Francisco de Goya: "La Verdad, el Tiempo y la Historia" (hacia 1800). La Verdad viene hacia el presente traída por un anciano que porta un reloj de arena, el Tiempo, siendo registrada por la calmosa Historia mediante la escritura. Toda la composición confluye en la parte central del cuadro, ocupada por una refulgente figura femenina, la Verdad.

Francisco de Goya: «La Verdad, el Tiempo y la Historia» (hacia 1800). La Verdad viene hacia el presente traída por un anciano que porta un reloj de arena, el Tiempo, siendo registrada por la calmosa Historia mediante la escritura. Toda la composición confluye en la parte central del cuadro, ocupada por una refulgente figura femenina, la Verdad.

La historia como narración

El término narratividad está presente no sólo en las formas comunes de la literatura (y así se habla, por ejemplo, de la narrativa del romanticismo, del realismo, del simbolismo, etc.), sino en los modos o métodos de las ciencias humanas más o menos próximas a la filosofía, como la psicología, la sociología y la psiquiatría[1].

No es mi intención iniciar una navegación en torno a las distintas islas de este archipiélago de la narratividad. Quiero anclarme en un antiguo islote casi patrimonial, titulado Genio de la historia, un libro de historiología, escrito en 1650[2] por el aragonés Gerónimo de San José Ezquerra de Rozas (1589-1669). Resaltaré algunas tesis suyas, para reflexionar sobre el alcance veritativo de la narratividad en historia, recordando algunos de los principales indicadores metódicos de una obra que, tras las huellas de Luis Vives[3], puede considerarse clásica en la materia.

En ella se dice que historia, en su más amplia y universal acepción, es “cualquier narración de algún suceso o cosa. De suerte que ora sea la narración hablada, escrita o significada […], o en otra cualquier manera, como sea finalmente narración, será, en este sentido y acepción, historia[4].  Advierto que ya en tiempos de este autor se usaba en el lenguaje castellano la palabra “suceso” –implicado en esa definición de historia– para significar el transcurso o discurso del tiempo. No habría historia sin tiempo.

Acerca de esa definición, he de adelantar en primer lugar que la narración ha venido a ser el centro de atención de muchos contemporáneos que piensan la historia. Ya Ortega lo utilizó varias veces, por ejemplo en Historia como sistema. Y más recientemente Ricoeur en Historia y relato[5], entre otros muchos. Sin saberlo,  todos ellos coinciden con el aragonés en que la historia es narración; y narrar es contar un suceso, real o imaginario, de manera oral o escrita o significada[6]. Narrar es referir de la manera que sea una sucesión de hechos que se producen a lo largo de un tiempo determinado.

Para todos esos autores –también para el aragonés– existe entre los múltiples géneros narrativos una unidad funcional, un carácter común que es señalado y articulado por el acto de narrar en todas sus formas, a saber, el carácter temporal, como antes he dicho. Pues todo lo que se cuenta en un suceso ocurre en el tiempo, es decir, se desarrolla temporalmente. Hay una conexión entre narratividad y temporalidad.

En fin, para el aragonés la narratividad es, de una manera precisa, un aspecto de la discursividad humana. Ya Aristóteles indicaba que el logos humano es básicamente diánoia, discurso o razonamiento, en el sentido de que no es un intelecto intuitivo completo, y se despliega aglutinando en conceptos fragmentos de realidad. Pasar de un concepto a otro, gobernado por la relación que el primero guarda con el segundo, y viceversa, es lo propio del discurso, de la razón o diánoia. Pero discurrir no es, sin más, narrar. La relación que las propiedades psicológicas tienen con el centro personal es objeto de discurso o razonamiento. Pero es objeto de narración la relación que un evento temporal, un suceso,  tiene con otro, de modo que la razón humana ha de esforzarse en recoger el primer elemento del pasado para conectarlo con el segundo del presente, mirando hacia el futuro.

 

El objeto real de la narración histórica

Paso seguidamente a matizar el sentido que tiene el objeto histórico, bajo la distinción que suele hacerse entre historia como realidad e historia como relato.

