Johann Heinrich Wilhelm Tischbein (1751-1829): "Goethe en la campiña romana".

Johann Heinrich Wilhelm Tischbein (1751-1829): «Goethe en la campiña romana».

En el principio era la acción

Johann Wolfgang von Goethe nació en Francfurt del Main el 28 de agosto de 1749 y murió en Weimar el 22 de marzo de 1838. En 1773 culminó en Estrasburgo  los estudios de leyes. Con el título de licenciado regresó a Frankfurt en 1771 pensando dedicarse a la abogacía, aunque en realidad se dedicó a la literatura.
Carlos Augusto, duque de Sachsen-Weimar, le nombró consejero y poco después ministro. Desde 1779 estuvo al frente de la Comisión de Obras Públicas y a partir de 1782, administró la Hacienda. El 3 de septiembre de 1786 emprendió viaje a Italia. Vivió un año en Roma. Italia se le reveló como su nueva patria.
Cuando marcha a Italia, lleva consigo el manuscrito del Fausto, con intención de acabarlo. Pero no logró entonces dar cima a la obra. A su regreso de Italia renunció a la mayoría de sus cargos. En 1794 comienza una gran amistad con Schiller. Juntos colaboran en varias publicaciones y en revistas.

El Fausto es el drama que preocupó a Goethe durante toda su vida; y en realidad encierra el nervio, la médula de toda su obra. Ya en su juventud ese argumento despertaba múltiples ecos en su alma. Entre 1773 y 1775 escribe las escenas del Urfaust  o Fausto primitivo. En él se encuentran ya diseñadas las figuras principales. El motivo central es el titanismo, al que se une la tragedia de Margarita.  Pero fue en 1808 cuando apareció por primera vez completa la primera parte de la tragedia del Fausto bajo el título de Faust. Eine Tragödie. Los últimos años de su vida los dedicará a la composición de la segunda parte del Fausto, acabada el 22 de julio de 1831. Mientras que el Goethe joven se encuentra inmerso en el movimiento prerromántico denominado Sturm und Drang (Tormenta e impulso), el Goethe maduro estará dominado por el Klasizismus. Ambas tendencias influyen en el Fausto, cuya composición abarca prácticamente toda la vida del poeta.El ti­tanismo, la acción fáustica, es la  que Goethe nos propone para interpretar el sentido de la Modernidad.

El «Sturm und Drang»

En 1770 Goethe conoce a Herder. Este le abre la perspectiva de hori­zontes nuevos. Herder habló a Goethe de la fuerza religiosa y poética del sentimiento, le mostró el vasto campo de la historia universal, el lenguaje simple y expresivo de las canciones populares, y le propuso a poetas como Homero, Ossian, Sófocles, Shakespeare,  como ejemplos del poder natural del genio. Goethe quedó entusiasmado y, al comenzar a leer a Shakespe­are, sintió como si su existencia se hubiese dilatado hasta el infinito. Había sido ganado para el Sturm und Drang.

Este movimiento constituye el primer conato serio de reacción contra la Ilustración. Fue denominado así por los historiadores del siglo XIX, inspirándose en el título de un melodrama de Klinger, publicado en 1776, el cual evocaba el violento dinamismo por el que la libertad se conquista o se emancipa. Tuvo su empuje más destacado en Renania; aunque los gran­des inspiradores provenían de sitios muy alejados, como Herder (Riga), Hamann (Königsberg), Schiller (Suabia).

La Ilustración es una forma de entender la realidad bajo el prisma de la ciencia natural moderna, vinculada a la experiencia sensible y al entendi­miento puro, especialmente al matematizado. La realidad del mundo se reduce entonces a lo que concibe nuestro entendimiento a través del filtro de la experiencia sensible.

Lessing fue quien preparó el terreno prerromántico, ofreciendo la fuerza de su crítica racionalista contra los dogmas morales y los cánones estéticos; aunque se mantenía aún en las mallas del abstracto concepto ilustrado. En general, la Ilustración es también un movimiento de protesta y emancipación: recusó todas las imposiciones que no podían someterse al claro tribunal de la razón; sin embargo, su crítica revolucionaria mante­nía, en su apariencia externa, el aspecto de las antiguas formas estrechas y autoritarias.

El Sturm und Drang  dirige su lucha no propiamente  contra los jefes espirituales anteriores, sino contra el tejido anterior de la vida, preten­diendo que las ideas y los valores no se queden en la corteza del existir humano, sino irrumpan y penetren en su interior mismo. Desean invadir impulsivamente la realidad (Drang zur Wirklichkeit),  haciendo que las facultades del espíritu ,como el sentimiento, la intuición y la pasión confi­guren lo real. La realidad, a su vez, se muestra como inmediata (no tocada todavía por el pensamiento) e infinita (no limitada por conceptos). La «naturaleza», que en la Ilustración había sido tratada como una legalidad cognoscible e incorporable por el hombre, viene a significar ahora algo indeterminado, contradictorio y rebosante de vitalidad impetuosa, a la cual debe el hombre incorporarse.

