Autor: Juan Cruz Cruz (página 2 de 22)

Analogía y Orden metafísico, en Araujo

Las páginas de este libro exponen algunas cuestiones metafísicas sobre analogía y orden trascendental que incluyó Francisco de Araujo (1580-1664) en los libros I, IV y V de sus Comentarios a la Metafísica de Aristóteles. El libro está impulsado especialmente por una doble motivación. Primera, la utilización casi normalizada, entre medievales y tardomedievales, del término ens, entendido como nombre o como participio; la mayoría de ellos hace pivotar el orden categorial en el ens ut nomen, en cuyo núcleo resalta primariamente la esencia, pero orientada a la existencia. Segunda, la tesis moderna de Schelling ‒inspirada en esa distinción del “ente”‒, quien da un valor prioritariamente explicativo a la esencia; y así lo expuso Juan Cruz en un libro sobre la última filosofía de este autor.

 

Psicología y Moral

J. Louis David, «Antíoco y Estratónice». Cuenta Plutarco que Estratónice (s. III a.C.) fue una bella mujer casada con el rey de Siria llamado Seleuco, viejo y mermado. El hijo de éste, Antíoco, se enamoró apasionadamente de ella, hasta el punto de enfermar, bajo una profunda melancolía. Seleuco se apiadó de su hijo, se divorció y permitió arbitrariamentee que el hijo, enfermo gravemente por su pasión amorosa, se casara con ella. Todos confundieron la aparente generosidad paternal con una viciada regla moral.

Medicina y Somatología, Ética y Psicología

Está claro que tanto el moralista como el psicólogo quieren conocer al sujeto humano, antes de señalarle una regla moral o, en su caso, un tipo de conducta. Pero, ¿qué hace el moralista para conocer al sujeto en cuestión? En primer lugar, entender la estructura activa y pasiva de las potencias humanas. No se aplican reglas morales a entidades biológicas que carecen de conocimiento o de voluntad, aunque el sistema de sus instintos y de sus órganos perceptivos sea muy perfecto… en su orden.

La Ética se supedita a la Psicología –queda subalternada a ésta, decían los clásicos– no en virtud del fin mismo de la Ética, sino sólo en virtud de su objeto propio y de sus principios propios: la Ética toma sus principios propios de la Psicología, dado que las conclusiones sacadas por ésta son principios de aquélla.

Esta es la doctrina que mantuvo Aristóteles, estableciendo (en el capítulo 13 de La Ética Nicomaquea y en el capítulo 1 de su tratado sobre El sentido y lo sensible, y en el capítulo 21 de su tratado sobre La respiración), sentando una analogía entre la Medicina y la Biología, de una parte, y la Ética y la Psicología, de otra parte.

Para Aristóteles, la Medicina se subalterna a la Biología, por cuanto ésta ha de conocer el cuerpo humano. La Biología está para saber los sistemas del cuerpo. La medicina está para curar las quiebras y anomalías biológicas. La salud y la enfermedad acaecen en el cuerpo vivo humano, y es imposible que sean conocidas si se ignora lo que es el mismo cuerpo animado. Tampoco es posible dar lo remedios oportunos (Farmacología) si no se conoce bien la enfermedad (Patología).

Por su parte, la Ética se refiere al alma como la Medicina al cuerpo; y así como la Medicina trata del bien y del mal corporal, o sea, de la salud y de la enfermedad, también la Ética trata del bien y del mal espiritual, o sea, de las virtudes y de los vicios, respectivamente como salud y enfermedad del alma: la virtud es salud y vigor del alma, mientras que el vicio es su enfermedad y decadencia.

 

¿Subordinación o subalternación?

Según Aristóteles, la relación subordinada que, en razón de los principios, la Ética hace a la Psicología no es la subordinación general que todas las ciencias racionales mantienen respecto de la Metafísica; en este último caso, los objetos de las ciencias figuran como especies contenidas bajo el objeto de la Metafísica. Mas, a pesar de ello, no dejan las ciencias de ser diversas entre sí y distintas de la Metafísica, en virtud de su diverso modo de abstracción y de la diversa formalidad de su objeto. Todos los principios evidentes de las demás ciencias resultan ser, por esta tan general subordinación, contracciones de los principios de la Metafísica, al igual que los objetos son contracciones del ser, que es el objeto de la Metafísica. Cualquier principio evidente de las ciencias puede resolverse en un principio más universal de la Metafísica. Pero esta subordinación en aspectos tan generales no es propiamente la de la Ética a la Psicología, tanto por su objeto como por sus principios propios.

