicalmente los fundamentos de nuestro estado humano; después se podrá reconstruir. El orden ontológico y moral del mundo deben ser pensados por entero. “Lo que el pensador utópico denuncia no es tanto el mal moral cuanto la estupidez de un mundo que se acomoda a ser llenado de taras y defectos, y esto constituye una condena más ontológica que mo­ral”[12]. Se trata de nacer una segunda vez.

La idea antigua de pecado es traducida ahora en términos de explotación, desigualdad y opresión; y el modo en que se sale de él no es la Redención, sino la «Revolución». No es, pues, la utopía el intento de hacer que lo ideal se haga real. La orientación utópica es revolucionaria no simplemente por intentar que se realicen las as­piraciones que transcienden el orden dado, sino porque desajusta el orden de lo ideal a lo real, llevando a cabo la reducción de lo real revolucionado a puro esquema ideal[13].

La utopía simplifica el mundo, excluyendo especialmente la iniciativa creadora del individuo. La utopía es “una institución-sé­samo frente a la cual se evaporan todas las dificultades en todos los sectores”[14]. En ella se despliega la vida con un tinte artificial e incoloro que hace uniformes todos los sentimientos. Los mismos intereses intelectuales son conducidos por vías seguras[15]. Es decir, “los problemas reales de la vida del hombre se convierten en pro­blemas artificiales de autómatas con instintos, problemas ilusorios que admiten la misma solución porque provienen de la misma es­quematización mecanicista”[16]. En la utopía no hay que hacer pre­guntas, porque todo está ya resuelto. Quien interroga, por el solo hecho de hacerlo, supone que hay algo no previsto o realizado: es un crítico, un enemigo, un cáncer eliminable. Si ella no poseyese toda la luz, no sería utopía[17]. La utopía hace efectivas unas posibi­lidades a fuerza de eliminar aquellas que chocan con su proyecto real y de negar las limitaciones de las otras.

La principal posibilidad que intentó eliminar la Revolución francesa fué precisamente –y por escandalosa que pueda sonar esta afirmación– la de la libertad real. La Revolución, en 1792, pre­tendía liberarse del derecho mismo. Se orientó magnéticamente hacia el futuro, revistiendo el porvenir de matices escatológicos. Arrancó, el 10 de Agosto de 1792, de la Comuna de París –movida por la experiencia de la injusticia, del hambre y la miseria– y pre­tendía la liberación total, con plena eficacia y a escala mundial. Para lograrlo, buscó emanciparse del derecho estatal y de la ante­rior liberación por el derecho. No deseaba ya una reforma, sino un «hombre nuevo» y un «mundo nuevo», cualitativamente distintos, en los que la idea de «justicia» no tuviera ya razón de ser[18]. O sea, puso en tela de juicio la misma idea de justicia.

Pero sin el ideal de justicia sólo hay voluntad de poder. Como el poder tiene un rostro poco atractivo, ha de enmascarar el deseo de «dominar» y poseer a los demás. Quiere un mundo sin institucio­nes jurídicas por las que pudiera ser controlado. No aspira a una administración justa, sino a la superación de cualquier tipo de ins­tituciones y funcionarios que puedan decidir de un modo justo. El llamado «Estado de justicia» es una solución de compromiso: siempre habrá un momento mejor. Mas para lograr una solución mejor se han de cambiar continuamente las condiciones. De modo que la Revolución es un experimento liberador permanente sobre la humanidad. Implica el acecho expectante, la prisa por eliminar lo presente, el imperio del Terror. Se implantó internamente elTerrorcomo sistema de gobierno.

Dos eran los postulados del Terror: la socialización impuesta y la liberación de otros países. Por el primero, había que sacrificar la libertad del individuo para salvar la libertad y la independencia de la nación;había incluso que suspender las libertades individua­les para introducir la igualdad.Por el segundo, la liberacion de otros países se convertía realmente en una acción de conquista.El Terror se instituyó internamente como instrumento de fuerza para mantener el poder, y se ejerció en toda Francia. Un Comité de Seguridad General se encargó de la policía política. Fueron encar­celadas 500.000 personas; ejecutadas 17.000 tras proceso sumario y más de 25.000 sin proceso alguno (sublevados, desterrados o emigrados vueltos a Francia). El Ejecutivo exigió poderes totales, invocando un derecho excepcional: la necesidad de Estado. El po­der ejecutivo quedó dispensado de los condicionamientos jurídi­cos, con vistas a defender el Estado; pero, una vez sueltos los vín­culos constitucionales, se impusieron ideas y maneras irreconci­liables con el Estado constitucional democrático. Fueron barridos los derechos humanos, la división de poderes y la democracia.