La historia como realidad está formada por las variaciones del ser humano ligadas a su libertad. Por su abierta constitución real el hombre se mueve o se desarrolla en las formas más variadas y diversas. Ahora bien, un perfil personal se debe comprender como un conjunto vital individual de hechos, dentro de una conexión propia que lo vincula con su generación y con el pasado total de la humanidad. Tal es la conexión histórica. Así lo reconoce el autor aragonés, distinguiendo lo que en la antigüedad se entendía por “historia natural”[7] y lo que en sentido estricto se adentra en el reino de lo moral, o sea de la libertad: la narración de obras racionales y libres constituye la historia que comprende “las acciones, obras y sucesos que libremente manan de la voluntad del hombre”. Y así la historia estricta es narración de “obras y sucesos contrapuestos a la naturaleza no libre” [8].

Es claro que el despliegue del hombre en cada momento no se hace sin antecedentes, pues incluye un pasado. Esto es cierto en lo referente a la existencia individual –pues en lo que cada cual es ahora interviene el recuerdo de lo que le ha pasado y lo que ha sido en la porción an­tecedente de su vida–. Por tanto, decimos que el hombre tiene historia porque en él persiste un pasado, viene de un pasado, tiene un pasado. Dice muy adecuadamente Ortega que “ese pasado en nuestro recuerdo influye en nues­tra actualidad, en cuanto nos da un resumen de nuestra vida anterior, es decir, que recordar es ya, en ger­men, interpretación de nuestra vida, de lo que hemos sido”[9].

A su vez, el relato que toma como objeto lo histórico, las cosas hechas en el tiempo, se llama también historia, una ciencia que es análisis inteligible de los hechos históricos; y esto im­plica que ella presupone su objeto. La ciencia histórica se ocupa de la realidad humana; tiene que partir del supuesto de que su objeto existe y que posee una articulación determinada y comprensible que se pro­pone descubrir: aspira al análisis cons­ciente de una estructura o relación que permite comprender un suceso y justificarlo en función de otro.

 

Historia y verdad

Para el aragonés el campo narrativo propio de la historia  incluye relatos que tienen una pretensión de verdad similar a la que tienen los discursos descriptivos que se usan en otras ciencias; por lo que de modo esencial la historia no incluye relatos de ficción, como la epopeya, el drama, el cuento y la novela.

De una manera sencilla el aragonés acota la materia de la historia diciendo que todos sus modos coinciden por la forma, que es la narración; pero difieren por el objeto o materia, la cual puede ser política, biográfica, etc.

En cuanto a la pretensión de verdad que la historia tiene, el aragonés añade unas indicaciones de enorme interés epistemológico: si bien la historia humana es, con toda propiedad, la narración de sucesos o cosas humanas, no obstante puede ser falsa o verdadera. Pero, la historia, en su sentido más perfecto, la propiamente verdadera, es “narración verdadera de cosas verdaderas”. “De suerte que, para que lo sea con toda propiedad, no basta que la narración sea verdadera, si es de cosas no verdaderas, sino que así la narración como las cosas lo sean”[10].  La síntesis, en su aspecto formal, ha de configurarse con una legalidad epistemológica subjetiva y objetiva.

Para explicar esta legalidad interna, el aragonés recurre a tres “topoi” aristotélicos: el epistemológico de materia-forma, el lógico de género y diferencia, y el ontológico de las causas.