El objeto de la Ética surge, para los clásicos, añadiendo una diferencia al objeto de la Psicología; pero esta diferencia añadida no es esencial y específica, como acontece con el objeto de la Biología, el cual resulta añadiendo el concepto de vida sensitiva (una diferencia esencial) al concepto de cuerpo físico: la Biología, como ciencia subalternada a la Física, tiene sus principios propios, no dependientes de ésta, pues con la definición de su objeto logra también un principio evidente de suyo, desde el cual demuestra las propiedades adecuadas de su objeto; lo cual no quiere decir que la Biología sea una ciencia distinta de la Física: más bien, es una parte de ésta, pues la misma ciencia que trata del género, trata también de sus especies.

 

Ética y Música

La Ética se contiene bajo la Psicología en cuanto su objeto resulta de la adición de una diferencia accidental al objeto de ésta. Del mismo modo consideraban los clásicos el objeto de la Música, el cual surgía cuando se añadía la sonoridad al número; o el objeto de la Perspectiva, surgido por adición de la visualidad a la línea; la Música se subalternaba a la Aritmética y la Perspectiva a la Geometría.

El hecho de que la diferencia que la Ética aporta al acto humano libre sea accidental indica precisamente la estrecha conexión que la Ética mantiene con la Psicología. De hecho, no hay un solo acto hu­mano verdaderamente moral que no sea antes verdaderamente psico­lógico; y para que sea plena y perfectamente moral (bueno o malo), es preciso que sea perfecta y plenamente psicológico, ple­namente consciente, voluntario y libre. «Ibi incipit genus moris ubi primo do­minium voluntatis invenitur» (Tomás de Aquino, II Sent., 24, 3, 2c). La moralidad –que es lo que la Ética formalmente considera– es una propiedad advenida al acto libre, aquella propiedad que lo hace bueno o malo –o sea, concordante o discordante con el orden y dirección de la recta razón hacia el fin último del hombre–. La moralidad es el orden que la razón hace reflexi­vamente sobre los actos de la voluntad. Por tanto, el objeto propio de la Ética es la misma acción humana, eso sí, ordenada al fin último; es la ac­ción humana libre, en cuanto regulable por la razón en orden al fin último del hombre. Que el acto sea ordenable o regulable y, por lo tanto, que sea bueno o malo, es decir que sea simplemente moral, no es una nota esencial al acto mismo psicológicamente considerado, sino una pro­piedad que sólo conviene al acto humano libre. No aplicamos la noción de moralidad a un acto considerado sólo en su índole vital y psíquica, o en tanto que es elegido o querido voluntariamente, sino sólo en cuanto recibe una ordenación hacia el fin último de la vida humana. Aunque añadida o advenida a lo psicológico, la moralidad no es así un accidente psicológico y, por eso, no pertenece a la psicología; es un accidente moral, cuyo género es distinto, aunque necesariamente unido a la enti­dad psíquica del acto libre.

Lo dicho vale no sólo para el acto libre puntualmente tomado, sino para el conjunto de los actos humanos libres en cuanto forman un cierto sistema de organización psicológica, un carácter. Por eso dice atinadamente Wellek que «el carácter en el sentido psicológico, del que trata la Caracterología, es, en sí, estrictamente el mismo a que se refiere el concepto ético de carácter. La diferencia no está en el objeto, sino simplemente en el modo y método de su consideración» (Wellek, Die Polarität im Aufbau des Charakters, 279).

 

Los principios psicológicos en la Ética

Pero la Ética se subordina a la Psicología no sólo en razón del objeto, sino también en la línea de los principios; pues por estar subalternada a la Psicología en razón del objeto, y porque su objeto resulta añadiendo una diferencia meramente accidental al objeto de la Psicología, carece de principios propios y evidentes de suyo, y por tanto depende de la Psicología en razón de los principios. El objeto así surgido es un agregado accidental, aunque la Ética no lo considere bajo la perspectiva de agregado o de algo que es ente sólo accidentalmente; la Ética considera de suyo esa diferencia accidental, en cuanto connota el objeto de la Psicología. En tal situación la Ética no demuestra las propiedades de su objeto si no es apelando a las conclusiones de la Psicología. Estamos aquí ante una subalternación propiamente tal, en razón de la ciencia misma y del conocimiento obtenidos. Frente a ella, las demás formas de subalternación son impropias. La diferencia accidental que la Ética aporta o añade al objeto psicológico hace, además, que, bajo la luz de la Psicología, surja un nuevo grado de saber o inteligibilidad.