El mentor de este movimiento fue sin duda Herder (1744-1803) con su llamamiento a recuperar las fuentes primigenias de la poesía y del len­guaje en la voz de los pueblos y en las epopeyas nacionales. El primer Go­ethe participa de este espíritu. Así se encuentra reflejado especial­mente en su Götz von Berlichingen, el valiente y noble defensor de la li­bertad y la justicia que ha de oponerse al poder superior de los príncipes dominados por la intriga y la codicia; en el Wherter, donde el joven pe­rece por entregarse a una pasión desmedida; y en el Urfaust. Junto al pri­mer Goethe, la otra gran figura literaria será Schiller, con Los bandidos y Don Carlos. Ambos son hombres formados en su adolescencia bajo la Ilustración moralizadora, pero ahora reacios a sus normas.

Todos ellos destacan el poder de los grandes creadores, los genios, los cuales viven siempre en una difícil tensión con las reglas; esta tensión se flexibiliza en la medida en que el genio escucha y expresa con sinceridad las normas de su corazón, el cual es bueno y noble cuando se atiene exclu­sivamente a la naturaleza. El genio posee la fuerza interna necesaria para superar el mero talento imitador y legalista, para, haciéndose creador, llevar las ideas a la realidad. A juicio de Max Wundt, esta fuerza interna se manifiesta, a lo largo del período prerromántico, bajo dos formas: como fuerza creadora y como fuerza contemplativa. Se hace en unos fuerza creadora que determina y sella volitivamente, como concentración singular del fondo oscuro e infinito del ser humano, la realidad objetiva, a la que dota de una dimensión moral y estética: el genio plasma o configura una realidad buena, polarizada por la belleza. También, en otros, se ex­presa como fuerza contemplativa, como un acuciamiento sentimental, no racional, que sale a la realidad no tanto para transfigurarla cuanto como para acogerla, para enriquecerse con su vida inagotable. En la creación y la contemplación, el genio avanza mientras se sustrae a su incitación: la naturaleza es más poderosa que el genio. El Sturm und Drang tensa la oposición entre exigencia y realidad, jamás conciliables. A la plasmación concreta del genio que se ha realizado una interna figura humana llaman los prerrománticos «alma bella» (schöne Seele); un ideal moral y pedagó­gico de primerísima importancia en esta época.

Esta originalidad personal del genio es sentida por todos los prerro­mánticos como una participación de la divinidad. En algunos casos ésta adquiere un carácter semipanteísta como en Hamann, Herder y el mismo Goethe. Desde el punto de vista de la acción, se proyecta el genio en los dos principales orbes del ámbito práctico: la moral y el sociopolítico. En el campo moral aglutina su esfuerzo en torno al problema del amor. cuyas dimensiones eróticas o sexuales había refrenado la Ilustración dentro del matrimonio: el amor se legitima por sí mismo -vienen a decir- y no por las instituciones que vienen a sancionarlo. En el campo sociopolítico, se erige como norma de convivencia una actitud que lucha contra las reglas puramente abstractas y convencionales, lucha en la que incluso el delin­cuente se ennoblece (como en Los bandidos  de Schiller).

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 El Clasicismo

En su viaje a Italia entre 1786 y 1788 Goethe empieza a descubrir, por debajo de la forma, lo esencial y permanente. Allí va madurando su con­cepción del arte en sentido clásico. En adelante su empeño será represen­tar lo eterno del arte, lo humano válido más allá del tiempo:

«El Sturm und Drang -dice Max Wundt- estaba dirigido a lo ca­racterístico. La particularidad única, tanto del hombre indivi­dual como del fenómeno natural, atrapaba su atención. Ahora [con el Klasizismus] es resucitado un viejo concepto platónico-aristoté­lico, que se renueva en todo clasicismo, según el cual todo lo indi­vidual logra su existencia y su esencia sólo por medio de una ley universal que habita en él. En cada figura determinada de la reali­dad está lo universal y lo particular, lo ideal y el ser sensible en unidad indisoluble, unidos entre sí. Y lo que otorga firmeza a lo concreto en la corriente ininterrumpida del mundo sensible es justo esta determinación ideal» (Fichte-Forschungen,
Stuttgart, 1929, p. 97).

La idea, para el clasicismo, no es una exigencia indeterminada, opuesta o extraña a la realidad y a la vida, sino la plenificación de la realidad, una fuerza que actúa naturalmente.

El ideal artístico es encontrado por Goethe, tras las huellas de Winc­kelmann en el arte griego: Goethe ve la superioridad de los antiguos en la capacidad de revelar la verdadera humanidad sin necesidad de razonar y reflexionar demasiado. El clasicismo de Goethe, aunque en ocasiones aun siendo magistral se muestra frío, en sus mejores momentos une la poesía a una mentalidad bien distinta de las formas antiguas y representa, más bien, una nueva síntesis personal.

Es el período de obras como Ifigenia, donde se dan la mano la claridad y la mesura, la paz interior y el dominio moral, Torquato Tasso, en donde Antonio personifica el ideal de humanidad, Wilhelm Meister  y la segunda parte de Fausto.