 

Verdad introversiva y verdad extroversiva

Remitiéndose al topos epistemológico, el autor aragonés indica que si la narración es la forma de la historia, los hechos acaecidos realmente son su materia. Por eso puede haber narración verdadera y que sea de cosas falsas: porque la verdad o la falsedad de la narración se toma de las cosas narradas. Por la naturaleza de la verdad y de la falsedad, anota nuestro autor, se puede juntar en algún modo y sentido la verdad de la narración con la falsedad de las cosas que se narran. Recuerda atinadamente al respecto que existe una verdad, que yo llamaría introversiva, la cual  consiste en un ajustamiento y conformidad de las palabras con la mente o concepto de las cosas; pero hay otra verdad que yo llamaría extroversiva, la cual está en el ajustamiento de las palabras y la mente con las cosas mismas en la realidad de su ser. “Puede la mente estar mal informada y hacer concepto errado y falso de algún suceso, pero entonces la narración que lo declarase de la manera que se concibe no sería por esta parte falsa, sino verdadera; y así lo sería también la historia sustancialmente; pues lo formal y sustancial de ella, que es la narración, sería en el modo dicho verdadero. Y en este sentido debemos tener por verdaderos a todos los historiadores que escriben lo que entendían era verdad, aunque no lo fuese. Y porque en el común modo de sentir y hablar, la historia se toma por la cosas y materia de ella; y al historiador se atribuye lo formal de la narración, podría decir en tal caso que el historiador es verdadero, pero su historia falsa. De otra manera también podría ser y decirse alguna historia verdadera aunque fuese narración de cosas falsas, es a saber: suponiéndose primero en la misma historia la falsedad de ellas y refiriéndose no como verdaderas, sino como falsas. Pero entonces no sería verdadera por parte de la narración, ni de las cosas mismas; pues de ambas partes hay mentira y falsedad: porque ni las palabras se ajustan al concepto, ni el concepto a las cosas, ni ellas en sí tienen verdad y subsistencia, sino la imaginación; pero podría ser verdadera esta narración por parte del  historiador, que no queriendo engañarse, ni engañar, advierte y confiesa la falsedad de lo que cuenta, a diferencia del que maliciosa o erradamente cuenta por verdadero lo que no lo es”[11].

 

Narración verdadera de cosas verdaderas

Llegado a este punto, el aragonés afirma que en su rigurosa y propia significación, y en la acepción más universal, historia es “narración escrita, llana y verdadera de casos y cosas verdaderas”. Con esta descripción tan exacta gira hacia otro “topos” aristotélico, el que exige que las definiciones sean por género y diferencia[12].

Oigamos sus muy ajustadas palabras: “El género es narración, que conviene también a la del poeta, orador y fabulista, los cuales narran en sus poemas, oraciones y fábulas.  La diferencia es ser escrita, llana y verdadera, con que se distingue de esos mismos. Por la palabra escrita se distingue de toda otra que no lo sea, cual es la de la pintura o escultura, del jeroglífico y de todo aquello en que algún otro modo que no sea escritura, fuere narración, aunque sea significada o hablada; porque aunque la tal, en algún sentido menos propio y muy general (como se ha dicho) puede llamarse historia, no empero en éste de que con todo rigor y propiedad vamos ahora hablando. Y así cuando uno vocalmente cuenta o refiere algún suceso o sucesos, se dice que hace relación, que narra y cuenta, pero no que hace historia: porque para que lo sea se requiere que la tal relación se ponga en escrito, para que allí se perpetúe y divulgue cuando conviniere”.

También coinciden los autores modernos con el aragonés en que la historia comparte con otros tipos de narración el ajuste a signos lingüísticos, y no a una pintura o imagen, como La rendición de Breda de Velázquez; dicho de otro modo, la historia no coincide con los modos narrativos que emplean un medio distinto del lenguaje, como las artes plásticas.

En su diferencia con las demás formas narrativas, la historia ha de ser llana, que es lo mismo que sencilla, o simple; por eso “se diferencia de la narración oratoria y poética que no son llanas, sino muy artificiosas”; la del historiador ha de mostrar “llaneza de estilo”.

Y en fin, la diferencia principal: que sea verdadera; por lo que la narración histórica se distingue de la fabulosa y poética. La fabulosa es toda fingida y falsa; y la poética suele fingir sobre lo verdadero, desquiciando la verdad. “Pero la histórica debe ser toda y de todas maneras verdadera, no sólo cuanto a la forma de la narración, sino también cuanto a la materia, que eso significan las palabras que en la definición se añaden, es a saber, de casos y cosas verdaderas, para que así la diferenciemos de aquella especie de narración que sólo por algún lado, y en algún impropio o menos riguroso sentido, puede llamarse verdadera”.