Que la Ética recibe también de la Psicología sus principios primeros  se aclarará con dos ejemplos, sacados de Santo Tomás.

1º  El primer principio de la Ética es como el fin último objetivo de toda la vida humana. Pues bien, la Psicología demuestra y manifiesta a la Ética el verdadero fin último de toda la vida humana, mostrando que las actividades superiores del alma humana son esen­cialmente espirituales, y por tanto, que no son generables o corruptibles, ni pueden surgir de la potencia de la materia, como ocurre en otros seres inferiores. Y como el orden de los fines responde al orden de los agentes, se sigue necesa­riamente que el verdadero fin último objetivo y propio del alma humana esel del hombre entero. Cuando el psicólogo demuestra que el alma es espiritual, hace que su conclusión sea como una causa remota (un primer principio) del que la Ética debe tomar ocasión para reflexionar sobre la acción misma y ordenarla a ese fin.

2º  Que las conclusiones de la Psicología sean como principios propios o apropiados de la Ética, puede mostrarse con otro ejemplo. Las con­clusiones psicológicas sobre el carácter vital (sobre los hábitos operativos o sobre los actos humanos en cuanto vitales), son principios de la Ética referidos a las virtudes y a los actos humanos en cuanto morales, en cuanto buenos o malos (carácter moral). Y así como las facultades y los hábitos operativos se especifican por los propios actos vitales en orden a sus propios objetos naturales, así también las virtudes morales se es­pecifican por los propios actos morales en orden a los propios objetos morales, o sea, en cuanto sometidos a las reglas de moralidad. Igualmente, así como el acto psicológico se especifica por su propio objeto natural, el acto moral se especifica por su propio objeto moral, a saber: el acto bueno por el bien y el acto malo por el mal.

3º  Pero la moralidad, como entidad añadida, posee un grado de inteligibilidad especial; y sobre su pro­pia formalidad recae una definición y una demostración también es­pecial.

De modo que lo psíquico o vital del acto humano libre se comporta como presupuesto de lo que en él es moral. El aspecto moral, pues, no se refiere propiamente al acto psíquico como si fuere parte de éste. Lo contrario ocurre con el aspecto intelectual y el aspecto afectivo, que son como partes de lo psíquico. El aspecto moral viene a ser, desde luego, como un accidente, pero con una dimen­sión racional propia.

 

Interrelación de objetos

En suma, primero: el objeto propio de la Ética cae bajo el objeto de la Psicología, aunque no como mera parte material de éste, sino como materia añadida, aportando, sólo como diferencia accidental, sus propios atributos y su grado especial de inteligibilidad. Segundo: distintos atributos o predicados posee el acto en cuanto moral y en cuanto psíquico, consiguientemente también distinta inteligibilidad. En cuanto psíquico, el acto es referido primordialmente al principio de donde surge, o sea, a su causa eficiente; en cuanto moral, en cambio, es referido al fin, al que se ordena y tiende. Por eso hay un bien y un mal psíquico, como también hay un mal y un bien mo­ral.  Por el sólo hecho de poseer un bien psíquico nadie es alabado, ni es digno de mérito, ni es premiado, a no ser que de algún modo se incluya en el orden moral; asimismo, nadie es vituperado, ni carece de mérito, ni es castigado por tener un mero defecto psíquico. Porque los bienos y males morales dependen de nuestra vo­luntad; pero los meramente físicos o psíquicos son independientes de ésta. Y así, un acto psicológicamente perfecto -o sea, ple­namente consciente, voluntario y libre– como el homicidio premeditado, es moralmente pésimo, porque un acto es tanto peor moral­mente cuanto mejor es psicológicamente.

En conclusión, la Ética se subalterna a la Psicología; y no puede haber un moralista perfecto si no conoce perfectamente la  Psicología, en la cual hunden sus raíces sus principios propios.