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Lo viejo y lo nuevo

Los filósofos –antiguos y modernos– han pretendido encontrar el principio explicativo de todas las cosas. Para la filosofía clásica (antigua y medieval) el principio fundamental se traducía en tér­minos de nous o intellectus. El nous finito comprende las cosas y sus relaciones ordenadas por un nous infinito. La actitud del nous finito, de la mente humana, ante lo real era básicamente contem­plativa: la realidad existe, llena de perfecciones y de enigmas, ante esa mente receptiva. Con el cristianismo el nous se manifiesta como Logos [Verbum, Palabra] divino, por el cual son creadas y nombradas las cosas. La mente finita, en este caso, mantiene tam­bién una actitud receptiva y contemplativa ante la realidad creada y ordenada por la palabra divina. El principio fundamental y existencial de los clásicos se expresaba sea como mente (nous), sea como palabra (logos). De ahí que el primer arranque de Goethe tenga en cuenta esa tradición clásica:

«FAUSTO: Escrito está: «Al principio era el Verbo» [Wort]. ¡Aquí me paro ya! ¿Quién me ayudará a seguir adelante? No puedo hacer tan imposiblemente alto aprecio del Verbo; tendré que traducirlo de otro modo, si el espíritu me ilumina bien. Es­crito está: «En el principio era la mente» [Sinn]. Medita bien el primer renglón, de suerte que tu pluma no se precipite» (1224-1229).

Pero Goethe considera inviable ese principio. En realidad, el principio fundamental de los modernos no debe ser buscado en un mundo trascendente, en un ámbito ajeno al impulso transformador del hombre mismo y de su energía impositiva. Ese principio ha de ser expresado en término de fuerza y de acción:

«¿Es, verdad, la mente la que todo lo hace y crea? Debiera decir: «En el principio era la fuerza» [Kraft]. Pero, no obs­tante, al escribirlo así algo me advierte que no me quede en ello. ¡Viene en mi ayuda el Espíritu!. De repente veo claro y osadamente escribo: «En el principio era la acción» [Tat]» (vv.1230-1237).

La acción es entendida aquí en un sentido radical: no se trata de la actividad que brotara de un sustrato sustancial fijo, sobre el cual volviese a reposar el efecto producido. En verdad, no hay ya, para la visión moderna, un sustrato sustancial propiamente dicho. Lo que hay como principio es una actividad que descansa en sí misma: la autoatividad.

El mismo Descartes había enseñado que la res cogitans, como sustancia, no se distingue propiamente de la actualidad del pensa­miento: yo dejara de pensar, dejaría de existir –dice Descar­tes–: sólo soy una cosa que piensa, sólo soy actuali­dad pensante, en acto de pensar. El sustancialismo cartesiano es en verdad un actualismo completo. No hay actos ni facultades que descansen en un sujeto sustancial. Los actos pensantes se tienen en pie por sí mismos.

Y este actualismo, propio del núcleo energético del hombre, se erige como principio fundamental de la metafísica: la acción como principio equivale a creatividad originaria surgida del hombre mismo. El titanismo de Goethe encuentra aquí su apoyatura meta­física.

Realmente en el Fausto  aparece el espíritu de la época mo­derna. El Logos, la palabra, tenía sentido para un griego y un medieval, era un foco iluminador de la realidad. El Verbo o nous  o el intellectus  clásico no era  causa eficiente de la realidad. El sentimiento que acompañaba al hombre ante esta realidad era el de admiración. Hay un sentido profundo de aceptación de las cosas y de la realidad; incluso para el escéptico la realidad está ahí. La re­alidad está esperándonos siempre, sea para ocultarnos sea para revelarnos su misterio. En consecuencia, se da una admiración cuasi religiosa por el don divino de las cosas.

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De la admiración a la duda

Mas ahora la admiración es imposible. Para el hombre mo­derno las cosas no forman ya un cosmos ordenado como el griego o el medieval. Hay un sentido general de relatividad. En ello in­fluyen diversos acontecimientos: el descubrimiento de América abrirá nuevas perspectivas y confirmará la redondez de la Tierra; los libros de viajes, tan frecuentes en esta época, muestran nuevas culturas y formas de vida; el telescopio acerca una realidad nueva… El hombre se siente desplazado. Ante la realidad no surge la admiración, sino el estremecimiento. Así lo expresaba Pascal, experimentando el carácter inquietante de la bóveda celeste: Le silence éternel de ces espaces infinis m’effraie [el silencio eterno de esos espacios infinitos me hace temblar].

Ni la Mente griega ni el Verbo cristiano pueden ser el princi­pio. Hay que traducir el principio de otro modo. Fausto lo ve claro: «En el principio era la acción» (Tat).

La acción es el principio; y  la mente misma es concebida como acción. La mente es esfuerzo continuo.

«En el principio era la acción». Así comienza también Fichte. La nueva lógica -dice- no ha de partir de nociones abstractas y formales sino materiales y la primera es la acción, que sale de sí y revierte sobre sí, que es autogénesis de sí misma. Este es el prin­cipio fundamental de la filosofía moderna. Una tesis completamente alejada del pensamiento clásico.