Una vez determinada la última partícula de la diferencia específica, afirma decididamente el aragonés que “en la acepción que ahora tomamos y entendemos la historia, es a saber, en el propísimo y riguroso modo y significación de ella, no admitimos división de falsa y verdadera, sino solamente reconocemos por historia a la que de todos lados es verdadera narración”. Puede tener muchas maneras o especies, menos una, la que menoscaba su verdad. Y vuelve a repetir: “la historia en propio y riguroso sentido no es otra cosa que narración escrita, llana y verdadera de casos y cosas verdaderas”.

 

Las causas de la historia como relato

Hecha la aclaración epistemológica y lógica, el aragonés pasa inmediatamente a la determinación ontológica que comprende no sólo las causas reales que gravitan sobre la propia historia científica, sino la plasmación individual del hecho histórico.

De manera que desde el punto de vista etiológico, “historia es una narración llana y verdadera de sucesos y cosas verdaderas, escrita por persona sabia, desapasionada y autorizada, en orden al público y particular gobierno de la vida”. Contiene esta definición cuatro géneros de causas. La causa formal, que es “ser narración llana y verdadera”; la causa material, que es “ser de cosas y sucesos verdaderos”; la causa eficiente, que es “ser escrita por persona sabia, desapasionada y autorizada”; y la causa final, que es “ordenarse al público y particular gobierno de la vida”. Reconozco que, para muchos historiadores, reducir el conocimiento del pasado a la finalidad de una enseñanza práctica es una concepción insuficiente y estrecha, aunque los tratadistas de la época no reconocían otra[13].

 

Micorrelatos en el macrorrelato

Pero lo importante es que –para el aragonés– todas las causas deben estar presentes en todo género de historia que lo sea propia y rigurosamente, pues “en ellas se cifran y comprehenden los más principales requisitos de la historia y del historiador” [14].

Y quiero añadir un detalle importante. Considerando el concreto objeto real estudiado por la historia, el aragonés subraya que si bien todo el cuerpo de la historia sus­tancialmente es narración,  porque esta es su definición y naturaleza, “hay en ella algunas partes que especialmente merecen este nombre por no ser otra cosa que unas relaciones de casos y sucesos particulares que se van ofreciendo en el discurso de la historia, y son unas como parciales narraciones, de que principalmente se compone la [parte] universal de toda la obra. En ellas, pues, se deben guardar las leyes y circunstancias generales que en las otras, y especialmente dos: una cuanto a la materia, y otra cuanto al estilo”.

Esta aclaración del aragonés es interesantísima, pues viene a decir que una historia lleva en su seno microrrelatos que son las piedras con que se articula todo el edificio científico-histórico. Esta aportación del aragonés a la noción de microrrelato histórico[15] me parece de una audacia y una modernidad incomparables. Es más, indica que los microrrelatos interiores son los auténticos depositarios de la noción de la historia: sin la construcción verídica de ellos, habría alguna falsedad en el edificio narrado.

La particularidad de la narración

Tanto en el microrrelato como en el macrorrelato que lo incluye ha de ser muy particular la relación de las cosas y sucesos, porque expuestos de modo general o resumido son inútiles para los fines de la historia. El aragonés declara que “para esto será muy conveniente el señalar las circunstancias que más suelen individuar el caso que se narra, como son las personas, el tiempo, el lugar, el modo y otras que le acompañan”.

Si en este momento tuviésemos que recordar la frase que, a propósito de la historicidad del hombre, repetía Ortega, de que yo “soy yo y mi circunstancia”, es claro que la circunstancia de las personas es la principalísima, porque según subraya el aragonés, “de ellas toma su mayor energía y representación el suceso, pues la calidad, oficio y estado de los que intervienen en algún caso, dan el ser y principal ponderación a la cosa referida. Importa mucho para la calificación de una hazaña, saber quién la obró, porque unas veces la grandeza del sujeto la ennoblece, otras en la humildad del que la obra se realza; y las condiciones y particulares cualidades de la persona alteran, y aun mudan la estimación del hecho”.