Decía Aristóteles que una ciencia puede contenerse en otra de dos modos. Uno, como «parte» de esta, porque su objeto es una parte del objeto de ésta, como la planta es cierta parte del cuerpo natural: por tanto, también la ciencia de las plantas (Botánica) se contiene, como parte, bajo la ciencia natural. De otro modo se contiene una ciencia bajo otra como «subalternada» a ella, a saber, cuando la ciencia superior consignada tiene un saber que ha buscado la conexión esencial (buscando las causas) de todo lo que se sabe en la ciencia inferior solo como conexión fáctica, al igual que la Música se pone bajo la Aritmética.

Pero, terminando con las comparaciones, la Medicina no se pone bajo la Física como una parte de esta. Pues el sujeto de la Medicina no es parte del objeto de la ciencia Natural según la razón por la que es tratado por la Medicina. Aunque el cuerpo sanable es un cuerpo natural, no es por eso sujeto de la Medicina en cuanto sería sanable por la naturaleza misma, sino en cuanto es sanable por el arte. En la sanación que se hace por el arte, el arte se aplica como ministro de la naturaleza.

La interpretación de la ley en Juan de Salas (s. XVII)

El Alquimista. óleo de Johann Moreelse (1603-1634. Buscar el equilibrio en el mundo, como medio de entrar en el misterio del cosmos, es parecido a la labor que hace la filosofía del derecho para encontrar, con su interpretación de las normas, la paz social y la justicia.

 

1   ¿Quién no tiene todavía presentes los cánones que Friedrich Karl von Sa­vigny (fundador de la escuela histórica alemana del derecho) propuso en el siglo XIX para lograr una interpretación plausible? Él habló de los fines de la interpre­tación, como también antes lo hicieron, aunque de manera diferente, los hombres del Siglo de Oro. También comentó los varios aspectos o canales de acercamiento al hecho interpretado: el gramatical, el histórico, el sistemático y el teleológico; muchos de estos aspectos ya habían sido objeto de disputa antes incluso del Siglo de Oro. Hasta la expresión “interpretación auténtica” viene de los antiguos glosadores, comentaristas y teólogos que enseñaron en legendarias universidades, como las de Salamanca y Coimbra.

El trabajo que aquí presento no pretende abrir un diálogo con las teorías mo­dernas de la interpretación[1]; se limita a perfilar el esfuerzo que uno de aquellos autores, Juan de Salas, hizo para aglutinar los aspectos filosóficos y jurídicos de la interpretación que a principios del siglo XVII eran discutidos en España y que no debiéramos hacerlos desaparecer de nuestra memoria. Juan de Salas habló de de la interpretación en la disputación 21 de su famosa obra De legibus (Salamanca, 1611).

https://issuu.com/home/drafts/6nrssmg5kjb/file

Continuar leyendo

Báñez y Molina, sobre la voluntad libre

Sísifo, de Tiziano. Representa al hombre que sube a cuestas el duro esfuerzo de su libertad

La polémica De auxiliis sobre la libertad humana.

 

1.  En 1597 el Nuncio del Papa en España notificó a los provinciales de dos Órdenes –dominicos y jesuitas– que enviaran a Roma, por su mediación, las expo­siciones respectivas sobre la querella suscitada entre sus teólogos acerca de la li­bertad humana y la gracia divina, planteada por Molina. También pidió informes a varias Uni­versidades.

Pero antes de que llegaran estas exposiciones a Roma por vía oficial, Báñez se adelantó e hizo llegar al Papa en 1597, a través de su discípulo Diego Ál­va­rez[1], una memoria acusadora contra la Concordia. Ante este informe, Clemente VIII convocó, para examinar la obra, una comisión de nueve miembros, entre los que había franciscanos, carmelitas, agustinos, un servita, un benedictino y un doctor seglar de la Sorbona. Tras once sesiones presididas por los car­denales Madrucci y Arri­goni, entre el 2 de enero y el 13 de mar­zo de 1598, la comisión censuró 60 proposiciones de Molina. Así comenzaron en Roma las reuniones o asambleas De auxiliis gratiae.