En nombre de la Revolución se llevó a cabo en Francia un ver­dadero exterminio, especialmente de católicos, sobre todo en el Oeste y en La Vendée. En el caso de La Vendée, se dio orden de eliminar a las mujeres para que no pudieran traer hijos al mundo y despedazar a los niños para que de mayores no se conviritieran en guerrilleros. La Revolución derribó de un plumazo el papel de la Iglesia en el orden social del siglo XVIII y XIX: al desaparecer los conventos y ser ejecutados miles de sacerdotes –a pesar de que en 1789 los elementos delbajo clero se habían unido a las Cons­tituyentes que derribaron el antiguo orden social– desaparecieron hospitales, asilos, casas de caridad, albergues, escuelas, cocinas económicas. La retórica de leyes humanitarias no podía evitar que por esas fechas Francia tuviera 16 millones de población activa y 2 millones de mendigos.

*

3. La utopía como rapto del futuro

El principio democrático «todos iguales ante la ley» quedó de hecho sustituido, durante la Revolución, por un biclasismo revo­lucionario: los liberadores y los liberandos. No todos los ciudada­nos tenían la mayoría de edad ante la ley: sólo los liberadores. Pero esa liberación tenía que ser futura; de modo que el «ahora» era un grado evolutivo en que sólo algunos eran libres.

Los pocos liberadores eran los auténticos mayores de edad y, por tanto, los educadores de la mayoría: ellos definían incluso las condiciones para adquirir esa madurez, convirtiendo a los liberan­dos en un «objeto» manipulable en contra incluso de su volutad. La libertad nada tenía que ver con la  democracia institucional, la cual era tachada de reaccionaria y autoritaria. Mediante un go­bierno de transición «permanente» (porque en estas condiciones el pueblo nunca será «mayor» ni estará maduro) se realizaría el ver­dadero bienestar del pueblo, sin el pueblo. A este punto llegó la Convención de 1792.

Como la propuesta utópica jamás se presenta con un lenguaje contrario a la moral, se remite siempre a la noción de «dignidad humana», la cual saca su fuerza de las raíces de una ética basada en la distinción de lo «bueno y lo malo», lo «justo y lo injusto». Pero, en la utopía revolucionaria, «bueno» es identificado o susti­tuido por «progresista», con una estela de significaciones que dis­torsionan el verdadero sentido moral del término. Porque progre­sista no es aquí el que en las relaciones humanas tiende hacia el bien y pretende una mayor justicia y libertad, sino el que tiende hacia una liberación absoluta mediante una exención de moralidad precisamente, mediante una contramoral.

El progresista no se preocupa de rechazar el argumento político con un argumento razonable contrario, sino con la descalificación o desvalorización del otro como hombre. No tolera ninguna neu­tralidad práctica: quien no comparte sus ideas no es un discre­pante, sino un enemigo, al que hay que combatir y eliminar.

Para ocultar el carácter inmoral de su propuesta, la utopía revo­lucionaria se refuerza colocando posturas antítéticas que son ver­daderos sofismas o trampas semánticas: en un supuesto polo po­sitivo coloca la «sociedad inteligente y capacitada»; en el negati­vo, la «sociedad de antiguos prejuicios y tabúes».

Positivo                   –          Negativo

Progresista                –        Conservador
Capacitado                –        Incapacitado
Liberación                 –        Explotación
Altruísta                    –        Egoísta
Igualdad                    –        Clasismo
Ciencia                       –        Prejuicio
Racional                    –        Irracional
Humanismo             –        Alienación
Emancipación          –        Dominio
Solidaridad               –        Imperialismo
Humanitario            –        Antihumanitario

A los defensores de una moral objetiva en el campo jurídico y social se les procura presentar como retrógrados, intransigentes, contrarios a la libertad individual y al progreso; de este modo, el verdadero debate ético se distrae y no se escuchan con serenidad y ecuanimidad las opiniones a favor de la dignidad humana, sino a través de las trampas creadas sobre sus defensores.