Asimismo, siendo la narración histórica expresión de la presencia o influencia del pasado en el presente, la circunstancia del tiempo es del todo necesaria, dice el aragonés: “porque sin ella queda sin luz y seguridad la relación, mayormente para los siglos venideros, en que solo por los tiempos se aclaran y distinguen las cosas; y cuando falta esta antorcha, todo es andar a oscuras y tropezar en concurso y confusión de hombres y sucesos semejantes, cuya averiguación pende mucho del tiempo”.

También el lugar y el modo flexionan la circunstancia. El lugar, porque “añade certeza a lo que se refiere”; y el modo de ejecutarse o suceder, porque otorga un especial “énfasis para inteligencia y cebo” del que lee[16].

Con insistencia el aragonés da importancia a particularizar cosas menudas. Porque el presente es para nosotros un magma confuso, cuya gravitación e importancia en un futuro se nos escapa. Por lo que escribe con gran sensatez: “Las historias no se escriben sólo para los presentes, sino también y muy principalmente para los ausentes y venideros. A los que sabemos y vemos hoy las cosas, y las tocamos y traemos entre manos, nos cansa y parece superfluo el referirlas con mucha particularidad; […] pero al que vive en muy remotas tierras, o a los venideros en los siglos futuros y que ni saben si verán lo que nosotros vemos ahora los presentes; todo aquello que a nosotros es muy vulgar, será muy raro, y lo que nos parece poco y pequeño, será para ellos mucho y muy grande”. Dicho de otra manera, nuestro presente es sólo prólogo del futuro, pero no epílogo concluído. De ahí que el historiador deba mirar las cosas que parecen menudencias no como cosas que se escriben para ahora, “sino para después; no para los presentes y que vivimos, sino para los ausentes y venideros: y con esto no se tendrán por pequeñas y superfluas, sino por muy grandes y necesarias”.

 

Estilo y método del historiador

La causa eficiente de la historia científica es el historiador, pues ha de “ser escrita por persona sabia, desapasionada y autorizada”. En ello descansa también la verdad de la historia. Queda,  pues,  por pintar la figura del historiador mismo, cuyo talle psicológico y moral queda perfectamente expuesto por el aragonés.

Lo hemos de ver, en primer lugar, cuidando el estilo, que ha de ser “el más igual y llano, y que no tenga cosa que tira­namente divierta [distraiga] el ánimo del que lee”. Y da un consejo precioso: el lector se ha de hallar al fin de la narración “informado del suceso referido, casi sin haber hecho reflexión del modo y estilo con que el historiador lo refirió: tan senci­llo y corriente ha de ser”. El historiador no ha de usurpar con su decir la atención a las cosas, “ni robar la admiración que se debía principalmen­te a los sucesos referidos”. El estilo de la narración ha de ser “particular, llano, suave, igual y corrien­te”[17].

Por otro lado no rechaza el aragonés que el historiador introduzca digresiones en la historia, pero advierte con humor que “las digresiones en un tratado o libro son lo que el paréntesis en una cláusula que puede pasar y entenderse sin él”. La digresión es un efecto estético que, a modo de narración, descripción o discurso, no es parte esencial de la materia principal de la historia, pero le da cierta belleza y claridad. Y si la digresión no tuviese esas condiciones, sería del todo inútil y sin fruto. Ha de ajustarse a cuatro requisitos; es a saber, que sea propia, sea breve, sea agradable, sea rara. Especialmente ha de salir de las entrañas de la materia, o a lo menos tenga con ella una muy cierta y conocida afinidad.