Quince días después llegó a Roma el conjunto de exposiciones pedidas por el Nuncio –las recibió Clemente VIII el 28 de marzo de 1598–. Entre los es­critos de los dominicos se incluía una larga memoria contra la doctrina de Molina, firmada por Báñez y 24 teólogos. Los jesuitas adjuntaron diez escritos, entre los cuales había uno de Suárez sobre la gracia[2]; pero estos no mantenían en la defensa unidad de criterio: pues disentían de algunas tesis de Molina, aunque defendían con él la determinación libre de la voluntad, prevista y respetada por Dios.

El Papa pidió a la comisión que volviera a trabajar sobre los nuevos docu­men­tos. Nueve meses después la comisión se disolvió, pera manteniendo sus censuras, ahora sólo contra 20 proposiciones de Molina.

La noticia fue recibida en muchas partes de España con recias críticas. El Papa Clemente VIII, presionado por altos dignatarios españoles y por el mismo Felipe III,  para calmar la agitación creada mandó llamar a los superiores gene­rales de Dominicos y Jesuitas, los padres Beccaria y Aquaviva, con el fin de que ambos expusieran y debatieran los problemas de la gracia, asistidos por algunos teólogos de su respectiva confianza y presididos por cardenales. Tras esta decisión se hizo muy lento todo el proceso: pues lo primero que tuvieron los superiores que identifi­car fue el punto de vista exacto bajo el cual se debía discutir el problema. Desde el 22 de febrero de 1599 hasta principios del año 1600 sólo se celebraron seis reunio­nes. Pero se desarrollaron en un grado tal de excitación y brus­quedad, que el Pontí­fice consideró aconsejable suspender las sesiones progra­madas. Mas la petición de condena, por parte de la comisión, seguía en pie.

Molina no quedó ajeno a la polémica, incluso procuró matizar algunos de sus conceptos más preciados.

Entre tanto, fue llamado Molina en abril de 1600 a Madrid, para enseñar teo­logía moral, en la cátedra que la princesa Juana había fundado en el Colegio de los jesuitas. Pero falleció el 12 de octubre de ese mismo año.

 

2.  La polémica entre uno y otro bando prosiguió en Roma algunos años más, en controversias interminables[3], presididas ya por el propio Papa. Las sesiones comen­zaron el 20 de marzo de 1602, en presencia de muchos cardenales, de obis­pos y de los superiores de ambas órdenes. Por los dominicos asistieron los teólogos españoles Diego Álvarez –ya mencionado– y Tomás de Lemos[4]; por los jesuitas, los teólogos españoles Gregorio de Va­lencia[5] y Pe­dro Arrúbal[6]. El Papa, a su vez, había cambiado el plan de las discusiones, proponiendo referir los textos de Molina a San Agustín y confrontarlos con los de Casiano. La amplitud que tomaban las discusiones era pavorosa. El Papa hizo una peregrinación por las iglesias de Roma para implorar luz y acierto en todos. La “Congregación” De auxiliis se reunió, bajo esta nueva fórmula, 68 veces con Clemente VIII. Éste murió el 5 de marzo de 1605 –un año después de Báñez–, con la amargura de no haber podido resolver un con­flicto teológico cuyas bases de solución no supo quizás establecer adecuadamente. Le sucedió León XI, quien murió al mes de ser elegido. A continuación fue elegido Papa Paulo V, quien reto­mó los trabajos de la “Congregación” seis meses más tarde; tuvo 17 reuniones con ella, estando presente, entre otros, el cardenal Roberto Bellarmino[7]. En las sesiones no se pudo lograr el voto unánime de los diez censo­res que el Papa había designado. Así acabó la comisión el 8 de marzo de 1606. Continuar leyendo

Molina: sobre la libertad predeterminada

Pietro da Cortona Berretini. Triunfo de la Providencia. Fresco de 1633-39 (Palazzo Barberini). Estaba en juego la libertad en su relación con la Providencia divina. Pero nada puede escapar a la Providencia.