Por eso mismo, el Comité de Salud Pública, bajo Robespierre, decidió introducir aparentemente una noción moral básica, el «Ser Supremo», pero sustancialmente eliminó cualquier tipo de metafí­sica que fuera capaz de dar sentido a los conceptos de derecho y justicia. Por tanto, la fe fue manipulada con finalidad política, en­tendiendo la emancipación humana como liberación de la religión. Liberar totalmente al hombre significó así dominar el espíritu: eliminar la religión como centro de la conciencia y fundamento de la idea de dignidad humana. Con ello, se destruyó también la legi­timidad del Estado constitucional. Es lo que se vivió en 1792 con la Asamblea soberana, la cual, primero, se desvinculó de sus obli­gaciones jurídico-constitucionales, tomando como excusa la futura humanidad liberada; y, segundo, promovió el terror sangriento contra sacerdotes, nobles y sospechosos.

En conclusión:

1º. La defensa de los derechos humanos supone el concepto de dignidad humana, y ésta, a su vez, la validez de la ética. Sin esta última, queda sin inspiración el juego de la democracia: pues el poder estatal ejerce el dominio del hombre por el hombre. Al eli­minar la ética, se elimina también el concepto de dignidad hu­mana, reduciendo la esencia humana a un concepto natural-bioló­gico: el hombre sería una estructura de necesidad con una inteli­gencia técnica, pero no con dignidad espiritual. El hombre se convierte en puro medio, no en fin en sí. Como este propósito úl­timo es impresentable moralmente, ha de permanecer velado: se siguen utilizando las palabras que nimban éticamente la dignidad humana pero con significación pervertida: se dice que hay una lu­cha contra la injusticia real, pero se acaba luchando contra la hu­manidad misma del hombre. Del Terror francés sólo hay un paso a los totalitarismos vividos en el siglo XX: a los Gulag propiciados por la Revolución bolchevique, a los campos de cencentración del nacional-socialismo hitleriano, a las masacres de Camboya…

2º. El pensador utópico se reserva el sentido del juicio final, el conocimiento absoluto del bien y del mal. Cae en la trampa que, según la tradición teológica cristiana, se tendió el primer hombre con el primer pecado (superficialmente interpretado a veces como un pecado de concupiscencia). Dice el Aquinate: “El primer hom­bre ha pecado ante todo porque ha intentado asemejarse a Dios en el conocimiento del bien y del mal, en el sentido de que, en virtud de su propia naturaleza, podría ser capaz de determinar para sí mismo lo que es bueno y lo que es malo en el orden de la acción y quiso conocer previamente qué cosas buenas y malas le acontece­rían en el futuro”[19]. Las utopías estrictas responden siempre al mismo modelo: queriendo liberar al hombre de la heteronomía, o sea, de la Providencia de un Dios personal, en nombre de la auto­nomía, y viendo que este proceso conduce derechamente a la anar­quía, entonces incluyen al individuo en la colectividad, en la que quedaría gobernado y cuidado. La colectividad usurpa las prerro­gativas de lo divino[20]. La utopía rebaja la fe completa en lo abso­luto a una fe completa en lo no absoluto[21].

La utopía es así la figura propia de la alienación histórica, por la que innumerables generaciones sufrirán la muerte, el desafuero y el despotismo, y en la que sólo tiene una achatada salvación te­rrestre la casta privilegiada de los últimos.



[1]     Una exposición de las revoluciones europeas puede encontrarse en las obras de Godechot y Bergeron.

[2]     Martin Kriele, Liberación e ilustración, 17-21.

[3]     Hannah Arendt, Sobre la revolución, 51.

[4]     Hannah Arendt, Sobre la revolución, 225.

[5]     Karl Mannheim, Ideología y Utopía, 268 y 281.

[6]     Fred L. Polak, The image of the future, 13.

[7]     Martin Buber, Caminos de utopía, 20-21.

[8]     Para una visión panorámica de los distintos pensadores utópicos, con selección de textos originales, son útiles, entre otras, las obras de Massimo Baldini, Arhelm Neussus y Jean Servier, donde se cita abundante bibliografía.

[9]     Martin Buber, Caminos de utopía,  20.

[10]   Ralf Dahrendorf, Uscire dell’ utopia,  24.

[11]   T. Molnar, L’utopie, 19.

[12]   T. Molnar, L’utopie, 19.

[13]   Lewis Mumford, The story of utopias, trad. it., 1969,  4.

[14]   Raymond Ruyer, L’utopie et les utopies, 70.

[15]   Ralf Dahrendorf, Uscire dell’ utopia, 5.

[16]   Martin Buber, Caminos de utopía, 23.

[17]   Marie Louise Berneri, Journey trough Utopia, 45.

[18]   Martin Kriele, Liberación e ilustración, 37.

[19]   S. Th., II-II, q.163, a. 2.

[20]   T. Molnar, L’utopie, 31-32.

[21]   Eric Voegelin, Los movimientos de masas gnósticos, 40.