Después de haber tratado de la excelencia y na­turaleza de la historia, el aragonés persigue comprender su genio, su preparación, siendo su primera virtud el método, porque éste es “una debida y bien ordenada disposición de la escritura”; y para que sea en la ejecución tal, “se requiere que en el historia­dor preceda una muy adecuada y perfecta comprensión del asunto que emprende a escribir”. Está diciendo el aragonés que a la explicación debe preceder la comprensión. Sobre este punto epistemológico debo recordar que en la narración histórica se dan cita aquellas formas de intelección que a principios del siglo XX se llamaron explicación y comprensión, Erklären y Verstehen[18]. Pero ocurre que en la trama o síntesis narrativa la comprensión antecede a la explicación. Antes de empezar a explicar hay que comprender el objeto de que se trata –como dice el aragonés–, pues hay que tener una idea del hombre.

Para que la trama se haga inteligible es preciso que para  empezar y seguir el relato histórico haya una forma elaborada de comprensión.

Si se desconoce esta inteligibilidad fundamental del relato –esta pre-comprensión implícita en la explicación histórica– se sacará la falsa conclusión de que cuanto más se explique, mejor se narrará. Ocurre lo contrario. El historiador puede tomar leyes de otras ciencias sociales –demografía, economía, lingüística, sociología, etc.–, siempre que no se equivoque respecto a su funcionamiento. O sea, apreciará que estas leyes revisten un significado histórico en la medida en que se insertan en una previa organización narrativa que ya ha calificado comprensivamente los acontecimientos como contribuciones al desarrollo de una trama.

No cabe duda que el proceso de pre-comprensión histórica está sometido a los modos del temperamento del historiador. Por ello, una de las virtudes que exige el aragonés en el historiador es la sabiduría, unida a la entereza y a la autoridad. El saber “es el principio y fuente de donde se origina y nace el escribir bien: porque mal escribirá uno lo que ignora; y no mejor podrá enseñar lo que no sa­be”[19]. No hay sabiduría sin diligencia; y en el historiador “es más estrecha esta obligación de la diligencia en la averiguación de las noticias; porque a ella está más encomendada la verdad, como más vinculada a sus palabras nuestra fe. Pues en los demás escritores examinamos [como] jueces lo que dicen; en el historiador lo adoramos [como súbditos] sin examen; […] y como niño colgado a los pechos de su relación, trago cerrados los ojos como leche”[20]. He aquí la dignidad epistemológica del historiador para comunicar la verdad. Vamos a él con la fe del niño. De ahí también su inmensa responsabilidad social.

 

El ritmo del historiador: festinación lenta

De ahí que el aragonés exija en el proceder del historiador una “festinación lenta”[21] al poner en memoria cosas antiguas o modernas, al escribir materias de importancia, para publicarlas y darlas a la luz. Yo quisiera que este hermoso oxímoron expresado en la  festinación lenta, quedase grabado en todos mis lectores, pues voy a terminar indicando sus perfiles. Nuestro diccionario define la voz castellana “festinación” (del latín festinatio), como celeridad, prisa y rapidez, siendo su antónimo precisamente la lentitud. En la “festinación lenta” se usan dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión, que genera un tercer concepto, a saber el de historiador. Con ella dice el aragonés que expresa “una manera de prisa vagarosa”. Y lo explica diciendo que “no es más diligente el escritor cuando afectuoso se apresura que cuando circunspecto se detiene;  […] siendo así que para harto bien, es menester harto cuidado, harto trabajo y harto tiempo”[22].

Para lograr la verdad que pretende este oxímoron, esta festinación lenta,  es preciso también que el historiador se desnude de sus afectos, para que la voluntad interesada no llegue a sobornar al juicio[23].  A este propósito comenta el aragonés: “Es la verdad el alma de la historia: porque sin ella no es más que un cuerpo muerto; y así todo lo que opusiere a la verdad se opone al ser y naturaleza de la historia. Para conservación, pues, de esta alma en el cuerpo histórico, pedimos al historiador la rectitud y la entereza, con la cual no admita en su narración cosa que no sea muy apurada en el crisol del examen y aprobada en el tribunal de la verdad. Por cuatro achaques puede peligrar la de una historia, que son la indiligencia, el afecto, el odio y el temor de quien la escribe” [24]. O sea, por los sentimientos.