Polémicas sobre la libertad humana en tiempos de Molina

El tema central de la Concordia –quizás el libro más célebre de su época– es la libertad humana. Para entrar en su mé­du­la el lector debería tener la misma animosa ilusión con que Molina puso en circulación esta obradonde trata de mostrar, frente a la doc­trina luterana, la existencia rotunda de nuestra libertad de hombres y la armonía que hay entre esta libertad y el influjo preciso que toda criatura recibe de Dios para obrar, cada una en su orden. Esta preocupación viene de lejos en el pen­samiento cristiano: baste recordar, en el siglo V, la obra de San Agustín De gratia et libero arbitrio; en el siglo IX, la obra de J. Scoto Eriúgena Liber de praedestina­tione; en el siglo XI, el libro de San Anselmo Tractatus de concordia praescientiae et praedestinationis necnon gratiae Dei cum libero arbitrio; en el siglo XII la obra de San Bernardo De gratia et libero arbitrio. En los grandes tratados teológicos de los insignes pensadores del siglo XIII, como San Buenaventura o Santo Tomás, aparece estudiado este tema de modo amplio y sistemático. Ahora bien, aquella audaz ilusión de Molina acabó siendo también el empeño de la entera Compañía de Jesús, cuyos miem­bros sen­tían, justo por espíritu fundacional, la necesidad de afrontar con claridad las invectivas protestantes que –discutiendo la libertad humana– tomaban cuerpo siste­mático en toda Europa[1].La conceptuación de esa armonía acabó siendo bandera de discordia entre Órdenes católicas –principalmente entre dominicos y jesui­tas–; y esfuerzos agota­dores de muchos pensadores preclaros quedaron absorbidos por la diatriba y la disputa en el seno de una misma religión. Es cierto que las diferencias no eran de escaso calado –cabe reconocer que res­pon­den a distintos enfoques metafísicos, que no es poco–, pero con ellas se protagonizó un enfrentamiento entre individuos o grupos rele­vantes de las mismas creencias[2]. El exceso provocó una dolo­rosa histo­ria de desencuentros –que se prolonga del siglo XVI al siglo XVIII, bajo el rótulo de “polémica de auxiliis”– entre los muchos jesuitas que seguían a Molina y los muchos dominicos que seguían a Báñez: algunos sectores de esas mismas Órdenes hicieron vanidosamente en ello señas de identidad colectiva[3]. Y las bibliotecas europeas se colmaron de sesudas investiga­ciones referidas a repetir hasta la saciedad los mismos argumentos con la misma rival acritud.

 

2.  Por otra parte, es preciso tener presente que también Lutero era un pen­sador preocupado por la libertad. Había entrado en el convento de los agustinos de Erfurt en 1505; y en 1517 fijó sus tesis de “protesta” en la iglesia de Witten­berg. Su doc­trina sobre la libertad quedó expuesta en su libro De servo arbitrio[4] (1525), escrito como respuesta al de Erasmo, titulado significativamente De li­be­ro arbitrio[5] (1524). A la pregunta de si hacemos todas las cosas por necesi­dad, Lutero responde con una doctrina determinista, afirmando que Dios no pre-co­noce nada contingen­temente y que todo lo que prevé lo dispone y hace con eter­na voluntad inmutable. El libre albedrío queda así volatilizado. Y porque Dios no cambia su naturaleza, tam­poco cambia su justicia, ni su ciencia, ni su voluntad. Si su presciencia es inmuta­ble, también es inmutable su objeto: Dios no puede prever con incertidumbre el futuro; y por eso, nada se realiza en el mundo de manera diversa de cómo él lo prevé. Y si previó que Troya ardería, necesaria­mente hubo eso de ocurrir; y no estuvo en manos de nadie el impedirlo. Asimis­mo, vivimos ineludiblemente bajo su omnipotencia: Dios nos crea, nos mueve y nos gobierna. Con lo cual es imposible juntar la presciencia y omnipotencia di­vi­nas con la libertad humana. La omnipoten­cia divina no es poder hacer muchas más cosas de las que hace, sino mover a todas las cosas con inevitable impulso. Pues la voluntad divina es eficaz y no puede ser impedida; por lo mismo, tampoco puede estorbarse su efecto, que habrá de rea­li­zarse necesariamente en el tiempo y en el modo que Él quiera. Las cosas que lla­mamos contingentes y mudables son hechas de manera necesaria; y sólo son im­previstas por nosotros[6]. Continuar leyendo

Vitoria: la propiedad en su justo precio

Mercado medieval, recreado en una lámina sin firma de autor

1.  Más allá del individualismo utilitarista

A lo largo de sus Relectiones Vitoria muestra una oposición neta a lo que podría llamarse “individualismo”, según el cual toda agrupación tendría solamente un sentido meramente utilitario, pues expresaría el interés propio: se constituiría y se disolvería por con­vención, pacto o consenso. Especialmente en su Relectio de potestate civili, refuta la tesis de que el Estado sea una mera institución gendarme que estaría para garantizar a cada individuo el mayor campo de acción posible. Para Vitoria, todo individuo, por razón de su esencia, está en una comunidad ontológica y, por tanto, internamente vertido a los demás[1]. Continuar leyendo

Vitoria y el fundamento del derecho internacional o derecho de gentes

El emperador Carlos V.  Obra del Tiziano. (Museo del Prado)

1. Una propuesta internacionalista desde el derecho de gentes

a) La comunidad universal y el hombre cosmopolita

1. Cuando la ley se presenta para todos los hombres como norma de una “co­munidad universal” ha de ser significada con unas categorías que sean expre­sión, desde el punto de vista lógico, de una necesidad correspondiente. Pero la necesidad puede estar tanto en lo que pertenece a la esencia constitutiva de esa “comunidad universal”, como en lo que es consecutivo de dicha esencia. Su necesidad normativa constitutiva es propia de lo que Vitoria llamó derecho natural. En cambio, su necesidad normativa consecutiva corresponde a lo que Vitoria llamó derecho de gentes[51], cuya universalidad, unida a la del derecho natural, lo legitima también como norma internacional. Continuar leyendo

El otro poder de las palabras

 

«Lo stregozzo»:  Agostino Veneziano (1520). Una desatada furia pasa como la procesión de una bruja, a través de un  amenazante mundo subterráneo. Es llevada en un carro hecho con la carcasa de una criatura monstruosa, y está acompañada por hombres, niños, animales e instrumentos. Refleja el poder feroz de la palabra destructora.

La principal manera de relacionarse el hombre con los demás es mediante las palabras. Para eso es preciso antes dominar las mismas palabras, no sólo para hablar gramaticalmente bien el idioma, sino para aplicarlas moralmente bien. Las palabras pueden servir para tener un poder inmoral sobre las personas, para destacar por encima de ellas; pero sobre todo para respetarlas, en cuyo caso han de ir precedidas del dominio que uno debe ejercer sobre sí mismo y sobre sus dichos. Continuar leyendo

Los posibles y las ideas

Pietro Longhi (1701-1785), El Alquimista. La alquimia consideraba que si una cosa era posible, podría ser lograda mediante procesos elementales de química y física, destinados a obtener metales preciosos y la «piedra filosofal», la llave del universo. Se practicó en la Edad Antigua y Media.

Las cuestiones que surgieron durante el Siglo de Oro al filo de la pregunta sobre los posibles y las ideas, se refieren al modo concreto que Dios tiene de conocer tanto los posibles irrealizados, como los realizados.

Los seres posibles, con posibilidad absoluta e interna (incontradictorios), se hallan necesariamente representados según su propia naturaleza en las ideas divinas; y éstas contienen realmente la razón suficiente de tal posibilidad, toda vez que conteniendo y representando todo lo que puede tener razón de ser, contienen y representan todas las cosas posibles con posibilidad interna. Continuar leyendo

Esencia de la ley natural en el Siglo de Oro

El Bosco, Tríptico del carro de heno (1512 – 1515). La regla general de la ley natural es “hacer el bien y evitar el mal”, o “no hagas a otro lo que no quieras para ti”. En su «Carro del heno» el Bosco manifiesta que el hombre se deja a veces engañar o seducir por el mal. Se trata de un ejemplo del camino de la vida. Pinta a hombres y mujeres que peregrinan sorteando los peligros.

En sentido moderno, lo que se llama «ley natural» está ligado al fundamento del progreso de las ciencias naturales exactas, ayudadas por las matemáticas.

Para el pensamiento tardo-medieval y renacentista, la «ley natural» es sobre todo la regla o norma de la conducta moral y jurídica, cuyo fundamento está en la razón humana y, más hondamente en la esencia del hombre.

Se estudian en este libro los distintos matices que tiene la ley natural, tanto en su esencia o propiedades, como en su determinación al campo del derecho civil y del derecho internacional.

Véase completo: https://issuu.com/juancruzcruz/docs/esencia_de_la_ley_natural/2

Artículos antiguos Artículos nuevos

© 2024 Ley Natural