 

Los ocultos afectos del historiador

No es infrecuente que el historiador haga aflorar sus afectos y su talante en el modo de hacer historia. A este propósito el aragonés advierte que el afecto es una vehemente inclinación de la voluntad a alguna cosa; y entonces, “o la tal cosa a que el historiador está inclinado es el mismo historiador o es algún deudo y cosa suya, o es alguna otra persona extraña, respecto de los cuales y por afecto a ellos puede flaquear y torcerse la rectitud de su entereza en lo que escribe. El primer escollo, donde no pocas veces se ha visto zozobrar el que navega en este golfo de la historia es el mismo historiador: quiero decir, el desordenado afecto con que se ama, buscando principalmente no la verdad y memoria de las cosas que escribe, sino la estimación y memoria de sí mismo. […] El historiador de tal manera debe escribir las cosas, que solo en ellas ponga su atención y acuerdo el que las va leyendo. Entonces cumplirá con su precisa obligación, si las dejare de tal modo escritas que le parezca al lector no leerlas, sino verlas, sin acordarse del autor que las escribe”[25].

De nobis ipsis silemus, decía Kant en el frontispicio de una de sus obras, recordando una frase de Bacon de Verulam.  También para poder hacer historia verdadera es un imperativo psicológico y epistemológico olvidarse de sí mismo. Pues cuando alguien escribe y representa muy en su favor aquellos sucesos temporales que penden de la verdad de la historia, aunque sean en sí verdaderos y justificados, “se hacen sospechosos al que conoce la pasión del que escribe en causa propia”[26].

Ahora podemos entender en toda su profundidad la definición que el aragonés ha dado de historia: una narración llana y verdadera de sucesos y cosas verdaderas, que, en orden al público y particular gobierno de la vida, está escrita por persona sabia, autorizada y desapasionada.


[1] Russel, S. & Carey, M., Narrative Therapy, Adelaida, Dulwich Center Publications, 2004; J. Balbi, La mente narrativa, Buenos Aires, Paidós, 2004.

[2] Jerónimo de San José, Genio de la historia  (Zaragoza, 1651),  2ª ed. Madrid, 1768: véase esta edición en Internet. La palabra inicial del título, genio, significa ahí la índole o condición según la cual obra el buen historiador comúnmente, ajeno a todo lo que no sea comprender y explicar un conjunto de sucesos. El aspecto científico o razonable del historiador viene a ser el asunto más importante tratado en el libro.

[3] Luis Vives expone su concepto de historia científica en  De causis corruptarum artium (1531) y De tradendis disciplinis (1531). Cfr.  M. Usón Sesé, “El concepto de la Historia en Luis Vives”, Universidad de Zaragoza, 1925, II, pp. 501-535.

[4]  “Como sea narración de algún suceso público o privado, humano o divino, bueno o malo, natural o moral; y asimismo de alguna cosa natural, artificial o política, sobrenatural y divina, o cualquier otra que por suceso o cosa pueda imaginarse la narración de todo ello y de cualquier cosa de ella, es, en el sentido que habemos dicho, historia”. Jerónimo de San José, Genio de la historia  (Zaragoza, 1651),  2ª ed. Madrid, 1768, p. 31.

[5] Paul Ricoeur, Temps et récit, t. 1; t. 2: La configuration dans le récit de fiction; t. 3: Le temps raconté, París, Seuil, 1983-1985.

[6] “La [historia] significada es la que en jeroglíficos, símbolos, pinturas, esculturas o en señales y mudas acciones se significa y representa. Por donde la representación de algún suceso o cosa que se dé a entender por medio de algún jeroglífico, empresa o símbolo, o más claramente por medio de las artes que materialmente en lienzo, tabla, piedra o bronce, o en otra más vil o más preciosa materia, la figura al vivo, es una manera de narración, y por consiguiente de historia. Y en este sentido el pintor o escultor y cualquier otro semejante artífice es también historiador; porque su pintura, escultura y labor es un cierto modo de narración significada. Historia escrita será toda aquella narración que se contiene en alguna escritura, y se declara por medio de caracteres propios de alguna lengua, en los cuales se conserva y lee. Pero la hablada historia será la narración vocal o verbal que en voz y con palabras actualmente se recita”. Op. cit., p. 31.

[7] “Ya con otro género de división la historia una es natural y otra moral. Aquella comprehende toda narración, descripción o declaración de alguna cosa natural, de su ser, acciones o propiedades, cual es la historia que escribió Aristóteles de los Animales, y Plinio de las cosas y obras de naturaleza; y lo será también cualquier otra semejante narración y descripción que pinte las cosas del Cielo, de los elementos y cuanto en ellos naturalmente se obra y contiene”. Genio de la historia, p. 35

[8] Genio de la historia, p. 35.

[9] José Ortega y Gasset, Guillermo Dilthey y la idea de la vida, Obras, VI, 198.

[10] Genio de la historia, p. 33.

[11] Genio de la historia, p. 33-34.

[12] Genio de la historia, p. 37-39.

[13] Para Luis Cabrera de Córdoba la historia es “narración de verdades por hombre sabio para enseñar a vivir”: De Historia, para entenderla y escribirla (1611). Cfr. B. Sánchez Alonso, Historia de la Historiografía española, 3 vols., Madrid 1941-1950. Libro II, pp. 8-13, 164-169, 279-282; Libro III, pp-76-79.

[14] Genio de la historia, p. 39-40.

[15] El microrrelato es una construcción literaria narrativa cuya principal característica es la brevedad de su contenido. Referido a la novela o al cuento, se habla de microcuento o minicuento, de minificción o microficción. En la antigüedad existían ya estructuras narrativas completas y breves, en forma de epitafios, fábulas o parábolas. En la actualidad existe este tipo de narraciones, a veces de unas cuantas líneas, como las greguerías de Ramón Gómez de la Serna o los cuentos de Borges. Por su brevedad ha de jugar con el doble sentido. No es éste el microrrelato que puede formar el historiador, pues su verdad debe quedar nítidamente indicada en sí misma, sin doble sentido.

[16] Genio de la historia, p. 41-42.

[17] Genio de la historia, p. 42-46.

[18] Baste señalar, aunque muy someramente, que para ciertas corrientes modernas que aceptan algunos supuestos de Dilthey –como es el caso de Heidegger, Gadamer, Ricoeur, entre otros–, explicar (Erklären) hace referencia a lo abstracto, a lo universal, a lo repetible; en cambio, com­prender (Verstehen) se refiere a lo concreto, a lo particular, a lo irrepetible. La teoría de la “com­prensión” es un punto nuclear de la hermenéutica. Cfr. E. Betti: Teoria generale della interpre­tazione. Milano, 1955. –Hans-Georg Gadamer, Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philo­sophischen Hermeneutik, Gesammelte Werke Band 1, 6ª ed., Tübingen, Mohr, 1990.– Matthias Jung, Hermeneutik zur Einführung, Hamburg, Junius Verlag, 2002.– Paul Ricoeur: Le conflit des interprétations, Paris, Seuil, 1969. –Georg Henrik von Wrigth, Erklären und Verstehen, 4ª ed. Berlín, Philo Verlaggesellschaft, 2000. –Franx Martin Wimmer, Beschreiben, Erklären. Zur Pro­blematik geschichtlicher Ereignisse (Simposion 57), Freiburg-München, Alber, 1978.

[19] Genio de la historia, p. 126.

[20] Genio de la historia, p. 130.

[21] Genio de la historia, p. 133.

[22] Genio de la historia, p. 133.

[23] Genio de la historia, p. 139.

[24] Genio de la historia, p. 163.

[25] Genio de la historia, p. 164.

[26] Genio de la historia, p. 165.